XIV. Estación: Entierro de Jesús
Desde el momento en que el hombre, a causa del pecado, se alejó del árbol
de la vida (cf. Gén 3), la tierra se convirtió en un cementerio. Tantos
sepulcros como hombres. Un gran planeta de tumbas.
En las cercanías del Calvario había una tumba que pertenecía a José de
Arimatea (cf. Mt 27, 60). En este sepulcro, con el consentimiento de José,
depositaron el cuerpo de Jesús una vez bajado de la cruz (cf. Mc 15, 42-46,
etc.). Lo depositaron apresuradamente, para que la ceremonia acabara antes
de la fiesta de Pascua (cf. Jn 19, 31), que empezaba en el crepúsculo.
Entre todas las tumbas esparcidas por los continentes de nuestro planeta,
hay una en la que el Hijo de Dios, el hombre Jesucristo, ha vencido a la
muerte con la muerte. O mors! ero mors tua!: «Muerte, ¡yo seré tu muerte!»
(1 antif. Laudes del Sábado santo). El árbol de la Vida, del que el hombre
fue alejado por su pecado, se ha revelado nuevamente a los hombres en el
cuerpo de Cristo. «Si alguno come de este pan, vivirá para siempre, y el pan
que yo le daré es mi carne, vida del mundo» (Jn 6, 51).
Aunque se multipliquen siempre las tumbas en nuestro planeta, aunque crezca
el cementerio en el que el hombre surgido del polvo retorna al polvo (cf.
Gén 3, 19), todos los hombres que contemplan el sepulcro de Jesucristo viven
en la esperanza de la Resurrección.
V. Te adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos.
R. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
Aceptación de la muerte
Señor, Dios mío, ya desde ahora acepto de buena voluntad, como venida de tu
mano, cualquier género de muerte que quieras enviarme, con todas sus
angustias, penas y dolores.
V. Jesús, José y María,
R. Os doy el corazón y el alma mía.
V. Jesús, José y María,
R. Asistidme en mi última agonía.
V. Jesús, José y María,
R. En vosotros descanse en paz el alma mía.