Yo soy Rey coronado, dijo Jesucristo a santa Brígida, y la corona es mi Divinidad, que asi, como la corona, es redonda y no tiene principio ni fin, tampoco lo tiene mi Divinidad; y como la corona se guarda para el rey que ha de suceder, así mi Divinidad estuvo guardada para que coronase mi Humanidad.
Dos siervos tuve en el mundo, san Pedro y san Pablo. San Pedro fué casado, pero viendo cuán mal convenían clérigo y casado, y cuánto peligro corrían la pureza y santidad que el sacerdote debe tener, apartóse del matrimonio y allegose a mí perfectamente. San Pablo guardó castidad y no fué casado. Mira el amor que a estos dos les tuve. A san Pedro le di las llaves del cielo, para que todo lo que él ligase y absolviese en la tierra, fuese ligado y absuelto en el cielo. A san Pablo de di en la gloria el mismo lugar y asiento que a san Pedro, para que habiendo marchado tan unidos en la tierra, lo estuviesen también en el cielo, gozando de la gloria eterna. Mas aunque haya nombrado expresamente a estos dos, entiendo además por ellos otros amigos míos; del mismo modo que antiguamente hablaba yo con Israel como si fuera un solo hombre, y por él entendía y hablaba a todo el pueblo israelítico, así también ahora por estos dos entiendo a muchos a quienes he llenado de mi gloria y de mi amor.
Pasado algún tiempo, comenzaron a crecer y multiplicarse los males en el mundo; enflaquecióse la naturaleza de los hombres, é inclinóse más al mal. Mirando, pues, con misericordia los dos estados de clérigos y legos, los cuales los entiendo y significo por san Pedro y san Pablo, permití a los clérigos que disfrutasen moderadamente los bienes de la Iglesia, para provecho del cuerpo, a fin de que fuesen más fervorosos y más asiduos en mi servicio, como había concedido también a los seglares que vivieran honestamente en matrimonio, según el rito de la Iglesia.
Hubo entre los clérigos un varón bueno, que entrando en cuenta consigo, pensó así: La carne me incita a la sensualidad, el mundo a ver todo lo novico, y el demonio me presenta muchas ocasiones de pecar. Por tanto, para que no me engañe la carne ni el deleite, me concertaré mi modo de vivir, me moderaré en la comida, bebida y sueño; señalaré el tiempo para el trabajo y oración, y refrenaré mi carne con ayunos. En segundo lugar, para que el mundo no me aparte del amor de Dios, quiero dejar todas sus honras y riquezas, que son perecederas, y seguir la pobreza y humildad de Jesucristo, que es más seguro. Finalmente, para que el demonio no me engañe, el cual siempre presenta lo falso como verdadero, me sujetaré al gobierno y obediencia de otro, dejaré en todo mi propia voluntad, y estaré dispuesto para hacer todo lo que me mandare mi superior. Este fué el que fundó el primer monasterio, y perseverando loablemente en esta vida religiosa, dejó a otros un ejemplo digno de ser imitado.
El estado de los legos duró por algún tiempo en buena disposición. Unos cultivaban la tierra y se ocupaban varonilmente en las faenas del campo, otros eran navegantes y llevaban mercaderías de una parte a otra para que la abundancia de un país supliese la falta y pobreza del otro; y estotros se dedicaban a trabajos de mano y a diversas artes.
Hubo entre los legos varios defensores de mi Iglesia, los cuales se llaman ahora caballeros
o cortesanos, que tomaron las armas para vengar las injurias hechas a la santa Iglesia y para abatir a sus enemigos. Uno de estos, que era amigo mío, dijo para sí: No cultivo la tierra como el labrador, ni lucho con las olas del mar como el traficante, ni me ocupo en trabajos manuales como un buen operario. ¿Que haré, pues, o con que obras aplacaré a mi Dios? Carezco de robustez hasta para los trabajos de la Iglesia: mi cuerpo es delicado y blando para sufrir heridas; mis manos endebles para dañar a mis enemigos, y mi mente perezosa para pensar las cosas celestiales. ¿Que debo hacer? Sé lo que he de hacer. Iré y con firme juramento me obligaré ante el príncipe temporal a defender con todas mis fuerzas y sangre la fe de la santa Iglesia. Llegándose este amigo mío al príncipe, le dijo: Señor, yo soy de los defensores de la Iglesia. Mi cuerpo es demasiado blando para sufrir heridas; mis manos son endebles para acometer; mi mente instable para pensar cosas buenas y trabajar; me agrada mi propia voluntad, y mi afición al descanso no me permite velar por la casa de Dios. Por consiguiente, me obligo con juramento público bajo la obediencia de la santa Iglesia y de la vuestra, oh príncipe, que la defenderé todos los días de mi vida, para que si fuere tibio
o perezoso en el pelear, por el juramento estaré obligado, y podré ser compelido a trabajar. Iré contigo a la casa de Dios, le respondió el príncipe, para ser testigo de tu juramento y promesa. Y acercándose ambos a mi altar, arrodillado delante de él este amigo mio, dijo:
Yo soy muy débil en mi carne para sufrir heridas, me gusta demasiado mi propia voluntad, y mi mano es perezosa para herir. Por tanto, prometo obedecer a Dios, y a ti que eres príncipe, y firmemente me obligo con juramento a defender la santa Iglesia contra sus enemigos, a confortar a los amigos de Dios, y a no hacer jamás nada contrario a la Iglesia de Dios ni a su fe. Me sujeto, además, a tu corrección, por si errare, a fin de que estando obligado a obedecer, pueda más facilmente huir del pecado y de la voluntad propia, y con mayor fervor y facilidad seguir la voluntad de Dios y la tuya; y para que también tenga entendido que, si faltando a la obediencia, fuere contra tus mandatos, seré mucho más culpable y más digno de menosprecio que los demás.
Hecha en mi altar esta profesión, juzgando el príncipe con prudencia, le puso a mi amigo vestido distinto del de los seglares, como señal de haber abdicado la voluntad propia, y para que supiese que tenía superior y que debía obedecerle. Entrególe también el príncipe en la mano una espada diciéndole: Con esta espada destrozarás y venceras a los enemigos de Dios. Púsole en el brazo un escudo, diciendo: Defiéndete con este escudo contra las saetas de los enemigos, y ten valor contra las que te arrojen, de modo que antes se destroce el escudo que eches a huir. Prometió mi amigo que todo lo observaría con puntualidad. Hallábase presente un sacerdote, el cual, después de hacer mi amigo la promesa, le dió mi Cuerpo para que tuviese valor y fortaleza, y para que unido siempre a Mí por medio de mi Cuerpo jamás se apartara de Mí.
Tal fué mi amigo san Jorge y otros muchos; entraban éstos en los monasterios con un temor discreto y con caridad divina.
Los cabelleros que traían mi consigna antiguamente, exponían su vida y vertían su sangre por la fe santa, hacían que se guardase justicia a los pobres y contenían y humillaban a los malos. Oye ahora cómo se han vuelto. Más le gusta morir en la guerra por soberbia, codica y envidia, que vivir según mis mandamientos para alcanzar el gozo sempiterno. Luego a todos los que mueran en semejante estado, se les dará la paga según justicia, a saber: sus almas quedarán eternamente unidas al demonio. Pero los que me sirven, tendrán eternamente su paga con el ejército celestial. Estas palabras las he dicho yo, Jesucristo, verdadero Dios y Hombre, un solo Dios por siempre con el Padre y con el Espíritu Santo.
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