Dominicae Cenae, Sobre el Misterio y el Culto de la Eucaristía 1980
CARTA DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A TODOS LOS OBISPOS DE LA
IGLESIA
SOBRE EL MISTERIO Y EL CULTO DE
LA EUCARISTÍA
(Dominicae Cenae)
VENERADOS Y QUERIDOS HERMANOS:
1. También este año, os dirijo a vosotros, para el próximo Jueves Santo, una
carta que tiene una relación inmediata con la que habéis recibido el año
pasado, en la misma ocasión, junto con la Carta para los sacerdotes. Deseo
ante todo agradeceros cordialmente que hayáis acogido mis cartas precedentes
con aquel espíritu de unidad que el Señor ha establecido entre nosotros y
que hayáis transmitido a vuestro Presbiterio los pensamientos que deseaba
expresar al principio de mi pontificado.
Durante la Liturgia Eucarística del Jueves Santo, habéis renovado - junto
con vuestros sacerdotes- las promesas y compromisos asumidos en el momento
de la ordenación. Muchos de vosotros, venerados y queridos Hermanos, me lo
habéis comunicado después, añadiendo palabras de agradecimiento personal y
mandando a veces las de vuestro propio Presbiterio. Además, muchos
sacerdotes han manifestado su alegría, tanto por el carácter profundo y
solemne del Jueves Santo, en cuanto "fiesta anual de los sacerdotes", como
por la importancia de los problemas tratados en la Carta a ellos dirigida.
Tales respuestas forman una rica colección que, una vez más, indican cuán
querida es para la gran mayoría del Presbiterio de la Iglesia católica la
senda de la vida sacerdotal por la que esta Iglesia camina desde hace
siglos, cuán amada y estimada es para los sacerdotes y cómo desean
proseguirla en el futuro.
He de añadir aquí que en la Carta a los sacerdotes han hallado eco solamente
algunos problemas, como ya se ha señalado claramente al principio de la
misma.
1 . Además ha sido puesto principalmente de relieve el carácter pastoral del
ministerio sacerdotal, lo cual no significa ciertamente que no hayan sido
tenidos también en cuenta aquellos grupos de sacerdotes que no desarrollan
una actividad directamente pastoral. A este propósito quiero recordar una
vez más el magisterio del Concilio Vaticano II, así como las enunciaciones
del Sínodo de los Obispos del 1971.
El carácter pastoral del ministerio sacerdotal no deja de acompañar la vida
de cada sacerdote, aunque las tareas cotidianas que desarrolla no estén
orientadas explícitamente a la pastoral de los sacramentos. En este sentido,
la Carta dirigida a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo iba dirigida
a todos sin excepción, aunque, como he insinuado antes, ella no haya tratado
todos los problemas de la vida y actividad de los sacerdotes. Creo útil y
oportuna tal aclaración al principio de esta Carta.
I
EL MISTERIO EUCARÍSTICO EN LA VIDA DE LA IGLESIA
Y DEL SACERDOTE
Eucaristía y sacerdocio
2. La Carta presente que dirijo a vosotros, venerados y queridos Hermanos en
el Episcopado, - y que, como he dicho, es en cierto modo una continuación de
la precedente- está también en estrecha relación con el misterio del Jueves
Santo y asimismo con el sacerdocio. En efecto, quiero dedicarla a la
Eucaristía y, más en concreto, a algunos aspectos del misterio eucarístico y
de su incidencia en la vida de quien es su ministro. Por ello los directos
destinatarios de esta Carta sois vosotros, Obispos de la Iglesia; junto con
vosotros, todos los Sacerdotes; y, según su orden, también los Diáconos.
En realidad, el sacerdocio ministerial o jerárquico, el sacerdocio de los
Obispos y de los Presbíteros y, junto a ellos, el ministerio de los Diáconos
- ministerios que empiezan normalmente con el anuncio del evangelio- están
en relación muy estrecha con la Eucaristía. Esta es la principal y central
razón de ser del Sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en el
momento de la institución de la Eucaristía y a la vez que ella. No sin razón
las palabras "Haced esto en conmemoración mía" son pronunciadas
inmediatamente después de las palabras de la consagración eucarística y
nosotros las repetimos cada vez que celebramos el Santo Sacrificio.
Mediante nuestra ordenación - cuya celebración está vinculada a la Santa
Misa desde el primer testimonio litúrgico- nosotros estamos unidos de manera
singular y excepcional a la Eucaristía. Somos, en cierto sentido, "por ella"
y "para ella". Somos, de modo particular, responsables "de ella", tanto cada
sacerdote en su propia comunidad como cada obispo en virtud del cuidado que
debe a todas las comunidades que le son encomendadas, por razón de la
"sollicitudo omnium ecclesiarum" de la que habla San Pablo. Está pues
encomendado a nosotros, obispos y sacerdotes, el gran "Sacramento de nuestra
fe", y si él es entregado también a todo el Pueblo de Dios, a todos los
creyentes en Cristo, sin embargo se nos confía a nosotros la Eucaristía
también "para" los otros, que esperan de nosotros un particular testimonio
de veneración y de amor hacia este Sacramento, para que ellos puedan
igualmente ser edificados y vivificados "para ofrecer sacrificios
espirituales".
De esta manera nuestro culto eucarístico, tanto en la celebración de la Misa
como en lo referente al Stmo. Sacramento, es como una corriente vivificante,
que une nuestro sacerdocio ministerial o jerárquico al sacerdocio común de
los fieles y lo presenta en su dimensión vertical y con su valor central. El
sacerdote ejerce su misión principal y se manifiesta en toda su plenitud
celebrando la Eucaristía, y tal manifestación es más completa cuando él
mismo deja traslucir la profundidad de este misterio, para que sólo él
resplandezca en los corazones y en las conciencias humanas a través de su
ministerio. Este es el ejercicio supremo del "sacerdocio real", la "fuente y
cumbre de toda la vida cristiana".
Culto del misterio eucarístico
3. Tal culto está dirigido a Dios Padre por medio de Jesucristo en el
Espíritu Santo. Ante todo al Padre, como afirma el evangelio de San Juan:
"Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo
el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna".
Se dirige también en el Espíritu Santo a aquel Hijo encarnado, según la
economía de salvación, sobre todo en aquel momento de entrega suprema y de
abandono total de sí mismo, al que se refieren las palabras pronunciadas en
el cenáculo: "esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros" ..."éste
es el cáliz de mi Sangre ... que será derramada por vosotros". La aclamación
litúrgica: "Anunciamos tu muerte" nos hace recordar aquel momento. Al
proclamar a la vez su resurrección, abrazamos en el mismo acto de veneración
a Cristo resucitado y glorificado "a la derecha del Padre", así como la
perspectiva de su "venida con gloria". Sin embargo, es su anonadamiento
voluntario, agradable al Padre y glorificado con la resurrección, lo que, al
ser celebrado sacramentalmente junto con la resurrección, nos lleva a la
adoración del Redentor que "se humilló, haciéndose obediente hasta la
muerte, y muerte de cruz".
Esta adoración nuestra contiene otra característica particular: está
compenetrada con la grandeza de esa Muerte Humana, en la que el mundo, es
decir, cada uno de nosotros, es amado "hasta el fin". Así pues, ella es
también una respuesta que quiere corresponder a aquel Amor inmolado que
llega hasta la muerte en la cruz: es nuestra "Eucaristía", es decir, nuestro
agradecimiento, nuestra alabanza por habernos redimido con su muerte y hecho
participantes de su vida inmortal mediante su resurrección.
Tal culto, tributado así a la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo,
acompaña y se enraiza ante todo en la celebración de la liturgia
eucarística. Pero debe asimismo llenar nuestros templos, incluso fuera del
horario de las Misas. En efecto, dado que el misterio eucarístico ha sido
instituido por amor y nos hace presente sacramentalmente a Cristo, es digno
de acción de gracias y de culto. Este culto debe manifestarse en todo
encuentro nuestro con el Santísimo Sacramento, tanto cuando visitamos las
iglesias como cuando las sagradas Especies son llevadas o administradas a
los enfermos.
La adoración a Cristo en este sacramento de amor debe encontrar expresión en
diversas formas de devoción eucarística: plegarias personales ante el
Santísimo, horas de adoración, exposiciones breves, prolongadas, anuales
(las cuarenta horas), bendiciones eucarísticas, procesiones eucarísticas,
Congresos eucarísticos. A este respecto merece una mención particular la
solemnidad del "Corpus Christi" como acto de culto público tributado a
Cristo presente en la Eucaristía, establecida por mi Predecesor Urbano IV en
recuerdo de la institución de este gran Misterio. Todo ello corresponde a
los principios generales y a las normas particulares existentes desde hace
tiempo y formuladas de nuevo durante o después del Concilio Vaticano II.
La animación y robustecimiento del culto eucarístico son una prueba de esa
auténtica renovación que el Concilio se ha propuesto y de la que es el punto
central. Esto, venerados y queridos Hermanos, merece una reflexión aparte.
La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús
nos espera en este Sacramento del Amor. No escatimemos tiempo para ir a
encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a
reparar las graves faltas y delitos del mundo. No cese nunca nuestra
adoración.
Eucaristía e Iglesia
4. Gracias al Concilio nos hemos dado cuenta, con mayor claridad, de esta
verdad: como la Iglesia "hace la Eucaristía" así "la Eucaristía construye"
la Iglesia;16 esta verdad está estrechamente unida al misterio del Jueves
Santo. La Iglesia ha sido fundada, en cuanto comunidad nueva del Pueblo de
Dios, sobre la comunidad apostólica de los Doce que, en la última Cena, han
participado del Cuerpo y de la Sangre del Señor bajo las especies del pan y
del vino. Cristo les había dicho: "tomad y comed" ... "tomad y bebed". Y
ellos, obedeciendo este mandato, han entrado por primera vez en comunión
sacramental con el Hijo de Dios, comunión que es prenda de vida eterna.
Desde aquel momento hasta el fin de los siglos, la Iglesia se construye
mediante la misma comunión con el Hijo de Dios, que es prenda de la Pascua
eterna.
Como maestros y guardianes de la verdad salvífica de la Eucaristía, debemos,
queridos y venerados Hermanos en el Episcopado, guardar siempre y en todas
partes este significado y esta dimensión del encuentro sacramental y de la
intimidad con Cristo. Ellos constituyen, en efecto, la substancia misma del
culto eucarístico. El sentido de esta verdad antes expuesta no disminuye en
modo alguno, sino que facilita el carácter eucarístico de acercamiento
espiritual y de unión entre los hombres que participan en el Sacrificio, el
cual con la Comunión se convierte luego en banquete para ellos. Este
acercamiento y esta unión, cuyo prototipo es la unión de los Apóstoles en
torno a Cristo durante la última Cena, expresan y realizan la Iglesia.
Pero ella no se realiza sólo mediante el hecho de la unión entre los hombres
a través de la experiencia de la fraternidad a la que da ocasión el banquete
eucarístico. La Iglesia se realiza cuando en aquella unión y comunión
fraternas, celebramos el sacrificio de la cruz de Cristo, cuando anunciamos
"la muerte del Señor hasta que El venga" Y luego cuando, compenetrados
profundamente en el misterio de nuestra salvación, nos acercamos
comunitariamente a la mesa del Señor, para nutrirnos sacramentalmente con
los frutos del Santo Sacrificio propiciatorio. En la Comunión eucarística
recibimos pues a Cristo, a Cristo mismo; y nuestra unión con El, que es don
y gracia para cada uno, hace que nos asociemos en Él a la unidad de su
Cuerpo, que es la Iglesia.
Solamente de esta manera, mediante tal fe y disposición de ánimo, se realiza
esa construcción de la Iglesia, que, según la conocida expresión del
Concilio Vaticano II, halla en la Eucaristía la "fuente y cumbre de toda la
vida cristiana". Esta verdad, que por obra del mismo Concilio ha recibido un
nuevo y vigoroso relieve, debe ser tema frecuente de nuestras reflexiones y
de nuestra enseñanza. Nútrase de ella toda actividad pastoral, sea también
alimento para nosotros mismos y para todos los sacerdotes que colaboran con
nosotros, y finalmente para todas las comunidades encomendadas a nuestro
cuidado. En esta praxis ha de revelarse, casi a cada paso, aquella estrecha
relación que hay entre la vitalidad espiritual y apostólica de la Iglesia y
la Eucaristía, entendida en su significado profundo y bajo todos los puntos
de vista.
Eucaristía y caridad
5. Antes de pasar a observaciones más detalladas sobre el tema de la
celebración del Santo Sacrificio, deseo recordar brevemente que el culto
eucarístico constituye el alma de toda la vida cristiana. En efecto, si la
vida cristiana se manifiesta en el cumplimiento del principal mandamiento,
es decir, en el amor a Dios y al prójimo, este amor encuentra su fuente
precisamente en el Santísimo Sacramento, llamado generalmente Sacramento del
amor.
La Eucaristía significa esta caridad, y por ello la recuerda, la hace
presente y al mismo tiempo la realiza. Cada vez que participamos en ella de
manera consciente, se abre en nuestra alma una dimensión real de aquel amor
inescrutable que encierra en sí todo lo que Dios ha hecho por nosotros los
hombres y que hace continuamente, según las palabras de Cristo: "Mi Padre
sigue obrando todavía, y por eso obro yo también". Junto con este don
insondable y gratuito, que es la caridad revelada hasta el extremo en el
sacrificio salvífico del Hijo de Dios - del que la Eucaristía es señal
indeleble- nace en nosotros una viva respuesta de amor. No sólo conocemos el
amor, sino que nosotros mismos comenzamos a amar. Entramos, por así decirlo,
en la vía del amor y progresamos en este camino. El amor que nace en
nosotros de la Eucaristía, se desarrolla gracias a ella, se profundiza, se
refuerza.
El culto eucarístico es, pues, precisamente expresión de este amor, que es
la característica auténtica y más profunda de la vocación cristiana. Este
culto brota del amor y sirve al amor, al cual todos somos llamados en Cristo
Jesús. Fruto vivo de este culto es la perfección de la imagen de Dios que
llevamos en nosotros, imagen que corresponde a la que Cristo nos ha
revelado. Convirtiéndonos así en adoradores del Padre "en espíritu y
verdad", maduramos en una creciente unión con Cristo, estamos cada vez más
unidos a Él y - si podemos emplear esta expresión- somos más solidarios con
Él.
La doctrina de la Eucaristía, "signo de unidad" y "vínculo de caridad",
enseñada por San Pablo, ha sido luego profundizada en los escritos de tantos
santos, que son para nosotros un ejemplo vivo de culto eucarístico. Hemos de
tener siempre esta realidad ante los ojos y, al mismo tiempo, debemos
esforzarnos continuamente para que también nuestra generación añada a esos
maravillosos ejemplos del pasado otros ejemplos nuevos, no menos vivos y
elocuentes, que reflejen la época a la que pertenecemos.
Eucaristía y prójimo
6. El auténtico sentido de la Eucaristía se convierte de por sí en escuela
de amor activo al prójimo. Sabemos que es éste el orden verdadero e integral
del amor que nos ha enseñado el Señor: "En esto conoceréis todos que sois
mis discípulos: si tenéis amor unos para con otros". La Eucaristía nos educa
para este amor de modo más profundo; en efecto, demuestra qué valor debe de
tener a los ojos de Dios todo hombre, nuestro hermano y hermana, si Cristo
se ofrece a sí mismo de igual modo a cada uno, bajo las especies de pan y de
vino. Si nuestro culto eucarístico es auténtico, debe hacer aumentar en
nosotros la conciencia de la dignidad de todo hombre. La conciencia de esta
dignidad se convierte en el motivo más profundo de nuestra relación con el
prójimo.
Asimismo debemos hacernos particularmente sensibles a todo sufrimiento y
miseria humana, a toda injusticia y ofensa, buscando el modo de repararlos
de manera eficaz. Aprendamos a descubrir con respeto la verdad del hombre
interior, porque precisamente este interior del hombre se hace morada de
Dios presente en la Eucaristía. Cristo viene a los corazones y visita las
conciencias de nuestros hermanos y hermanas. ¡Cómo cambia la imagen de todos
y cada uno, cuando adquirimos conciencia de esta realidad, cuando la hacemos
objeto de nuestras reflexiones! El sentido del Misterio eucarístico nos
impulsa al amor al prójimo, al amor a todo hombre.
Eucaristía y vida
7. Siendo pues fuente de caridad, la Eucaristía ha ocupado siempre el centro
de la vida de los discípulos de Cristo. Tiene el aspecto de pan y de vino,
es decir, de comida y de bebida; por lo mismo es tan familiar al hombre, y
está tan estrechamente vinculada a su vida, como lo están efectivamente la
comida y la bebida. La veneración a Dios que es Amor nace del culto
eucarístico de esa especie de intimidad en la que el mismo, análogamente a
la comida y a la bebida, llena nuestro ser espiritual, asegurándole, al
igual que ellos, la vida. Tal veneración "eucarística" de Dios corresponde
pues estrictamente a sus planes salvíficos. El mismo, el Padre, quiere que
los "verdaderos adoradores" lo adoren precisamente así, y Cristo es
intérprete de este querer con sus palabras a la vez que con este sacramento,
en el cual nos hace posible la adoración al Padre, de la manera más conforme
a su voluntad.
De tal concepción del culto eucarístico brota todo el estilo sacramental de
la vida del cristiano. En efecto, conducir una vida basada en los
sacramentos, animada por el sacerdocio común, significa ante todo por parte
del cristiano, desear que Dios actúe en él para hacerle llegar en el
Espíritu "a la plena madurez de Cristo". Dios, por su parte, no lo toca
solamente a través de los acontecimientos y con su gracia interna, sino que
actúa en él, con mayor certeza y fuerza, a través de los sacramentos. Ellos
dan a su vida un estilo sacramental.
Ahora bien, entre todos los sacramentos, es el de la Santísima Eucaristía el
que conduce a plenitud su iniciación de cristiano y confiere al ejercicio
del sacerdocio común esta forma sacramental y eclesial que lo pone en
conexión - como hemos insinuado anteriormente- con el ejercicio del
sacerdocio ministerial. De este modo el culto eucarístico es centro y fin de
toda la vida sacramental. Resuenan continuamente en él, como un eco
profundo, los sacramentos de la iniciación cristiana: Bautismo y
Confirmación. ¿Dónde está mejor expresada la verdad de que además de ser
"llamados hijos de Dios", lo "somos realmente", en virtud del Sacramento del
Bautismo, sino precisamente en el hecho de que en la Eucaristía nos hacemos
partícipes del Cuerpo y de la Sangre del unigénito Hijo de Dios? Y ¿qué es
lo que nos predispone mayormente a "ser verdaderos testimonios de Cristo",
frente al mundo, como resultado del Sacramento de la Confirmación, sino la
comunión eucarística, en la que Cristo nos da testimonio a nosotros y
nosotros a Él?
Es imposible analizar aquí en sus pormenores los lazos existentes entre la
Eucaristía y los demás Sacramentos, particularmente con el Sacramento de la
vida familiar y el Sacramento de los enfermos. Acerca de la estrecha
vinculación, existente entre el Sacramento de la Penitencia y el de la
Eucaristía llamé ya la atención en la Encíclica "Redemptor hominis ". No es
solamente la Penitencia la que conduce a la Eucaristía, sino que también la
Eucaristía lleva a la Penitencia. En efecto, cuando nos damos cuenta de
Quien es el que recibimos en la Comunión eucarística, nace en nosotros casi
espontáneamente un sentido de indignidad, junto con el dolor de nuestros
pecados y con la necesidad interior de purificación.
No obstante debemos vigilar siempre, para que este gran encuentro con Cristo
en la Eucaristía no se convierta para nosotros en un acto rutinario y a fin
de que no lo recibamos indignamente, es decir, en estado de pecado mortal.
La práctica de la virtud de la penitencia y el sacramento de la Penitencia
son indispensables a fin de sostener en nosotros y profundizar continuamente
el espíritu de veneración, que el hombre debe a Dios mismo y a su Amor tan
admirablemente revelado.
Estas palabras quisieran presentar algunas reflexiones generales sobre el
culto del Misterio eucarístico, que podrían ser desarrolladas más larga y
ampliamente. Concretamente, se podría enlazar cuanto se dijo acerca de los
efectos de la Eucaristía sobre el amor por el hombre con lo que hemos puesto
de relieve ahora sobre los compromisos contraídos para con el hombre y la
Iglesia en la comunión eucarística, y consiguientemente delinear la imagen
de la "tierra nueva" que nace de la Eucaristía a través de todo "hombre
nuevo".
Efectivamente en este Sacramento del pan y del vino, de la comida y de la
bebida, todo lo que es humano sufre una singular transformación y elevación.
El culto eucarístico no es tanto culto de la trascendencia inaccesible,
cuanto de la divina condescendencia y es a su vez transformación
misericordiosa y redentora del mundo en el corazón del hombre.
Recordando todo esto, sólo brevemente, deseo, no obstante la concisión,
crear un contexto más amplio para las cuestiones que deberé tratar
enseguida: ellas están estrechamente vinculadas a la celebración del Santo
Sacrificio. En efecto, en esta celebración se expresa de manera más directa
el culto de la Eucaristía. Este emana del corazón como preciosísimo homenaje
inspirado por la fe, la esperanza y la caridad, infundidas en nosotros en el
Bautismo. Es precisamente de ella, venerados y queridos Hermanos en el
Episcopado, sacerdotes y diáconos, de lo que quiero escribiros en esta
Carta, a la que la Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto
Divino hará seguir indicaciones más concretas.
II
SACRALIDAD DE LA EUCARISTÍA Y SACRIFICIO
Sacralidad
8. La celebración de la Eucaristía, comenzando por el cenáculo y por el
Jueves Santo, tiene una larga historia propia, larga cuanto la historia de
la Iglesia. En el curso de esta historia los elementos secundarios han
sufrido ciertos cambios; no obstante, ha permanecido inmutada la esencia del
"Mysterium", instituido por el Redentor del mundo, durante la última cena.
También el Concilio Vaticano II ha aportado algunas modificaciones, en
virtud de las cuales la liturgia actual de la Misa se diferencia en cierto
sentido de la conocida antes del Concilio. No pensamos hablar de estas
diferencias; por ahora conviene que nos detengamos en lo que es esencial e
inmutable en la liturgia eucarística.
Y con este elemento está estrechamente vinculado el carácter de "sacrum" de
la Eucaristía, esto es, de acción santa y sagrada. Santa y sagrada, porque
en ella está continuamente presente y actúa Cristo, "el Santo" de Dios,
"ungido por el Espíritu Santo", "consagrado por el Padre", para dar
libremente y recobrar su vida, "Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza". Es El,
en efecto, quien, representado por el celebrante, hace su ingreso en el
santuario y anuncia su evangelio. Es El "el oferente y el ofrecido, el
consagrante y el consagrado". Acción santa y sagrada, porque es constitutiva
de las especies sagradas, del "Sancta sanctis", es decir, de las "cosas
santas - Cristo el Santo- dadas a los santos", como cantan todas las
liturgias de Oriente en el momento en que se alza el pan eucarístico para
invitar a los fieles a la Cena del Señor.
El "Sacrum" de la Misa no es por tanto una "sacralización", es decir, una
añadidura del hombre a la acción de Cristo en el cenáculo, ya que la Cena
del Jueves Santo fue un rito sagrado, liturgia primaria y constitutiva, con
la que Cristo, comprometiéndose a dar la vida por nosotros, celebró
sacramentalmente, El mismo, el misterio de su Pasión y Resurrección, corazón
de toda Misa. Derivando de esta liturgia, nuestras Misas revisten de por sí
una forma litúrgica completa, que, no obstante esté diversificada según las
familias rituales, permanece sustancialmente idéntica. El "Sacrum" de la
Misa es una sacralidad instituida por Cristo. Las palabras y la acción de
todo sacerdote, a las que corresponde la participación consciente y activa
de toda la asamblea eucarística, hacen eco a las del Jueves Santo.
El sacerdote ofrece el Santo Sacrificio "in persona Christi", lo cual quiere
decir más que "en nombre", o también "en vez" de Cristo. "In persona": es
decir, en la identificación específica, sacramental con el "Sumo y Eterno
Sacerdote", que es el Autor y el Sujeto principal de este su propio
Sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie.
Solamente El, solamente Cristo, podía y puede ser siempre verdadera y
efectiva "propitiatio pro peccatis nostris ... sed etiam totius mundi".
Solamente su sacrificio, y ningún otro, podía y puede tener "fuerza
propiciatoria" ante Dios, ante la Trinidad, ante su trascendental santidad.
La toma de conciencia de esta realidad arroja una cierta luz sobre el
carácter y sobre el significado del sacerdote - celebrante que, llevando a
efecto el Santo Sacrificio y obrando "in persona Christi", es introducido e
insertado, de modo sacramental (y al mismo tiempo inefable), en este
estrictísimo "Sacrum", en el que a su vez asocia espiritualmente a todos los
participantes en la asamblea eucarística
Ese "Sacrum", actuado en formas litúrgicas diversas, puede prescindir de
algún elemento secundario, pero no puede ser privado de ningún modo de su
sacralidad y sacramentalidad esenciales, porque fueron queridas por Cristo y
transmitidas y controladas por la Iglesia. Ese "Sacrum" no puede tampoco ser
instrumentalizado para otros fines. El misterio eucarístico, desgajado de su
propia naturaleza sacrificial y sacramental, deja simplemente de ser tal. No
admite ninguna imitación "profana", que se convertiría muy fácilmente (si no
incluso como norma) en una profanación. Esto hay que recordarlo siempre, y
quizá sobre todo en nuestro tiempo en el que observamos una tendencia a
borrar la distinción entre "sacrum" y "profanum", dada la difundida
tendencia general (al menos en algunos lugares) a la desacralización de
todo.
En tal realidad la Iglesia tiene el deber particular de asegurar y
corroborar el "sacrum" de la Eucaristía. En nuestra sociedad pluralista, y a
veces también deliberadamente secularizada, la fe viva de la comunidad
cristiana - fe consciente incluso de los propios derechos con respecto a
todos aquellos que no comparten la misma fe- garantiza a este "sacrum" el
derecho de ciudadanía. El deber de respetar la fe de cada uno es al mismo
tiempo correlativa al derecho natural y civil de la libertad de conciencia y
de religión.
La sacralidad de la Eucaristía ha encontrado y encuentra siempre expresión
en la terminología teológica y litúrgica. Este sentido de la sacralidad
objetiva del Misterio eucarístico es tan constitutivo de la fe del Pueblo de
Dios que con ella se ha enriquecido y robustecido. 45 Los ministros de la
Eucaristía deben por tanto, sobre todo en nuestros días, ser iluminados por
la plenitud de esta fe viva, y a la luz de ella deben comprender y cumplir
todo lo que forma parte de su ministerio sacerdotal, por voluntad de Cristo
y de su Iglesia.
Sacrificio
9. La Eucaristía es por encima de todo un sacrificio: sacrificio de la
Redención y al mismo tiempo sacrificio de la Nueva Alianza, como creemos y
como claramente profesan las Iglesias Orientales: "el sacrificio actual -
afirmó hace siglos la Iglesia griega- es como aquél que un día ofreció el
Unigénito Verbo encarnado, es ofrecido (hoy como entonces) por El, siendo el
mismo y único sacrificio". Por esto, y precisamente haciendo presente este
sacrificio único de nuestra salvación, el hombre y el mundo son restituidos
a Dios por medio de la novedad pascual de la Redención. Esta restitución no
puede faltar: es fundamento de la "alianza nueva y eterna" de Dios con el
hombre y del hombre con Dios. Si llegase a faltar, se debería poner en tela
de juicio bien sea la excelencia del sacrificio de la Redención que fue
perfecto y definitivo, bien sea el valor sacrificial de la Santa Misa. Por
tanto la Eucaristía, siendo verdadero sacrificio, obra esa restitución a
Dios.
Se sigue de ahí que el celebrante, en cuanto ministro del sacrificio, es el
auténtico sacerdote, que lleva a cabo en virtud del poder específico de la
sagrada ordenación- el verdadero acto sacrificial que lleva de nuevo a los
seres a Dios. En cambio todos aquellos que participan en la Eucaristía, sin
sacrificar como él, ofrecen con él, en virtud del sacerdocio común, sus
propios sacrificios espirituales, representados por el pan y el vino, desde
el momento de su presentación en el altar. Efectivamente, este acto
litúrgico solemnizado por casi todas las liturgias, "tiene su valor y su
significado espiritual". El pan y el vino se convierten en cierto sentido en
símbolo de todo lo que lleva la asamblea eucarística, por sí misma, en
ofrenda a Dios y que ofrece en espíritu.
Es importante que este primer momento de la liturgia eucarística, en sentido
estricto, encuentre su expresión en el comportamiento de los participantes.
A esto corresponde la llamada procesión de las ofrendas, prevista por la
reciente reforma litúrgica , y acompañada, según la antigua tradición, por
un salmo o un cántico. Es necesario un cierto espacio de tiempo, a fin de
que todos puedan tomar conciencia de este acto, expresado contemporáneamente
por las palabras del celebrante.
La conciencia del acto de presentar las ofrendas, debería ser mantenida
durante toda la Misa. Más aún, debe ser llevada a plenitud en el momento de
la consagración y de la oblación anamnética, tal como lo exige el valor
fundamental del momento del sacrificio. Para demostrar esto ayudan las
palabras de la oración eucarística que el sacerdote pronuncia en alta voz.
Parece útil repetir aquí algunas expresiones de la tercera oración
eucarística, que manifiestan especialmente el carácter sacrificial de la
Eucaristía y unen el ofrecimiento de nuestras personas al de Cristo: "Dirige
tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la Víctima por
cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad, para que fortalecidos con
el Cuerpo y Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en
Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu. Que Él nos transforme en ofrenda
permanente".
Este valor sacrificial está ya expresado en cada celebración por las
palabras con que el sacerdote concluye la presentación de los dones al pedir
a los fieles que oren para que "este sacrificio mío y vuestro sea agradable
a Dios, Padre todopoderoso". Tales palabras tienen un valor de compromiso en
cuanto expresan el carácter de toda la liturgia eucarística y la plenitud de
su contenido tanto divino como eclesial.
Todos los que participan con fe en la Eucaristía se dan cuenta de que ella
es "Sacrificium", es decir, una "Ofrenda consagrada". En efecto, el pan y el
vino, presentados en el altar y acompañados por la devoción y por los
sacrificios espirituales de los participantes, son finalmente consagrados,
para que se conviertan verdadera, real y sustancialmente en el Cuerpo
entregado y en la Sangre derramada de Cristo mismo. Así, en virtud de la
consagración, las especies del pan y del vino, "representan", de modo
sacramental e incruento, el Sacrificio cruento propiciatorio ofrecido por El
en la cruz al Padre para la salvación del mundo. El solo, en efecto,
ofreciéndose como víctima propiciatoria en un acto de suprema entrega e
inmolación, ha reconciliado a la humanidad con el Padre, únicamente mediante
su sacrificio, "borrando el acta de los decretos que nos era contraria".
A este sacrificio, que es renovado de forma sacramental sobre el altar, las
ofrendas del pan y del vino, unidas a la devoción de los fieles, dan además
una contribución insustituible, ya que, mediante la consagración sacerdotal
se convierten en las sagradas Especies. Esto se hace patente en el
comportamiento del sacerdote durante la oración eucarística, sobre todo
durante la consagración, y también cuando la celebración del Santo
Sacrificio y la participación en él están acompañadas por la conciencia de
que "el Maestro está ahí y te llama". Esta llamada del Señor, dirigida a
nosotros mediante su Sacrificio, abre los corazones, a fin de que
purificados en el Misterio de nuestra Redención se unan a El en la comunión
eucarística, que da a la participación en la Misa un valor maduro, pleno,
comprometedor para la existencia humana: "la Iglesia desea que los fieles no
sólo ofrezcan la hostia inmaculada, sino que aprendan a ofrecerse a sí
mismos, y que de día en día perfeccionen con la mediación de Cristo, la
unión con Dios y entre sí, de modo que sea Dios todo en todos".
Es por tanto muy conveniente y necesario que continúe poniéndose en práctica
una nueva e intensa educación, para descubrir todas las riquezas encerradas
en la nueva Liturgia. En efecto, la renovación litúrgica realizada después
del Concilio Vaticano II ha dado al sacrificio eucarístico una mayor
visibilidad. Entre otras cosas, contribuyen a ello las palabras de la
oración eucarística recitadas por el celebrante en voz alta y, en especial,
las palabras de la consagración, la aclamación de la asamblea inmediatamente
después de la elevación.
Si todo esto debe llenarnos de gozo, debemos también recordar que estos
cambios exigen una nueva conciencia y madurez espiritual, tanto por parte
del celebrante- sobre todo hoy que celebra "de cara al pueblo"- como por
parte de los fieles. El culto eucarístico madura y crece cuando las palabras
de la plegaria eucarística, y especialmente las de la consagración, son
pronunciadas con gran humildad y sencillez, de manera comprensible, correcta
y digna, como corresponde a su santidad; cuando este acto esencial de la
liturgia eucarística es realizado sin prisas; cuando nos compromete a un
recogimiento tal y a una devoción tal, que los participantes advierten la
grandeza del misterio que se realiza y lo manifiestan con su comportamiento.
III
LAS DOS MESAS DEL SEÑOR
Y EL BIEN COMÚN DE LA IGLESIA
Mesa de la Palabra de Dios
10. Sabemos bien que la celebración de la Eucaristía ha estado vinculada,
desde tiempos muy antiguos, no sólo a la oración, sino también a la lectura
de la Sagrada Escritura, y al canto de toda la asamblea. Gracias a esto ha
sido posible, desde hace mucho tiempo, relacionar con la Misa el parangón
hecho por los Padres con las dos mesas, sobre las cuales la Iglesia prepara
para sus hijos la Palabra de Dios y la Eucaristía, es decir, el Pan del
Señor. Debemos pues volver a la primera parte del Sagrado Misterio que, con
frecuencia, en el presente se le llama Liturgia de la Palabra, y dedicarle
un poco de atención.
La lectura de los fragmentos de la Sagrada Escritura, escogidos para cada
día, ha sido sometida por el Concilio a criterios y exigencias nuevas. Como
consecuencia de tales normas conciliares se ha hecho una nueva selección de
lecturas, en las que se ha aplicado, en cierta medida, el principio de la
continuidad de los textos, y también el principio de hacer accesible el
conjunto de los Libros Sagrados. La introducción de los salmos con los
responsorios en la liturgia familiariza a los participantes con los más
bellos recursos de la oración y de la poesía del Antiguo Testamento. Además
el hecho de que los relativos textos sean leídos y cantados en la propia
lengua, hace que todos puedan participar y comprenderlos más plenamente. No
faltan, sin embargo, quienes, educados todavía según la antigua liturgia en
latín, sienten la falta de esta "lengua única", que ha sido en todo el mundo
una expresión de la unidad de la Iglesia y que con su dignidad ha suscitado
un profundo sentido del Misterio Eucarístico. Hay que demostrar pues no
solamente comprensión, sino también pleno respeto hacia estos sentimientos y
deseos y, en cuanto sea posible, secundarlos, como está previsto además en
las nuevas disposiciones. La Iglesia romana tiene especiales deberes, con el
latín, espléndida lengua de la antigua Roma, y debe manifestarlo siempre que
se presente ocasión.
De hecho las posibilidades creadas actualmente por la renovación
posconciliar son a menudo utilizadas de manera que nos hacen testigos y
partícipes de la auténtica celebración de la Palabra de Dios. Aumenta
también el número de personas que toman parte activa en esta celebración.
Surgen grupos de lectores y de cantores, más aún, de "scholae cantorum",
masculinas o femeninas, que con gran celo se dedican a ello. La Palabra de
Dios, la Sagrada Escritura, comienza a pulsar con nueva vida en muchas
comunidades cristianas. Los fieles, reunidos para la liturgia, se preparan
con el canto para escuchar el Evangelio, que es anunciado con la debida
devoción y amor.
Constatando todo esto con gran estima y agradecimiento, no puede sin embargo
olvidarse que una plena renovación tiene otras exigencias. Estas consisten
en una nueva responsabilidad ante la Palabra de Dios transmitida mediante la
liturgia, en diversas lenguas, y esto corresponde ciertamente al carácter
universal y a las finalidades del Evangelio. La misma responsabilidad atañe
también a la ejecución de las relativas acciones litúrgicas, la lectura o el
canto, lo cual debe responder también a los principios del arte. Para
preservar estas acciones de cualquier artificio, conviene expresar en ellas
una capacidad, una sencillez y al mismo tiempo una dignidad tales, que haga
resplandecer, desde el mismo modo de leer o de cantar, el carácter peculiar
del texto sagrado.
Por tanto, estas exigencias, que brotan de la nueva responsabilidad ante la
Palabra de Dios en la liturgia, llegan todavía más a lo hondo y afectan a la
disposición interior con la que los ministros de la Palabra cumplen su
función en la asamblea litúrgica. La misma responsabilidad se refiere
finalmente a la selección de los textos. Esa selección ha sido ya hecha por
la competente autoridad eclesiástica, que ha previsto incluso los casos, en
que se pueden escoger lecturas más adecuadas a una situación especial.
Además, conviene siempre recordar que en el conjunto de los textos de las
Lecturas de la Misa puede entrar sólo la Palabra de Dios. La lectura de la
Escritura no puede ser sustituida por la lectura de otros textos, aun cuando
tuvieran indudables valores religiosos y morales. Tales textos en cambio
podrán utilizarse, con gran provecho, en las homilías. Efectivamente, la
homilía es especialmente idónea para la utilización de esos textos, con tal
de que respondan a las requeridas condiciones de contenido, por cuanto es
propio de la homilía, entre otras cosas, demostrar la convergencia entre la
sabiduría divina revelada y el noble pensamiento humano, que por distintos
caminos busca la verdad.
Mesa del Pan del Señor
11. La segunda mesa del misterio eucarístico, es decir, la mesa del Pan del
Señor, exige también un adecuada reflexión desde el punto de vista de la
renovación litúrgica actual. Es éste un problema de grandísima importancia,
tratándose de un acto particular de fe viva, más aún, como se atestigua
desde los primeros siglos, de una manifestación de culto a Cristo, que en la
comunión eucarística se entrega a sí mismo a cada uno de nosotros, a nuestro
corazón, a nuestra conciencia, a nuestros labios y a nuestra boca, en forma
de alimento. Y por esto, en relación con ese problema, es particularmente
necesaria la vigilancia de la que habla el Evangelio, tanto por parte de los
Pastores responsables del culto eucarístico, como por parte del Pueblo de
Dios, cuyo "sentido de la fe" debe ser precisamente en esto muy consciente y
agudo.
Por esto, deseo confiar también este problema al corazón de cada uno de
vosotros, venerados y queridos Hermanos en el Episcopado. Vosotros debéis
sobre todo insertarlo en vuestra solicitud por todas las Iglesias, confiadas
a vosotros. Os lo pido en nombre de la unidad que hemos recibido en herencia
de los Apóstoles: la unidad colegial. Esta unidad ha nacido, en cierto
sentido, en la mesa del Pan del Señor, el Jueves Santo. Con la ayuda de
vuestros Hermanos en el sacerdocio, haced todo lo que podáis, para
garantizar la dignidad sagrada del ministerio eucarístico y el profundo
espíritu de la comunión eucarística, que es un bien peculiar de la Iglesia
como Pueblo de Dios, y al mismo tiempo la herencia especial transmitida a
nosotros por los Apóstoles, por diversas tradiciones litúrgicas y por tantas
generaciones de fieles, a menudo testigos heroicos de Cristo, educados en la
"escuela de la Cruz" (Redención) y de la Eucaristía.
Conviene pues recordar que la Eucaristía, como mesa del Pan del Señor, es
una continua invitación, como se desprende de la alusión litúrgica del
celebrante en el momento del "Este es el Cordero de Dios. Dichosos los
llamados a la cena del Señor" y de la conocida parábola del Evangelio sobre
los invitados al banquete de bodas. Recordemos que en esta parábola hay
muchos que se excusan de aceptar la invitación por distintas circunstancias.
Ciertamente también en nuestras comunidades católicas no faltan aquellos que
podrían participar en la Comunión eucarística, y no participan, aun no
teniendo en su conciencia impedimento de pecado grave. Esa actitud, que en
algunos va unida a una exagerada severidad, se ha cambiado, a decir verdad,
en nuestro tiempo, aunque en algunos sitios se nota aún. En realidad, más
frecuente que el sentido de indignidad, se nota una cierta falta de
disponibilidad interior - si puede llamarse así -, falta de "hambre" y de
"sed" eucarística, detrás de la que se esconde también la falta de una
adecuada sensibilidad y comprensión de la naturaleza del gran Sacramento del
amor.
Sin embargo, en estos últimos años, asistimos también a otro fenómeno.
Algunas veces, incluso en casos muy numerosos, todos los participantes en la
asamblea eucarística se acercan a la comunión, pero entonces, como confirman
pastores expertos, no ha habido la debida preocupación por acercarse al
sacramento de la Penitencia para purificar la propia conciencia. Esto
naturalmente puede significar que los que se acercan a la Mesa del Señor no
encuentren, en su conciencia y según la ley objetiva de Dios, nada que
impida aquel sublime y gozoso acto de su unión sacramental con Cristo. Pero
puede también esconderse aquí, al menos alguna vez, otra convicción: es
decir el considerar la Misa sólo como un banquete, en el que se participa
recibiendo el Cuerpo de Cristo, para manifestar sobre todo la comunión
fraterna. A estos motivos se pueden añadir fácilmente una cierta
consideración humana y un simple "conformismo".
Este fenómeno exige, por parte nuestra, una vigilante atención y un análisis
teológico y pastoral, guiado por el sentido de una máxima responsabilidad.
No podemos permitir que en la vida de nuestras comunidades se disipe aquel
bien que es la sensibilidad de la conciencia cristiana, guiada únicamente
por el respeto a Cristo que, recibido en la Eucaristía, debe encontrar en el
corazón de cada uno de nosotros una digna morada. Este problema está
estrechamente relacionado no sólo con la práctica del Sacramento de la
Penitencia, sino también con el recto sentido de responsabilidad de cara al
depósito de toda la doctrina moral y de cara a la distinción precisa entre
bien y mal, la cual viene a ser a continuación, para cada uno de los
participantes en la Eucaristía, base de correcto juicio de sí mismos en la
intimidad de la propia conciencia. Son bien conocidas las palabras de San
Pablo: "Examínese, pues, el hombre a sí mismo"; ese juicio es condición
indispensable para una decisión personal, a fin de acercarse a la comunión
eucarística o bien abstenerse.
La celebración de la Eucaristía nos sitúa ante muchas otras exigencias, por
lo que respecta al ministerio de la Mesa eucarística, que se refieren, en
parte, tanto a los solos sacerdotes y diáconos, como a todos los que
participan en la liturgia eucarística. A los sacerdotes y a los diáconos es
necesario recordar que el servicio de la mesa del Pan del Señor les impone
obligaciones especiales, que se refieren, en primer lugar, al mismo Cristo
presente en la Eucaristía y luego a todos los actuales y posibles
participantes en la Eucaristía. Respecto al primero, no será quizás
superfluo recordar las palabras del Pontifical que, en el día de la
ordenación, el Obispo dirige al nuevo sacerdote, mientras le entrega en la
patena y en el cáliz el pan y el vino ofrecidos por los fieles y preparados
por el diácono: "Accipe oblationem plebis sanctae Deo offerendam. Agnosce
quod ages, imitare quod tractabis, et vitam tuam mysterio dominicae crucis
conforma". Esta última amonestación hecha a él por el Obispo debe quedar
como una de las normas más apreciadas en su ministerio eucarístico.
En ella debe inspirarse el sacerdote en su modo de tratar el Pan y el Vino,
convertidos en Cuerpo y Sangre del Redentor. Conviene pues que todos
nosotros, que somos ministros de la Eucaristía, examinemos con atención
nuestras acciones ante el altar, en especial el modo con que tratamos aquel
Alimento y aquella Bebida, que son el Cuerpo y la Sangre de nuestro Dios y
Señor en nuestras manos; cómo distribuimos la Santa Comunión; cómo hacemos
la purificación.
Todas estas acciones tienen su significado. Conviene naturalmente evitar la
escrupulosidad, pero Dios nos guarde de un comportamiento sin respeto, de
una prisa inoportuna, de una impaciencia escandalosa. Nuestro honor más
grande consiste - además del empeño en la misión evangelizadora- en ejercer
ese misterioso poder sobre el Cuerpo del Redentor, y en nosotros todo debe
estar claramente ordenado a esto. Debemos, además, recordar siempre que
hemos sido sacramentalmente consagrados para ese poder, que hemos sido
escogidos entre los hombres y "en favor de los hombres". Debemos reflexionar
sobre ello especialmente nosotros sacerdotes de la Iglesia Romana latina,
cuyo rito de ordenación añade, en el curso de los siglos, el uso de ungir
las manos del sacerdote.
En algunos Países se ha introducido el uso de la comunión en la mano. Esta
práctica ha sido solicitada por algunas Conferencias Episcopales y ha
obtenido la aprobación de la Sede Apostólica. Sin embargo, llegan voces
sobre casos de faltas deplorables de respeto a las Especies eucarísticas,
faltas que gravan no sólo sobre las personas culpables de tal
comportamiento, sino también sobre los Pastores de la Iglesia, que hayan
sido menos vigilantes sobre el comportamiento de los fieles hacia la
Eucaristía. Sucede también que, a veces, no se tiene en cuenta la libre
opción y voluntad de los que, incluso donde ha sido autorizada la
distribución de la comunión en la mano, prefieren atenerse al uso de
recibirla en la boca. Es difícil pues en el contexto de esta Carta, no
aludir a los dolorosos fenómenos antes mencionados. Escribiendo esto no
quiero de ninguna manera referirme a las personas que, recibiendo al Señor
Jesús en la mano, lo hacen con espíritu de profunda reverencia y devoción,
en los Países donde esta praxis ha sido autorizada.
Conviene sin embargo no olvidar el deber primordial de los sacerdotes, que
han sido consagrados en su ordenación para representar a Cristo Sacerdote:
por eso sus manos, como su palabra y su voluntad, se han hecho instrumento
directo de Cristo. Por eso, es decir, como ministros de la sagrada
Eucaristía, éstos tienen sobre las sagradas Especies una responsabilidad
primaria, porque es total: ofrecen el pan y el vino, los consagran, y luego
distribuyen las sagradas Especies a los participantes en la Asamblea. Los
diáconos pueden solamente llevar al altar las ofrendas de los fieles y, una
vez consagradas por el sacerdote, distribuirlas. Por eso cuán elocuente,
aunque no sea primitivo, es en nuestra ordenación latina el rito de la
unción de las manos, como si precisamente a estas manos fuera necesaria una
especial gracia y fuerza del Espíritu Santo.
El tocar las sagradas Especies, su distribución con las propias manos es un
privilegio de los ordenados, que indica una participación activa en el
ministerio de la Eucaristía. Es obvio que la Iglesia puede conceder esa
facultad a personas que no son ni sacerdotes ni diáconos, como son tanto los
acólitos, en preparación para sus futuras ordenaciones, como otros laicos,
que la han recibido por una justa necesidad, pero siempre después de una
adecuada preparación.
Bien común de la Iglesia
12. No podemos, ni siquiera por un instante, olvidar que la Eucaristía es un
bien peculiar de toda la Iglesia. Es el don más grande que, en el orden de
la gracia y del sacramento, el divino Esposo ha ofrecido y ofrece sin cesar
a su Esposa. Y, precisamente porque se trata de tal don, todos debemos, con
espíritu de fe profunda, dejarnos guiar por el sentido de una
responsabilidad verdaderamente cristiana. Un don nos obliga tanto más
profundamente porque nos habla, no con la fuerza de un rígido derecho, sino
con la fuerza de la confianza personal, y así -sin obligaciones legales-
exige correspondencia y gratitud. La Eucaristía es verdaderamente tal don,
es tal bien. Debemos permanecer fieles en los pormenores a lo que ella
expresa en sí y a lo que nos pide, o sea la acción de gracias.
La Eucaristía es un bien común de toda la Iglesia, como sacramento de su
unidad. Y, por consiguiente, la Iglesia tiene el riguroso deber de precisar
todo lo que concierne a la participación y celebración de la misma. Debemos,
por lo tanto, actuar según los principios establecidos por el último
Concilio que, en la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, ha definido las
autorizaciones y obligaciones, sea de los respectivos Obispos en sus
diócesis, sea de las Conferencias Episcopales, dado que unos y otras actúan
unidos colegialmente con la Sede Apostólica.
Además debemos seguir las instrucciones emanadas en este campo de los
diversos Dicasterios : sea en materia litúrgica, en las normas establecidas
por los libros litúrgicos, en lo concerniente al misterio eucarístico, y en
las Instrucciones dedicadas al mismo misterio, sea en lo que tiene relación
con la "communicatio in sacris", en las normas del "Directorium de re
oecumenica" y en la "Instructio de peculiaribus casibus admittendi alios
christianos ad communionem eucharisticam in Ecclesia catholica". Y aunque,
en esta etapa de renovación, se ha admitido la posibilidad de una cierta
autonomía "creativa", sin embargo ella misma debe respetar estrictamente las
exigencias de la unidad substancial. Por el camino de este pluralismo (que
brota ya entre otras cosas por la introducción de las distintas lenguas en
la liturgia) podemos proseguir únicamente hasta allí donde no se hayan
cancelado las características esenciales de la celebración de la Eucaristía
y se hayan respetado las normas prescriptas por la reciente reforma
litúrgica.
Hay que realizar en todas partes un esfuerzo indispensable, para que dentro
del pluralismo del culto eucarístico, programado por el Concilio Vaticano
II, se manifieste la unidad de la que la Eucaristía es signo y causa. Esta
tarea sobre la cual, obligada por las circunstancias, debe vigilar la Sede
Apostólica, debería ser asumida no sólo por cada una de las Conferencias
Episcopales, sino también, por cada ministro de la Eucaristía, sin
excepción. Cada uno debe además recordar que es responsable del bien común
de la Iglesia entera. El sacerdote como ministro, como celebrante, como
quien preside la asamblea eucarística de los fieles, debe poseer un
particular sentido del bien común de la Iglesia, que él mismo representa
mediante su ministerio, pero al que debe también subordinarse, según una
recta disciplina de la fe. El no puede considerarse como "propietario", que
libremente dispone del texto litúrgico y del sagrado rito como de un bien
propio, de manera que pueda darle un estilo personal y arbitrario. Esto
puede a veces parecer de mayor efecto, puede también corresponder mayormente
a una piedad subjetiva; sin embargo, objetivamente, es siempre una traición
a aquella unión que, de modo especial, debe encontrar la propia expresión en
el sacramento de la unidad.
Todo sacerdote, cuando ofrece el Santo Sacrificio, debe recordar que,
durante este Sacrificio, no es únicamente él con su comunidad quien ora,
sino que ora la Iglesia entera, expresando así, también con el uso del texto
litúrgico aprobado, su unidad espiritual en este sacramento. Si alguien
quisiera tachar de "uniformidad" tal postura, esto comprobaría sólo la
ignorancia de las exigencias objetivas de la auténtica unidad y sería un
síntoma de dañoso individualismo.
Esta subordinación del ministro, del celebrante, al "Mysterium", que le ha
sido confiado por la Iglesia para el bien de todo el Pueblo de Dios, debe
encontrar también su expresión en la observancia de las exigencias
litúrgicas relativas a la celebración del Santo Sacrificio. Estas exigencias
se refieren, por ejemplo, al hábito y, particularmente, a los ornamentos que
reviste el celebrante. Es obvio que hayan existido y existan circunstancias
en las que las prescripciones no obligan. Hemos leído con conmoción, en
libros escritos por sacerdotes ex-prisioneros en campos de exterminio,
relatos de celebraciones eucarísticas sin observar las mencionadas normas, o
sea sin altar y sin ornamentos. Pero si en tales circunstancias esto era
prueba de heroísmo y debía suscitar profunda estima, sin embargo en
condiciones normales, omitir las prescripciones litúrgicas puede ser
interpretado como una falta de respeto hacia la Eucaristía, dictada tal vez
por individualismo o por un defecto de sentido crítico sobre las opiniones
corrientes, o bien por una cierta falta de espíritu de fe.
Sobre todos nosotros, que somos, por gracia de Dios, ministros de la
Eucaristía, pesa de modo particular la responsabilidad por las ideas y
actitudes de nuestros hermanos y hermanas, encomendados a nuestra cura
pastoral. Nuestra vocación es la de suscitar, sobre todo con el ejemplo
personal, toda sana manifestación de culto hacia Cristo presente y operante
en el Sacramento del amor. Dios nos preserve de obrar diversamente, de
debilitar aquel culto, desacostumbrándonos de varias manifestaciones y
formas de culto eucarístico, en las que se expresa una tal vez tradicional
pero sana piedad, y sobre todo aquel "sentido de la fe", que el Pueblo de
Dios entero posee, como ha recordado el Concilio Vaticano II.
Llegando ya al término de mis reflexiones, quiero pedir perdón - en mi
nombre y en el de todos vosotros, venerados y queridos Hermanos en el
Episcopado- por todo lo que, por el motivo que sea y por cualquiera
debilidad humana, impaciencia, negligencia, en virtud también de la
aplicación a veces parcial, unilateral y errónea de las normas del Concilio
Vaticano II, pueda haber causado escándalo y malestar acerca de la
interpretación de la doctrina y la veneración debida a este gran Sacramento.
Y pido al Señor Jesús para que en el futuro se evite, en nuestro modo de
tratar este sagrado Misterio, lo que puede, de alguna manera, debilitar o
desorientar el sentido de reverencia y amor en nuestros fieles.
Que el mismo Cristo nos ayude a continuar por el camino de la verdadera
renovación hacia aquella plenitud de vida y culto eucarístico, a través del
cual se construye la Iglesia en esa unidad que ella misma ya posee y que
desea poder realizar aun más para gloria del Dios vivo y para la salvación
de todos los hombres.
CONCLUSIÓN
13. Permitidme, venerables y queridos Hermanos, que termine ya estas
consideraciones, que se han limitado a profundizar sólo algunas cuestiones.
Al proponerlas he tenido delante toda la obra desarrollada por el Concilio
Vaticano II, y he tenido presente en mi mente la Encíclica de Pablo VI
"Mysterium Fidei", promulgada durante el Concilio, así como todos los
documentos emanados después del mismo Concilio para poner en práctica la
renovación litúrgica postconciliar. Existe, en efecto, un vínculo
estrechísimo y orgánico entre la renovación de la liturgia y la renovación
de toda la vida de la Iglesia.
La Iglesia no sólo actúa, sino que se expresa también en la liturgia, vive
de la liturgia y saca de la liturgia las fuerzas para la vida. Y por ello,
la renovación litúrgica, realizada de modo justo, conforme al espíritu del
Vaticano II, es, en cierto sentido, la medida y la condición para poner en
práctica las enseñanzas del Concilio Vaticano II, que queremos aceptar con
fe profunda, convencidos de que, mediante el mismo, el Espíritu Santo "ha
dicho a la Iglesia" las verdades y ha dado las indicaciones que son
necesarias para el cumplimiento de su misión respecto a los hombres de hoy y
de mañana.
También en el futuro habremos de tener una particular solicitud para
promover y seguir la renovación de la Iglesia, conforme a la doctrina del
Vaticano II, en el espíritu de una Tradición siempre viva. En efecto,
pertenece también a la sustancia de la Tradición, justamente entendida, una
correcta "relectura" de los "signos de los tiempos", según los cuales hay
que sacar del rico tesoro de la Revelación "cosas nuevas y cosas antiguas".
Obrando en este espíritu, según el consejo del Evangelio, el Concilio
Vaticano II ha realizado un esfuerzo providencial para renovar el rostro de
la Iglesia en la sagrada liturgia, conectando frecuentemente con lo que es
"antiguo", con lo que proviene de la herencia de los Padres y es expresión
de la fe y de la doctrina de la Iglesia unida desde hace tantos siglos.
Para continuar poniendo en práctica, en el futuro, las normas del Concilio
en el campo de la liturgia, y concretamente en el campo del culto
eucarístico, es necesaria una íntima colaboración entre el correspondiente
Dicasterio de la Santa Sede y cada Conferencia Episcopal, colaboración
atenta y a la vez creadora, con la mirada fija en la grandeza del santísimo
Misterio y, al mismo tiempo, en las evoluciones espirituales y en los
cambios sociales, tan significativos para nuestra época, dado que no sólo
crean a veces dificultades, sino que disponen además a un modo nuevo de
participar en ese gran Misterio de la fe.
Me apremia sobre todo el subrayar que los problemas de la liturgia, y en
concreto de la Liturgia eucarística, no pueden ser ocasión para dividir a
los católicos y amenazar la unidad de la Iglesia. Lo exige una elemental
comprensión de ese Sacramento, que Cristo nos ha dejado como fuente de
unidad espiritual. Y ¿cómo podría precisamente la Eucaristía, que es en la
Iglesia "sacramentum pietatis, signum unitatis, vinculum caritatis"
constituir en este momento, entre nosotros, punto de división y fuente de
disconformidad de pensamientos y comportamientos, en vez de ser centro focal
y constitutivo, cual es verdaderamente en su esencia, de la unidad de la
misma Iglesia?
Somos todos igualmente deudores hacia nuestro Redentor. Todos juntos debemos
prestar oído al Espíritu de verdad y amor, que El ha prometido a la Iglesia
y que obra en ella. En nombre de esta verdad y de este amor, en nombre del
mismo Cristo Crucificado y de su Madre, os ruego y suplico que, dejando toda
oposición y división, nos unamos todos en esta grande y salvífica misión,
que es precio y a la vez fruto de nuestra redención. La Sede Apostólica hará
todo lo posible para buscar, también en el futuro, los medios que puedan
garantizar la unidad de la que hablamos. Evite cada uno, en su modo de
actuar, "entristecer al Espíritu Santo".
Para que esta unidad y la colaboración constante y sistemática que a ella
conduce, puedan proseguirse con perseverancia, imploro de rodillas para
todos nosotros la luz del Espíritu Santo, por intercesión de María, su Santa
Esposa y Madre de la Iglesia. Al bendecir a todos de corazón, me dirijo una
vez más a vosotros, venerados y queridos Hermanos en el Episcopado, con un
saludo fraterno y plena confianza. En esta unidad colegial de la que
participamos, hagamos el máximo esfuerzo para que, dentro de la unidad
universal de la Iglesia de Cristo sobre la tierra, la Eucaristía se
convierta cada vez más en fuente de vida y luz para la conciencia de todos
nuestros hermanos, en todas las comunidades.
Con espíritu de fraterna caridad, me es grato impartir la Bendición
Apostólica a vosotros y a todos los hermanos en el sacerdocio.
Vaticano, 24 de febrero, domingo I de Cuaresma, del año 1980, segundo de mi
Pontificado.