Verdad de estas revelaciones y de su espíritu, con notable aviso mandado a un Prelado.
REVELACIÓN 59

Yo, que soy una desvalida viuda, le dice santa Brígida a un Prelado, le hago saber a vuestra paternidad muy veneranda, cómo a cierta mujer que estaba en su patria se le revelaron muchas maravillas, que por diligente examen de obispos y maestros en Teología, así regulares como seculares, fueron aprobadas como procedentes de la pía y admirable luz del Espíritu Santo, y no de otro origen, lo cual también conocieron, por lo que pudieron juzgar, los reyes de aquel reino.

Vino de lejos esta mujer a la ciudad de Roma, y hallándose cierto día orando en la iglesia de Santa María la Mayor, fué arrebatada en espíritu, y se le quedó el cuerpo como aletargado, aunque no dormido. En aquella sazón, apareciósela una Virgen muy respetable. Turbóse con tan admirable visión aquella mujer, y conociendo su flaqueza, temió no fuese algún engaño del demonio, y suplicó con mucha instancia a Dios que no la dejara caer en la tentación del demonio. Mas entonces la Virgen se le apareció y le dijo: No temas, creyendo que lo que vieres u oyeras proceda del espíritu maligno, porque como cuando sale el sol y se acerca, da luz y calor, y disipa las pavorosas sombras, del mismo modo, cuando el Espíritu Santo viene al corazón del hombre, llegan también dos cosas: el ardor del amor Divino, y la perfecta luz de la fe católica. Ambas cosas sientes ahora en ti misma, de modo que nada amas tanto como a Dios, y crees todo cuanto enseña la fe católica. Pero el demonio, el cual se compara con las sombras, no produce ninguno de esos dos efectos.

Después prosiguió la misma Virgen, y le dijo a aquella mujer: Has de escribir de mi parte a tal prelado: Yo soy aquella Virgen, a cuyas entrañas se dignó venir el Hijo de Dios con su Divinidad y con el Espíritu Santo, sin deleite contagioso de mi cuerpo, y quedando yo Virgen nació de mí el mismo Hijo de Dios con su divinidad y humanidad, con gran consuelo mío y sin dolor alguno. Yo también estuve junto a la cruz, cuando mi Hijo, con verdadera paciencia, vencía completamente al infierno. Yo estuve en el monte, cuando el mismo Hijo de Dios, que era también Hijo mío, subió a los cielos.

Yo soy la que con grandísima claridad conocí toda la fe católica que mi Hijo enseñó en su Evangelio, para todos los que quisiesen entrar en el reino de los cielos. Yo soy la que estoy sobre el mundo rogando constantemente a mi amantísimo Hijo, como el arco iris sobre las nubes que al parecer llega a la tierra y la toca con ambos extremos. Pues, como este arco iris soy yo misma, que me inclino a todos los moradores del mundo, a los buenos y a los malos; a los buenos para que perseveren en lo que manda la Santa Madre Iglesia; y a los malos, para que no progresen en su malicia y se hagan peores.
Cualquiera que quisisere que el cimiento de la Iglesia esté firme y llano su suelo, y deseare renovar esa bendita viña plantada por el mismo Dios y regada por su sangre, si se creyese escaso o inútil para tal empresa, yo, Reina del cielo, vendré a ayudarle con todos los coros de los ángeles, y arrancaremos las malas raíces, echaremos al fuego los árboles que no den fruto, y plantaremos nuevos y fructíferos vástagos. Por esta viña entiendo la Santa Iglesia de Dios, en la que deberían renovarse dos cosas, que son: la humildad y el amor de Dios.

Todo esto dijo aquella gloriosa Virgen que se le apareció a la mujer, y mandó que se le escribiese a Vuestra Paternidad. Pongo por testigo a Jesucristo, verdadero y omnipotente Dios, y a su santísima Madre, y les suplico, que así me ayuden en cuerpo y alma, como lo que pretendo en esta carta que no es honra, ni codicia, ni favor humano, sino porque entre otras muchas cosas que en revelación espiritual se le dijeron a esta mujer, le mandaron que escribiese a Vuestra Paternidad todo lo que va en esta carta.