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La Eucaristía, la Misión apostólica y la Pastoral juvenil

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CARTA DE JUAN PABLO II
A LOS SACERDOTES CON OCASIÓN
DEL JUEVES SANTO 1985

 

Cartas del Santo Padre Juan Pablo II a los Sacerdotes con ocasión del Jueves Santo




Queridos hermanos sacerdotes:

En la liturgia del Jueves Santo nos unimos de manera particular a Cristo, que es la fuente eterna e incesante de nuestro sacerdocio en la Iglesia. El es el único Sacerdote del propio sacrificio, como es también la inefable víctima (hostia) del propio sacerdocio en el sacrificio del Gólgota.

Durante la última Cena, El ha dejado a su Iglesia este sacrificio el sacrificio de la nueva y eterna Alianza como Eucaristía: el sacramento de su Cuerpo y Sangre bajo las especies del pan y del vino «según el orden de Melquisedec» [1],

Cuando dice a los Apóstoles: «Haced esto en memoria mía»[2], El constituye a los ministros de este Sacramento en la Iglesia, en la que a lo largo de los tiempos debe continuar, renovarse y realizarse el sacrificio ofrecido por El para la redención del mundo. A estos mismos ministros les ordena obrar en virtud del sacerdocio sacramental recibido en su lugar, "In persona Christi".

Todo ello, queridos hermanos, nos es comunicado en la Iglesia mediante la sucesión apostólica. El Jueves Santo es cada año el día del nacimiento de la Eucaristía, y a la vez del nacimiento de nuestro sacerdocio, que es ante todo ministerial y al mismo tiempo jerárquico. Es ministerial, porque en virtud del Orden sagrado ejercemos en la Iglesia aquel servicio que sólo los sacerdotes pueden realizar: ante todo el servicio de la Eucaristía. Y es también jerárquico porque este servicio nos permite, mientras servimos, guiar pastoralmente a cada comunidad del Pueblo de Dios, en comunión con los Obispos, quienes han heredado de los Apóstoles el poder y el carisma pastoral en la Iglesia.

2. El día solemne del Jueves Santo la comunidad sacerdotal, es decir, el Presbiterio de cada Iglesia comenzando por la de Roma, da una particular expresión a su unión en el sacerdocio de Cristo. En este día me dirijo también no por vez primera, y en unión colegial con mis Hermanos en el episcopado a vosotros que sois mis y nuestros hermanos en el sacerdocio ministerial de Cristo, en todo lugar de la tierra, en cada nación, pueblo, lengua y cultura. Como os escribí ya otra vez, adaptando las conocidas palabras de San Agustín, os repito otra vez: «vobis sum episcopus», y al mismo tiempo «vobiscum sum sacerdos»[3]. En el día solemne del Jueves Santo, junto con todos vosotros, queridos hermanos, renuevo como cada obispo en su propia Iglesia con la mayor humildad y gratitud, la conciencia de la realidad del Don que mediante la Ordenación sacerdotal nos ha sido comunicado, a cada uno y a todos, en el Presbiterio de la Iglesia universal[4].

El sentimiento de humilde gratitud debe cada año prepararnos mejor a la multiplicación del talento que el Señor nos ha confiado antes de partir, a fin de que podamos presentarnos ante El, en el día de su segunda venida, nosotros a quienes ha dicho: «Ya no os llamo siervos. os llamo amigos... No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca»[5].

3. Al hacer referencia a estas palabras de nuestro Maestro, que contienen en si los mejores votos en el día del nacimiento de nuestro sacerdocio, en esta Carta del Jueves Santo deseo tocar uno de los problemas que encontramos necesariamente en el camino de nuestra vocación sacerdotal, así como en la misión apostólica.

De este problema habla más ampliamente la Carta a los jóvenes que acompaña el presente mensaje anual para el Jueves Santo. El año 1985, por iniciativa de la Organización de las Naciones Unidas, es celebrado en todo el mundo como el Año Internacional de la Juventud. Me ha parecido que esta iniciativa no podía quedar al margen de la Iglesia, como no han quedado otras nobles iniciativas de carácter Internacional, por ejemplo, la del año del anciano, de los minusválidos y otras semejantes. En tales iniciativas, la Iglesia no puede ni debe quedar al margen, por que ellas se hallan en el centro de su misión y servicio que es construirse y crecer como comunidad de creyentes, como bien indica la Constitución dogmática Lumen gentium del Concilio Vaticano II. A su manera, cada una de estas iniciativas confirma la realidad de la presencia de la Iglesia en el mundo contemporáneo, a la que el último Concilio ha dado expresión magistral en la Constitución pastoral Gaudium et spes.

Deseo, por tanto, también en la Carta para el Jueves Santo de este año, expresar algunos pensamientos sobre el tema de la juventud en el trabajo pastoral de los sacerdotes y, en general, en el apostolado propio de nuestra vocación.

4. Jesucristo es también en este campo el modelo perfecto. Su coloquio con el joven, que encontramos en el texto de los tres sinópticos[6], constituye una fuente inagotable de reflexión. sobre este tema. A tal fuente me refiero sobre todo en la "Carta a los Jóvenes" de este año. A ella hay que recurrir también para servirnos de la misma, especialmente cuando pensamos en nuestro empeño sacerdotal y pastoral con los jóvenes. En ello, Jesucristo debe ser para nosotros la primera y fundamental fuente de inspiración.

El texto del Evangelio indica que el Joven tuvo fácil acceso a Jesús. Para él, el Maestro de Nazaret era alguien a quien podía dirigirse con confianza; alguien a quien podía confiar sus Interrogantes esenciales; alguien de quien podía esperar una respuesta verdadera. Todo esto es también para nosotros una indicación de fundamental importancia. Cada uno de nosotros ha de distinguirse por una accesibilidad parecida a la de Cristo; es necesario que los jóvenes no encuentren dificultad en acercarse al sacerdote y que noten en él la misma apertura, benevolencia y disponibilidad frente a los problemas que le agobian. Es más, cuando son de temperamento un poco reservado o se cierran en si mismos, el comportamiento del sacerdote les ha de facilitar la superación de las resistencias que de aquel hecho se derivan. Por lo demás, son diversos los caminos para instaurar y crear aquel contacto que, en su conjunto, puede definirse como "diálogo de salvación".

Sobre ese tema los sacerdotes comprometidos en la pastoral juvenil podrían decir mucho; deseo, pues, referirme simplemente a su propia experiencia. Una importancia especial tiene, naturalmente, la experiencia de los Santos; y sabemos que no faltan entre las generaciones de sacerdotes o los santos pastores de la juventud".

La accesibilidad del sacerdote respecto a los jóvenes significa no solamente facilidad de contacto con ellos, ya sea en el templo o también fuera de él, en aquellos lugares a donde los Jóvenes se sienten atraídos de acuerdo con las sanas características propias de su edad (pienso, por ejemplo, en el turismo; en el deporte y, en general, en la esfera de los intereses culturales). La accesibilidad de que nos da ejemplo el mismo Cristo consiste en algo más. El sacerdote no sólo por su preparación ministerio, sino también por la competencia adquirida en las ciencias de la educación, debe despertar confianza como confidente en los problemas de carácter fundamental, en las cuestiones que se refieren a su vida Espiritual, en las dudas de conciencia. El joven que se acerca a Jesús de Nazaret pregunta directamente: «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?»[7]. La misma pregunta puede ser planteada de modo distinto y no siempre tan explícito; con frecuencia se hace de modo indirecto y aparentemente indiferente. Sin embargo, la pregunta contenida en el Evangelio abarca, en cierto sentido, un amplio espacio en cuyo ámbito se desarrolla nuestro diálogo pastoral con la juventud.

Muchísimos son los problemas comprendidos en este espacio; en él vienen comprendidos numerosos interrogantes posibles y numerosas posibles respuestas, ya que la vida humana, especialmente durante la juventud, es multiforme en su riqueza de interrogantes, y el Evangelio por su parte es rico en posibilidades de respuesta.

5. Hace falta que el sacerdote que está en contacto con los jóvenes sepa escuchar y sepa responder. Hace falta que ambas cosas sean fruto de una madurez interior; hace falta que ello se plasme en una clara coherencia entre vida y enseñanza; es más, es necesario que esto sea fruto de la oración, de la unión con Cristo el Señor y de docilidad a la acción del Espíritu Santo. Naturalmente en ello es importante una instrucción adecuada, pero ante todo importa el sentido de responsabilidad frente a la verdad, frente al interlocutor El coloquio que relatan los sinópticos prueba, en primer lugar, que el Maestro a quien el joven interlocutor se dirige, goza a sus ojos de un especial credibilidad y autoridad, es decir, de autoridad moral.

El joven espera de El la verdad y acepta su respuesta como expresión de una verdad que obliga. Dicha verdad puede ser exigente. No hemos de tener miedo de exigir mucho a los jóvenes. Puede ser que alguno se marche "entristecido" cuando le parezca que no es capaz de hacer frente a alguna de esta exigencias; a pesar de todo, una tristeza puede ser también "salvífica". A veces, los jóvenes tienen que abrirse camino a través de tales tristezas salvíficas para llegar gradualmente a la verdad y a la alegría que la verdad lleva consigo. Por lo demás, los jóvenes saben que el verdadero bien no puede ser "fácil" sino que debe "costar". Ellos poseen una especie de sano instinto cuando de valores se trata. Si el terreno del alma no ha cedido todavía a la corrupción, ellos reaccionan directamente según este sano juicio. Si, por el contrario, la depravación ya ha penetrado, hace falta reconstruir este terreno, cosa que no es posible llevar a cabo sino dando respuestas verdaderas y proponiendo verdaderos valores.

En el modo de actuar de Cristo existe algo muy instructivo. Cuando el joven se dirige a El («Maestro bueno»), Jesús en cierta manera se «hace a un lado» porque le responde: «Nadie es bueno sino solo Dios»[8]. En efecto, en todos nuestros contactos con los jóvenes esto parece ser de una particular importancia. Nosotros, ante todo, hemos de estar personalmente comprometidos; hemos de comportarnos con la naturalidad propia del interlocutor, del amigo, del guía; y, a la vez, no podemos ni por un momento oscurecer a Dios poniéndonos, a nosotros en primer plano; no podemos empañar a quien «sólo El es bueno», a quien es Invisible y, a la vez, está muy presente: «Interior íntimo meo», como dice San Agustín[9]. Comportándonos con toda naturalidad «en primera persona» no hemos de olvidar que, en cualquier diálogo de salvación la «primera persona» solamente puede ser Aquél que por sí solo salva y santifica. Todo contacto con los jóvenes, tipo de pastoral incluso la externamente "laica" ha de servir con toda humildad para abrir y ampliar el espacio a Dios, a Jesucristo, ya que «mi Padre sigue obrando todavía y por eso obro yo también».[10]

6. En la redacción evangélica de la conversación de Cristo con el joven, hay una expresión que hemos de asimilar de un modo particular. El evangelista dice que Jesús oponiendo en él los ojos, «le amó»[11]. Tocamos aquí el punto verdaderamente neurálgico. Si se preguntase a aquellos sacerdotes que a lo largo de generaciones han hecho más por las almas jóvenes, por los muchachos y las muchachas; si se preguntase a quienes han recogido un fruto duradero en su trabajo con lo jóvenes, nos convenceríamos de que la fuente primera y la más profunda de su eficacia está en aquel "poner los ojos con amor" como hizo Cristo.

Es necesario identificar bien este amor en nuestro ánimo sacerdotal. Es sencillamente el amor "al prójimo": el amor del hombre en Cristo, que abraza a cada uno y cada una, a todos. Este amor no es ?cuando hablamos de la juventud? algo exclusivo, como si no debiera extenderse a los otros, como por ejemplo los adultos, los ancianos o los enfermos. Si, el amor por la juventud tiene un carácter evangélico sólo cuando nace del amor por cada uno y por todos. Al mismo tiempo, éste posee, en cuanto amor, una característica específica y, podría decirse, carismática. Este amor nace de un interés particular por lo que es la juventud en la vida del hombre. Los jóvenes indudablemente tienen mucho atractivo, propio de su edad; a veces tienen también no pocas debilidades y defectos.

Un amor así es verdaderamente desinteresado. Suscita confianza en los jóvenes. Es más, estos tienen una enorme necesidad de ella en la fase de la vida que atraviesan. Cada uno de nosotros, Sacerdotes, debería estar de manera especial preparado para tal amor gratuito. Puede decirse que toda la ascesis de la vida sacerdotal, el constante esfuerzo por mejorarse, el espíritu de oración, la unión con Cristo, la entrega a su Madre encuentran precisamente en este punto su verificación cotidiana. Las almas jóvenes son particularmente sensibles. Las mentes jóvenes son a veces muy críticas. Por esto es importante en el sacerdote la preparación intelectual. Al mismo tiempo, sin embargo, la experiencia confirma que aún más importantes son la bondad, la dedicación y también la firmeza, las cualidades del carácter y del corazón.

Pienso, queridos hermanos, que cada uno de nosotros debe pedir insistentemente al Señor Jesús que su contacto con los jóvenes sea esencialmente una participación de aquella mirada con que El «miró» a su joven Interlocutor del Evangelio, y una participación en aquel amor con que El lo «amó».

También se debe rezar insistentemente para que este amor sacerdotal, desinteresado, corresponda de manera concreta a las esperanzas de toda la juventud, tanto masculina como femenina, de los muchachos y de las muchachas. En efecto, se sabe cuán diferenciada es la riqueza propia de la masculinidad y de la femineidad para el desarrollo de una persona humana concreta e irrepetible. Nosotros debemos aprender de Cristo el amor a cada uno y a cada una con el que El mismo "amó".

7. El amor hace capaces de proponer el bien. Jesús miró con amor a su joven interlocutor del Evangelio y le dijo: «Sígueme» [12]. Este bien que podemos proponer a los jóvenes, se expresa siempre en esta exhortación: ¡Sigue a Cristo! No tenemos otro bien que proponer; nadie puede proponer un bien mayor. Seguir a Cristo quiere decir: trata de encontrarte a ti mismo de la manera más profunda y auténtica posible. Trata de encontrarte a ti mismo como hombre. En efecto, Cristo es precisamente Aquel que como enseña el Concilio «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación»[13].

Por tanto, sigue a Cristo. Lo cual significa: trata de encontrar aquella vocación que Cristo muestra al hombre; la vocación en la que se realizan el hombre y su propia dignidad. Sólo a la luz de Cristo y de su Evangelio podemos comprender plenamente que quiere decir que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios mismo. Solamente siguiéndole, podemos llenar esta imagen eterna con un contenido de vida concreta. Este contenido es multiforme; son muchas las vocaciones y las ocupaciones de la vida con las cuales los jóvenes deben precisar su propio camino. Sin embargo, en cada uno de estos caminos se trata de realizar una vocación fundamental: ¡ser hombre! ¡Serlo como cristiano! Ser hombre «en la medida del don de Cristo»[14].

Si en nuestros corazones sacerdotales se encuentra el amor por los jóvenes, sabremos ayudarlos en la búsqueda de la respuesta a lo que es la vocación de vida de cada uno y de cada una de ellos. Sabremos ayudarlos dejándoles plena libertad de búsqueda y de elección, mostrándoles al mismo tiempo el valor esencial en sentido humano y cristiano de cada una de estas opciones.

Sabremos también estar con ellos, con cada una y cada uno, en medio de las pruebas y de los sufrimientos, de los que la juventud no está ciertamente exenta. Si, a veces las ha de soportar pesadamente. Son sufrimientos y pruebas de diverso tipo; son desilusiones, desengaños, verdaderas crisis. La juventud es particularmente sensible y no siempre está preparada para los golpes que la vida conlleva. Hoy, la amenaza a la existencia humana a nivel de enteras sociedades, más aún, de toda la humanidad, produce justamente inquietud en muchos jóvenes. Hay que ayudarles en estas inquietudes a descubrir su vocación. Es necesario a la vez sostenerlos y afianzarlos en el deseo de transformar el mundo y de hacerlo más humano y fraterno. Aquí no se trata únicamente de meras palabras; se trata de toda la realidad del "camino" que Cristo indica para un mundo hecho precisamente así. En el Evangelio, este mundo se llama el Reino de Dios. El Reino de Dios es, al mismo tiempo, el verdadero «reino del hombre»; el mundo nuevo donde se realiza la auténtica «realeza del hombre».

El amor es capaz de proponer el bien. Cuando Cristo dice al joven "Sígueme", en ese caso evangélico hay una llamada a "dejar todo" y a seguir el camino de sus apóstoles. El diálogo de Cristo con el joven es el prototipo de tantos diálogos diversos, en los que se abre ante un alma joven la perspectiva de la vocación sacerdotal o religiosa. Nosotros, queridos hermanos sacerdotes y pastores, debemos saber identificar bien estas vocaciones. «La mies ?verdaderamente? es mucha, pero los obreros pocos». En algunas partes son poquísimos. Pidamos nosotros mismos al «dueño de la mies que envíe obreros a su mies»[15]. Oremos nosotros mismos, pidamos a los demás que recen por esta intención. Y, ante todo, intentemos mediante nuestra vida crear un punto concreto de referencia para la vocaciones sacerdotales y religiosas: un modelo concreto.

Los jóvenes tienen necesidad inevitable de este modelo concreto para descubrir en sí mismos la posibilidad de seguir un camino parecido. En este terreno nuestro sacerdocio puede dar frutos de modo singular. Esforzarse para lograr esto y orad para que el Don que habéis recibido se convierta en fuente de una dádiva semejante para los demás y, concretamente, para los jóvenes.

8. Se podría decir y escribir aún mucho más sobre este tema. La educación y la pastoral juvenil son objeto de muchos estudios sistemáticos y de muchas publicaciones, Al escribirles con ocasión del Jueves Santo, queridos hermanos Sacerdotes, deseo limitarme solo a algunos pensamientos. Deseo, en cierto modo, indicar uno de los temas comprendidos en la múltiple riqueza de nuestra vocación y misión sacerdotal. Sobre este mismo tema abunda más la Carta a los jóvenes, que junto con la presente pongo a vuestra disposición, para que podáis hacer uso de ella, especialmente durante este año de la juventud.

En la antigua liturgia que los sacerdotes de más edad recuerdan todavía, la Santa Misa comenzaba con la oración al pie del altar, y las primeras palabras del salmo decían: «Introibo ad altare Dei, ad Deum, qui laetificat iuventutem meam»[16] («Me acercaré al altar de Dios, al Dios que alegra mi juventud»).

El Jueves Santo todos nosotros volvemos a la fuente de nuestro sacerdocio en el Cenáculo. Meditamos cómo ha nacido en el corazón de Jesucristo durante la última Cena. Meditamos también de qué modo ha nacido en el corazón de cada uno de nosotros.

En este día, queridos hermanos, deseo a todos vosotros y á cada uno en particular independientemente de la edad y de la generación a la que pertenecéis que «el acercarse al altar de Dios» (como se expresa el salmo) sea para vosotros la fuente de la sobrenatural juventud de espíritu, que proviene del mismo Dios. El «nos alegra con la juventud» de su misterio eterno en Jesucristo. Como sacerdotes de este misterio salvífico, participamos en la fuente misma de la juventud de Dios, o sea en esa inagotable «novedad de vida» que a través de Cristo se derramen nuestros corazones.

Que llegue a ser para todos nosotros y, por nuestro medio, para los demás, especialmente para los jóvenes, una fuente de vida y santidad. Estos deseos los deposito en el corazón de Aquélla, en quien pensamos al cantar: «Ave verum Corpus, natum de Maria Virgine. Vere passum, immolatum in Cruce pro homine. Esto nobis praegustatum mortis in examine».

Con todo el afecto de mi corazón y con una renovada Bendición Apostólica, que os conforte en vuestro ministerio.

Vaticano, día 31 de marzo, Domingo de Ramos de «Passione Domini» del año 1985, séptimo de mi Pontificado.

Notas

[1] Sal 110 (109). 4; cf. Heb. 7. 17.
[2] Lc. 22. 19; cf. 1 Cor 11, 24 s.
[3] Cf. Sal 16(15). 5: «Vobis enim sum episcous vobiscum christianus»: S. Agustín, Serm. 340. 1: PL 38. 1483.
[4] Cfr. Sal 16(15). 5: «Domunus pars heredutatus meae et calicis mei...»
[5] Jn 15, 15 s.
[6] Cf. Mt 19, 16-22; Mc 10, 17-22; Lc 18, 18-23
[7] Mc 10,17.
[8] Cf. Mt 19, 17: Mc. 10. 18; Lc 18, 19.
[9] S. Agustín, Confes. III: CSEL 33. p. 53.
[10] Jn 5 17.
[11] Mc 10, 21.
[12] Mt 19.21; Mc 10, 21; Lc 18, 22.
[13] Constitución Pastoral sobre la iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 22.
[14] Ef 4. 7.
[15] Mt 9. 37 s.
[16] Sal 43 (42). 4 vers. Vulg.

 


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