El Buen Pastor: Homilía de Benedicto XVI 2006
Queridos hermanos y hermanas;
queridos ordenandos:
En esta hora en la que vosotros, queridos amigos, mediante el sacramento de
la ordenación sacerdotal sois introducidos como pastores al servicio del
gran Pastor, Jesucristo, el Señor mismo nos habla en el evangelio del
servicio en favor de la grey de Dios.
La imagen del pastor viene de lejos. En el antiguo Oriente los reyes solían
designarse a sí mismos como pastores de sus pueblos. En el Antiguo
Testamento Moisés y David, antes de ser llamados a convertirse en jefes y
pastores del pueblo de Dios, habían sido efectivamente pastores de rebaños.
En las pruebas del tiempo del exilio, ante el fracaso de los pastores de
Israel, es decir, de los líderes políticos y religiosos, Ezequiel había
trazado la imagen de Dios mismo como Pastor de su pueblo. Dios dice a través
del profeta: "Como un pastor vela por su rebaño (...), así velaré yo por mis
ovejas. Las reuniré de todos los lugares donde se habían dispersado en día
de nubes y brumas" (Ez 34, 12).
Ahora Jesús anuncia que ese momento ha llegado: él mismo es el buen Pastor
en quien Dios mismo vela por su criatura, el hombre, reuniendo a los seres
humanos y conduciéndolos al verdadero pasto. San Pedro, a quien el Señor
resucitado había confiado la misión de apacentar a sus ovejas, de
convertirse en pastor con él y por él, llama a Jesús el "archipoimen", el
Mayoral, el Pastor supremo (cf. 1 P 5, 4), y con esto quiere decir que sólo
se puede ser pastor del rebaño de Jesucristo por medio de él y en la más
íntima comunión con él. Precisamente esto es lo que se expresa en el
sacramento de la Ordenación: el sacerdote, mediante el sacramento, es
insertado totalmente en Cristo para que, partiendo de él y actuando con
vistas a él, realice en comunión con él el servicio del único Pastor, Jesús,
en el que Dios como hombre quiere ser nuestro Pastor.
El evangelio que hemos escuchado en este domingo es solamente una parte del
gran discurso de Jesús sobre los pastores. En este pasaje, el Señor nos dice
tres cosas sobre el verdadero pastor: da su vida por las ovejas; las conoce
y ellas lo conocen a él; y está al servicio de la unidad. Antes de
reflexionar sobre estas tres características esenciales del pastor, quizá
sea útil recordar brevemente la parte precedente del discurso sobre los
pastores, en la que Jesús, antes de designarse como Pastor, nos sorprende
diciendo: "Yo soy la puerta" (Jn 10, 7). En el servicio de pastor hay que
entrar a través de él. Jesús pone de relieve con gran claridad esta
condición de fondo, afirmando: "El que sube por otro lado, ese es un ladrón
y un salteador" (Jn 10, 1).
Esta palabra "sube" ("anabainei") evoca la imagen de alguien que trepa al
recinto para llegar, saltando, a donde legítimamente no podría llegar.
"Subir": se puede ver aquí la imagen del arribismo, del intento de llegar
"muy alto", de conseguir un puesto mediante la Iglesia: servirse, no servir.
Es la imagen del hombre que, a través del sacerdocio, quiere llegar a ser
importante, convertirse en un personaje; la imagen del que busca su propia
exaltación y no el servicio humilde de Jesucristo.
Pero el único camino para subir legítimamente hacia el ministerio de pastor
es la cruz. Esta es la verdadera subida, esta es la verdadera puerta. No
desear llegar a ser alguien, sino, por el contrario, ser para los demás,
para Cristo, y así, mediante él y con él, ser para los hombres que él busca,
que él quiere conducir por el camino de la vida.
Se entra en el sacerdocio a través del sacramento; y esto significa
precisamente: a través de la entrega a Cristo, para que él disponga de mí;
para que yo lo sirva y siga su llamada, aunque no coincida con mis deseos de
autorrealización y estima. Entrar por la puerta, que es Cristo, quiere decir
conocerlo y amarlo cada vez más, para que nuestra voluntad se una a la suya
y nuestro actuar llegue a ser uno con su actuar.
Queridos amigos, por esta intención queremos orar siempre de nuevo, queremos
esforzarnos precisamente por esto, es decir, para que Cristo crezca en
nosotros, para que nuestra unión con él sea cada vez más profunda, de modo
que también a través de nosotros sea Cristo mismo quien apaciente.
Consideremos ahora más atentamente las tres afirmaciones fundamentales de
Jesús sobre el buen pastor. La primera, que con gran fuerza impregna todo el
discurso sobre los pastores, dice: el pastor da su vida por las ovejas. El
misterio de la cruz está en el centro del servicio de Jesús como pastor: es
el gran servicio que él nos presta a todos nosotros. Se entrega a sí mismo,
y no sólo en un pasado lejano. En la sagrada Eucaristía realiza esto cada
día, se da a sí mismo mediante nuestras manos, se da a nosotros. Por eso,
con razón, en el centro de la vida sacerdotal está la sagrada Eucaristía, en
la que el sacrificio de Jesús en la cruz está siempre realmente presente
entre nosotros.
A partir de esto aprendemos también qué significa celebrar la Eucaristía de
modo adecuado: es encontrarnos con el Señor, que por nosotros se despoja de
su gloria divina, se deja humillar hasta la muerte en la cruz y así se
entrega a cada uno de nosotros. Es muy importante para el sacerdote la
Eucaristía diaria, en la que se expone siempre de nuevo a este misterio; se
pone siempre de nuevo a sí mismo en las manos de Dios, experimentando al
mismo tiempo la alegría de saber que él está presente, me acoge, me levanta
y me lleva siempre de nuevo, me da la mano, se da a sí mismo.
La Eucaristía debe llegar a ser para nosotros una escuela de vida, en la que
aprendamos a entregar nuestra vida. La vida no se da sólo en el momento de
la muerte, y no solamente en el modo del martirio. Debemos darla día a día.
Debo aprender día a día que yo no poseo mi vida para mí mismo. Día a día
debo aprender a desprenderme de mí mismo, a estar a disposición del Señor
para lo que necesite de mí en cada momento, aunque otras cosas me parezcan
más bellas y más importantes. Dar la vida, no tomarla. Precisamente así
experimentamos la libertad. La libertad de nosotros mismos, la amplitud del
ser. Precisamente así, siendo útiles, siendo personas necesarias para el
mundo, nuestra vida llega a ser importante y bella. Sólo quien da su vida la
encuentra.
En segundo lugar el Señor nos dice: "Conozco mis ovejas y las mías me
conocen a mí, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre" (Jn 10,
14-15). En esta frase hay dos relaciones en apariencia muy diversas, que
aquí están entrelazadas: la relación entre Jesús y el Padre, y la relación
entre Jesús y los hombres encomendados a él. Pero ambas relaciones van
precisamente juntas porque los hombres, en definitiva, pertenecen al Padre y
buscan al Creador, a Dios. Cuando se dan cuenta de que uno habla solamente
en su propio nombre y tomando sólo de sí mismo, entonces intuyen que eso es
demasiado poco y no puede ser lo que buscan.
Pero donde resuena en una persona otra voz, la voz del Creador, del Padre,
se abre la puerta de la relación que el hombre espera. Por tanto, así debe
ser en nuestro caso. Ante todo, en nuestro interior debemos vivir la
relación con Cristo y, por medio de él, con el Padre; sólo entonces podemos
comprender verdaderamente a los hombres, sólo a la luz de Dios se comprende
la profundidad del hombre; entonces quien nos escucha se da cuenta de que no
hablamos de nosotros, de algo, sino del verdadero Pastor.
Obviamente, las palabras de Jesús se refieren también a toda la tarea
pastoral práctica de acompañar a los hombres, de salir a su encuentro, de
estar abiertos a sus necesidades y a sus interrogantes. Desde luego, es
fundamental el conocimiento práctico, concreto, de las personas que me han
sido encomendadas, y ciertamente es importante entender este "conocer" a los
demás en el sentido bíblico: no existe un verdadero conocimiento sin amor,
sin una relación interior, sin una profunda aceptación del otro.
El pastor no puede contentarse con saber los nombres y las fechas. Su
conocimiento debe ser siempre también un conocimiento de las ovejas con el
corazón. Pero a esto sólo podemos llegar si el Señor ha abierto nuestro
corazón, si nuestro conocimiento no vincula las personas a nuestro pequeño
yo privado, a nuestro pequeño corazón, sino que, por el contrario, les hace
sentir el corazón de Jesús, el corazón del Señor. Debe ser un conocimiento
con el corazón de Jesús, un conocimiento orientado a él, un conocimiento que
no vincula la persona a mí, sino que la guía hacia Jesús, haciéndolo así
libre y abierto. Así también nosotros nos hacemos cercanos a los hombres.
Pidamos siempre de nuevo al Señor que nos conceda este modo de conocer con
el corazón de Jesús, de no vincularlos a mí sino al corazón de Jesús, y de
crear así una verdadera comunidad.
Por último, el Señor nos habla del servicio a la unidad encomendado al
pastor: "Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a
esas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un
solo pastor" (Jn 10, 16). Es lo mismo que repite san Juan después de la
decisión del sanedrín de matar a Jesús, cuando Caifás dijo que era
preferible que muriera uno solo por el pueblo a que pereciera toda la
nación. San Juan reconoce que se trata de palabras proféticas, y añade:
"Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para
reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11, 52).
Se revela la relación entre cruz y unidad; la unidad se paga con la cruz.
Pero sobre todo aparece el horizonte universal del actuar de Jesús. Aunque
Ezequiel, en su profecía sobre el pastor, se refería al restablecimiento de
la unidad entre las tribus dispersas de Israel (cf. Ez 34, 22-24), ahora ya
no se trata de la unificación del Israel disperso, sino de todos los hijos
de Dios, de la humanidad, de la Iglesia de judíos y paganos. La misión de
Jesús concierne a toda la humanidad, y por eso la Iglesia tiene una
responsabilidad con respecto a toda la humanidad, para que reconozca a Dios,
al Dios que por todos nosotros en Jesucristo se encarnó, sufrió, murió y
resucitó.
La Iglesia jamás debe contentarse con la multitud de aquellos a quienes, en
cierto momento, ha llegado, y decir que los demás están bien así:
musulmanes, hindúes... La Iglesia no puede retirarse cómodamente dentro de
los límites de su propio ambiente. Tiene por cometido la solicitud
universal, debe preocuparse por todos y de todos. Por lo general debemos
"traducir" esta gran tarea en nuestras respectivas misiones. Obviamente, un
sacerdote, un pastor de almas debe preocuparse ante todo por los que creen y
viven con la Iglesia, por los que buscan en ella el camino de la vida y que,
por su parte, como piedras vivas, construyen la Iglesia y así edifican y
sostienen juntos también al sacerdote.
Sin embargo, como dice el Señor, también debemos salir siempre de nuevo "a
los caminos y cercados" (Lc 14, 23) para llevar la invitación de Dios a su
banquete también a los hombres que hasta ahora no han oído hablar para nada
de él o no han sido tocados interiormente por él. Este servicio universal,
servicio a la unidad, se realiza de muchas maneras. Siempre forma parte de
él también el compromiso por la unidad interior de la Iglesia, para que
ella, por encima de todas las diferencias y los límites, sea un signo de la
presencia de Dios en el mundo, el único que puede crear dicha unidad.
La Iglesia antigua encontró en la escultura de su tiempo la figura del
pastor que lleva una oveja sobre sus hombros. Quizá esas imágenes formen
parte del sueño idílico de la vida campestre, que había fascinado a la
sociedad de entonces. Pero para los cristianos esta figura se ha
transformado con toda naturalidad en la imagen de Aquel que ha salido en
busca de la oveja perdida, la humanidad; en la imagen de Aquel que nos sigue
hasta nuestros desiertos y nuestras confusiones; en la imagen de Aquel que
ha cargado sobre sus hombros a la oveja perdida, que es la humanidad, y la
lleva a casa. Se ha convertido en la imagen del verdadero Pastor,
Jesucristo. A él nos encomendamos. A él os encomendamos a vosotros, queridos
hermanos, especialmente en esta hora, para que os conduzca y os lleve todos
los días; para que os ayude a ser, por él y con él, buenos pastores de su
rebaño. Amén.
(Homilía que pronunció Benedicto XVI en la santa misa de ordenación sacerdotal de quince diáconos de la diócesis de Roma en la Basílica de San Pedro el domingo 7 de mayo de 2006. )