I. Estación: Jesús condenado a muerte
La sentencia de Pilato fue dictada bajo la presión de los sacerdotes y de la
multitud. La condena a muerte por crucifixión debería de haber satisfecho
sus pasiones y ser la respuesta al grito: «¡Crucifícale! ¡Crucifícale!» (Mc
15, 13-14, etc.). El pretor romano pensó que podría eludir el dictar
sentencia lavándose las manos, como se había desentendido antes de las
palabras de Cristo cuando éste identificó su reino con la verdad, con el
testimonio de la verdad (Jn 18, 38). En uno y otro caso Pilato buscaba
conservar la independencia, mantenerse en cierto modo «al margen». Pero eran
sólo apariencias. La cruz a la que fue condenado Jesús de Nazaret (Jn 19,
16), así como su verdad del reino (Jn 18, 36-37), debía de afectar
profundamente al alma del pretor romano. Esta fue y es una Realeza, frente a
la cual no se puede permanecer indiferente o mantenerse al margen.
El hecho de que a Jesús, Hijo de Dios, se le pregunte por su reino, y que
por esto sea juzgado por el hombre y condenado a muerte, constituye el
principio del testimonio final de Dios que tanto amó al mundo (cf. Jn 3,
16).
También nosotros nos encontramos ante este testimonio, y sabemos que no nos
es lícito lavarnos las manos.
V. Te adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos.
R. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.