Escuela de Oración - Catequesis de Benedicto XVI: '¡Abbá!', Padre en las cartas de San Pablo
23 de mayo de 2012
"Tal vez el hombre moderno no percibe la belleza, la grandeza y el profundo
consuelo contenidos en la palabra "padre" con la que podemos dirigirnos a
Dios en la oración, porque la figura paterna a menudo hoy no está
suficientemente presente, y a menudo no es suficientemente positiva en la
vida diaria. La ausencia del padre, el problema de un padre no presente en
la vida del niño es un gran problema de nuestro tiempo, por lo que se hace
difícil entender en profundidad qué significa que Dios sea Padre para
nosotros".
Queridos hermanos y hermanas,
El miércoles pasado he mostrado cómo san Pablo dice que el Espíritu Santo es
el gran maestro de oración y nos enseña a dirigirnos a Dios con términos
afectuosos de hijos, llamándolo "Abba", Padre. Así lo hizo Jesús, incluso en
el momento más dramático de su vida terrena, Él nunca perdió su fe en el
Padre y siempre lo ha invocado con la intimidad del Hijo amado. En
Getsemaní, cuando siente la angustia de la muerte, su oración es: "Abba!,
¡Padre! Todo es posible para ti: ¡aleja de mi este cáliz! Sin embargo, no
sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú" (Mc. 14,36).
Desde las primeras etapas de su camino, la Iglesia ha acogido esta
invocación y la ha hecho propia, sobre todo en la oración del Padre Nuestro,
en la cual decimos todos los días: "Padre... Hágase tu voluntad en la tierra
como en el cielo" (Mt. 6,9-10). En las cartas de san Pablo lo encontramos
dos veces. El Apóstol, que acabamos de escuchar, se dirigió a los Gálatas
con estas palabras: "Que vosotros sois hijos lo demuestra el hecho que Dios
envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita en nosotros:
¡Abba!, ¡Padre! "(Gal 4,6). Y en medio de ese canto al Espíritu en el
capítulo octavo de la Carta a los Romanos, san Pablo dice: "No han recibido
un espíritu de esclavos para caer en el temor, sino que han recibido el
Espíritu que nos hace hijos adoptivos, a través del cual gritamos: "¡Abba!
¡Padre! " (Rom. 8,15). El cristianismo no es una religión del miedo, sino de
la confianza y del amor al Padre que nos ama. Estas dos afirmaciones densas
nos hablan del envío y de la recepción del Espíritu Santo, el don del
Resucitado, que nos hace hijos en Cristo, el Hijo unigénito, y nos coloca en
una relación filial con Dios, relación de profunda confianza, como la de los
niños; una relación filial similar a la de Jesús, aunque diferente en el
origen y diferente en el espesor: Jesús es el Hijo eterno de Dios que se
hizo carne, y en él nos convertimos en hijos, con el tiempo, a través de la
fe y los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación; gracias a estos dos
sacramentos somos inmersos en el misterio pascual de Cristo. El Espíritu
Santo es el don precioso y necesario que nos hace hijos de Dios, que realiza
aquella adopción filial a la que todos los seres humanos están llamados
porque, como indica la bendición divina de la Carta a los Efesios, Dios, en
Cristo, "nos eligió antes de la fundación del mundo para ser santos e
irreprochables ante él por el amor, predestinándonos a ser sus hijos
adoptivos por medio de Jesucristo" (Ef. 1,4).
Tal vez el hombre moderno no percibe la belleza, la grandeza y el profundo
consuelo contenidos en la palabra "padre" con la que podemos dirigirnos a
Dios en la oración, porque la figura paterna a menudo hoy no está
suficientemente presente, y a menudo no es suficientemente positiva en la
vida diaria. La ausencia del padre, el problema de un padre no presente en
la vida del niño es un gran problema de nuestro tiempo, por lo que se hace
difícil entender en profundidad qué significa que Dios sea Padre para
nosotros. De Jesús mismo, por su relación filial con Dios, podemos aprender
lo que significa exactamente "padre", cual es la verdadera naturaleza del
Padre que está en los cielos. Los críticos de la religión han dicho que
hablar de Dios como "Padre" sería una proyección de nuestros padres hasta el
cielo. Pero la verdad es lo contrario: en el evangelio, Cristo nos muestra
quién es el padre y cómo es un verdadero padre, por lo que podemos intuir la
verdadera paternidad, aprender también de la verdadera paternidad. Pensemos
en la palabra de Jesús en el Sermón de la Montaña, donde dice: “Amen a sus
enemigos y oren por los que los persigan, para que sen hijos de su Padre que
está en los cielos" (Mt. 5,44-45). Es justamente el amor de Jesús, el Hijo
unigénito --que llega al don de sí mismo en la cruz--, el que nos revela la
verdadera naturaleza del Padre: Él es Amor, y también nosotros, en nuestra
oración de hijos, entramos en este circuito de amor, amor de Dios que
purifica nuestros deseos, nuestras actitudes marcadas por el encierro, de la
autosuficiencia, del egoísmo típico del hombre viejo.
Me gustaría detenerme un momento sobre la paternidad de Dios, para que
podamos dejarnos calentar el corazón con esta realidad profunda que Jesús
nos ha hecho conocer plenamente y para que se nutra nuestra oración. Por
tanto, podemos decir que en Dios el ser Padre tiene dos dimensiones. En
primer lugar, Dios es nuestro Padre, porque Él es nuestro Creador. Cada uno
de nosotros, cada hombre y mujer es un milagro de Dios, es querido por Él, y
es conocido personalmente por Él. Cuando en el libro del Génesis se dice que
el ser humano es creado a imagen de Dios (cf. Gn 1,27), se quiere expresar
propiamente esta realidad: Dios es nuestro Padre, por Él no somos seres
anónimos, impersonales, sino que tenemos un nombre. Hay una palabra en los
Salmos que siempre me toca cuando rezo: "Tus manos me han formado", dice el
salmista (Sal. 119,73). Cada uno de nosotros puede expresar, con esta
hermosa imagen, la relación personal con Dios: "Tus manos me formaron. Tú me
has pensado, me has creado y querido". Pero esto no es suficiente aún. El
Espíritu de Cristo nos abre a una segunda dimensión de la paternidad de
Dios, más allá de la creación, porque Jesús es el "Hijo" en el sentido
pleno, "de la misma sustancia del Padre", como profesamos en el Credo.
Convirtiéndose en un ser humano como nosotros, con la encarnación, muerte y
resurrección, Jesús a su vez nos recibe en su humanidad y en su mismo ser de
Hijo, para que así nosotros podamos entrar en su específica pertenencia a
Dios. Es cierto que nuestro ser hijos de Dios no tiene la plenitud de Jesús:
nosotros debemos serlo cada vez más, a través de lo largo del camino de toda
nuestra vida cristiana, creciendo en el seguimiento de Cristo, en la
comunión con Él para entrar siempre más íntimamente en la relación de amor
con Dios Padre, que sostiene nuestra vida. Y es esta realidad fundamental la
que se nos revela cuando nos abrimos al Espíritu Santo y Él nos hace
dirigirnos a Dios, diciendo: "¡Abba!" "¡Padre! " Realmente entramos más allá
de la creación en la adopción con Jesús; estamos unidos realmente en Dios e
hijos en un mundo nuevo, en una nueva dimensión.
Pero ahora me gustaría volver a los dos pasajes de san Pablo que estamos
considerando sobre esta acción del Espíritu Santo en nuestra oración;
también aquí hay dos pasos que se corresponden pero que contienen un tono
diferente. En la Carta a los Gálatas, de hecho, el Apóstol dice que el
Espíritu clama en nosotros "¡Abbá! ¡Padre!"; en la Carta a los Romanos nos
dice que está en nosotros el gritar "¡Abba! ¡Padre!". Y san Pablo quiere que
entendamos que la oración cristiana nunca es, jamás es una vía única de
nosotros hacia Dios, no es sólo un "actuar nuestro", sino es una expresión
de una relación recíproca en la que Dios actúa en primer lugar: es el
Espíritu que clama en nosotros, y nosotros podemos clamar porque el impulso
viene del Espíritu Santo. Nosotros no podemos orar si no estuviera inscrito
en la profundidad de nuestro corazón el deseo de Dios, el ser hijos de Dios.
Desde que existe, el homo sapiens siempre está en busca de Dios, trata de
hablar con Dios, porque Dios se ha inscrito a sí mismo en nuestros
corazones. Así que la primera iniciativa viene de Dios, y con el bautismo,
de nuevo Dios obra en nosotros, el Espíritu Santo actúa en nosotros; es el
iniciador de la oración para que podemos hablar después con Dios y decir
"Abba!" a Dios. Entonces su presencia da inicio a nuestra oración y a
nuestra vida, abre los horizontes de la Trinidad y de la Iglesia.
También comprendemos, este es el segundo punto, que la oración del Espíritu
de Cristo en nosotros y la nuestra en Él, no es sólo un acto individual,
sino un acto de toda la Iglesia. En el orar se abre nuestro corazón,
entramos en comunión no sólo con Dios, sino también con todos los hijos de
Dios, porque somos una sola cosa. Cuando nos dirigimos al Padre en nuestra
habitación interior, en el silencio y en el recogimiento, nunca estamos
solos. Quien habla con Dios no está solo. Estamos dentro de la gran oración
de la Iglesia, somos parte de una gran sinfonía que la comunidad cristiana
dispersa por toda la tierra y en cada tiempo eleva a Dios; es cierto que los
músicos y los instrumentos son diferentes --y esto es un elemento de la
riqueza--, pero la melodía de alabanza es única y en armonía. Cada vez,
entonces, que exclamamos y decimos: "¡Abba! ¡Padre!", es la Iglesia, toda la
comunión de los hombres en oración la que sostiene nuestra oración y nuestra
oración es la oración de la iglesia. Esto también se refleja en la riqueza
de los carismas, de los ministerios, de los trabajos, que realizamos en la
comunidad. San Pablo escribe a los cristianos de Corinto: "Hay diversidad de
carismas, pero uno solo es el Espíritu; hay diferentes ministerios, pero
sólo uno es el Señor; hay diferentes actividades, pero uno solo es Dios que
obra todo en todos"(1 Cor. 12,4-6). La oración guiada por el Espíritu Santo,
que nos hace decir: "¡Abba! ¡Padre!" con Cristo y en Cristo, nos inserta en
el único gran mosaico de la familia de Dios, donde cada uno tiene un lugar y
un rol importante, en profunda unidad con el conjunto.
Una nota final: nosotros aprendemos a clamar "¡Abba!,¡Padre!" con María, la
Madre del Hijo de Dios. El cumplimiento de la plenitud del tiempo, del cual
habla san Pablo en la Carta a los Gálatas (cf. 4,4), se produce en el
momento del "sí" de María, de su adhesión a la voluntad Dios: "He aquí la
esclava del Señor" (Lc. 1,38).
Queridos hermanos y hermanas, aprendamos a disfrutar en nuestra oración de
la belleza de ser amigos, también hijos de Dios, de poderlo invocar con la
confianza que tiene un niño con los padres que lo aman. Abramos nuestra
oración a la acción del Espíritu Santo para que grite en nosotros a Dios
"¡Abba!¡ Padre!", y para que nuestra oración cambie, convierta
constantemente nuestro pensamiento, nuestra acción, para que se vuelva
conforme a la del Hijo Unigénito, Jesucristo. Gracias.