SEGUNDA PARTE

Fundamento y doble aspecto de la vida cristiana

1

La fe en Jesucristo, fundamento de la vida cristiana

La fe, primera disposición del alma, y cimiento de la vida sobrenatural

En las pláticas anteriores, que forman como una exposición de conjunto, he procurado explicaros la economía de los divinos designios, considerada en sí misma.

Hemos contemplado el plan eterno de nuestra predestinación adoptiva en Jesucristo: la realización de ese plan por la Encarnación, siendo Cristo, Hijo del Padre, a la vez nuestro modelo, nuestra redención y nuestra vida hemos tratado en fin de la misión de la Iglesia, que, guiada por el Espíritu Santo, prosigue en el mundo, la obra santificadora del Salvador.

La excelsa figura de Cristo domina todo este plan divino; en ella se fijan las ideas eternas; El es el Alfa y la Omega. Antes de su Encarnación en El convergen las figuras, símbolos, ritos y profecías, y después de su venida, todo también esta supeditado a El; es verdaderamente «el eje del plan divino».

También hemos visto cómo ocupa el centro de la vida sobrenatural.- Lo sobrenatural se encuentra primeramente en El: Hombre-Dios, humanidad perfecta, indisolublemente unida a una Persona divina, posee la plenitud de la gracia y de los celestiales tesoros, de los cuales mereció por su pasión y muerte ser constituido dispensador universal.

El es el camino, el único camino para llegar al Padre Eterno; «El que no anda por él, se extravía». «Nadie llega al Padre si no va a través del Hijo» (Jn 14,15); «fuera de ese fundamento por Dios preestablecido, no hay nada firme». «Nadie puede edificar sobre otra base...» (1Cor 3,2). Sin ese Redentor y la fe en sus méritos, no hay salvación posible, y menos todavía santidad (Hch 4,12).- Cristo Jesús es la única senda, la única verdad, la única vida. Quien se aparta de ese camino, se aparta de la verdad, y busca en vano la vida: «Quien tiene al Hijo tiene la vida, y quien no tiene al Hijo carece de ella» (1Jn 5,12).

Vivir sobrenaturalmente es participar de esa vida divina, de la que Cristo es el depositario. De El nos viene el ser hijos adoptivos de Dios, y no lo somos sino en la medida en que somos conformes al que es por derecho Hijo verdadero y único del Padre, pero que quiere tener con El una multitud de hermanos por la gracia santificante. A esto se reduce toda la obra sobrenatural considerada desde el punto de vista de Dios.

Cristo vino a la tierra a realizarla: «Para que alcanzáramos la dignidad de hijos adoptivos» (Gál 4,5); para eso también transfirió a la Iglesia todos sus tesoros y poderes, enviándola de continuo el «Espíritu de Verdad» y de santificación para que dirija, guíe y perfeccione con su acción la obra santificadora hasta que el cuerpo místico llegue, al fin de los tiempos, a su entera perfección. La bienaventuranza misma, fin de nuestra sobrenatural adopción, no es sino una herencia que Cristo ha tenido a bien compartir con nosotros: «Herederos de Dios, coherederos de Cristor» (Rm 8,17).

De modo que Cristo es, y seguirá siendo, el único objeto de las divinas complacencias; y si un mismo amor abarca con eterna mirada a todos los elegidos que forman su reino, es sólo por El y en El. «Cristo ayer y hoy; Cristo por los siglos de los siglos» (Heb 13,8).

He aquí lo que hasta ahora hemos considerado. Pero de bien poco nos serviría el entretenernos en contemplar de una forma exclusivamente teórica y abstracta este plan divino en el que resplandece la sabiduría y bondad de nuestro Dios.

Hemos de adaptarnos prácticamente a ese plan, so pena de no pertenecer al reino de Cristo; de esto precisamente nos ocuparemos en las siguientes pláticas. Me esforzaré en mostraros de qué forma la gracia toma posesión de nuestras almas por el Bautismo; la obra de Dios que se va elaborando en nosotros; las condiciones de nuestra cooperación personal como criaturas libres, de modo que nos hagamos lo más dignos que sea posible de participar activamente de la vida divina.

Vamos a ver cómo el fundamento de todo este edificio espiritual es la fe en la divinidad de Nuestro Señor, y cómo el Bautismo, puerta de todos los sacramentos, imprime en toda nuestra existencia un doble carácter, de muerte y de vida: «de muerte al pecado» y de «vida en Dios».

En el admirable discurso que pronunció en la última Cena, la víspera de morir, y en el que parece descorrió el Señor un poquito el velo que nos oculta los secretos de la vida divina, nos dijo Jesús que «es una gloria para su Padre el que demos frutos abundantes» (Jn 15,8).

Procuremos desarrollar en nosotros esta cualidad de hijos de Dios cuanto podamos, porque así nos conformaremos con los designios eternos: pidamos a Cristo, Hijo único del Padre, y modelo nuestro, que nos enseñe practicamente, no sólo cómo vive El en nosotros, sino también cómo hemos nosotros de vivir en El; porque ahí está el secreto, ése es el único medio a nuestro alcance para ponernos en disposición de poder rendir los frutos copiosos por los cuales el Padre podrá considerarnos como a hijos suyos muy queridos. «Si alguien permanece en mí y yo en él, ese tal dará fruto abundante» (ib. 5).

He dicho, y quisiera que esa verdad quedase grabada en el fondo de vuestras almas, que toda nuestra santidad consiste en participar de la santidad de Jesucristo, Hijo de Dios. ¿De que modo lograremos esa participación? -Recibiendo en nosotros al mismo Jesucristo, que es la única fuente de esa santidad. San Juan, hablando de la Encarnación, nos dice que «todos los que han recibido a Jesucristo han recibido el poder de ]legar a ser hijos de Dios». Pero, ¿cómo se recibe a Cristo, Verbo humanado? Primero y principalmente, por la fe: «A los que creen en su persona» (Jn 1,12).

Dícenos San Juan, por tanto, que la fe en Jesucristo es la que nos hace hijos de Dios, y no de otro modo se expresa San Pablo cuando dice. «Sois todos vosotros hijos de Dios mediante la fe en Jesucristo» (+Rm 3, 22-26). En efecto, por medio de la fe en la divinidad de Jesucristo, nos identiíicamos con El, le aceptamos tal cual es, Hijo de Dios y Verbo encarnado; la fe nos entrega a Cristo; y Jesucristo, a su vez, introduciéndonos en el dominio de lo, sobrenatural, nos presenta y ofrece a su Padre.- Y cuanto más perfecta, profunda, viva y constante sea la fe en la divinidad de Cristo, tanto mayor derecho tendremos, en calidad de hijos de Dios, a la participación de la vida divina. Recibiendo a Cristo por la fe, llegamos a ser por la gracia lo que El es por naturaleza, hijos de Dios; y entonces esa nuestra condición de hijos reclama de parte del Padre celestial una infusión de vida divina; nuestra calidad de hijos de Dios es como una oración continua: a ¡Oh Padre santo, dadnos el pan nuestro de cada día, es decir, la vida divina, cuya plenitud reside en vuestro Hijo!»

Hablemos, pues, de la fe.- La fe constituye la primera disposición que se exige de nosotros en nuestras relaciones con Dios: «El primer contacto del hombre con Dios es por la fe» [Prima coniunctio hominis ad Deum per fidem. Santo Tomás, IV Sent., dist. 39, a. 6, ad 2; Est aliquid primum in virtutibus directe per quod scilicet iam ad Deum acceditur. Primus autem accessus ad Deum est per fidem. II-II, q.161, a.5, ad 2. +II-II, q.4, a.7, et q.23, a.8]. Lo mismo dice San Agustín: «La fe es la que se encarga en primer término de sujetar el alma a Dios» [Fides est prima quæ subiugat animam Deo. De agone christiano, cap.III, nº.14]. Y San Pablo añade: «Es necesario que los que aspiran a acercarse a Dios empiecen por creer ya que sin fe es imposible agradarle» (Heb 11,5-6); y más imposible aún el llegar a gozar de su amistad y permanecer hijos suyos» [Impossibile est ad filiorum eius consortium pervenire. Conc. Trid., Sess. VI, cap.8].

Como veis, la materia no es ya sólo importantísima sino vital.- No comprenderemos nada de la vida espiritual ni de la vida divina en nuestras almas, si no advertimos que se halla toda ella «fundada en la fe» (Col 1,23), en la convicción íntima y profunda de la divinidad de Jesucristo. Pues, como dice el Sagrado Concilio de Trento: «La fe es raíz y fundamento de toda justificación y, por consiguiente, de toda santidad» [Fides est humanæ salutis initium, fundamentum et radix omnis iustificationis. Sess. VI, cap.8].

Veamos ahora lo que es la fe, su objeto y de qué forma se manifiesta.

1. Cristo exige la fe como condición previa de la unión con él

Consideremos lo que ocurría cuando Jesucristo vivía en Judea.- Veremos, al recorrer el relato de su vida en los Evangelios, que es la fe lo que ante todas las cosas reclama de cuantos a El se dirigen.

Leemos que cierto día dos ciegos le seguían gritando: «Hijo de David, ten piedad de nosotros». Jesús deja que se le acerquen, y les dice: «¿Creéis que puedo curaros?» A lo que responden: « Sí, Señor». Entonces tócales los ojos y les devuelve la vista, diciendo: «Hágase conforme a vuestra fe» (Mt 9, 27-30). Del mismo modo, luego de su Transfiguración, encuentra, al pie de la montaña del Tabor, a un padre que le suplica que cure a su hijo poseído del demonio. Y, ¿qué le dice Jesús? «Si puedes creer, todo es posible al que cree». No hizo falta más para que el desventurado padre exclamara: «Creo, Señor pero ayudad la flaqueza de mi fe» (ib. 17, 14-19; Mc 9, 16-26; Lc 9, 38-43). Y Jesús liberta al niño. Al pedirle el jefe de la sinagoga que resucite a su hija, no es otra la respuesta que éste recibe de Jesucristo: «Cree tan sólo y será salvada» (Lc 8,50).- Muy a menudo resuena esta palabra en sus labios; frecuentemente le oímos decir: «Id, vuestra fe os ha salvado, vuestra fe os ha curado». Se lo dice al paralítico, se lo dice a la mujer enferma doce años hacía y que acababa de ser curada por haber tocado con fe su manto (Mc 5, 25-34).

Como condición indispensable de sus milagros requiere la fe en El aun tratándose de aquellos a quienes más ama. Reparad en que cuando Marta, hermana de Lázaro, su amigo, a quien pronto resucitará, le da a entender que hubiera muy bien podido impedir la muerte de su hermano, Jesucristo le dice que resucitará Lázaro, pero quiere, antes de obrar el prodigio, que Marta haga un acto de fe en su persona: «Yo soy la Resurrección y la Vida. ¿Lo crees así?» (Jn 11, 25-26; +40 y 42).

Limita deliberadamente los efectos de su poder allí donde no encuentra fe; el Evangelio nos dice expresamente que en Nazaret «no hizo muchos milagros por razón de la incredulidad de sus moradores» (Mt 13,58). Diríase que la falta de fe paraliza, si así puedo expresarme, la acción de Cristo.

En cambio, allí donde la encuentra, nada sabe rehusar, y se complace en hacer públicamente su elogio con verdadero calor. Cierto día que Jesús estaba en Cafarnaúm, un pagano, un oficial que mandaba una compañía de cien hombres se le aproxima y le pide la curación de uno de sus servidores enfermo. Dícele Jesús: «Iré y le curaré». Pero el centurión le responde al punto: «Señor, no os toméis semejante molestia, que no soy digno de que entréis en mi tienda; decid simplemente una palabra y curará mi servidor; yo mismo tengo soldados a mis órdenes; y digo a éste: vete, y va; a aquel otro: vente, y viene; a mi criado: haz esto, y lo hace. Así, también bastará que digáis Vos una palabra, que conjuréis a la enfermedad para que desaparezca, y desaparecerá». ¡Qué fe la de este pagano! Por eso Jesucristo, aun antes de pronunciar la palabra libertadora, manifiesta el gozo que semejante fe le causa: «En verdad, que ni siquiera entre los hijos de Israel he podido encontrar una fe semejante. Debido a ello, vendrán los gentiles a tomar asiento en el festín de la vida eterna, en el reino de los Cielos, mientras que los hijos de Israel, llamados los primeros al banquete, serán arrojados a causa de su incredulidad». Y dirigiéndose al centurión: «Vete, le dice, y suceda confofme has creído» (ib. 8, 1-13; Lc 7, 1-10).

Tanto agrada a Jesús la fe, que ella acaba por obtener de El lo que no entraba en sus intenciones conceder.- Tenemos de ello un ejemplo admirable en la curación pedida por una mujer cananea. Nuestro Señor había llegado a las fronteras de Tiro y Sidón, región pagana. Habiéndole salido al encuentro una mujer de aquellos contornos, comenzó a exclamar en alta voz: «Tened piedad de mí, Señor, Hijo de David; mi hija es cruelmente atormentada por el demonio». Jesús, al principio, no le hace caso, y en vista de ello, sus discípulos ínstanle, diciendo: «Despachadla pronto, después de otorgarle lo que pide pues no deja de importunarnos con sus gritos». «Mi misión, les responde Cristo, es la de predicar solamente a los judíos». -A sus Apóstoles reservaba la evangelización de los paganos.- Pero he aquí que la buena mujer se postra a sus pies. «Señor, vuelve a decirle, socórreme». Y Jesús vuelve igualmente a replicar lo mismo que a los Apóstoles, bien que empleando una locución proverbial, en uso por aquel entonces, para distinguir a los judíos de los paganos.

No es lícito tomar el pan de los hijos para darlo a los perros». Al oír esto, exclama ella, animada por su fe:·«Cierto, Seiñor; pero los cachorritos comen al menos las migajas que caen de la mesa de sus amos». Jesús, conmovido ante semejante fe, no puede menos de alabarla y concederle al punto lo que solicita: «¡Oh mujer, tu fe es grande; hágase según tus deseos!» Y a la misma hora fue curada su hija (Mt 15, 22-28).

Trátase en la mayor parte de estos ejemplos, sin duda ninguna, de curaciones corporales; pero del mismo modo, y debido también a la fe, perdona Nuestro Señor los pecados y concede la vida eterna.- Considerad lo que dice a Magdalena, cuando la pecadora se arroja a sus pies y los riega con sus lágrimas: «Tus pecados han sido perdonados». La remisión de los pecados es, a no dudarlo, una gracia de orden puramente espiritual. Ahora bien, ¿por qué razón Jesucristo devuelve a Magdalena la vida de la gracia? -Por su fe. Jesucristo dicele exactamente las mismas palabras que a los que curaba de sus enfermedades corporales: «Vete; tu fe te ha salvado» (Lc 7,50).- Vengamos por fin, al Calvario. ¡Qué magnífica recompensa promete al Buen Ladrón, atendiendo a su fe! Probablemente era un bandido este ladrón; pero en la cruz, y cuando todos los enemigos de Cristo le agobian con sus sarcasmos y mofas: «Si realmente es, como lo dijo, el Hijo de Dios descienda de la cruz, y creeremos en El», el ladrón confiesa la divinidad de Cristo, al que ve abandonado de sus discípulos, y muriendo en un madero, puesto que habla a Jesus de «su reino», precisamente en el momento en que va a morir, y le pide un asiento en ese reino. ¡Qué fe en el poder de Cristo agonizante! ¡Cómo le llega a Jesucristo al corazón! «En verdad, tú estarás hoy conmigo en el Paraíso». Le perdona sólo por esta fe todos sus pecados, y le promete un lugar en su reino eterno. La fe era la primera virtud que Nuestro Señor exigía de los que se le acercaban, y la primera que ahora reclama de nosotros.

Cuando antes de su Ascensión a los Cielos envía a los Apóstoles a continuar su misión por el mundo, lo que exige es la fe; y podemos decir que en ella cifra la realización de la vida cristiana: «Id, enseñad a todas las naciones... el que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, será condenado». ¿Quiere esto decir que basta sólo la fe? -No; los Sacramentos y la observancia de los Mandamientos son igualmente necesarios, pero un hombre que no cree en Jesucristo, nada tiene que ver con sus Mandamientos ni con los Sacramentos. Por otra parte, si nos acercamos a sus Sacramentos, si observamos sus preceptos, es debido a que creemos en Jesucristo; por consiguiente, la fe es la base de nuestra vida sobrenatural.

La gloria de Dios exige de nosotros que durante el tiempo de nuestra vida terrenal le sirvamos en la fe. Ese es el homenaje que espera de nosotros y que constituye toda nuestra prueba, antes de llegar a la meta final. Llegará un día en que habremos de ver a Dios cara a cara; su gloria entonces consistirá en comunicarse plenamente en todo su esplendor y en toda la claridad de su eterna bienaventuranza; pero mientras estemos aquí abajo, entra en el plan divino que Dios sea para nosotros un Dios oculto; aquí abajo, quiere Dios ser conocido, adorado y servido en la fe; cuanto más extensa, viva y práctica sea ésta, tanto más agradables nos haremos a las divinas miradas.

2. Naturaleza de la fe: asentimiento al testimonio de Dios proclamando que Jesús es su Hijo

Pero me diréis: ¿en qué consiste la fe?-Hablando en general puede decirse que la fe es una adhesión de nuestra inteligencia a la palabra de otro. Cuando un hombre íntegro y leal nos dice una cosa, la admitimos, tenemos fe en su palabra; dar su palabra a alguien es darse uno mismo.

La fe sobrenatural es la adhesión de nuestra inteligencia, no a la palabra de un hombre, sino a la palabra de Dios.-Dios no puede ni engañarse ni engañarnos; la fe es un homenaje que se tributa a Dios considerado como verdad y autoridad supremas.

Para que este homenaje sea digno de Dios, debemos someternos a la autoridad de su palabra, cualesquiera que sean las dificultades que en ello encuentre nuestro espíritu. La palabra divina nos afirma la existencia de misterios que superan nuestra razón; la fe puede sernos exigida en cosas que los sentidos y la experiencia parecen presentarnos de muy distinta manera a como nos las presenta Dios; pero Dios exige que nuestra convicción en la autoridad de su revelación sea tan absoluta, que si toda la creación nos afirmara lo contrario, dijéramos a Dios, a pesar de todo: «Dios mío, creo, porque Tú lo has dicho».

Creer, dice Santo Tomás, es dar, bajo el imperio de la voluntad, movida por la gracia, el asentimiento, la adhesión de nuestra inteligencia a la verdad divina [Ipsum autem credere est actus intellectus assentientis veritati divinæ ex imperio voluntatis sub motu gratiæ. II-II, q.2, a.9].

El espíritu es el que cree, pero no por eso está ausente el corazón; y Dios nos infunde en el Bautismo, para que cumplamos este acto de fe, un poder, una fuerza, un «hábito»: la virtud de fe, por la cual se mueve nuestra inteligencia a admitir el testimonio divino por amor a su veracidad. En esto reside la esencia misma de la fe, bien que esta adhesión y este amor comprendan, naturalmente, un número de grados infinito.- Cuando el amor que nos inclina a creer, nos arrastra de un modo absoluto a la plena aceptación, teórica y práctica, del testimonio de Dios, nuestra fe es perfecta, y, como tal, obra y se manifiesta en la caridad [Fides nisi ad eam spes accedat et caritas neque unit perfecte cum Christo, neque corporis eius vivum membrum efficit. Conc. Trid., sess. VI, cap.7].

Ahora bien, ¿cuál es, en concreto, ese testimonio de Dios que debemos aceptar por la fe? -Helo aquí en resumen: Que Cristo Jesús es su propio Hijo, enviado para nuestra salvación y nuestra santificación.

Sólo en tres ocasiones oyó el mundo la voz del Padre, y las tres para escuchar que Cristo es su Hijo, su único Hijo, digno de toda complacencia y de toda gloria: «Escuchadle» (Mt 3,17; 17,5; Jn 12,28). Este es, según lo dijo nuestro Señor mismo, el testimonio de Dios al mundo cuando le dio su Hijo. «El Padre que me envió es quien dio testimonio de mí» (Jn 5,37. Véase todo el pasaje desde el v. 31).- Y para confirmar este testimonio, Dios ha dado a su Hijo el poder de obrar milagros: le ha resucitado de entre los muertos. Nuestro Señor nos dice que la vida eterna está supeditada a la aceptación plena de este testimonio. «Esta es la voluntad del Padre que me envió: que todo el que vea y crea en el Hijo, tenga la vida eterna» (Ib 6,40. +17,21); e insiste con frecuencia sobre este punto: «En verdad os digo que quienquiera que crea en Aquel que me envió, tiene la vida eterna... ha pasado de la muerte a la vida» (ib. 5,24).

Abundando en el mismo sentimiento, escribe San Juan palabras como éstas, que no nos cansaremos nunca de meditar: «Tanto amó Dios al mundo, que llegó a darle su único Hijo». ¿Y para qué se lo dio? «Para que todo el que crea en El no, perezca, antes bien, tenga la vida eterna», y añade a guisa de explicación: «Pues no envió Dios a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que por su medio el mundo se salve; quien cree en El, no es condenado, pero el que no cree, ya está condenado por lo mismo que no cree en el nombre del Hijo unigénito de Dios» (Jn 3, 16-18). «Juzgar» tiene aquí, como hemos traducido, el sentido de condensar, y San Juan dice que quien no cree en Cristo ya está condenado; fijaos bien en esta expresión: «Ya está condenado»; lo que equivale a enseñar que el que no tiene fe en Jesucristo en vano procurará su salvación: su causa está va desde ahora juzgada. El Padre Eterno quiere que la fe en su Hijo, por El enviado, sea la primera disposición de nuestra alma y la base de nuestra salvación. «Quien cree en el Hijo tiene la vida eterna, mas quien no cree en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece sobre él» (ib. 3,36).

Atribuye Dios tal importancia a que creamos en su Hijo, que su cólera permanece -nótese el tiempo presente: «permanece» desde ahora y siempre- sobre aquel que no cree en su Hijo. ¿Qué significa todo esto? Que la fe en la divinidad de Jesús es, en conformidad con los designios del Padre, el primer requisito para participar de la vida divina; creer en la divinidad de Jesucristo implica creer en todas las demás verdades reveladas. Toda la Revelación puede considerarse contenida en este supremo testimonio que Dios nos da de que Jesucristo es su Hijo; y toda la fe, puede decirse que se halla igualmente implícita en la aceptación de este testimonio. Si, en efecto, creemos en la divinidad de Jesucristo, por el hecho mismo creemos en toda la revelación del Antiguo Testamento que encuentra toda su razón de ser en Cristo; admitimos también toda la revelación del Nuevo Testamento, ya que todo cuanto nos enseñan los Apóstoles y la Iglesia no es sino el desarrollo de la revelación de Cristo.

Por tanto, el que acepta la divinidad de Cristo abraza, al mismo tiempo, el conjunto de toda la Revelación; Jesucristo es el Verbo encarnado; el Verbo expresa a Dios, tal cual Dios es, todo lo que El sabe de Dios; este mismo Verbo se encarna y se encarga de dar a conocer a Dios en el mundo (ib. 1,18). y cuando mediante la fe recibimos a Cristo, recibimos toda la Revelación.

De modo que la convicción íntima de que nuestro Señor es verdaderamente Dios constituye el primer fundamento de toda la vida espiritual; si llegamos a comprender bien esta verdad y extraemos las consecuencias prácticas en ella implicadas, nuestra vida interior estará llena de luz y de fecundidad.

3. La fe en la divinidad de Jesucristo es el fundamento de nuestra vida interior; el Cristianismo es la aceptación de la divinidad de Cristo en la Encarnación

Insistamos algo más en esta importantísima verdad. Durante la vida mortal de Jesucristo, su divinidad estaba oculta bajo el velo de la humanidad; era objeto de fe hasta para quienes vivían con El.

Sin duda que los judíos se percataban de la sublimidad de su doctrina. «¿Qué hombre, decían, ha hablado jamás como este Hombre?» (Jn 7,46). Veían «obras que sólo Dios puede hacer» (ib. 3,2). Pero veían también que Cristo era hombre; y nos dicen que ni sus mismos convecinos, que no le habían conocido fuera del taller de Nazaret, creían en El, a pesar de todos sus milagros (ib. 7,5).

Los Apóstoles, aun cuando eran sus continuos oyentes, no veían su divinidad. En el episodio mencionado ya, en el cual vemos a nuestro Señor preguntar a sus discípulos quién es El, le contesta San Pedro: «Tú eres Cristo, Hijo de Dios vivo». Pero nuestro Señor advierte al punto que San Pedro no hablaba de aquel modo porque tuviera la evidencia natural, sino únicamente por razón de una revelación hecha por el Padre; y a causa de esta revelación, le proclama bienaventurado.

Más de una vez también, leemos en el Evangelio, que contendían los judios entre sí con respecto a Cristo.- Por ejemplo: Con ocasión de la parábola del buen pastor que da la vida voluntariamente por sus ovejas, decían unos: «Está poseído del demonio; ha perdido el sentido: ¿por qué le escucháis?» Otros, en cambio, replicaban: «Reflexionemos un poco: ¿Acaso sus palabras son las de un poseído del demonio?» Y añadían, aludiendo al milagro del ciego de nacimiento curado por Jesús algunos días antes: «¿Por ventura un demonio puede abrir los ojos de un ciego?»

Algunos judíos, queriendo entonces saber a qué atetenerse, rodean a Jesús y le dicen: «¿Hasta cuándo nos vas a tener sin saber a qué carta quedarnos? Si eres Tú el Cristo, dínoslo francamente». Y, ¿qué es lo que les responde Jesús nuestro Señor? -«Ya os lo he dicho, y no me creéis, las obras que hago, en nombre de mi Padre dan testimonio de Mí», y añade: «Pero no me creéis porque no sois del número de mis ovejas; mis ovejas oyen mi voz; las conozco, y ellas me siguen, les he dado la vida eterna, y no han de perecer nunca, ni nadie podrá arrebatármelas; nadie las arrebatará de la mano de mi Padre que me las ha dado, pues mi Padre y Yo somos uno». Entonces los judíos, tomándole por blasfemo, ya que osaba proclamarse igual a Dios, reúnen piedras para apedrearle. Y como Jesús les preguntara por qué obraban de semejante modo: «Te apedreamos, le responden, a causa de tus blasfemias, pues pretendes ser Dios, cuando no eres más que hombre». ¿Cuál es la respuesta de Jesús? ¿Desmiente el reproche? -No; antes al contrario, lo confirma, certísimamente, es lo que piensan: igual al Padre; han comprendido bien sus palabras, pero se complace en afirmarlas de nuevo: es el Hijo de Dios, «ya que, dice, hago las obras de mi Padre, que me envió y además por la naturaleza divina "el Padre está en Mí y yo en el Padre"» (Jn 10, 37-38).

Así, pues, como veis, la fe en la divinidad de Jesucristo constituye para nosotros, como para los judíos de su tiempo, el primer paso para la vida divina: creer que Jesucristo es Hijo de Dios, Dios en persona, es la primera condición requerida para poder figurar en el número de sus ovejas, para poder ser agradable a su Padre. Esto es, ciertamente, lo que de nosotros reclama el Padre: Esta es la voluntad de Dios: «que creáis en Aquel a quien El ha enviado» (ib. 6,29). No es otra cosa el Cristianismo sino la afirmación, con todas sus consecuencias doctrinales y prácticas, aun las mas remotas, de la divinidad de Cristo en la Encarnación. El reinado de Cristo, y con él la santidad se establecen en nosotros en la medidá de la pureza, espiendor y plenitud de nuestra fe en Jesucristo. Reparad y veréis cómo la santidad es el desenvolvimiento de nuestra condición de hijos de Dios. Ahora bien: por la fe, sobre todo, nacemos a esa vida de gracia que nos hace hijos de Dios: «Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo ese tal es hijo de Dios» (1Jn 5,1). No llegaremos a ser en realidad verdaderos hijos de Dios, mientras nuestra vida no se halle fundamentada en esta fe. El Padre nos da a su Hijo a fin de que sea todo para nosotros: nuestro modelo, nuestra santificación, nuestra vida: «Recibid a mi Hijo, pues en El lo encontraréis todo»: «¿Cómo juntamente con su Hijo no nos iba a dar todas las demás cosas?» (Rm 8,32). «Recibiéndole, me recibís a Mí, y llegáis por medio de El y en El a ser hijos míos amadísimos». Que es lo mismo que decía nuestro Señor: «El que en Mí cree, no solamente tiene fe en Mí, sino que ésta se remonta hasta el Padre que me envió» (Jn 12,44).

Leemos en San Juan: «si recibimos el testimonio de los hombres», si creemos razonablemente lo que los hombres nos afirman, «todavía mucho mayor que el testimonio humano es el testimonio de Dios»; y, repitámoslo una vez más: ese testimonio de Dios no es otro que el testimonio que el Padre ha dado de que Cristo es su Hijo. «Quien cree en el Hijo de Dios, posee en sí mismo ese testimonio de Dios; y, por el contrario, quien no cree en el Hijo, le tacha de mentiroso, ya que no cree en el testimonio dado por Dios respecto a su Hijo» (1Jn 5, 9-10). Estas palabras encierran una profunda verdad. Porque, ¿en qué consiste este testimonio? -«En habernos dado Dios la vida eterna que reside en el Hijo; de suerte que, quien tiene al Hijo, tiene la vida; y quien no le tiene, tampoco tiene la vida» (Ib 11-12). ¿Qué significan estas palabras?

Para comprenderlo, debemos remontarnos apoyados en la luz de la Revelación, hasta la misma fuente de la vida en Dios.- Toda la vida del Padre en la Santísima Trinidad consiste en «decir» su Hijo, su Verbo -palabra-, en engendrar, mediante un acto único, simple, eterno, un Hijo semejante a El, al que pueda comunicar la plenitud de su ser y de sus perfecciones. En esta Palabra, infinita como El, en este Verbo único y eterno, no cesa el Padre de reconocer a su Hijo, su propia imagen, «el esplendor de su gloria».- Y toda palabra, todo testimonio que Dios nos da exteriormente sobre la divinidad de Cristo, por ejemplo: él que nos dio en el bautismo de Jesús: «He ahí mi Hijo amadísimo», no es sino el eco en el mundo sensible del testimonio que se da el Padre a Sí mismo en ei santuario de la divinidad, expresado por una palabra en la que todo El se encierra y que es su vida íntima.

Por tanto, al recibir ese testimonio del Padre Eterno, al decir a Dios: «Este niñito reclinado en un pesebre es vuestro Hijo; le adoro y me entrego todo a El; este adolescente que trabaja en el taller de Nazaret es vuestro Hijo; le adoro; este hombre, crucificado en el Calvario, es vuestro Hijo; yo le adoro; ese fragmento de pan son las apariencias bajo las que se oculta vuestro Hijo; le adoro en ellas», al decir a Jesucristo mismo: «Eres el Cristo, Hijo de Dios», y al postrarnos ante El, rindiéndole todas nuestras energías, cuando todas nuestras acciones están de acuerdo con esta fe y brotan de la caridad, que hace perfecta la fe; entonces, nuestra vida toda conviértese en eoo de la vida del Padre que «expresa» eternamente a su Hijo en una palabra infinita; porque siendo esta «expresión» del Hijo por parte del Padre constante, no cesando jamás, abarcando todos los tiempos, siendo un presente eterno, al «expresar» nosotros nuestra fe en Cristo, nos asociamos a la misma vida eterna de Dios. Esto es lo que nos dice San Juan: «El que cree que Jesucristo es el Hijo de Dios, tiene el testimonio de Dios consigo», ese testimonio mediante el cual el Padre dice su Verbo.

4. Ejercicio de la virtud de la fe; fecundidad de la vida interior basada en la fe

Por mucho que los multiplicáramos, no repetiriamos nunca bastante estos actos de fe en la divinidad de Cristo.- Esta fe la hemos recibido en el Bautismo, y no debemos dejarla enterrada ni adormecida en el fondo del corazón; antes por el contrario, hemos de pedir a Dios que nos la aumente; debemos ejercitarla nosotros mismos, con la repetición de actos.- Y cuanto más pura y viva sea, tanto más penetrará nuestra existencia y tanto más sólida, verdadera, luminosa, segura y fecunda será nuestra vida espiritual. Pues la convicción profunda de que Cristo es Dios y que nos ha sido dado, contiene en sí toda nuestra vida espiritual: de esa íntima convicción nace nuestra santidad como de su fuente, y cuando la fe es viva, penetra por entre el velo de la humanidad que oculta a nuestras miradas la divinidad de Cristo. Ora se nos muestre sobre un pesebre bajo la forma de débil niño; ora en un taller de obrero; ora profeta, blanco siempre de las contradicciones de sus enemigos; ora en las ignominias de una muerte infame, o ya bajo las especies de pan y vino, la fe nos dice con invariable certidumbre que siempre es el Hijo de Dios, el mismo Cristo, Dios y Hombre verdadero, igual al Padre y al Espíritu Santo en majestad, en poder, en sabiduría, en amor. Cuando llega a ser profunda esta convicción, entonces nos arrastra a un acto de intensa adoración y de abandono en la voluntad de aquel que, bajo el velo del hombre, permanece lo que es, Dios todopoderoso y perfección infinita.

Debemos, si no lo hemos hecho hasta ahora, postrarnos a los pies de Cristo, y decirle: «Señor Jesús, Verbo Encarnado, creo que eres Dios; verdadero Dios engendrado del Dios verdadero; no veo tu divinidad, pero desde el momento que tu Padre me dice: «Este es mi Hijo muy amado», creo y porque creo quiero someterme todo entero a ti, cuerpo, alma, juicio, voluntad, corazón, sensibilidad, imaginación, mis energías todas; quiero que en mí se realicen las palabras del Salmista: «Que todas las cosas os estén sometidas a título de homenaje; «Todo lo rendiste a sus pies» (Sal 8,8; +Heb 2,8); quiero que seas mi jefe, que tu Evangelio sea mi luz, y tu voluntad mi guía; no quiero ni pensar de otro modo que tú, pues eres verdad infalible, ni obrar de otro modo que lo quieres tú, pues eres el único camino que lleva al Padre, ni buscar contento y alegría fuera de tu voluntad, ya que eres la fuente misma de la vida. «Poséeme todo entero, por tu Espíritu, para gloria del Padre».-Con este acto de fe, ponemos el verdadero fundamento de nuestra vida espiritual: «Nadie puede poner otro fundamento que el ya puesto, esto es, Cristo Jesús» (1Cor 3,11. +Col 2,6).

Si renovamos con frecuencia este acto, entonces, Cristo como dice San Pablo, «habita en nuestros corazones» (Ef 3,17), o lo que es lo mismo, reina de un modo permanente, como maestro y rey de nuestras almas; llega, en una palabra, a ser en nosotros, por medio de su Espíritu, el principio de la vida divina. Renovemos, por consiguiente, lo más a menudo que podamos, este acto de fe en la divinidad de Jesús, seguros de que, cada vez que así lo hacemos, consolidamos más y más el fundamento de nuestra vida espiritual, haciéndolo poco a poco inconmovible.- Al entrar en una iglesia y ver la lamparita que luce ante el sagrario, y anuncia la presencia de Jesucristo, Hijo de Dios, sea nuestra genuflexión algo más que una simple ceremonia hecha por rutina, sea un homenaje de fe interna y de profunda adoración a nuestro Señor, cual si le viéramos en el esplendor de su gloria; al cantar o recitar en el Gloria de la Misa todas estas alabanzas y estas súplicas a Jesucristo: «Señor Dios, Hijo de Dios, Cordero de Dios, que a la diestra del Padre estás sentado. Tú solo eres Santo, Tú solo Señor, Tú solo Altísimo, junto con el Espíritu Santo en la infinita gloria del Padren, entonces, digo, salgan esas alabanzas antes del corazón que de los labios; al leer el Evangelio, hagámoslo con la convicción de que quien en él habla es el Verbo de Dios, luz y verdad infalibles que nos revela los secretos de la divinidad, al cantar en el Credo la generación eterna del Verbo, a la que había de unirse la humanidad, no nos detengamos en la corteza del sentido de las palabras o en la belleza del canto; por el contrario, escuchemos en ellas el eco de la voz del Padre que contempla a su Hijo y atestigua que es igual a El: Filius meus es tu, ego hodie genui te; al cantar: Et incarnatus est, «y se encarnó», inclinemos interiormente todo nuestro ser en un acto de anonadamiento ante el Dios que se hizo Hombre y en quien puso el Padre todas sus complacencias; al recibir a Jesús en la Eucaristía, lleguémonos con tan profunda reverencia cual si cara a cara le viésemos presente.

Tales actos, repetidos, son muy agradables al Eterno Padre, porque todas sus exigencias-y éstas son infinitas- se compendian en un deseo ardiente de ver a su Hijo glorificado.

Y cuanto más oculta el Hijo su divinidad y se rebaja por nuestro amor, más profundamente debemos nosotros ensalzarle y rendirle homenaje como a Hijo de Dios. Ver glorificado a su Hijo constituye el supremo deseo del Padre: «Le glorifiqué y de nuevo le glorificaré» (Jn 12,28); es una de las tres palabras del Padre Eterno que el mundo escuchó: por ellas quiere glorificar a Jesucristo, su Hijo y su igual, honrando su humildad: aporque se ha anonadado, hale el Padre ensalzado y dádole un nombre superior a todo nombre, a fin de que toda rodilla se doble ante El, y toda lengua proclame que nuestro Señor Jesucristo comparte la gloria de su Padre» (Fil 3, 7-9). Debido a eso, cuanto más se humilló Cristo haciéndose pequeñito, ocultándose en Nazaret, sobrellevando las flaquezas y miserias humanas que eran compatibles con su dignidad, padeciendo como un malvado la muerte en el madero (Is 53,12) y ocultándose en la Eucaristía, cuanto más atacada y negada es su divinidad por parte de los incrédulos, tanto más elevado ha de ser el lugar en que nosotros le situemos en la gloria del Padre y dentro de nuestro corazón; más profundo el espíritu de intensa reverencia y completa sumisión con que debemos darnos a El sin reservas, y más generoso el trabajo con que nos consagremos sin descanso a la extensión de su reino en las almas.

Tal es la verdadera fe, la fe perfecta en la divinidad de Jesucristo, la que, convertida en amor, invade todo nuestro ser, abarcando prácticamente todas las acciones y todo el complejo de nuestra vida espiritual, y constituye como la base misma de nuestro edificio sobrenatural, de toda nuestra santidad.

Para que sea verdaderamente fundamento, es preciso que la fe informe y sostenga las obras que llevamos a cabo y se convierta en el principio de todos nuestros progresos en la vida espiritual [Iustificati... in ipsa iustitia per Christi gratiam accepta, cooperante fide bonis operibus crescunt ac magis sanctificatur. Conc. Trid., Sess. VI, c. 10]. «Yo, dice San Pablo en su carta a los Corintios, según la gracia que Dios me ha dado, eché en vosotros, cual perito arquitecto, el cimiento del espiritual edificio, predicándoos a Jesús, mire bien cada uno cómo alza la fábrica sobre ese fundamento» (1Cor 3,10).

-Son nuestras obras las que forman y levantan este edificio espiritual. San Pablo dice además que «el justo vive de la fe» (Rm 1,17) [Es digno de notarse que San Pablo insiste en esta verdad en tres ocasiones: +Gál 3, 11, y Heb 10, 38]. El «justo» es aquel que, mediante la justificación recibida en el Bautismo, ha sido creado en la justicia y posee en sí la gracia de Cristo y, conjuntamente, las virtudes infusas de la fe, la esperanza y el amor; ese justo vive por la fe. Vivir es lo mismo que tener en sí un principio interior, fuente de movimientos y operaciones. Es cierto que el principio interior que ha de animar nuestros actos para que sean actos de vida sobrenatural, proporcionados a la bienaventuranza final, es la gracia santificante; pero la fe es la que introduce al alma en la región de lo sobrenatural. No seremos partícipes de la adopción divina mientras no recibamos a Cristo, ni recibiremos a Cristo, sino por la fe. La fe en Jesucristo nos conduce a la vida, a la justificación, mediante la gracia; por eso dice San Pablo que el justo vivirá de la fe. En la vida sobrenatural la fe en Jesucristo es un poder tanto más activo cuanto más profundamente arraigada se halle en el alma. La fe comienza por aceptar todas las verdades que constituyen materia adecuada a esta virtud, y como para ella Cristo lo es todo, todo lo ve a través del prisma divino de Cristo, y de la persona misma de Cristo desciende y se extiende sobre cuanto El dijo, sobre cuanto hizo o llevó a cabo, sobre cuanto instituyó: la Iglesia, los Sacramentos, sobre todo lo que constituye ese organismo sobrenatural establecido por Cristo para que vivan nuestras almas la vida divina.- Además, la íntima y profunda convicción que tenemos de la divinidad de Cristo, pone en movimiento nuestra actividad para cumplir generosamente sus mandamientos, para permanecer inquebrantables en la tentación: «Fuertes en la fe» (1Ped 5,9) para conservar la esperanza y la caridad a pesar de todas las pruebas.

¡Oh, qué intensidad de vida sobrenatural se encuentra en las almas íntimamente convencidas de que Jesús es Dios! ¡Qué fuente tan abundante de vida interior y de incesante apostolado es la persuasión, cada día más fuerte y enraizada, de que Cristo es la Santidad, la Sabiduría, el Poder y la Bondad por excelencia!...

«Creo, Jesús mío, que eres el Hijo de Dios vivo; creo sí, pero dignate aumentar más todavía los quilates de mi fe».

5. Por qué debemos tener fe viva, sobre todo en el valor infinito de los méritos de Cristo. Cómo la fe es fuente de gozo

Hay un punto sobre el cual deseo detenerme, porque más que otro alguno debe constituir el objeto explícito de la fe si queremos vivir plenamente de la vida divina: es la fe en el valor infinito de los méritos de Jesucristo.

Ya he apuntado esta verdad al exponer cómo Jesucristo ha constituido el precio infinito de nuestra santificación. Pero al hablar de la fe, importa volverlo a tratar, puesto que la fe es la que nos permite aprovechar todas esas inagotables riquezas que Dios nos otorga en Jesús.

Dios nos legó un don inmenso en la persona de su Hijo Jesús; Cristo es un relicario en el que se encierran todos los tesoros que han podido reunir para nosotros la ciencia y la sabiduría divinas; El mismo, con su pasión y su muerte, mereció el privilegio de poder hacernos a nosotros partícipes de esas riquezas, y ahora vive en el cielo, abogando de continuo por nosotros delante de su Etemo Padre.- Pero es preciso que conozcamos el valor de este don y el uso que de él debemos hacer. Cristo, con la plenitud de su santidad y el infinito valor de sus merecimientos y de su crédito. constituye este don; pero este don no nos será útil sino en proporción a la medida de nuestra fe. Si ésta es rica, viva, profunda, si está a la altura de tan excelso don, en cuanto ello es posible a una criatura, no tendrán límites las comunicaciones divinas hechas a nuestras almas por la humanidad santa de Jesús; en cambio, si no tenemos un aprecio sin límites de los méritos infinitos de Cristo, es que nuestra fe en la divinidad de Jesús no es bastante intensa, y cuantos dudan de esta divina eficacia ignoran lo que significa la humanidad de un Dios.

Debemos ejercitar a menudo esta fe en los méritos y satisfacciones adquiridos por nuestro Señor para nuestra santificación.

Cuando oramos, presentémonos al Padre Etemo con una confianza inquebrantable en los merecimientos de su divino Hijo: Nuestro Señor lo ha pagado, saldado y adquirido todo; y «sin cesar interpela a su Padre por nosotros» (Heb 7,25). Digamos en vista de esto al Señor: «Dios mío, yo bien sé que soy un pobre miserable; que no hago más que aumentar todos los días el número de mis pecados; sé que ante vuestra infinita santidad, de mí mismo, no soy otra cosa sino cual lodo y barro ante el sol; pero me prosterno ante Vos; soy miembro, por la gracia, del cuerpo místico de vuestro Hijo, de vuestro Hijo que me ha comunicado esa misma gracia, luego de haberme rescatado con su sangre; ahora que tengo la dicha de pertenecerle, no queráis arrojarme de la presencia de vuestra divina Faz».

No, Dios no puede arrojarnos cuando así nos apoyamos en el valimiento de su Hijo, pues el Hijo trata de igual a igual con el Padre.- Además, al reconocer de este modo que nada valemos por nosotros mismos, ni somos capaces de hacer nada, «sin mí nada podéis» (Jn 15,5), y que, en cambio, lo esperamos todo de Cristo, en particular aquello que nos es necesario para vivir de la vida divina, «todo lo puedo en aquel que me conforta», reconocemos que ese divino Hijo lo es todo para nosotros, que fue constituido como nuestro Jefe y Pontífice; y de este modo, afirma San Juan, rendimos al Padre -«que ama al Hijo», y quiere que todo nos venga por su Hijo, «puesto que le ha dado poder absoluto para lo referente a la vida de las almas»-, un homenaje gratísimo; mientras que, por el contrario, el alma que no tiene esa confianza absoluta en Jesús, no le reconoce plenamente por lo que es: Hijo muy amado del Padre, y, por tanto, no ofrece tampoco al Padre esa glorificación que tanto apetece: El Padre desea «que todos den gloria al Hijo como se la dan al Padre. Quien no dé gloria al Hijo, tampoco se la da al Padre que le envió» (Jn 5,23).

Igualmente, cuando nos acerquemos al sacramento de la Penitencia, tengamos gran fe en la eficacia divina de la sangre de Jesús, esa sangre que lava entonces nuestras almas de sus faltas, las purifica, renovando sus fuerzas y devolviéndoles su prístina belleza, sangre que se nos aplica en el momento de la absolución juntamente con los méritos de Cristo y que ha sido derramada en beneficio nuestro debido ai incomparable amor de Jesús, méritos iníinitos, sí, pero adquiridos al precio de padecimientos increíbles y de afrentosas ignominias. ¡Si conocieras el don de Dios!

Del mismo modo también, cuando asistís a la santa Misa, os halláis presentes al sacrificio conmemorativo del de la Cruz; el Hombre Dios se ofrece por nosotros en el altar como lo hizo en el Calvario. Aunque difiera el modo de ofrecerse, el mismo Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, se inmola sobre el altar para hacernos partícipes de sus satisfacciones infinitas. Si fuera nuestra fe viva y profunda, ¡con qué reverencia asistiríamos a este sacrificio, y con qué avidez santa acudiríamos todos los dias -en conformidad con los deseos de nuestra Santa Madre la Iglesia- a la sagrada Mesa para unirnos con Cristo!; ¡con qué confianza inquebrantable recibiríamos a Cristo en el momento en que se nos da todo entero, su humanidad y su divinidad, sus tesoros y sus merecimientos; se nos da El mismo, rescate del mundo, el Hijo en quien Dios puso todas sus complacencias! «¡Si conocieras el don de Dios!»

Cuando hacemos frecuentes actos de fe en el poder de Jesucristo y en el valor de sus merecimientos, nuestra vida se convierte en un cántico perpetuo de alabanzas a la gloria de este Pontífice supremo, mediador universal y dador de toda gracia; con lo que entramos de lleno en los pensamientos eternos, en el plan divino, y adaptamos nuestras almas a las miras santificadoras de Dios, al mismo tiempo que nos asociamos a su voluntad de glorificar a su amantísimo Hijo: «Le glorifiqué y de nuevo le glorificaré» (ib. 12,28).

Acerquémonos, pues, a nuestro Señor; sólo El sabe decirnos palabras de vida eterna. Recibamosle primero con una fe viva, doquiera esté presente; en los sacramentos, en la Iglesia, en su cuerpo místico, en el prójimo, en su providencia, que dirige o permite todos los acontecimientos, incluso los adversos; recibámosle, cualquiera que sea la forma que toma y el momento en que viene, con una adhesión entera a su divina palabra y una entrega completa a su servico. En esto consiste la santidad.

Todos hemos leído en el Evangelio el episodio, referido por San Juan con detalles deliciosos, de la curación del ciego de nacimiento (Jn 9, 1-38). Luego que fue curado por Jesús, en día de sábado, le interrogan repetidas veces los fariseos enemigos del Salvador; quieren hacerle confesar que Cristo no es profeta, ya que no observa el reposo que la Ley de Moisés prescribe el día de Sábado. Pero el pobre ciego no sabe gran cosa; invariablemente responde que cierto hombre llamado Jesús le ha sanado enviándole a lavarse en una fuente; es todo cuanto sabe y lo que en un principio les contesta. Los fariseos no le pueden sonsacar nada contra Cristo y acaban por arrojarle de la sinagoga porque afirma que nunca se oyó decir que haya un hombre abierto los ojos a un ciego, y que, por tanto, Jesús debe ser el enviado de Dios. Habiendo llegado a oído de nuestro Señor esta expulsión, haciéndose el encontradizo con él, le pregunta: «¿Crees en el Hijo de Dios?» -Responde el ciego: «¿Quién es, Señor, para que yo crea en El?» ¡Qué prontitud de alma! -Dícele Jesús: «Le viste ya, y es el mismo que está hablando contigo». -Y al punto, el pobre ciego da fe a la palabra de Cristo: «Creo, Señor», y en la intensidad de su fe, se postra a los pies de Jesús para adorarle; abraza los pies de Jesús, y en Jesús, la obra entera de Cristo (Jn 9,38).

El ciego de nacimiento es la imagen de nuestra alma curada por Jesús, libertada de las tinieblas eternas y devuelta a la luz por la gracia del Verbo encarnado(+San Agustín. In Joan., XLIV, 1). Doquiera, pues, que se le presente Cristo, ha de decir: «¿Quién es, Señor, para que crea en El?» (Jn 9,36). Y luego inmediatamente deberá entregarse del todo a Cristo, a su servicio, a los intereses de su gloria, que es también la del Padre. Obrando siempre de este modo, llegamos a vivir de la fe; Cristo habita y reina en nosotros, y su divinidad es, por medio de la fe, principio de toda nuestra vida.

Esta fe, que se completa y se manifiesta por medio del amor, es además para nosotros fuente y manantial de alegría. Dijo nuestro Señor: «Bienaventurados aquellos que no vieron y creyeron» (Jn 20,29), y dijo estas palabras, no para sus discípulos, sino más bien para nosotros. Pero, ¿por qué proclama nuestro Señor «bienaventurados» a los que en El creen? La fe es causa de alegría, por cuanto nos hace participar de la ciencia de Cristo. El es el Verbo eterno, que nos ha enseñado los secretos divinos. «El Unigénito que habita en el seno del Padre es quien le dio a conocer» (ib. 1,18). Creyendo lo que nos ha dicho tenemos la misma ciencia que El; la fe es fuente de alegría, porque lo es también de luz y de verdad, que es el bien de la inteligencia.

Es además fuente de alegría, por cuanto nos permite poseer en germen los bienes futuros; es «sustancia de las realidades eternas que nos han sido prometidas» (Heb 11,1). Nos lo dice Jesucristo mismo: «Aquel que cree en el Hijo de Dios, tiene vida eterna» (Jn 3,36). Reparad en el tiempo presente «tiene»; no habla en futuro «tendrán, sino que habla como de un bien cuya posesión se halla ya asegurada [Dicitur iam finem aliquis habere propter spem finis obtinendi. I-II, q.69, a.2; y el Doctor Angélico añade: Unde et Apostolus dicit: Spe salvi facti sumus. Todo este artículo merece leerse]; del mismo modo que vimos cómo, aludiendo al que no cree dice que ya «está» juzgado. La fe es una semilla, y toda semilla lleva en sí el germen de la producción futura. Con tal de apartar de ella todo aquello que la pueda menoscabar, empailar y empequeñecer; con tal de desarrollarla por la oración y el ejercicio; con tal de proporcionarla constantemente ocasión de manifestarse en el amor, la fe pone a nuestra disposición la sustancia de los bienes venideros y hace nacer una esperanza inquebrantable: «Quien cree en El, no será confundido» (Rm 9,33).

Permanezcamos, como dice San Pablo, «cimentados en la fe» (Col 1,23); «fundados en Cristo y afianzados en la fe»: «Puesto que habéis recibido a Jesucristo nuestro Señor, andad en El, injertados en su raíz, y edificados sobre El y robustecidos en la fe, como así lo habéis aprendido» (Col 2, 6-7).

Permanezcamos, pues, firmes; porque esta fe ha de verse probada por este siglo de incredulidad, de blasfemia, de escepticismo, de naturalismo, de respeto humano, que nos rodea con su ambiente malsano. Si estamos firmes en la fe, dice San Pedro -el príncipe de los Apóstoles, sobre quien Cristo fundó su Iglesia al proclamar aquél que Cristo era Hijo de Dios- nuestra fe será «un título de alabanza, de honor y de gloria cuando aparezca Jesús, en quien creéis y a quien amáis sin haberle visto nunca vuestros ojos, pero en quien no podéis creer sin que este acto de fe haga brotar en vuestros corazones la fuente inagotable de una alegría inefable, ya que el fin y el premio de esta vida es la salvación, y, de consiguiente, la santidad de vuestras almas» (1Pe 1, 7-9).

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El bautismo, sacramento de adopción y de iniciación, muerte y vida

El Bautismo, primero de todos los Sacramentos

La primera disposición de un alma frente a la Revelación que se le hace del plan divino de nuestra adopción en Jesucristo es, como lo hemos visto, la fe. La fe es la raíz de toda justificación y el principio de la vida cristiana, y se adhiere, como a su objeto primordial, a la divinidad de Jesús enviado por el Padre para llevar a cabo nuestra salvación: «En esto consiste la vida eterna: en conocerte a Ti, ¡oh solo Dios verdadero! y a Jesucristo a quien has enviado» (Jn 17,3).

Partiendo de este acto inicial, que consiste en creer en Cristo, se amplía y extiende, si así podemos decirlo, sobre todo aquello que concierne a Cristo: los Sacramentos, la Iglesia, las almas, la Revelación entera, llegando a la perfección cuando bajo la inspiración del Espíritu Santo se transforma en amor y adoración, mediante la entrega total de nuestro ser al cumplimiento fiel de la voluntad de Jesús y de su Padre.

Pero la fe sola no basta.

Cuando envía a sus Apóstoles el divino Maestro a que continúen en la tierra su misión santificadora, dice que «el que no creyere será condenado»; y nada más añade con respecto a los que se niegan a creer, porque siendo la fe raíz de toda santificación, todo lo que se hace sin ella está completamente desprovisto de valor ante Dios: «Sin fe es imposible agradar a Dios» (Heb 11,6); pero para quienes creen, añade Cristo, como condición de incorporación a su reino, la recepción del Bautismo: «El que creyere y se bautizare, se salvará» (Mc 16,16). San Pablo afirma igualmente que «quienes reciben el Bautismo están revestidos de Cristo» (Gál 3,27). Este Sacramento, pues, es la condición de nuestra incorporación a Gisto. El Bautismo es, en orden, el primero de todos los Sacramentos; la primera infusión en nosotros de la vida divina se efectúa por medio del Bautismo, y todas las comunicaciones divinas o sobrenaturales convergen hacia ese Sacramento o le presuponen normalmente; de ahí le viene su excelencia.

Detengámonos a considerarlo; en él encontraremos el origen de nuestros títulos de nobleza sobrenatural, puesto que el Bautismo es el Sacramento de la adopción divina y de la iniciación cristiana, al mismo tiempo, descubriremos en él sobre todo, como en su germen, el doble aspecto de «muerte al pecado y de vida en Dios», que deberá caracterizar toda la existencia del discípulo de Cristo.

Pidamos al Espíritu Santo, que santificó con su divina virtud las aguas bautismales en las que fuimos regenerados que nos haga comprender la grandeza de este Sacramento y las obligaciones contraídas en él; su recepción señaló para nosotros el instante por siempre bendito en que llegamos a ser hijos del Padre Celestial, hermanos de Jesucristo, y en el que nuestras almas fueron consagradas, como un templo vivo, al Espíritu Santo.

1. Sacramento de adopción divina

El Bautismo es el Sacramento de la adopción divina. Ya os he explicado que por la adopción divina nos hacemos hijos de Dios; el Bautismo es como el nacimiento espiritual por el que se nos confiere la vida de la gracia.

Poseemos dentro de nosotros, primeramente, la vida natural, que recibimos de nuestros padres, según la carne; por ella entramos en la familia humana, esta vida dura algunos años, luego se acaba con la muerte. Si no tuviéramos otra vida que ésta, nunca jamás veríamos la faz de Dios. Ella nos hace hijos de Adán, y, por ende, a partir del momento de nuestra concepción, quedamos tiznados con el sello del pecado original. Oriundos de la raza de Adán, hemos recibido una vida emponzoñada en su origen, y compartimos la desgracia del cabeza de nuestra raza; nacemos, dice San Pablo, Filii irae, «hijos de la ira»; «siempre que nace un hombre, nace Adán, un condenado de otro condenado» [Quisquis nascitur, Adam nascitur, damnatus de damnato. San Agustín, Enarr. in Ps. CXXXII].

Esta vida natural, que tiene sus raíces en el pecado, de por sí sola, es estéril para el Cielo. «La carne de nada sirve» (Jn 6,64).

Pero esta vida natural, Ex voluntate viri, ex voluntafe carnis, no es toda la vida, Dios desea, además, darnos una vida superior, que sin destruir la natural, en lo que tiene de bueno, la sobrepuje, la realce y la deifique; Dios quiere, en otros términos, comunicarnos su propia vida.

Recibimos la vida divina mediante un nuevo nacimiento, un nacimiento espiritual, que nos hace nacer de Dios: «Nacieron de Dios» (ib. 1,13). Esa vida es una participación de la vida de Dios, es de suyo inmortal (1Pe 1,23); y si logramos poseerla en la tierra, tenemos como una prenda adelantada de la bienaventuranza eterna; por el contrario, si no la poseemos, nos hallamos excluidos para siempre de la sociedad divina.

Ahora bien, el medio ordinario instituido por Cristo para nacer a esta vida no es otro que el Bautismo. Ya conocéis por el relato de San Juan (Jn 3,1 y sig.) el episodio de la entrevista de Nicodemus con Cristo Nuestro Señor: el doctor de la ley, miembro del gran Consejo, va a ver a Jesús, sin duda para hacerse su discípulo, pues considera a Cristo como a un profeta. A su pregunta, contéstale Jesús: «En verdad, en verdad te digo que nadie puede gozar del reino de Dios, sin antes nacer de nuevo»; y Nicodemus, que no comprende, se atreve a preguntar: «¿Cómo puede nacer un hombre viejo? ¿Puede acaso volver otra vez al seno de su madre y renacer?» -¿Qué le responde el Señor? -Lo mismo que antes dijo, pero explicado: «En verdad, en verdad te digo que nadie, si no renace por medio del agua y la gracia del Espíritu Santo, puede entrar en el reino de Dios» [«Ser bautizado, es decir, sumergirse en el agua para ser purificado, era cosa muy frecuente entre los judíos; sólo faltaba explicarles que habría un Bautismo en el cual, uniéndose al agual el Espíritu Santo, renovaría el espíritu del hombre». Bossuet. Méditations sur l’Evangile, la Cène, XXXVIe jours]. Y luego opone entre sí las dos vidas, la natural y la sobrenatural: «Porque lo que ha nacido de la carne, carne es, y lo que del Espíritu, espíritu es»; y concluye como al principio: «No extrañes que te haya dicho que es menester que renazcas otra vez».

La Iglesia, en el Concilio de Trento [Sess. VII, De Bapt., canon 2], ha expuesto y fijado la interpretación de este pasaje, aplicándolo al Bautismo, y declarando que el agua regenera al alma por la virtud del Espíritu Santo. La ablución del agua, elemento sensible, y la efusión del Espíritu Santo, elemento divino se unen para producir el nacimiento sobrenatural como decía San Pablo: «Dios nos ha salvado, no en virtud de las obras de justicia que hayamos hecho personalmente sino por razón de su misericordia, haciéndonos renacer por el Bautismo y renovándonos por el Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros en abundancia, por Jesucristo Nuestro Señor; a fin de que, justificados por su gracia, lleguemos a ser ya desde ahora, por la esperanza, herederos de la vida eterna» (Tit 3, 5-7).

Veis, por tanto, que el Bautismo constituye el Sacramento de la adopción: sumergidos en las aguas bautismales, nacemos a la vida divina; y por eso llama San Pablo al bautizado «hombre nuevo» (Ef 3,15; 4,24), puesto que Dios, al hacernos liberalmente participar de su naturaleza, por un don que infinitamente sobrepuja nuestras exigencias, nos crea, en cierto modo, de nuevo; y somos, según otra expresión del Apóstol, «una nueva criatura» (2Cor 5,17; Gál 6,15); y por cuanto es divina esta vida, viene a ser la Trinidad entera la que nos favorece con este don.

Al principio del mundo, la Trinidad presidió la creación del hombre: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanzan» (Gén 1,26), de igual modo también en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo tiene lugar nuestro nuevo nacimiento, no obstante ser, como lo demuestran las palabras de Jesús y de San Pablo, especialmente atribuido al Espíritu Santo, ya que la adopción tiene por fuente el amor de Dios: «Admirad el amor tan grande que nos ha mostrado el Padre, pues ha querido que nos llamemos y que seamos efectivamente hijos de Dios» (1Jn 3,1).

Hállase muy subrayado este pensamiento en las oraciones con que bendice el obispo, el día de Sábado Santo, las aguas bautismales destinadas al Sacramento. Oíd algunas muy significativas: «Envía, Dios Todopoderoso, el Espíritu de adopción para regenerar estos nuevos pueblos que la fuente bautismal te va a engendrar». «Dirige, Señor, tus miradas sobre la Iglesia y multiplica en ella tus nuevas generaciones». Luego invoca el oficiante al Espíritu divino para que santifique esas aguas: «Dignese el Espíritu Santo fecundar, por la impresión secreta de su divinidad, esta agua preparada para la regeneración de los hombres, a fin de que, habiendo concebido esta divina fuente la santificación, se vea salir de su seno purísimo una raza del todo celestial, una criatura renovada». -Todos los ritos misteriosos que la Iglesia se recrea en prodigar en este momento, no menos que las invocaciones de tan magnífica y simbólica bendición, abundan en este pensamiento: que es el Espíritu Santo quien santifica las aguas a fin de que cuantos sean en ellas sumergidos nazcan a la vida divina luego de purificados de toda mancha: «Descienda sobre todas estas aguas la virtud del Espíritu Santo». A fin de que todo hombre a quien se aplique este misterio de regeneración renazca a la inocencia perfecta de una nueva infancia».

Tal es la grandeza de este Sacramento, señal eficaz de nuestra divina adopción; por él llegamos verdaderamente a ser hijos de Dios e incorporados a Cristo; él nos abre las puertas de todas las gracias celestiales. Retened esta verdad: todas las misericordias de Dios con nosotros, todas sus condescendencias, derivan de la adopción. Cuando dirigimos la mirada del alma a la divinidad, la primera cosa que se nos presenta y nos revela los amorosos y eternos planes de Dios sobre nosotros es el decreto de nuestra adopción en Jesucristo; todos los favores con que puede Dios colmar a un alma en la tierra, hasta que llegue el momento de comunicarse a ella para siemprer en la bienaventuranza de su Trinidad, tienen por primer eslabón, al que se enlazan los demás, esta gracia inicial del Bautismo: en este momento predestinado entramos en la familia de Dios, nos hacemos de la raza divina, y recibimos, en germen, la divina herencia.

En el momento del Bautismo, por el que Cristo imprime en nuestra alma un carácter indeleble, recibimos la «prenda del Espíritu» divino (2Cor 1,22; 5,5), que nos hace dignos de las complacencias del Padre, y nos garantiza, si somos fieles en conservar esa prenda, todos los favores prometidos a los que Dios mira como hijos suyos.

Debido a eso, los santos, que tienen una idea tan clara de las realidades sobrenaturales, han tenido siempre en gran estima la gracia bautismal; el día del bautismo significaba para ellos algo así como la aurora de las liberalidades divinas y de la futura gloria.

2. Sacramento de iniciación cristiana; simbolismo y gracia del Bautismo explicados por San Pablo

Todavía aparecerá mayor el Bautismo si le consideramos en su aspecto de Sacramento de la iniciación cristiana.

La divina adopción se hace en Jesucristo. Nos hacemos hijos de Dios para poder llegar a ser semejantes, por la gracia, al Hijo único del Padre: No olvidéis jamás que «Dios no nos predestinó a la adopción, sino en su Hijo muy amado» (Rm 8,29).

Las satisfacciones de Cristo son, por otra parte, las que nos merecieron esta gracia, del mismo modo que Cristo es nuestro modelo cuando queremos vivir como hijos del Padre celestial. Esto lo comprenderemos perfectamente si recordamos el modo con que se llevaba a cabo en la edad primitiva la iniciación cristiana.

En los primeros siglos de la Iglesia, no se confería de ordinario el Bautismo más que a los adultos, después de largo período de preparación, durante el cual se instruía al neófito en las verdades que debía creer. El Sábado Santo, o mejor, la noche misma de Pascua, se administraba el Sacramento en el baptisterio, capilla separada de la iglesia, como todavía se ve en las catedrales italianas. Terminados por el Obispo los ritos de la bendición de la fuente bautismal, el catecúmeno, esto es, el aspirante al Bautismo, descendía a la fuente; allí, como lo indica la palabra griega baptixein, se le sumergía en el agua, mientras el pontífice pronunciaba las palabras sacramentales: «Yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo». El catecúmeno estaba como sepultado bajo las aguas, de donde salía luego por las gradas del borde opuesto de la fuente; allí le aguardaba el padrino, quien le enjugaba el agua santa y le vestía. Bautizados todos los catecúmenos, el Obispo les entregaba una vestidura blanca, símbolo de la pureza de su corazón después los signaba en la frente con una unción de óleo consagrado, diciendo: «El Dios Todopoderoso, que te ha regenerado por el agua y el Espíritu Santo y te ha perdonado todos los pecados, te consagre asimismo para la vida eterna». Terminados todos estos ritos, volvía la procesión a emprender el camino de la basílica, precediendo los nuevos bautizados, vestidos de blanco, y llevando en la mano un cirio encendido símbolo de Cristo, luz del mundo. Comenzaba entonces la Misa de resurrección, que celebraba el triunfo de Cristo saliendo del sepulcro, victorioso y animado de nueva vida, que comunicaba a todos sus elegidos. Se consideraba tan dichosa la Iglesia con este nuevo aumento del rebaño de Cristo, que durante ocho días les reservaba sitio aparte en el templo, y su recuerdo llenaba la liturgia durante toda la octava pascual.

[Los catecúmenos que, por no hallarse presentes o no poseer la suficiente preparación para el Bautismo, no lo podían recibir la noche de Pascua, recibíanlo en la vigilia de Pentecostés, en la fiesta que conmemora la venida visible del Espíritu Santo sobre el Colegio Apostólico y cierra el tiempo pascual, repitiéndose entonces los ritos solemnes de la bendición de la fuente y administración del Sacramento. En esta ocasión aumentaba el simbolismo, pues al que llevaba consigo la Pascua -que perdura íntegro todo el periodo pascual- venía a añadirse la memoria del Espíritu Santo, que por su divina virtud y eficacia regenera las almas en la pila bautismal. Del mismo modo que la liturgia de la Octava de Pascua, las Misas de la Octava de Pentecostés contienen más de una alusión a los recién bautizados].

Como veis, estas ceremonias están henchidas de simbolismo, y como afirma el mismo San Pablo, significan la muerte, la sepultura y la resurrección de Cristo, de las que participa el cristiano.

Pero hay más que simbolismo; hay la gracia producida, y si bien los ritos antiguos, cargados de simbolismo se han simplificado algo desde que se introdujo el uso de bautizar a los niños, permanece, con todo, íntegra la virtud del sacramento, el simbolismo es como la corteza exterior los ritos sustanciales han quedado, y, juntamente con ellos, la gracia íntima del sacramento.

San Pablo explica de una manera profunda el primitivo simbolismo y la gracia bautismal. Abarquemos primero con una mirada la síntesis de su pensamiento, para que nos haga comprender mejor sus propias palabras. La inmersión en las aguas de la fuente representa la muerte y sepultura de Cristo; participamos de ella sepultando en las aguas sagradas el pecado, junto con todas las afecciones al mismo, a las que también renunciamos con él; «el hombre viejo» [El hombre viejo en San Pablo indica el hombre natural que nace y vive moralmente, hijo de Adán, antes de ser regenerado en el Bautismo por la gracia de Jesucristo] manchado con la culpa de Adán, desaparece bajo las aguas y es como sepultado, a manera de un muerto (sólo a ellos se sepulta) en un sepulcro.- La salida de la fuente bautismal es el nacimiento del hombre nuevo, purificado del pecado, regenerado por el agua que fecunda el Espíritu Santo; el alma es hermoseada con la gracia, principio de vida divina, con las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo. El que se sumergió en la fuente, para dejar en ella sus pecados, era un pecador; mas se ha trocado en justo, cuando, a imitación de Cristo, que salió radiante del sepulcro, sale de ella para vivir vida divina [Ut unius eiusdemque elementi mysterio et finis esset vitiis et origo virtutibus. Bendición solemne de las fuentes bautismales, el Sábado Santo].

Tal es la gracia del Bautismo expresada por el simbolismo; simbolismo que mejor que ahora adquiria todo su relieve y su completa significación cuando era administrado el Bautismo en la noche pascual.

Oigamos ahora a San Pablo (Rm 6): «¿Por ventura ignoráis que todos los que hemos sido bautizados para llegar a ser miembros del cuerpo [místico] de Cristo, lo hemos sido en virtud de su muerte?» -Es decir, que la muerte de Jesús es para nosotros el ejemplar y causa meritoria de nuestra muerte para el pecado por el Bautismo. ¿Por qué morir? -Porque Cristo, nuestro modelo, ha muerto. Pero, ¿qué es lo que muere? -La naturaleza viciada, corrompida, el «hombre viejo». ¿Para qué? -Para que nos veamos libres del pecado. «Hemos sido, por tanto, continúa diciendo San Pablo al explicar el simbolismo, sepultados con Cristo en el bautismo en conformidad con su muerte, a fin de que a ejemplo de Jesucristo resucitado de entre los muertos, en virtud del poder glorioso de su Padre, caminemos también nosotros hacia una nueva vida». [Complantati facti sumus similitudini mortis eius... Vetus homo noster simul crucifixus est, ut destruatur corpus peccati, et ultra non serviamus peccato. Rm 6,3-13. Sicut ille qui sepelitur sub terra, ita qui baptizatur immergitur sub aqua. Unde et in baptismo fit trina immersio non solum propter fidem Trinitatis sed etiam ad repræsentandum triduum sepulturæ Christi, et inde est quod in sabbato sancto solemnis baptismus in Ecclesia celebratur. Santo Tomás, In Epist. ad Rm., c. VI, 1,1].

Ved formulada aquí la obligación que nos impone la gracia bautismal: «vivir nueva vida», vida a la cual nos incita, por medio de su resurrección, Cristo, nuestro modelo y ejemplo. ¿Y esto por qué? Porque «si hemos reproducido, mediante nuestra unión con El, la imagen de su muerte, menester es también que reproduzcamos, con una vida del todo espiritual, la imagen de su vida de resucitado, nuestro hombre viejo ha sido crucificado con El, es decir, ha sido destruido por la muerte de Cristo, para que no seamos ya esclavos del pecado, puesto que el que ha muerto, se halla libre del pecado» [«El hombre pecador, asegura Santo Tomás, está sepultado por el Bautismo en la pasión y muerte de Cristo; viene a ser algo así como si padeciera y muriera él mismo los padecimientos y la muerte del Salvador. Y así como la pasión y muerte de Cristo tienen poder de satisfacer por el pecado y por todas las deudas del pecado, del mismo modo el alma, asociada por el Bautismo a esta satisfacción, está libre de toda deuda ante la justicia de Dios». III, q.69, a.2]. Así, pues, en el Bautismo hemos renunciado para siempre al pecado.

Pero esto solo no basta: hemos recibido además el germen de la vida divina, y debemos también desarrollar en nosotros ese germen, como nos lo recuerda a renglón seguido San Pablo. «Porque si, dice, hemos muerto con Cristo, creemos que hemos de vivir igualmente con El», sin que cese nunca ese vivir, «pues Cristo -que no sólo es modelo, sino que infunde además en nosotros su gracia-, una vez resucitado no vuelve a morir: la muerte no tiene ya dominio sobre El; porque en cuanto al haber muerto como fue por destruir el pecado, murió una sola vez; mas en cuanto al vivir, vive para Dios y es inmortal».

Concluye San Pablo su exposición con esta aplicación dirigida a aquellos que, por el Bautismo, participan de la muerte y vida de Cristo, su modelo: «Así, ni más ni menos, vosotros considerad también que realmente estáis muertos al pecado por el Bautismo y que vivís ya para Dios en Jesucristo», a quien estáis incorporados por la gracia Bautismal (Rm 6, 3-13).

Tales son las palabras del Apóstol; según él, el Bautismo representa la muerte y resurrección de Jesucristo, y produce aquello que significa y representa: hácenos morir para el pecado y vivir en Jesucristo.

3. Cómo la existencia de Cristo encierra el doble aspecto de «muerte» y de «vida», que reproduce en nosotros el Bautismo

Para que comprendáis mejor aún esta profunda doctrina, vamos a aclarar este doble aspecto de la vida de Cristo que se reproduce en nosotros por el Bautismo, y que deberá imprimir un sello en nuestra vida entera.

Como hemos repetido, el plan divino de la adopción sobrenatural a que fue elevado Adán, ha sido frustrado por el pecado; el pecado de la cabeza del género humano transmítese a toda su descendencia, excluyéndola del reino eterno. Para que las puertas del cielo se abrieran de nuevo, era menester una reparación a la ofensa divina, una satisfacción adecuada y total, que borrase la malicia infinita del pecado; el hombre, simple criatura, era de todo punto incapaz de poder ofrecerla ¡el Verbo encarnado Dios hecho hombre, se encargó de esta misión; y por este motivo, toda su vida, hasta el instante de la consumación de su sacrificio, fue marcada con un carácter de muerte.- Cierto que nuestro Señor no incurrió en la falta original ni cometió pecado alguno personal, ni padeció las consecuencias del pecado, incompatibles con su divinidad, tales como el error, la ignorancia, la enfermedad; «aseméjase en todo a sus hermanos, si se exceptúa que no ha cometido pecado», más bien es Cordero que quita los pecados del mundo, y viene a salvar a los pecadores.- Pero Dios puso sobre sus hombros las iniquidades de los pecadores; y al aceptar Cristo, desde su venida al mundo, el sacrificio que reclamaba de El su Padre, su existencia toda, desde el pesebre al Calvario, va sellada con el carácter de víctima. [Cristo, sin embargo, no puede llamarse penitente en el sentido riguroso de la palabra; el penitente tiene que saldar ante la justicia una deuda personal, y Cristo es un «Pontífice santo y sin mancilla»; la deuda que paga es la deuda del género humano, y sólo la paga porque amorosísimamente se ha puesto en nuestro lugar]. Vedle en las humillaciones de Belén vedle huir ante la cólera de Herodes, vedle vivir como humilde carpintero; vedle durante su vida pública soportar el odio de sus enemigos, vedle durante su pasión dolorosa, desde la agonía que inunda su alma de tedio y de angustia, hasta el abandono por parte de su Padre en la Cruz, «como un cordero llevado al matadero» (Jer 11,19), «cual gusano de tierra maldito y pisoteado» (Sal 21,7), pues «había venido en la semejanza de la carne pecadora» (Rm 8,3) y hecho propiciación por los crímenes del mundo entero, no llega a saldar la deuda universal si no es con su muerte en el madero.

Esta muerte nos ha valido la vida eterna.- Jesucristo hace que muera y sea destruido el pecado en el momento mismo en que la muerte le hiere a El, víctima inocente de todos los pecados de los hombres. «La muerte y la vida libraron singular combate; el autor de la vida, muere; pero, vuelto a ella, reina y vence» [Mors et vita duello conflixere mirando; Dux vitæ mortuus regnat vivus. Sec. del día de Pascua]. En otro tiempo, ya el profeta había cantado este triunfo de Cristo: «¡Oh muerte yo he de ser tu muerte!; ¿dónde está, oh muerte, tu victoria?» Y San Pablo, repitiendo estas palabras, dice: «La muerte ha sido absorbida por la victoria de Cristo saliendo del sepulcro» (1Cor 15, 54-55; +Os 13-14). «Con su muerte ha destruido nuestra muerte. y resucitando nos restituyó la vida» [Mortem nostram moriendo destruxit et vitam resurgendo reparavit. Prefacio del tiempo Pascual]. En efecto, una vez resucitado Jesucristo, ha vuelto a tomar nueva vida. Cristo ya no muere más, «la muerte pierde su imperio sobre El»; ha destruido para siempre el pecado y su vida en adelante será una vida para Dios, vida gloriosa, que se verá coronada el día de la Ascensión.

Me diréis: la vida de Cristo, ¿no fue siempre por ventura una vida para Dios? -Cierto que sí; Jesucristo no ha vivido sino para el Padre; viniendo al mundo, se ofreció todo entero para hacer la voluntad de su Padre (Heb 10,9); en esto consiste su comida: «Mi alimento consiste en hacer la voluntad de Aquel que me envió» (Jn 4,34). Hasta su Pasión misma la acepta llevado del amor a su Padre (ib. 14,31); pese a la repugnancia de su naturaleza sensible, acepta en la agonía el cáliz que le ofrecen; no expira hasta que todo se ha consumado. Muy bien puede resumir toda su vida diciendo: «Cumplí siempre lo que era del agrado del Padre» (ib. 8,29), pues lo que siempre procuró en todo fue la gloria de su Padre. «No apetezco mi gloria sino que honro a mi Padre» (ib. 8, 49-50).

Es cierto por lo mismo que aun antes de su resurrección no vivió Nuestro Señor más que por Dios y para Dios, no consagró a otra cosa su vida sino a los intereses de su Padre, pero hasta entonces esa vida ha estado como subordinada a su carácter de víctima; y, en cambio, una vez resucitado, libre ya de toda deuda con la divina justicia, Cristo no vive más que para Dios, y en adelante tiene una vida perfecta, una vida en toda su plenitud y en todo su esplendor, sin enfermedad alguna, sin perspectivas de expiación, de muerte, ni del más ligero padecimiento. Todo en Cristo resucitado tiene carácter de vida; vida gloriosa, cuvas prerrogativas admirables de libertad y de incorruptibilidad se manifiestan, ya desde este mundo, a la mirada atónita de los discípulos en su cuerpo, libre ya de toda servidumbre; vida que es un cántico ininterrumpido de alabanzas y de acción de gracias, vida que será para siempre ensalzada en el día de la Ascensión, cuando Cristo tome definitivamente posesión de la gloria debida a su humanidad.

Este doble aspecto de muerte y de vida que caracteriza la existencia del Verbo encarnado entre nosotros, y que alcanza su máximo de intensidad y esplendor en la Pasión y en la Resurrección, debe ser reproducido por todos los cristianos, por todos aquellos que han sido incorporados a Cristo por el Bautismo.

Convertidos en discípulos de Jesús en la sagrada pila, merced a un acto que simboliza tanto su muerte como su resurrección, debemos reproducir esta muerte y esta resurrección durante los días que nos corresponda pasar en la tierra.- Lo dice muy bien San Agustín: «Nuestro camino es Cristo; miremos, pues, a Cristo; y veamos cómo vino a padecer para merecer la gloria; en busca de desprecios. para ser glorificado; a morir, para luego también resucitar» (Sermo., LXII, c. 11). Esto no es sino el eco de lo que nos dijo antes San Pablo: «Debéis consideraros cual muertos para el pecado, al que habéis renunciado, para no vivir sino para Dios». [Ita et vos existimate. «Vivir para el pecado, morir para el pecado» son expresiones corrientes de San Pablo; significan: «permanecer en el pecado, renunciar al pecado»].

Al contemplar a Cristo, ¿qué vemos en El? -Un misterio de muerte y de vida: «Fue entregado a la muerte a causa de nuestros pecados y ha resucitado para nuestra santificación» (Rm 4,25).- El cristiano revive durante su existencia este doble misterio que le hace semejante a Cristo. Oigamos a San Pablo tan explícito sobre este particular: «Sepultados, nos dice, con Cristo, en el Bautismo, habéis sido por el mismo Bautismo devueltos a la vida eterna, luego de haberos perdonado todas vuestras ofensas; vosotros que, por vuestros pecados, estabais muertos a esa vida» (Col 2, 12-13). Del mismo modo que Cristo dejó en el sepulcro los sudarios que envolvían su santo cuerpo, y que constituían como un símbolo de su muerte y de su vida pasible, así también nosotros dejamos en las aguas bautismales todos nuestros pecados, y como Cristo salió vivo y libre del sepulcro, salimos igualmente nosotros de la pila sagrada, no solamente purificados de toda falta, sino con el alma adornada con la gracia santificante, gracia que debemos a la operación del Espíritu Santo, y que, con su cortejo de virtudes y dones, viene a ser para nosotros germen y principio de vida divina. El alma se ha transformado en templo donde habita la Santísima Trinidad y en objeto de las divinas complacencias.

4. Toda la vida cristiana no es más que el desarrollo práctico de la doble gracia inicial conferida en el Bautismo; «muerte al pecado» y «vida para Dios». Sentimientos que debe despertar en nosotros el recuerdo del Bautismo: gratitud, alegría y confianza

Hay una verdad ya insinuada por San Pablo, verdad que no debemos perder de vista, y es que esta vida divina otorgada por Dios, solamente la recibimos en germentiene que crecer y desarrollarse, del mismo modo que nuestra renuncia al pecado y nuestra «muerte para el pecado» tienen que renovarse y mantenerse incesantemente.

Lo perdimos todo de una vez con el pecado de Adán, pero Dios no nos devuelve de una vez en el Bautismo toda la integridad del don divino, sino que deja en nosotros, para que se convierta en fuente de méritos, mediante las luchas que provoca, la concupiscencia, foco del pecado, que propende a disminuir y a destruir la vida divina; de tal modo que nuestra existencia entera debe perfeccionar lo que el Bautismo inaugura; mediante el Bautismo, participamos del misterio y de la virtud de la muerte y de la vida resucitada de Cristo. La «muerte para el pecado» se ha realizado; pero, a causa de la concupiscencia que permanece, tenemos que mantener esa muerte con nuestro continuo renunciar a Satanás, a sus inspiraciones y a sus obras y a las solicitaciones del mundo y de la carne. En nosotros, la gracia es principio de vida, pero es un germen que debe desarrollarse; el reino de Dios en nosotros es comparado por Nuestro Señor mismo a una semilla, a un grano de mostaza que llega a ser árbol frondoso. Así acontece con la vida divina en nosotros.

Ved cómo San Pablo nos expone esta verdad: «Por el Bautismo habéis dejado el hombre viejo que desciende de Adán, junto con sus obras de muerte, y os habéis revestido del hombre nuevo creado en la justicia y la verdad -el alma regenerada en Jesucristo por el Espíritu Santo-, que se renueva sin cesar a imagen de aquel que la creó» (Col 3, 9-10). Lo mismo repite a sus amados fieles de Efeso: «Se os ha enseñado en la escuela de Cristo a despojaros, teniendo en cuenta vuestra vida pasada, del hombre viejo corrompido por las concupiscencias engañosas; a renovaros en lo más íntimo del alma, y a revestiros del hombre nuevo, creado según Dios, en justicia y santidad verdadera» (Ef 4, 20-24). En este mundo, pues, mientras realizamos nuestra peregrinación terrena tenemos que proseguir esta doble operación de muerte para el pecado y de vida por Dios: Ita et vos existimate.

En los planes amorosísimos de Dios, esta muerte para el pecado es definitiva, y esta vida es, por su naturaleza, inmortal; pero podemos, no obstante esto, perderla y recaer en la muerte por el pecado. Nuestra obra, nuestro trabajo, deberá consistir, por tanto, en preservar, conservar y desarrollar ese germen hasta tanto que lleguemos a la plenitud de la edad de Cristo, en el último día. Toda la ascética cristiana deriva de la gracia bautismal; se reduce a hacer brotar, libre de todo obstáculo, el divino germen arrojado en el alma por la Iglesia en el día de la iniciación de sus hijos.

La vida cristiana no es otra cosa sino el desarrollo y desenvolvimiento progresivo y continuo, la aplicación práctica, en el curso de toda nuestra existencia humana, del doble acto inicial verificado en el Bautismo, del doble resultado sobrenatural de «muerte» y de «vida» producido por este sacramento; en eso consiste todo el programa del Cristianismo.

Del mismo modo también, no es otra cosa nuestra bienaventuranza final que la liberación total y definitiva del pecado, de la muerte y del padecimiento, y el florecimiento glorioso de la vida divina depositada en nosotros al imprimirnos el carácter de bautizado. Como veis, son la muerte y la vida misma de Cristo las que se reproducen en nuestras almas desde el instante del Bautismo; pero la muerte es para la vida. ¡Oh, quién comprendiera las palabras de San Pablo!: «vosotros los que estáis bautizados os habéis revestido de Cristo» (Gál 3,27). No sólo revestido como una prenda exterior, sino revestidos interiormente. [Esta verdad está significada por el vestido blanco que revestían los neófitos al salir de la fuente bautismal; ahora en el bautismo de los niños, el sacerdote, después de la ablución regeneradora, coloca un velo blanco sobre el bautizado]. Estamos «injertados» en El, sobre El, dice San Pablo, pues «El es la vid y nosotros los sarmientos», circulando en nosotros su savia divina (+Rm 11,61 ss.), para «transformarnos en El» (2Cor 3,18).

[Véase una hermosa oración de la Iglesia que contiene toda esa doctrina; nótese que se dice el sábado de Pentecostés, un poco antes de la bendición solemne de la fuente bautismal y de la administración del bautismo a los catecúmenos: «Dios todopoderoso y eterno, que has dado a conocer a tu Iglesia por tu único Hijo, que eres el viñador celeste, que cuidas con amor, con el fin de que produzcan más abundantes frutos, los sarmientos que su unión a este mismo Cristo, verdadera vid, vuelve fecundos; no permitan que invadan las espinas del pecado los corazones de tus fieles, a quienes has hecho pasar por la fuente bautismal, cual viña trasplantada de Egipto; protégelos por tu Espíritu de santificación a fin de que en ellos abunden las riquezas de una incesante cosecha de buenas obras»].

Mediante la fe en Cristo, le recibimos en el bautismo; su muerte es nuestra muerte para Satanás, para sus obras, para el pecado; su vida se convierte en nuestra vida; ese acto inicial, que nos hace hijos de Dios, nos ha hecho igualmente hermanos de Cristo, incorporados a El, miembros de su Iglesia, animados de su Espíritu. Bautizados en Cristo, hemos nacido, mediante la gracia, a la vida divina en Cristo. Por esta razón, dice San Pablo, tenemos que caminar in novitate vitae. «Debemos emprender un nuevo tenor de vida» (Rm 6,4). Caminemos, pues, no por la vía del pecado, al que renunciamos, sino por el camino de la luz y de la fe, bajo la acción del Espíritu divino, que nos permitirá producir con nuestras buenas obras frutos copiosos de santidad.

Renovemos a menudo la virtud de este sacramento de adopción y de iniciación, renovando las promesas, a fin de que Cristo, engendrado en nuestras almas por la fe, crezca más y mas en nosotros ad gloriam Patris. Es una práctica muy útil de piedad. Mirad a San Pablo: en la Epístola a su discípulo Timoteo le suplica que «resucite en su alma la gracia de su ordenación sacerdotal». Lo mismo quiero deciros a vosotros respecto de la gracia que recibisteis en el Bautismo: hacedla revivir, renovando los votos entonces formulados por el padrino que nos representaba.

Cuando por la mañana, verbigracia, al hallarse presente Nuestro Señor en nuestro corazón después de la comunión, renovamos, con fe y amor, las disposiciones de arrepentimiento, de renuncia a Satanás, al pecado, al mundo, para no adherirnos sino a Cristo y a su Iglesia, entonces la gracia del Bautismo brota, por decirlo así, del fondo del alma, en la que queda grabado indeleble el carácter de bautizado; y esta gracia produce, por la virtud de Cristo, que habita en nosotros, con su Espíritu, como una nueva muerte para el pecado; nuevos bríos para resistir al demonio; como un nuevo infiujo de vida divina y un mayor estrechamiento de los lazos que nos ligan a Jesucristo.

Así, «cada día, dice San Pablo, el hombre terrestre, el hombre natural, se acerca más y más a la muerte; en cambio, el hombre interior, que ha recibido la vida mediante el nacimiento sobrenatural del Bautismo, y que ha sido recreado por segunda vez en la justicia de Cristo, el hombre nuevo, se renueva de día en día» (2Cor 4,16).

Esta renovación, inaugurada en el Bautismo, continúa durante toda nuestra existencia cristiana y permanece hasta que hayamos alcanzado la perfección gloriosa de la eterna inmortálidad: «Las cosas que se ven ahora son temporales, mas las que no se ven son eternas» (ib. 18). «En este mundo, continúa diciendo, está oculta esta vida en el fondo del alma; se traduce ciertamente al exterior, por las obras, pero su principio permanece oculto dentro de nosotros; solamente en el día final, al presentarse Cristo, nuestra vida, apareceremos nosotros también en la gloria» (Col 3, 3-4).

En espera de este bendito día, en el que brillará en todo su esplendor nuestra renovación interior, debemos dar gracias a Dios a menudo por la adopción divina que nos concedió en el Bautismo, gracia inicial de la que se derivan todas las demás.- Nuestra grandeza tiene su origen en el Bautismo, que nos comunicó la vida divina; sin ella, la vida humana, por muy brillante que sea al exterior, por muy fecunda que parezca, carece de valor para la eternidad; el Bautismo es, en fin de cuentas, el que comunica a nuestra vida el principio de su verdadera fecundidad.- Este reconocimiento debe manifestarse por una fidelidad generosa y constante a las promesas bautismales, tan penetrados hemos de estar del sentimiento de nuestra dignidad sobrenatural de cristianos, que debemos esforzarnos por arrojar y rechazar firmemente cuanto pudiera empañarla, y buscar, en cambio, con diligencia suma, lo que la favorezca [Deus... da cunctis qui christiana professione censentur et illa repuere quæ huic inimica sunt nomini, et ea auæ sunt apta sectari. Oración del III domingo después de Pascua].

El primer sentimiento que ha de despertar en nosotros la gracia bautismal es el de gratitud, el segundo el de alegría.- Nunca deberíamos pensar en el Bautismo sin un sentimiento profundo de alegría interior. El día del Bautismo nacimos, en principio, a la vida eterna; más aún, poseemos una prenda de esa vida: la gracia santificante que nos fue comunicada en el sacramento, y ya alistados en la familia de Dios, tenemos derecho a participar de la herencia de su Unigénito Hijo. ¡Qué motivo de alegría tan grande para un alma es pensar que, en el día venturoso del Bautismo, la cariñosa mirada del Padre Eterno se posó con amor en ella, y la llamó -susurrando dulcemente a su oído el nombre de hijo- a participar de las bendiciones de que está Cristo henchido!

Por fin, y sobre todo, debemos fomentar en nuestra alma una gran confianza, y en nuestra relación con el Padre celestial debemos acordarnos que somos hijos suyos, por la participación en la filiación de Jesucristo, nuestro hermano mayor. Dudar de nuestra adopción, de los derechos a ella inherentes, es dudar del mismo Cristo. No olvidemos nunca que en el día de nuestro Bautismo «nos revestimos de Cristo» (Gál 3,27), o mejor dicho, nos incorporamos a El, y, por tanto, tenemos derecho a presentarnos ante el Padre Eterno y decirle: «Yo soy tu primogénito»; a hablarle en nombre de su Hijo, a solicitar de El con entera confianza cuanto podamos necesitar.

La Santísima Trinidad, al crearnos, lo hizo «a imagen y semejanza suya», al conferirnos la adopción en el Bautismo, imprime en nuestras almas los rasgos mismos de Cristo, y, debido a esto, al vernos adornados de la gracia santificante, por la que nos asemejamos a su divino Hijo, el Padre Eterno no puede menos de otorgarnos cuanto le pidamos, fiando, no en nosotros mismos, sino apoyados en aquel en quien El puso todas sus complacencias.

Tal es la gracia y el poder que nos confiere el Bautismo: hacernos, mediante la adopción sobrenatural, hermanos de Cristo, capaces con toda verdad de participar de su vida divina y herencia eterna: «Os revestisteis de Cristo» (Gál 3,27).

¿Cuándo te darás cuenta, oh cristiano, de tu grandeza y dignidad?... ¿Cuándo proclamarás con tus obras que eres de estirpe divina?... ¿Cuándo vivirás como digno discípulo de Cristo?...

PARTE II-A

La muerte para el pecado

3

Delicta quis intelligit?

La muerte para el pecado fruto primero de la gracia bautismal, primer aspecto de la vida cristiana

Por su simbolismo y por la gracia que produce, el Bautismo, como lo indica San Pablo, imprime en toda nuestra existencia un doble carácter de «muerte para el pecado» y de «vida para Dios»: Es el cristianismo, propiamente hablando, una vida, no cabe duda: «Vine para que tengan vida», nos dice Nuestro Señor; es la vida diviua, que de la humanidad de Cristo, donde reside en toda su plenitud, rebosa a cada una de las almas. Ahora bien, esta vida no se desenvuelve en nosotros sin esfuerzo; su desarrollo presupone la destrucción previa de lo que a ella se opone, esto es, el pecado; el pecado es el obstáculo que impide la vida divina; pone trabas a su desarrollo y aun a su permanencia en nuestras almas.

Pero, me diréis, ¿acaso no destruyó el Bautismo al pecado en nosotros? -Cierto que sí; borra el pecado original, y tratándose de adultos, también los pecados personales; y aun remite las deudas del pecado, y produce en nosotros «la muerte para el pecado». Según los designios de Dios, de una manera definitiva, de suerte que no debcmos recaer más «en la servidumbre del pecado».

El Bautismo, sin embargo, no desarraiga la concupiscencia; ese foco de pecado perdura en nosotros, porque Dios así lo quiso, para que nuestra libertad pudiera ejercitarse en la lucha y el combate, y de ese modo lográsemos, según frase del Concilio Tridentino, «una amplia cosecha de méritos» (Catecismo, c. XVI). La muerte para el pecado, comenzada en el Bautismo, es para nosotros condición de vida; debemos seguir cohibiendo todo lo posible la acción de la concupiscencia, pues sólo con esta condición, y en el grado mismo en que renunciemos al pecado, a sus hábitos y sus ligaduras, se desenvolvera en nuestra alma la vida divina.

Uno de los medios para llegar a esta destrucción necesaria del pecado consiste en tenerle odio y en no pactar con él, como no se pacta con un enemigo a quien se odia.

Para llegar a este odio del pecado, sería menester que conociéramos su profunda malicia e infernal fealdad. Mas, ¿quién podrá conocer debidamente la malicia del pecado? -Para ello sería preciso conocer al mismo Dios, a quien el pecado ofende; por eso exclama el Salmista: «¿Quién comprende lo que es el pecado?» (Sal 18,13).

Tratemos, con todo, de formarnos alguna idea de él aunque sea borrosa, a la luz de la razón, y sobre todo de la Revelación. Supongamos a un cristiano que comete a sabiendas un pecado grave: que viola deliberadamente, en materia grave, uno de los Mandamientos de la Ley de Dios. ¿Qué hace esa alma? ¿Qué le sucede? -Pues, sencillamente, desprecia a Dios; se alista en las filas de los enemigos de Cristo para darle muerte, y, por otra parte, destruye en sí misma la vida divina: éste es el fruto del pecado.

1. El pecado mortal, desprecio en la práctica de los derechos y perfecciones de Dios; causa de los padecimientos de Cristo

El pecado, se ha dicho, es el mal de Dios.

Este término, como sabéis, no es estrictamente exacto, y sólo se ajusta a nuestro modo de hablar, pues el padecimiento es incompatible con la divinidad. El pecado es el mal de Dios, en el sentido de que es la negación, por parte de la criatura, de la existencia de Dios, de su verdad, de su soberanía, de su santidad, de su bondad. ¿Qué hace, en efecto, el alma de que os hablé, al cometer libremente una acción contraria a la Ley de Dios? -Prácticamente niega que Dios sea la soberana sabiduría y tenga autoridad para poder legislar; niega de hecho la santidad de Dios y rehusa tributarle la adoración que le es debida; en la práctica, niega su Omnipotencia, y su derecho a reclamar obediencia de seres que todo lo recibieron de El; no reconoce, además, su bondad suprema, digna de ser preferida a todo lo que no sea ella; rebaja a Dios y le coloca en grado inferior a la criatura. Non serviam! «No os reconozco, ni os he de servir» el alma pecadora repite estas palabras del rebelde en el día de su rebelión. ¿Las profiere acaso verbalrnente? -No, siempre, por lo menos, no; no lo quisiera tal vez, pero lo dice a gritos con sus actos. El pecado es la negación práctica de las perfecciones divinas, el desprecio práctico de los derechos de Dios; prácticamente, si no lo hiciera imposible la naturaleza de la divinidad, el alma pecadora heriría la majestad y la bondad infinitas: destruiría a Dios.

¿No es precisamente esto lo que ha sucedido? ¿No llegó el pecado hasta dar muerte a Dios, cuando Dios asumió una naturaleza humana?

Ya dijimos cómo los padecimientos y la Pasión de Cristo constituyen la revelación más sorprendente del amor divino: «Ningún amor supera a este amor» (Jn 15,13). Igualmente no hay revelación más impresionante de la inmensa malicia del pecado.- Contemplemos con fe, durante algunos instantes, los dolores que el Verbo encarnado hubo de soportar cuando llegó la hora de expiar el pecado; difícilmente podremos sospechar hasta qué abismos de padecimientos y humillaciones le hizo descender el pecado. Cristo Jesús es el propio Hijo único de Dios; objeto de las complacencias del Padre; su Padre nada desea tanto como su glorificación: «Le glorifiqué y de nuevo le glorificaré» (ib. 12,28); está lleno de gracia, sobrenadando en gracia; es un pontífice inocente; si bien es verdad que se nos asemeja, no conoce, con todo ello, el pecado; ni siquiera la menor imperfección: «¿Quién, preguntaba a los judíos, me podrá redarguir de pecado?» (ib. 8,46). «El príncipe del mundo, esto es, Satanás, nada encontrará en mí que le pertenezca» (ib. 14,30). Tan cierto es esto, que sus más encarnizados enemigos, los fariseos, escudriñaron inútilmente en su vida, examinaron su doctrina, espiaron también, como sólo es capaz de hacerlo el odio, todos sus actos y palabras, y no pudieron encontrar motivo alguno para condenarle; y para inventar un pretexto, fue necesario acudir a falsos testigos. Jesús es la pureza misma, el «reflejo de las perfecciones infinitas de su Padre, el esplendor fulgurante de su gloria» (Heb 1,3).

Mas ved, esto no obstante, cómo trató el Padre a tal Hijo, llegado el momento en que Jesús saldaba por nosotros la deuda debida a la divina justicia por nuestros pecados. Ved cómo ha sido maltratado este «Cordero de Dios» que ha ocupado el lugar de los pecadores.- Quiso el Padre Eterno, con ese querer al que nada resiste, destrozarlo con los padecimientos (Is 53,10). En el alma santa de Jesús se agolpan oleadas de tristeza, de tedio, de temor y de fatiga hasta el punto de cubrirse su cuerpo inmaculado de un sudor de sangre; está tan «turbado y oprimido por el torrente de nuestras iniquidades» (Sal 17,5), que ante la repugnancia experimentada por su naturaleza sensible, pide a su Padre que le exima de tener que beber el cáliz de amargura que se le presenta. «¡Padre mío! ¡Si es posible, aparta de mí este cáliz!» La víspera, en la última Cena, no hablaba de este modo. «Quiero», decía entonces a su Padre, pues es su igual; pero ahora, la vergüenza con que le cubren los pecados de los hombres, que El tomó sobre Sí, embarga toda su alma, y cual si fuera un criminal, dirige esta humilde súplica: «Padre, si es posible...»

Pero el Padre no lo quiere; es la hora de la justicia, la hora en que ha de entregar a su Hijo, a su propio Hijo, cual si fuera un juguete, al poder de las tinieblas. «Esta es vuestra hora y la del poder de las tinieblas» (Lc 22,53). Traicionado por uno de sus Apóstoles, abandonado de los otros, renegado por el jefe de todos ellos, Jesucristo se convierte, en manos de la chusma, en objeto de burlas y de ultrajes; vedle, a El Dios Todopoderoso, abofeteado; su adorable rostro, alegría de los santos, cubierto de salivazos; se le flagela, atraviesan su frente y su cabeza con punzante corona de espinas; por escarnio se le coloca un manto de púrpura sobre los hombros, se le pone una caña en la mano, y luego, la soldadesca dobla la rodilla ante El con insolente mofa. ¡Qué cúmulo de ignominias soportó Aquel ante quien tiemblan los ángeles! ¡Contempladle! ¡El Dueño del mundo, tratado de malhechor, de impostor, puesto en parangón con un insigne criminal que obtiene las preferencias de las turbas !Vedle puesto fuera de la ley, condenado y clavado en la cruz, entre dos ladrones, soportando los dolores de los clavos que atraviesan sus miembros la sed que le tortura; y ved al pueblo a quien colmó de tantos beneficios menear la cabeza en señal de desprecio y proferir airados sarcasmos contra su víctima: «¡Mirad: ha salvado a los otros, y no puede salvarse a Sí mismo! Baje de la cruz, y entonces, pero entonces solamente, creeremos en El». ¡Qué de humillaciones y de oprobios!

Contemplemos el cuadro aterrador, dibujado y descrito con muchos siglos de antelación por el profeta Isaías, de las torturas de Cristo; ni un solo verso se le puede quitar; es preciso leerlos en su totalidad, pues todos están cargados de sentido:

«Muchos se han quedado estupefactos al verle; tan desfigurado estaba. Su aspecto no era el de un hombre, ni su rostro semejante al de los hijos de los hombres; carecía de figura y de belleza que pudieran atraer nuestras miradas, y de toda apariencia capaz de excitar nuestro amor; veíasele despreciado y abandonado de los hombres; varón de dolores, visitado por el padecimiento, objeto tan repugnante, que ante El todos se tapan la cara; era el blanco del desprecio, sin que para nada hiciéramos caso de El. Verdaderamente iba cargado de nuestros dolores, en tanto que le teníamos por un hombre castigado, dejado de la mano de Dios y sometido a las humillaciones. Ha sido atravesado por nuestros pecados y quebrantado a causa de mlestras iniquidades; sobre El hizo el Señor recaer la iniquidad de todos nosotros; se le maltrata, y El se somete al padecimiento, y ni abre en queja la boca, semejante al cordero que es conducido al matadero, o a la oveja muda ante sus esquiladores. Injustamente ha sido condenado a muerte, y nadie entre los de su generación paró mientes en que desaparecia del número de los vivos, ni en que padecía a causa de los pecados de su pueblo. Porque plugo a Dios quebrantarle con el padecimiento» (Is 53,2 ss.).

¿No basta lo dicho? No, aun hay más: nuestro divino Salvador no ha apurado aún la copa del dolor.- ¡Contempla, alma mía, contempla a tu Dios colgado en la cruz; no tiene ni siquiera aspecto de hombre; hase convertido en «el desecho, en el objeto del desprecio de un populacho enfurecido»: «Soy un gusano y no un hombre; oprobio de los hombres y desecho de la plebe» (Sal 21,7). Su cuerpo es una llaga, y su alma está como fundida y derretida por el continuo padecer y los desprecios. Y en ese momento, nos dice el Evangelio, Jesús lanzó un profundo gemido: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me habéis abandonado?» Jesús se ve abandonado de su Padre... Nunca llegaremos a saber qué abismo tan profundo de atroz tortura supone este abandono de Cristo por su Padre; hay en ello un misterio que ningún alma podrá nunca sondear. ¡Jesús abandonado por su Padre! ¿Acaso hizo otra cosa durante toda su, vida que cumplir la adorable voluntad del Padre? ¿No ha llevado a cabo fielmente la misión que recibiera de manifestar su nombre al mundo? «He dado a conocer tu nombre a los hombres» (Jn 17,6). Por ventura, ¿no fue el amor -«para que conozca el mundo que amo al Padre» (ib. 14,31)- lo que le decidió a entregarse? Sin duda algna. Entonces, ¿por qué, Padre Eterno, atormentáis así a vuestro amado Hijo? -«A causa del pecado de mi pueblo» (Is. 53,8). Desde el momento en que Jesucristo se ha entregado por nosotros a fin de dar plena y entera satisfacción por nuestras culpas, el Padre ya no ve en El sino el pecado de que se revistió, hasta tal punto, que «parecía que el verdadero pecador era El». «Al que no había conocido pecado, le transformó en pecado» (2Cor 5,21); entonces llega a convertirse en «un maldito» (Gál 3,13); le abandona su Padre, y aun cuando en las esferas superiores de su ser conserva Cristo la alegría inefable de la visión beatífica, semejante abandono por parte del Padre sume al alma de Jesús en un dolor tan profundo, que le arranca este grito de insondable angustia: «¡Dios mío! ¿Por qué me habéis abandonado?» La justicia divina, dispuesta a castigar el pecado de los hombres, «se ha lanzado a manera de torrente impetuoso sobre el propio Hijo de Dios»: «No perdonó a su propio Hijo, entregándole por todos nosotros» (Rm 8,32).

Si queremos ahora saber lo que piensa Dios del pecado no tenemos sino contempiar a Jesús en su Pasión. Cuando veo a Dios castigar a su Hijo, a quien ama infinitamente, con la muerte en cruz, comienzo a comprender lo que es el pecado a los ojos de Dios. ¡Oh! Si pudiéramos comprender, con el auxilio de la oración, todo el significado de este hecho: que durante tres horas estuvo Jesús suplicando con gritos al Padre: «Padre, si es posible, aparta de Mí este cáliz», y que la respuesta del Padre fue siempre: «¡No!»; si entendiéramos que Jesús ha tenido que pagar nuestra deuda hasta con la última gota de su sangre; que «a pesar de sus gemidos y gritos de angustia, a pesar de su llanto» (Heb 5,7), Dios «no le perdonó»; si pudiéramos comprender todo esto, ¡ah, entonces sí que tendríamos un santo horror al pecado!

¡Cómo nos revela la malicia y fealdad del pecado todo ese conjunto de oprobios, ultrajes y humillaciones por que hubo de pasar el alma de Jesús! ¡Cuán poderosa tenía que ser la repugnancia y cuán grande el odio de Dios al pecado para castigar a Jesús más allá de toda ponderación, hasta aniquilarle bajo el peso del padecimiento y de la ignominia!

El alma que comete deliberadamente el pecado, aporta su parte a esos dolores y ultrajes que llueven sobre Cristo; contribuye a acibarar el cáliz que se presenta a Jesús durante la agonía; se suma a Judas para traicionarle a la soldadesca, para cubrir el rostro divino de salivazos, vendarle los ojos y darle golpes en la cara; a Pedro, para renegar de El; a Herodes, para convertirle en objeto de mofa y escarnio; a la turba, para reclamar insistentemente su muerte; a Pilatos, para condenarle cobardemente por medio de una sentencia inicua; acompaña asimismo a los fariseos, que escupen sobre Cristo agonizante todo el veneno de su odio insaciable; a los judíos que se mofan de El y le zahieren con sarcasmos; finalmente, ella es la que, para calmarle la sed, ofrece a Jesús, en el instante supremo, hiel y vinagre. Eso hace el alma que rehúsa someterse a la ley divina; causa la muerte del Unigénito de Dios, la muerte de Jesucristo. Si alguna vez tuvimos la desgracia de cometer voluntariamente un solo pecado mortal, nosotros fuimos esa alma... y con razón podemos decir: «La Pasión de Jesús es obra mía. ¡Oh Jesús, clavado en la cruz, tú eres el Pontífice santo, inmaculado, la víctima inocente y sin mancha, y yo... yo soy un pecador!...»

2. El pecado mortal destruye la gracia, principio de la vida sobrenatural

El pecado, además, mata la vida divina en el alma, rompe la unión que deseaba Dios establecer con nosotros.

Ya dijimos que Dios quiere comunicársenos de un modo que sobrepuja las exigencias de nuestra naturaleza: Dios quiere darse a sí mismo, no solamente como objeto de contemplación, sino también como objeto de unión; realiza esta unión en el mundo, presupuesta la fe, por la gracia. Dios es amor; el amor propende a unirse con el objeto amado; mas para ello requiere que el objeto amado se haga una cosa con él, y en eso consiste el divino amor.

Lo propio pasa con el amor que Cristo nos profesa; el Padre le envía «para que se nos dé»: «Tanto amó Dios al mundo que entregó por él a su Hijo Unigénito» (Jn 3,16). Y Cristo viene al mundo para dársenos y dársenos sobreabundantemente, según conviene a Dios: «Vine para que tengan vida y cada vez más abundante» (ib. 10,10).

Y encarga a sus discípulos que «permanezcan en El» (ib. 15,4). Y para llevar a cabo esta unión, nada le arredra: ni las humillaciones de la cuna, ni las oscuridades y sinsabores de la vida pública, ni los dolores de la cruz, para completar esa unión, instituye los sacramentos, establece la Iglesia, nos da su Espíritu.- Por su parte, cuando contempla todas estas divinas prevenciones, el alma se apresta a corresponder para unirse al soberano bien.

Mas he aquí que el pecado constituye de suyo un obstáculo invencible para la unión. «Vuestras iniquidades se interponen entre vosotros y vuestro Dios» (Is 59,2). ¿Por qué? -Según la definición de Santo Tomás, el pecado consiste en «apartarse de Dios para volverse a la criatura» [aversio a Deo et conversio ad creaturam. I-II, q.87, a.4]. Es un acto conocido, querido, por el cual el hombre se aparta de Dios, su creador, su redentor, su padre, su amigo, su fin último, anteponiéndole a El una criatura cualquiera. Ese acto presupone siempre una elección, la mayor parte de las veces implícita, pero al fin elección, y en cuanto de nosotros depende, entre Dios y la criatura concedemos preferencia a la criatura, momentáneamente al menos, y puede sucedernos que la muerte nos fije para siempre en lo elegido.

He aquí, por tanto, lo que es el pecado mortal deliberado: una elección, llevada a cabo premeditadamente. Es algo así como si se dijera a Dios: «Dios mío, sé que prohibís tal cosa y que al hacerla he de perder vuestra amistad; pero a pesar de eso lo haré». Desde luego comprenderéis cuán opuesto es de suyo el pecado mortal a la unión con Dios; no se puede, por un mismo acto, unirse a alguien y separarse de él. «Nadie, dice Nuestro Señor, puede servir a dos señores (Lc 16,13); amará al uno y odiará al otro». El alma que da entrada al pecado grave, prefiere libremente la criatura y la propia satisfacción a Dios mismo y a la ley de Dios; la unión con Dios queda enteramente rota, y destruida la vida divina, semejante alma se hace esclava del pecado (Jn 18,34). El esclavo del pecado no puede ser servidor de Dios; entre Belial y Jesús, entre Cristo y Lucifer, hay absoluta incompatibilidad (2Cor 6, 14-16). Siendo Jesucristo fuente de santidad, comprenderéis también que el alma que se aparta de El por el pecado mortal, se aparta de la vida: el alma, que no tiene vida sobrenatural sino mediante la gracia de Crísto, llega a ser por el pecado rama muerta, que no recibe la savia divina; por eso el pecado, que rompe totalmente la unión establecida por la gracia, se llama mortal. Veis, pues, que es para nosotros un mal, el mal opuesto a nuestra verdadera felicidad: «Aquel que ama la iniquidad es verdadero enemigo de su alma» (Sal 10.6). El pecado, que destruye en nosotros la vida de la gracia. nos hace incapaces de todo mérito sobrenatural; tal alma no puede merecer cosa alguna de condigno en riguroso y estricto derecho, como aquel que posee la gracia, ni aun siquiera poder tornar a Dios; si Dios le da la contrición, es por misericordia, porque tiene a bien inclinarse hacia la criatura caída. Como sabéis, toda la actividad de un alma en estado de pecado mortal resulta estéril, aunque por otra parte, aparezca brillante a los ojos del mundo, en el orden natural; sarmiento seco, que no recibe por culpa suya la savia divina de la gracia, el mismo Jesucristo compara al alma que permanece en este estado «con el leño seco que sólo vale para echarlo al fuego a fin de que se consuma en él» (Jn 15,6).

3. Expone el alma a la privación eterna de Dios

Os he dicho que Cristo invoca siempre a su Padre en favor de sus discípulos a fin de que abunde en ellos la gracia: «Vive eternamente para rogar por nosotros» (Heb 7,25). Pero el alma que permanece en el pecado, no pertenece ya a Cristo, sino al demonio, pues Satanás ocupa el lugar de Cristo, y el demonio, muy al contrario de Cristo, se constituye ante Dios en acusador de esta alma: «Es mía», dice a Dios; la reclama noche y día porque efectivamente le pertenece: «Acusador de nuestros hermanos, los acusaba sin descanso, día y noche, ante el trono del Señor» (Ap 12,10).

Suponed ahora que la muerte sorprende a dicha alma sin que tenga tiempo de reconciliarse. Tal suposición no es infundada, puesto que Nuestro Señor mismo nos advierte que vendrá «como un ladrón, cuando menos lo pensemos» (ib. 3,3). El estado de aversión de Dios se hace entonces inmutable: la depravada disposición de la voluntad, fija ya en su objeto, no puede cambiarse; el alma no puede ya tornar al bien último del cual se ha separado para siempre [+Santo Tomás, IV Sentent. 50,9, q.2, a.1; q.1], la eternidad no hace más que ratificar y confirmar el estado de muerte sobrenatural, libremente elegido por el alma que se aparta de Dios. No es ya tiempo de prueba y misericordia; es la hora del juicio y de la justicia. Dios entonces «es el Dios de las venganzas» (Sal 93,1). Y esa justicia es terrible, porque Dios, que reivindica entonces sus derechos hasta aquel momento desconocidos y obstinadamente despreciados, a pesar de tantas treguas y divinos llamamientos, tiene la mano poderosa. «Porque Dios es vengador poderoso» (Jer 51,56).

Jesucristo, para bien de nuestras almas, ha querido revelarnos esta verdad: Dios conoce todas las cosas en su intimidad y esencia, y las juzga por lo mismo infaliblemente con infinita exactitud: «Hay peso y medida en los juicios de Dios» (Prov 16,11), porque lo juzga todo desapasionadamente (Sab 12,18). Dios es la sabiduría eterna, que lo regula todo con peso y medida; es la bondad suprema; aceptó las satisfacciones abundantes que ofreció Jesús sobre la cruz por los crímenes del mundo.

Con todo, al llegar la hora de la eternidad, Dios persigue con odio al pecado en los tormentos sin fin, en aquellas tinieblas, donde, según la afirmación de nuestro benditísimo Salvador, no hay más que llanto y crujir de dientes (Mt 22,13); en aquella gehena, donde no se extingue el fuego (Mc 9,43); donde Cristo nos mostraba al rico malvado y de corazón duro suplicando al pobre Lázaro que depositase sobre sus labios consumidos por el ardor de las llamas la extremidad del dedo humedecido en el agua, «porque padecía crudelísimamente» (Lc 16,24). Tal y tan grande es el horror que inspira a Dios, cuya santidad y poder son infinitos, el «¡No!» con que la criatura ha respondido con toda deliberación y obstinadamente a sus mandamientos; esta criatura, ha dicho el mismo Jesús, irá al suplicio eterno (Mt 25,46).

[Esa palabra odio no indica un sentimiento existente en Dios, sino el resultado moral producido por la presencia de Dios en la criatura fijada para siempre en el estado de pecado y de rebelión contra la ley divina; el odio de Dios es el ejercicio de su justicia. Es el ejercicio de las leyes eternas que siguen su libre curso].

Esta pena de fuego, que jamás se extingue, es por cierto terrible; pero, ¿qué comparación tiene con la de verse privado para siempre de Dios y de Cristo? ¿Qué comparación tiene con aquel sentirse arrastrado con toda la energía natural de su ser hacia el goce divino, y verse eternamente rechazado? La esencia del infierno es aquella sed inextinguible de Dios, que atormenta al alma creada por El y para El. Aquí abajo, el pecador puede apartarse de Dios, ocupándose en las criaturas; pero una vez en la eternidad se encuentra solamente frente a Dios, y esto para perderle para siempre. Sólo los que saben lo que es el amor de Dios pueden comprender lo que es perder el bien infinito: ¡tener hambre y sed de la bienaventuranza infinita y no poseerla jamás! «Apartaos de Mí, malditos (ib. 25,41), dice el Señor; no os conozco» (ib. 25,12); «os he llamado a participar de mi gloria y bienaventuranza; quería colmaros de toda bendición espiritual (Ef 1, 1-3), para ello os he dado a mi Hijo, le he ungido con la plenitud de la gracia para que se desbordase hasta vosotros; El era el camino que debía conduciros a la verdad y encaminaros a la vida; aceptó morir por vosotros, os dio sus méritos y satisfacciones os legó la Iglesia, os dejó su Espíritu; y, ¿qué cosa he dejado de daros con El, para que pudieseis un día participar del eterno banquete que he preparado para gloria de este mi Hijo muy amado? Tuvisteis años para disponeros y no habéis querido, habéis despreciado, insolentes, mis misericordiosas ofertas; habéis rechazado la luz y la vida. Pasó ya la hora, retiraos, sed malditos, porque no os asemejáis a mi Hijo; no os conozco, porque no lleváis en vosotros sus rasgos; no hay cabida en su reino sino para los hermanos que se le asemejan por la gracia; apartaos; id al fuego eterno preparado para el demonio y para sus ángeles, puesto que habéis elegido al demonio por el pecado y lleváis en vosotros la imagen de tal padre» (Jn 8,44,y 1Jn 3,8). «No os conozco. ¡Qué sentencia! ¡Qué tormento oír palabras semejantes de boca del Padre Eterno!: «¡No os conozco, malditos!».

Entonces, dice Jesús, los pecadores exclamarán desesperados: «Caed, collados sobre nosotros; montañas, cubridnos» (Lc 23,30); mas todos aquellos condenados, separados para siempre de Dios por el pecado, son entregados para ser presa viva del gusano roedor del remordimiento, que nunca muere, del fuego que no se extingue jamás; presa del poder de los demonios encarnizados con rabia y ahora ya con entera libertad, contra sus víctimas, torturadas por la más trágica y horrible desesperación. Bien a pesar suyo deberán repetir aquellas palabras de la Escritura, cuya evidencia, para ellos aterradora, comprenden a la luz de la eternidad: «Señor, tú eres justo, tus mandamientos son rectos» (Sal 118,137); hallan en sí mismos la justificación de tales juicios (+ib. 18,10). La condenación que pesa sobre nosotros y que no tendrá fin es obra nuestra, es resultado de un acto libre de nuestra voluntad; luego nos hemos equivocado» (Sab 5,6).

¡Oh, cuán gran mal es el pecado que destruye en el alma la vida divina y acumula en ella tantas ruinas y la amenaza con tan grandes castigos! Si una sola vez hemos cometido un pecado mortal deliberado, ya hemos merecido ser estabilizados para toda la eternidad en esa elección del mal, por nosotros preferido; puesto que no ha sido así, motivo tenemos para decir a Dios: «Tu misericordia, Señor, es la que me ha salvado» (Jer 3,22).

El pecado es el mal de Dios, quien, porque es santo, lo condena de esta suerte por toda la eternidad. Si de veras amásemos a Dios, compartiríamos la aversión que El siente contra el pecado: «Los que amáis a Dios, odiad al mal» (Sal 96,10). Escrito está de Nuestro Señor: «Has amado la justicia y aborrecido la iniquidad» (ib. 44,8). Pidámosle, sobre todo en la oración al pie del crucifijo, que nos comunique ese aborrecimiento del único verdadero mal de nuestras almas.

No es mi ánimo querer cimentar nuestra vida espiritual sobre el temor de los castigos eternos, pues, como dice San Pablo, no hemos recibido el espíritu de temor servil, el espíritu del esclavo que tiene miedo al castigo, sino el espíritu de adopción divina. Con todo, no olvidéis que Nuestro Señor, cuyas palabras, como El mismo dice, son todas principio de vida (Jn 6,64) para nuestras almas, nos recomienda el temor, no de los castigos, sino del Todopoderoso, que puede perder para siempre «en el infierno» nuestro cuerpo y nuestra alma. Y notad bien que cuando Nuestro Señor inculca a sus discípulos este temor de Dios, lo hace porque son «sus amigos» (Lc 12,4), les da una prueba de amor, haciendo nacer en ellos este saludable temor. La Sagrada Escritura llama «bienaventurados a aquellos que temen al Señor» (Sal 111,1), y hay muchas páginas sagradas llenas de semejantes elogios. Dios nos pide este homenaje de santo temor filial lleno de reverencia, y no faltan, a pesar de ello, malvados cuyo odio a Dios raya en locura y querrían desafiar al Todopoderoso. Hubo un ateo que decía: «Si hay Dios, me atrevo a soportar su infierno por toda la eternidad, antes que doblegarme ante El». ¡Insensato, no sería capaz de aproximar un dedo a la llama de una bujía sin tener al instante que retirarlo! Ved también cómo insistía San Pablo con los cristianos para que se guardasen de todo pecado. Conocía las incomparables riquezas de misericordia que Dios atesora para nosotros en Jesucristo. «Rico en misericordias» (Ef 2,4); nadie las ha cantado mejor que él; nadie como él ha sabido alentar nuestra flaqueza recordándonos el poder triunfante de la gracia de Jesús; nadie como él ha sabido, además, hacer nacer en las almas tanta confianza en la sobreabundancia de los méritos y satisfacciones de Cristo, y, con todo, habla del pavor que el alma experimenta después de haber resistido con obstinación a la ley divina, cuando el último día cae en manos del Dios vivo (Heb 10,31). ¡Oh Padre celestial, líbranos del mal!...

4. Peligro de las faltas veniales

¿Por qué hablaros, me diréis, de esta manera? ¿No tenemos por ventura horror al pecado? ¿No tenemos acaso la dulce confianza de no hallarnos en ese estado de apartamiento de Dios? Verdad es; y puesto que vuestra conciencia os da ese íntimo testimonio, dirigid abundantes acciones de gracias al Padre, que os ha trasladado del reino de las tinieblas al de su Hijo (Col 1,13); que os ha dado parte, por medio de su Hijo, en la herencia de los santos, en la luz eterna (ib. 12-13). Regocijaos también de que os haya librado Jesús de la ira venidera El, pues por la gracia, dice San Pablo estáis salvados en esperanza (1Tes 1,10) es más, tenéis prenda segura de la vida bienaventurada (Rm 8,24). Sin embargo de ello, hasta que no resuene la palabra de Jesús: «Venid, benditos de mi Padre», sentencia dichosa, que fijará nuestra permanencia en Dios para siempre, tened presente que lleváis en vasos frágiles este tesoro de la gracia. Nuestro Señor mismo nos invita a velar y orar, porque el espíritu está pronto, pero la carne es flaca (Mt 26,41). No sólo hay caídas mortales, existe también -y aquí tocamos un punto muy importante- el peligro de las faltas veniales.

Verdad es que las faltas veniales, aun repetidas, no impiden por sí mismas la unión fundamental y esencial con Dios, pero, con todo, entibian el fervor de esta unión, porque constituyen un principio de apartamiento de Dios, que nace de cierta complacencia en la criatura, de cierta debilidad en la voluntad, de una disminución de nuestro amor para con Dios. En esta materia es menester hacer una distinción; hay faltas veniales en las que nos deslizamos como por sorpresa, que son resultado las más de las veces de nuestro temperamento, que sentimos y procuramos evitar; son faltas o miserias que no impiden en modo alguno que el alma se halle en un grado elevado de unión divina; estas faltas se nos remiten por un acto de caridad, con una buena comunión; y, además, nos mantienen en la humildad. [«No se puede dudar que la Eucaristía remite y perdona los pecados leves que ordinariamente llamamos veniales. Todo cuanto ha perdido al alma, arrastrada por el ardor de la concupiscencia, en orden a la vida de la gracia, cometiendo faltas leves, devuélvelo el Sacramento borrando esas manchas... Así y todo, esto sólo se aplica a los pecados cuyo sentimiento y atractivo no conmueven al alma». Catecismo del Concilio de Trento, c. XX, 1].

Mas lo que verdaderamente hemos de temer son las faltas veniales habituales o plenamente deliberadas, ya que son un verdadero peligro para el alma, un paso por desgracia muchas veces bien efectivo, hacia la ruptura completa con Dios. Cuando un alma se habitúa a responder prácticamente, aunque no sea de boca, un no deliberado a la voluntad de Dios (en materia leve, puesto que se trata de pecados veniales), no puede pretender salvaguardar en ella por mucho tiempo su unión con Dios. ¿Que por qué? -Porque de esas faltas fríamente admitidas, tranquilamente cometidas y que, sin sentir el alma remordimiento alguno, pasan al estado de hábito no combatido, resulta necesariamente una disminución de la docilidad sobrenatural, un relajamiento de la vigilancia, un debilitamiento de nuestra capacidad de resistencia a la tentación. [No decimos una disminución de la gracia misma, pues en tal caso acabaría la gracia por desaparecer con el número siempre creciente de pecados veniales, sino una disminución del fervor de nuestra caridad; semejante disminución puede, ello no obstante, producir en el alma tal languidez sobrenatural, que el alma se encuentre desarmada ante una tentación grave y sucumba al mal]. La experiencia enseña que de una serie de negligencias voluntarias en cosas pequeñas nos deslizamos insensible pero casi fatalmente en las faltas graves. [+Santo Tomás, I-II, q.87, a. 3].

Supongamos un alma que en todas las cosas busca sinceramente a Dios, que le ama de verdad, y a la cual le ocurre consentir voluntariamente, por pura debilidad, en lma falta grave: el caso puede darse, pues en el mundo de las almas existen debilidades abisales, como existen cimas de santidad. Para aquella alma el pecado mortal constituye una inmensa desgracia, puesto que queda interrumpida su unión con Dios; pero esta falta grave, pasajera, es mucho menos peligrosa, y sobre todo mucho menos funesta para ella que para otras almas una serie de faltas veniales habituales o plenamente deliberadas. ¿De dónde proviene esto?- De que la primera se humilla, se levanta y procura encontrar, en el recuerdo de la falta misma que ha podido cometer, excelente motivo para conservarse y anclarse en la humildad, poderoso estímulo para un amor más generoso y una fidelidad más vigilante que nunca al paso que a la otra, las faltas veniales cometidas con frecuencia y sin remordimiento la sitúan en un estado de constante contradicción a la acción sobrenatural de Dios. Semejante alma no puede en manera alguna pretender un elevado grado de unión con Dios; antes, por el contrario, la acción divina va debilitándose en ella, el Espíritu Santo enmudece, y ella casi irremediablemente y sin mucho tardar caerá en faltas más graves. Procurará, sin duda, como la primera, recuperar cuanto antes la gracia, mas esto no tanto por amor de Dios, cuanto por el temor del castigo; además, el recuerdo de su falta no constituirá para ella, como para la primera, el punto de partida de un nuevo vuelo impetuoso hacia Dios; careciendo de todo fervor, continuará viviendo una vida sobrenatural mediocre, expuesta siempre a los más débiles asaltos del enemigo y a nuevas recaídas.

[Los Santos del Señor, escribe San Ambrosio, citando el ejemplo de David, ansían por llegar al término de una lucha piadosa y concluir la carrera de salvación. Si, arrastrados por la fragilidad de la naturaleza más que por el gusto del pecado, les acontece, como a todo hombre, que dan algún tropiezo, se levantan más ardientes para la lucha, y aguijoneados por la vergüenza, emprenden más rudos combates. Por tanto, en vez de ser para ellos un obstáculo la caída, puede considerársela como un estímulo que acrecienta su actividad. De apologia David, L. I, c.2].

Nada se puede garantizar respecto a la salvación, ni mucho menos a la perfección de un alma que anda poniendo constantemente obstáculos a la acción divina y que no hace esfuerzos serios para salir de su estado de tibieza. Puede acontecer que por debilidad, por arrebato, por sorpresa, caigamos en una falta grave, pero a lo menos no respondamos nunca con un no deliberado a la voluntad divina. No digamos jamás ni de palabra ni implícitamente por medio de un acto deliberado: «Señor, que tal cosa, aunque mínima en sí, te desagrada, pero quiero ponerla por obra». Desde que Dios nos pide una cosa, sea cual fuere, aun la sangre de nuestro corazón, es menester decir: «Sí, Señor, heme aquí»; de lo contrario, nos detenemos en el camino de la unión ¡y detenerse es muchas veces retroceder y casi siempre exponerse a graves caidas.

5. Vencer la tentación con la vigilancia, la oración y la confianza en Jesucristo

Estos hábitos del pecado deliberado, aun simplemente venial, no se crean de un solo golpe; se van adquiriendo, como ya lo sabéis, poco a poco: Velad, pues, y orad, como dice Nuestro Señor, para no dejaros sorprender por la tentación (Mt 26,41). La tentación es inevitable. Nos hallamos rodeados de enemigos; el demonio anda rondando en torno nuestro (1Pe 5,8); el mundo nos envuelve con sus corruptoras seducciones, o con su espiritu tan opuesto a la vida sobrenatural. Por eso no está en nuestra mano evitar toda tentación, que más de una vez es independiente de nuestra voluntad. Es, sin duda, una prueba, a veces muy penosa, sobre todo cuando va acompañada de tinieblas espirituales. Entonces nos inclinamos a calificar de felices únicamente aquellas almas que jamás se vieron tentadas. Dios, sin embargo, nos declara, por boca del escritor sagrado, que son bienaventurados aquellos que, sin haberse expuesto imprudentemente a ella, soportan la tentación (Sant 1,12). ¿Por qué? -Porque añade el Señor, después de haber sido probados, recibirán ia corona de vida. No nos desanimemos por la frecuencia, duración e intensidad de la tentación, vigilemos con el mayor cuidado para preservar el tesoro de la gracia, evitando las ocasiones peligrosas; pero conservemos a la vez plena confianza. La tentación, por violenta y prolongada que sea, no es un pecado; sus aguas pueden precipitarse sobre el alma como apestoso cenagal: «Las aguas han penetrado hasta mi alma» (Sal 68,2); pero podemos tranquilizarnos siempre que quede libre esa punta finísima del alma, que es la voluntad; el solo ápice -Apex mentis- que Dios considera. Por otra parte, el apóstol San Pablo nos dice: «Dios no permite que seáis tentados más allá de vuestras fuerzas, antes hará que saquéis provecho de la misma tentación dándoos por mediación de su gracia fuerzas para que podáis perseverar» (1Cor 10,13). El gran Apóstol es un ejemplo en su misma persona, pues nos dice que, a fin de que no fueran para él motivo de orgullo sus revelaciones, Dios puso lo que él llama una «espina» en su carne, figura de tentación; le «dio un ángel de Satanás que le azotase» (2Cor 12,17). «Tres veces, dice, rogué al Señor que me librase, y el Señor me respondió: Bástate mi gracia, porque en la debilidad del hombre, esto es, haciéndole triunfar, a pesar de su debilidad, con el auxilio de mi gracia, es donde se muestra mi poder». La gracia divina es, en efecto, el auxilio con que Dios nos ayuda a vencer la tentación; pero tenemos que pedirla: Et orate.- En la oración que nos enseñó el mismo Jesucristo, nos hace pedir al Padre celestial que «no nos deje caer en la tentación y nos libre del mal». Repitamos con frecuencia esta oración, que Jesús, ha puesto en nuestros labios; repitámosla apoyándonos en los méritos de la Pasión del Salvador. Nada hay tan eficaz contra la tentación como el recuerdo de la cruz de Jesús.- ¿Qué vino a hacer Cristo en la tierra sino destruir la obra del demonio? (Jn 3,8). Y, ¿cómo la destruyó? ¿Cómo expulsó al demonio sino por su muerte sobre la cruz (ib. 12,31), según El mismo dijo? Durante su vida mortal arrojó nuestro Señor los demonios de los cuerpos de los posesos, los arrojó también de las almas cuando perdonó los pecados de la Magdalena, del paralítico y de tantos otros; pero fue sobre todo con su benditisima Pasión con lo que derrocó el imperio del demonio; precisamente en el momento mismo en que, haciendo morir a Cristo a manos de los judíos, contaba el demonio triunfar para siempre, es cuando recibía él mismo el golpe mortal. Porque la muerte de Cristo ha destruido el pecado y conquistado para todos los bautizados el derecho a recibir la gracia de morir al pecado.

Apoyémonos, pues, mediante la fe, en la cruz de Jesucristo: su virtud es inagotable y nuestra condición de hijos de Dios y nuestra calidad de cristianos nos dan derecho a ello. Por el Bautismo fuimos marcados con el sello de la cruz, hechos miembros de Cristo iluminados con su luz participantes de su vida y de la salud que con ella nos consiguió. Por tanto, unidos como estamos con El, «¿qué podemos temer?» (Sal 26,1). Digamos, pues: «Dios ha ordenado a sus ángeles que te guarden en todos tus caminos para impedirte caer; mil enemigos caen a tu mano siniestra y diez mil a tu diestra, sin que puedan llegarse a ti. Por haberse adherido a Mí, dice el Señor, le libraré, le protegeré, porque conoce mi nombre; me invocará y será atendida su demanda; estaré a su lado en el momento de la tribulación para librarle y glorificarle; le colmaré de días felices y le mostraré mi salvación» (Sal 90, 11-12; 14-16). Roguemos, pues, a Cristo que nos sostenga en la lucha contra el demonio, contra el mundo su cómplice y contra la concupiscencia que reside en nosotros. Prorrumpamos como los Apóstoles zarandeados por la tempestad: «Sálvanos, Señor, que perecemos», y extendiendo Cristo su mano, nos salvará (Mt 8,25). Como Cristo, que para darnos ejemplo y para merecernos la gracia de resistir quiso ser tentado, aunque, debido a su divinidad, la tentación fuese puramente exterior, obliguemos a Satanás a que se retire, diciéndole en el momento en que se presente: «No hay más que un solo Señor a quien yo quiero adorar y servir; elegí a Cristo en el día del Bautismo, y a El solo quiero escuchar». [He aquí en qué términos, llenos de sobrenatural seguridad, quería San Gregorio Nacianceno que todo bautizado rechazase a Satanás: «Fortalecido con la señal de la cruz con que fuiste signado, di al demonio: Soy ya imagen de Dios, y no he sido, como tú, precipitado del cielo por mi orgullo. Estoy revestido de Cristo; Cristo es, por el Bautismo, mi bien. A ti te toca doblegar la rodilla delante de mí». San Gregorio Nacianceno, Orat. 40 in sanct. baptism., c. 10].

Con Cristo Jesús, que es nuestro Jefe, saldremos vencedores del poder de las tinieblas. Cristo reside en nosotros desde que recibimos el Bautismo, y, como dice San Juan, «es, sin comparación, muchísimo mayor que el que domina en el Mundo, esto es, Satanás» (1Jn 4,4). El demonio no ha vencido a Cristo; pues, como dice Jesús, «el príncipe de este mundo no tiene en Mí nada que le pertenezca» (ib. 14,30), por lo mismo, no podrá vencernos, ni hacernos caer jamás en el pecado, si, vigilantes sobre nosotros mismos, permanecemos unidos a Jesús, si nos apoyamos en sus palabras y en sus méritos. «Confiad: yo he vencido al mundo» (ib. 14,33).

Un alma que procura permanecer unida con Cristo por la fe, está muy por encima de sus pasiones, por encima del mundo y de los demonios; aunque todo se soliviante dentro de ella y alrededor de ella, Cristo la sostendrá con su fuerza divina contra todas esas acometidas. Llámase a Cristo en el Apocalipsis «León vencedor, nuevamente victorioso» (Ap 5,5) porque con su victoria adquirió para los suyos la fuerza necesaria para salir ellos también a su vez vencedores. Por eso San Pablo, después de haber recordado que la muerte, fruto del pecado, quedó destruida por Jesucristo, que nos comunica su inmortalidad, exclama: «Gracias, Dios mío, te sean dadas por habernos concedido la victoria sobre el demonio, padre del pecado; victoria sobre el pecado, fuente de muerte; victoria, en fin, sobre la misma muerte por Jesucristo Nuestro Señor» (1Cor 15, 56-57).

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El sacramento y la virtud de la penitencia

Explicando San Pablo a los primeros cristianos el simbolismo del Bautismo, les escribe que no deben ya aniquilar en ellos por el pecado la vida divina recibida de Cristo: «No sirvamos más al pecado» (Rm 6,6). El Concilio de Trento dice que «Si nuestro agradecimiento para con Dios, que nos ha hecho hijos suyos por el Bautismo, estuviese a la altura de ese don inefable, guardaríamos intacta e inmaculada la gracia recibida en este primer sacramento»(Sess. XIV, cap.1). Hay almas privilegiadas, verdaderamente benditas, que conservan la vida divina, sin perderla jamás, pero hay otras que se dejan arrastrar por el pecado. Ahora bien, ¿disponen estas últimas de algún medio para recuperar la gracia, para resucitar de nuevo a la vida de Cristo? Sí, el medio existe; Cristo Jesús, el Hombre-Dios, ha establecido un sacramento, el Sacramento de la Penitencia, monumento admirable de la sabiduría y misericordia divinas en el cual Dios ha sabido armonizar las dos cosas: su glorificación y nuestro perdón.

1. Cómo, por el perdón de los pecados, manifiesta Dios su mise-ricordia

Conocéis aquella hermosa oración que la Iglesia, regida por el Espíritu Santo, pone en nuestros labios el décimo Domingo después de Pentecostés: «Oh Dios, que haces resaltar tu omnipotencia sobre todo perdonándonos y teniendo piedad de nosotros: derrama con abundancia esta misericordia sobre nuestras almas».

He aquí una revelación que Dios nos hace por boca de la Iglesia; perdonándonos, parcendo, apiadándose, miserando, Dios manifiesta principalmente, maxime, su poder. En otra oración, dice la Iglesia que «uno de los atributos más exclusivos de Dios es el tener siempre conmiseración y perdonar». (+Oraciones de las Rogativas y Letanías)].

El perdón supone ofensas, deudas que perdonar. La piedad y misericordia sólo pueden existir allí donde hay miserias. ¿Qué es, en efecto, ser misericordioso? Tomar en cierto modo, sobre su propio corazón, la miseria de los demás [+Santo Tomás, I, q.21,a.3]. Ahora bien, Dios es la bondad misma, el amor infinito, «Dios es caridad» (1Jn 4,8); y ante la miseria, la bondad y el amor se convierten en misericordia; por eso decimos a Dios: «¡Tú eres, Dios mío, mi misericordia!» (Sal 58,18). La Iglesia pide a Dios en esta oración que abunde su misericordia. ¿Por qué así? -Porque nuestras miserias son inmensas, y de ellas habría que decir: «el abismo de nuestras miserias, de nuestras faltas, de nuestros pecados, llama al abismo de la misericordia divina». Todos, efectivamente, somos miserables, todos somos pecadores, unos más que otros, en mayor o menor grado, dice el apóstol Santiago (Sant 3,2); y San Juan: «Si nos creemos sin pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y no somos veraces» (1Jn 1,8).

Y es más terminante aún cuando afirma que, hablando de esta suerte, «hacemos a Dios mentiroso» (ib. 1,10). ¿Por qué esto? -Porque Dios nos obliga a todos a decir: «Perdónanos nuestras deudas». Dios no nos obligaría a esta petición si no tuviéramos deudas (debita). Todos somos pecadores, y esto es tan cierto, que el Concilio de Trento ha condenado a aquellos que dicen que se pueden evitar todos los pecados, aun los veniales, sin especial privilegio de Dios, como el que fue concedido a la Santísima Virgen María (Sess. VI, can.22). Esa es precisamente nuestra desgracia. Mas no debe desalentarnos, puesto que Dios la conoce, y, por lo mismo, tiene piedad de nosotros, «cual padre que se compadece de sus hijos» (Sal 102,13). Pues sabe no sólo que fuimos sacados de la nada, sino hechos de barro (ib. 14). «Porque El conoce de qué materia estamos hechos». Conoce este amasijo de carne y sangre, músculos y nervios, miserias y debilidades que constituyen el ser humano y hacen posible el pecado y el retorno a Dios, no una vez, sino setenta veces siete, como dice Nuestro Señor, es decir, un número indefinido de veces (Mt 18,22).

Dios pone toda su gloria en aliviar nuestra miseria y perdonarnos nuestras faltas; Dios quiere verse glorificado al manifestar su misericordia para con nosotros, a causa de las satisfacciones de su Hijo muy amado. En la eternidad cantaremos, dice San Juan, un cántico a Dios y al Cordero. ¿Cuál será ese cántico? ¿Será el Sanctus de los ángeles? Dios no perdonó a una parte de aquellos espíritus puros; desde su primera rebelión les fulminó para siempre, porque no padecían las debilidades ni las miserias que son herencia nuestra. Los ángeles fieles cantan la santidad de Dios, esa santidad que no pudo sufrir ni por un solo instante la deserción de los rebeldes.- ¿Cuál será nuestro cantico? El de la misericordia: «Cantaré para siempre las misericordias del Señor» (Sal 88,2); este versículo del Salmista será como el estribillo del cántico de amor que entonaremos a Dios. ¿Y qué cantaremos al Cordero?: «Nos has rescatado, ¡oh Señor!, con tu sangre preciosa» (Ap 5,9), fue tal la piedad que con nosotros tuviste, que derramaste tu sangre para salvarnos de nuestras miserias, para librarnos de nuestros pecados, como lo repetimos a diario, en nombre tuyo en la santa Misa: «He aquí el cáliz de mi sangre que ha sido derramada para remisión de los pecados». Sí, resulta para Dios una gloria inmensa de esta misericordia que usa con los pecadores que se acogen a las satisfacciones de Su Hijo Jesucristo, y por lo mismo se comprende que una de las mayores afrentas que podemos hacer a Dios es dudar de su misericordia y del perdón que se nos concede en atención a los méritos de Jesucristo. Sin embargo después del Bautismo ese perdón va condicionado a que nosotros hagamos «dignos frutos de penitencia» (Lc 3,8). Existe, dice el Santo Concilio de Trento, una gran diferencia entre el Bautismo y el Sacramento de la Penitencia. Verdad es que, para que un adulto pueda recibir dignamente el Bautismo se requiere que el bautizado sienta aversión al pecado y abrigue un propósito firme de huir a toda costa de él; pero no se le exige ni satisfacción ni reparación especiales. Leed las ceremonias de la administración del Bautismo; no hallaréis mención alguna de obras de penitencia que haya que practicar; es una remisión total y absoluta de la falta y de la pena en que se incurrió por la falta. ¿Por qué esto? Porque este sacramento, que es el primero que recibimos, constituye las primicias de la sangre de Jesús, comunicadas al alma. Pero, continúa el Concilio: si después del Bautismo, una vez unidos con Jesucristo, libres de la esclavitud del pecado y hechos templos del Espíritu Santo, recaemos voluntariamente en el pecado, no podemos recuperar la gracia y la vida sino haciendo penitencia; así lo ha establecido, y no sin Conveniencia, la justicia divina (Sess. XIV, caps. II y III). Ahora bien, la penitencia puede considerarse como sacramento y como virtud que se manifiesta por medio de actos que le son propios. Digamos algunas palabras del uno y de la otra.

2. El sacramento de la penitencia; sus elementos: la contrición, su particular eficacia en el sacramento; la declaración de los pecados constituye un homenaje a la humanidad de Cristo; la satisfacción no tiene valor si no es unida a la expiación de Jesús

Este sacramento, instituido por Jesucristo para la remisión de los pecados y para devolvernos la vida de la gracia, si la hemos perdido después del Bautismo, contiene en sí mismo, en cuantía ilimitada, la gracia que confiere el perdón. Mas para que el sacramento obre en el alma, deberá ésta derribar todo obstáculo que se oponga a su acción. Ahora bien, ¿cuál puede ser aquí el obstáculo? -El pecado y el apego al pecado. El pecador deberá hacer declaración de su pecado, declaración íntegra de las faltas mortales; además deberá destruir el apego al pecado mediante la contrición y aceptación de la satisfacción que le fuere impuesta.

Ya sabéis que de todos estos elementos esenciales que se refieren al penitente, el más importante es la contrición aun cuando la acusación de las faltas fuese materialmente imposible, persiste la necesidad de la contrición. ¿Por qué? Porque, por el pecado, el alma se ha apartado de Dios para complacerse en la criatura, y si quiere que Dios se comunique de nuevo con ella y le devuelva la vida, deberá desprenderse del apego a la criatura para volver a Dios; ahora bien, tal acto comprende la detestación del pecado y el firme propósito de nunca más cometerlo; de lo contrario, la detestación no es sincera; en esto consiste la contrición [Contritio animi dolor ac detestatio est de peccato commisso, cum proposito non peccandi de cætero. Conc. Trid., Sess. XIV, cap.4]. Esta, como la palabra misma lo indica, es un sentimiento de dolor que quebranta al alma, conocedora de su miserable estado y de la ofensa divina, y la hace volver a Dios.

La contrición es perfecta cuando el alma siente haber ofendido al soberano bien y a la bondad infinita; esta perfección proviene del motivo, que es el más elevado que pueda darse: la majestad infinita. Claro está que dicha contrición, perfecta en su naturaleza, admite, por lo que respecta a su intensidad, toda una serie de escalones, que varían según el grado de fervor de cada alma. Sea cual fuere el grado de intensidad, el acto de contrición perfecta, por razón del sentimiento que lo motiva, borra el pecado mortal en el momento en que el alma lo produce, aunque, en la actual economía, en virtud del precepto positivo establecido por Cristo, la acusación de las faltas mortales continúa siendo obligatoria, mientras sea posible.

La contrición imperfecta es aquella que resulta de la vergüenza experimentada por el pecado, de la consideración del castigo merecido por el pecado, de la pérdida de la bienaventuranza eterna; no produce por sí misma el efecto de borrar el pecado mortal; pero es suficiente si va acompañada de la absolución dada por el sacerdote.

Son verdades que únicamente me limito a recordaros, aunque hay un punto importante sobre el cual deseo quc fijéis vuestra atención. Prescindiendo de la confesión, la contrición pone ya al alma en oposición al pecado; el odio al pecado que le hace concebir, constituye un principio de destrucción del pecado, y tal acto es de suyo agradable a Dios.

En el sacramento de la Penitencia, la contrición, como los demás actos del penitente, acusación de las faltas y satisfacción, reviste un carácter sacramental.- ¿Qué quiere decir esto? -Que en todo sacramento los méritos infinitos que nos ha conseguido Cristo se aplican al alma para producir la gracia especial contenida en el sacramento. La gracia del sacramento de la Penitencia consiste en destruir en el alma el pecado, debilitar los restos del mismo, devolver la vida, o, si no hay más que faltas veniales, remitirlas y aumentar la gracia. En este sacramento, comunícase a nuestra alma, para que se opere la destrucción del pecado, aquella aversión hacia él que Cristo experimentó en su agonía sobre la cruz: «Amaste la justicia y odiaste la iniquidad» (Sal 44,8). La ruina del pecado, operada por Cristo en su Pasión, se reproduce en el penitente. La contrición, aun fuera del sacramento, continúa siendo lo que es: un instrumento de muerte para el pecado; pero en el sacramento, los méritos de Cristo multiplican, por decirlo así, el valor de este instrumento y le confieren una eficacia soberana. En aquel momento lava Cristo nuestras almas en su divina sangre. «Cristo con su sangre nos purificó de nuestros pecados» (Ap 1,5).

No lo olvidéis nunca: cada vez que recibís dignamente y con devoción este sacramento, aun cuando no tuviereis más que faltas veniales, corre en abundancia la sangre de Cristo sobre vuestras almas, para vivificarlas, fortalecerlas contra la tentación, y hacerlas generosas en la lucha contra el apego al pecado, para destruir en ellas las raíces y efectos del mismo; el alma encuentra en este sacramento una gracia especial para desarraigar los vicios, purificarse y recuperar o aumentar en ella la vida divina.

Avivemos, pues, sin cesar, antes de la Confesión, nuestra fe en el valor infinito de la expiación de Jesucristo. El ha soportado el peso de todos nuestros pecados (Is 53,2); se ha ofrecido por cada uno de nosotros: «Me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20; +Ef 5,2), sus satisfacciones son más que sobreabundantes: ha adquirido el derecho de perdonarnos, y no hay pecado que no pueda ser lavado por su divina sangre. Avivemos nuestra fe y confianza en sus inagotables méritos, frutos de su Pasión. Os he dicho que, cuando recorría Palestina, lo primero que exigía a los que se presentaban a El para que les librara de la posesión del demonio era la fe en su divinidad; y sólo si encontraba en ellos esa fe, accedía a sanarlos o a perdonarles sus pecados: «Id, vuestros pecados os son perdonados, vuestra fe os ha salvado». La fe, ante todo y sobre todo, es la que ha de acompañarnos a este tribunal de misericordia; la fe en el carácter sacramental de todos nuestros actos la fe, principalmente, en la sobreabundancia de las satisfacciones que Jesús ha dado por nosotros a su Padre.

Nuestros actos, a saber, la contrición, la confesión y la satisfacción, no producen, es cierto, la gracia del sacramento; pero además de ser previo requisito para que se nos aplique la gracia de este sacramento, puesto que forman como la materia del mismo [«quasi materia», dice el Concilio de Trento. Sess. XIV, cp.3], hay que tener presente que el grado de esta gracia se mide, de hecho, por las disposiciones de nuestra alma. [El Catecismo del Concilio de Trento, c. XXI, § 3, da la explicación siguiente: «Hay que advertir a los fieles que la gran diferencia entre este sacrmento y los demás consiste en que la materia de los otros es siempre una cosa natural o artificial, al paso que los actos del penitente, a saber: contrición, confesión y satisfacción, son como la materia de este sacramento. Y estos actos son necesarios de parte del penitente para la integridad del sacramento y la entera remisión de los pecados. Todo esto es de institución divina. Además, los actos de que venimos hablando se consideran como las partes mismas de la penitencia. Y si el Santo concilio dice sólamente que los actos del penitente son como la materia del sacramento, no quiere decir que no sean la verdadera materia, sino que no es de la misma clase que las materias de los otros sacramentos que se toman de cosas exteriores, como el agua en el Bautismo y el crisma en la Confirmación»].

Por todo ello es práctica utilísima el pedir a Dios la gracia de la contrición, al asistir a la santa Misa el día mismo en que ha de tener lugar nuestra confesión. ¿Por qué esto? -Porque, de sobra lo sabéis, sobre el altar se renueva la inmolación del Calvario.

El Santo Concilio de Trento declara que «aplacado el Señor por esta oblación, concede la gracia y el don de la Penitencia, y por ella remite los crímenes y pecados, por enormes que sean» (Sess. XXII, c. 2). ¿Remite, por ventura, el sacrificio de la Misa directamente los pecados? -No; eso es privativo de la contrición perfecta y del sacramento de la Penitencia; pero cuando asistimos devotamente a este sacrificio, que reproduce la oblación de la cruz, cuando nos unimos a la víctima divina, Dios nos concede, si se lo pedimos con fe, las disposiciones de arrepentimiento, de firme propósito, de humildad, de confianza, que nos conducen a la contrición y nos hacen capaces de recibir con fruto la remisión de nuestros pecados, al sernos aplicados los méritos adquiridos por Jesucristo con el precio de su divina sangre.

A la contrición debe seguir la confesión. El sacramento de la Penitencia ha sido instituido en forma de juicio: «Todo cuanto atareis o desatareis sobre la tierra, será ligado o desligado en el cielo; a aquellos a quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados». Pero al culpable le toca acusarse por sí mismo al juez que le ha de sentenciar. Ahora bien, ¿quién es este juez? Sólo a Dios debo hacer la declaración de mis pecados; nadie, ni ángel, ni hombre, ni demonio, tiene derecho a penetrar en el santuario de mi conciencia, en el tabernáculo de mi alma; Dios sólo merece este homenaje y lo reclama en este sacramento, para gloria de su Hijo Jesucristo.

Mas ya os he dicho, hablando de la Iglesia, que después de la Encarnación, Dios quiere, en la economía ordinaria de su providencia, dirigirnos por medio de hombres, que hacen entre nosotros las veces de su Hijo, es como una extensión de la Encarnación y, al propio tiempo, un homenaje rendido a la humanidad sacratísima de Cristo. ¿Que por qué lo ha dispuesto así? -Para rescatarnos del pecado y volvernos a la vida divina, Cristo, el Verbo encarnado, se sumergió en un abismo de humillaciones. En su humanidad sacratísima padeció, murió, expió y, por haberse así rebajado Cristo para salvar al mundo, su Padre le ha ensalzado (Fil 2, 7-9); el Padre quiere glorificar a su Hijo en cuanto hombre: «Le glorifiqué y de nuevo le glorificaré» (Jn 12,28). Y, ¿qué gloria es la que le tiene reservada? -Le hace sentar a su diestra en lo más encumbrado de los cielos; quiere «que toda rodilla se doblegue ante El y que toda lengua proclame que Jesús es el único Salvador» (Fil 2, 10-11), porque el Padre «le ha dado todo poder en el cielo y sobre la tierra» (Mt 28,18). Y entre los atributos de este poder, figura el de juzgar a todas las almas. «El Padre, nos dice el mismo Jesús, ha depositado todo poder judicial en manos de su Hijo, a fin de que todos honren a este Hijo; el cual ha adquirido, sirviéndose de su humanidad, el derecho de ser el Redentor del mundo» (Jn 5,22 y 27). El Padre ha constituido a Cristo juez del cielo y de la tierra; en este mundo, juez misericordioso, pero el último día, como Nuestro Señor mismo lo dijo en el momento de su pasión, «el Hijo del hombre vendrá sobre las nubes en toda la majestad de su gloria» (Mc 13,26) para juzgar a los vivos y a los muertos.

Tal es la gloria que el Padre quiere dar a su Hijo; y la misma gloria quiere que le tributemos nosotros en este sacramento. Figurémonos un hombre que ha cometido un pecado mortal; viene delante de Dios, llora su falta, aflige su cuerpo con maceraciones, se propone aceptar toda clase de expiaciones; Dios le dice: «Está bien, pero quiero que reconozcas el poder de Jesús mi Hijo, sometiéndote a El en la persona de aquel que entre vosotros ocupa su lugar; que le representa, por haber recibido, en el día de su ordenación sacerdotal, comunicación del poder judicial de mi Hijo». Si el pecador no quiere rendir este homenaje a la humanidad sacratísima de Jesús, Dios rehúsa oirle; pero si se somete con fe a esta condición, entonces ya no hay faltas, ni pecados, ni maldades, ni crímenes que Dios no perdone y euyo perdón no renueve euantas veces lo desee el pecador arrepentido y contrito. Esa declaración debe hacerse eon el corazón lleno de arrepentimiento, pues la eonfesión no es un relato, sino una acusación, y por lo mismo, es menester presentarse como un criminal delante del juez. Esta confesión sencilla y humilde puede naufragar en dos escollos: la rutina y el escrúpulo.- La rutina, que es consecuencia de frecuentar la Penitencia por mera costumbre, sin pensar seriamente lo que se realiza, y el mejor medio de destruirla es excitar nuestra fe en la grandeza de este sacramento. Ya os lo he dicho: cada vez que nos confesamos, aun cuando no nos acusemos más que de faltas veniales, se ofrece la sangre de Jesús a su Padre para obtenernos el perdón.- El escrúpulo consiste en tomar lo accidental por lo esencial, en detenerse sin motivo en detalles o circunstancias que no añaden nada sustancial a la falta, caso de que la falta exista. En la confesión hay que tener deseo de declarar todo cuanto uno tiene en su corazón, lo cual cs fácil cuando se tiene la excelente costumbre de examinar cada noehe las acciones del día y si hay duda fundamentada, debemos aceptar, como una parte de la penitencia, la molestia que muy a menudo resulta de esto, y exponer sencillamente lo que sabemos. Dios no quiere que la confesión se eonvierta en tortura para el alma, sino, al contrario, que le comunique la paz. [Sane vero res et effectus huius sacramenti, quantum ad eius vim et efficaciam pertinet, reconciliatio est cum Deo, quam interdum in viris piis et cum devotione hoc sacramentum percipientibus, conscientiæ pax et serenitas, cum vehementi spiritus consolatione consequi solet. Conc.Trid., Sess. XIV, cap.3].

Mirad al hijo pródigo, cuando vuelve a casa de su padre. ¿Se detiene en distingos y pormenores sin fin? -De ninguna manera. Arrójase a los pies de su padre, y le dice: «Soy un pobre desgraciado indigno de dirigiros la palabra, pero os diré cuanto de malo he hecho»; y al instante el padre le levanta, y le estrecha entre sus brazos; lo perdona y lo olvida todo y prepara un festín para celebrar el regreso de su hijo. Así ocurre con el Padre celestial: Dios encuentra sus delicias en perdonar, porque todo perdón se otorga en virtud de las satisfacciones de su Hijo predilecto, Jesucristo. La sangre preciosa de Jesús fue derramada hasta la última gota en remisión de los pecados, la expiación que ofreció Cristo a la justicia, a la santidad, a la majestad de su Padre, es de un valor infinito. Ahora bien, cada vez que Dios nos perdona, cada vez que el sacerdote nos da la absolución, viene a ser como si se ofreciesen de nuevo al Padre todos los padecimientos, todos los méritos, todo el amor, toda la sangre de Jesús, y se aplicasen a nuestras almas para devolverles la vida (o aumentarla cuando no se encuentran más que faltas veniales). «Instituyó (Jesús) el Sacramento de la Penitencia, por el que, después del Bautismo, se aplican los méritos de la muerte de Cristo a los pecadores» (Conc. Trid., Sess. XIV, cap.1). «Que Jesucristo te absuelva, dice el sacerdote, y yo, en virtud de su autoridad, te absuelvo de tus pecados». ¿Puede uno perdonar la ofensa cometida contra otro? -No; sin embargo de ello, dice el sacerdote: yo te absuelvo. ¿Cómo puede decirlo? -Porque es Cristo quien lo dice por su boca.

Parécenos oir en cada confesión a Jesús que dice a su Padre: «Padre, te ofrezco por esta alma las satisfacciones y méritos de mi Pasión; te ofrezco el cáliz de mi sangre derramada para remisión de los pecados». Entonces, así como Cristo ratifica el juicio y el perdón dados por el sacerdote, el Padre, a su vez, confirma el juicio emitido y el perdón otorgado por su Hijo. El nos dice: «Yo también os perdono», palabras que fijan al alma en la paz. Pensad un poco lo que es recibir de Dios la seguridad del perdón. Si he ofendido a un hombre leal, y éste, alargándome la mano, me dice: «Todo está olvidado», no dudo de su perdón.

En el Sacramento de la Penitencia es Cristo, el Hombre Dios, la Verdad en persona, quien nos dice: «Yo os perdono», y, ¿dudaremos de su perdón? -No, no se puede dudar; este perdón es absoluto y para siempre. Dios nos dice: «Aun cuando vuestros pecados sean llamativos como la púrpura, lavaré vuestras almas de tal suerte que aparecerán resplandecientes como la nieve» (Is 1,18). «He reducido a la nada vuestras iniquidades y vuestras faltas, como hago desvanecer las nubes» (ib. 44,22). El perdón de Dios es digno de El; lo que hace un rey es magnífico; lo que obra un Dios es divino: creamos en su amor, en su palabra, en su perdón.- Este acto de fe y de confianza es sumamente agradable a Dios y a Jesús; es un homenaje tributado al valor infinito de los méritos de Cristo, es proclamar que la plenitud y universalidad del perdón que Dios otorga a los hombres aquí en la tierra es uno de los triunfos de la sangre de Jesús.

A la contrición de corazón, a la confesión de boca debe también ir unida la aceptación humilde de la satisfacción.- Dicha aceptación es un elemento esencial del sacramento. Antiguamente, era considerable la obra de satisfacción que había que cumplir; ahora, la satisfacción que impone el confesor por la pena debida al pecado se reduce a algunas oraciones, a una limosna, a una práctica de mortificación.

Nuestro Señor, ciertamente, satisfizo y con sobreabundancia, por nosotros; pero, como dice el Concilio de Trento (Sess. XIV, cap.8), la equidad y la justicia exigen que, habiendo pecado después del Bautismo, aportemos nuestra parte de expiación, en saldo de la deuda merecida por nuestras faltas.- Siendo sacramental esta satisfacción, Jesucristo, por boca del sacerdote que le representa, la une a sus propias satisfacciones; por eso es de gran eficacia para producir en el alma la «muerte al pecado». Cumpliendo esta satisfacción, por nuestros pecados, dice el Santo Concilio de Trento, nos conformamos con Jesucristo, que ofreció a su Padre una expiación infinita por nuestras faltas. Hace notar el Concilio que «estas obras de satisfacción, aun cuando las ejecutemos con toda fidelidad, carecerán, con todo, de valor si nosotros no estamos unidos a Jesucristo; sin El, en efecto, por nosotros mismos, nada podemos hacer, pero fortalecidos por su gracia, somos capaces de cualquier sacrificio. Y así toda nuestra gloria consiste en pertenecer a Cristo, en quien vivimos, en quien satisfacemos, cuando hacemos, en expiación de nuestros pecados, dignos frutos de penitencia; Es es quien valoriza dichos actos de satisfacción, y por El son ofrecidos al Padre, y debido a El, el Padre los acepta» (Conc. Trid., Sess. XIV, cap.8).

Ya veis qué admirable sacramento han ideado, para nuestra salvación, la sabiduría, poder y bondad de Dios. En él encuentra Dios su gloria y la de su Hijo, pues en virtud de los méritos infinitos de Jesús, por medio de ese sacramento, se nos concede el perdón, se nos restituye o aumenta la vida divina. Unámonos desde ahora al cántico que entonan al Cordero los escogidos: «¡Oh, Cristo Jesús, inmolado por nosotros, tú nos has rescatado con tu sangre preciosa; te sean dados a Ti toda alabanza, todo poder, toda gloria y todo honor por los siglos de los siglos!»

3. La virtud de la penitencia es necesaria para mantener en nosotros los frutos del sacramento; naturaleza de esta virtud

Aun después que Dios nos ha perdonado, quedan en nosotros reliquias del pecado, raíces malas, dispuestas a crecer y producir malos frutos. La concupiscencia no desaparece del todo ni con el Bautismo, ni con el sacramento de la Penitencia, y, por consiguiente, si queremos llegar a un grado elevado de unión con Dios, si queremos que la vida divina adquiera poderoso desarrollo en nuestras almas, es preciso que trabajemos sin descanso por contrarrestar esos resabios y por desarraigar esas raíces del pecado, que desfiguran nuestra alma a los ojos de Dios.

Existe también, fuera de la acción del sacramento de la Penitencia, un medio eficaz para brotar esas cicatrices del pecado, que no dejan a Dios comunicarnos su vida con abundancia; este medio es la virtud de la penitencia. ¿Qué es esta virtud? -Un hábito que, cuando está bien arraigado, nos inclina de continuo a expiar el pecado y destruir sus consecuencias. Esta virtud debe, sin duda, manifestarse, como vamos a verlo, por actos que le son propios; pero es, ante todas las cosas, una disposición habitual del alma, que despierta y excita en nosotros el pesar de haber ofendido a Dios y el deseo de reparar nuestras faltas. Tal es el sentimiento habitual que debe animar nuestros actos de penitencia. Por dichos actos se revuelve el hombre contra sí mismo para vengar los derechos de Dios que pisoteó, cuando por su pecado se levantó contra Dios poniendo en oposición su voluntad con la voluntad santísima divina, y ahora, por estos actos de penitencia, coincide con Dios en el odio al pecado y con su soberana justicia que reclama la expiación.

El alma considera entonces el pecado a través de la fe y desde el punto de vista de Dios: «He pecado, dice, he realizado un acto cuya malicia no puedo calcular, pero que es tan terrible y viola en tal grado los derechos de Dios, de su justicia, de su santidad, de su amor, que sólo la muerte de un Hombre-Dios pudo expiarlo». El alma está entonces conmovida y exclama: «Oh, Dios mío, detesto mi pecado, quiero restablecer vuestros derechos por medio de la penitencia, preferiria morir antes que ofenderos de nuevo». Ved ahí el espíritu de penitencia que excita al alma y la inclina a realizar actos de expiación. Ya comprendéis que esta disposición de alma es necesaria a todos aquellos que no han vivido en perfecta inocencia. Cuando nace del temor al infierno, es buena, como dice el Concilio de Trento (Sess. XIV, cap.4), y agradable a Dios; mas si tiene por motivo el amor, entonces es excelente y perfecta, y cuanto más aumente el amor de Dios, más necesidad experimentaremos también de ofrecer a Dios el sacrificio de eun corazón contrito y humillado» (Sal 50,19) y de repetir con el publicano del Evangelio: «Tened piedad de mí, que soy un pobre pecador» (Lc 18,13). Cuando este sentimiento de compunción es habitual, mantiene al alma en una gran paz; la conserva en la humildad y llega a ser poderoso instrumento de purificación; nos ayuda a mortificar nuestros instintos desordenados, nuestras tendencias perversas, todo aquello, en una palabra, que podría arrastrarnos a nuevas faltas. Cuando uno posee esta virtud, está atento para emplear cuantos medios encuentre de reparar el pecado. (Ver Jesucristo, ideal del monje, cap.VIII). Es esta virtud nuestra mejor garantía de perseverancia en el camino de la perfección, por ser ella, mirándolo bien, una de las formas más puras del amor; ama uno de tal modo a Dios y siente tan profundamente el haberle ofendido, que quiere expiarlo y dar una reparación; es un manantial de generosidad y de olvido de sí mismo. «La santidad, dice el P. Faber, ha perdido el principio de su crecimiento, cuando prescinde del pesar y sentimiento constante de haber pecado, pues la raíz del progreso no es solamente el amor, sino el amor nacido del perdón» (Progreso del alma, cap.XIX). Ciertas almas, aun piadosas, al oir la palabra penitencia o mortificación, que expresan la misma idea, experimentan a veces un sentimiento de repulsión. ¿De dónde proviene? -No debe extrañarnos; tal sentimiento tiene un origen psicológico. Nuestra voluntad busca necesariamente el bien en general la felicidad, o algo que parece serlo. Ahora bien, la mortificación que refrena alguna de las tendencias de nuestros sentidos, algunos de nuestros deseos más naturales, aparece a dichas almas como algo contrario a la felicidad, de ahí, pues esta repugnancia instintiva en presencia de todo cuanto constituye la práctica del renunciamiento de sí mismo. Además, vemos muchas veces en la mortificación un fin, cuando no es más que un medio, medio necesario sin duda, indispensable, pero al fin medio. No minimizamos el Cristianismo, al reducir a papel de medio la renuncia de uno mismo.

El Cristianismo es un misterio de muerte y de vida pero la muerte no tiene otro objeto que el de salvaguardar la vida divina en nosotros: «No es Dios de muertos, sino de vivos». «Cristo, al morir, destruyó la muerte, y al resucitar nos restituyó la vida» (Prefacio de la Misa de Pascua). La obra esencial del Cristianismo, el fin último quel persigue de por sí, es una obra de vida, el Cristianismo es la reproducción de la vida de Cristo en el alma. Ahora bien, como ya os tengo dicho la existencia de Cristo ofrece este doble aspecto: «entregóse a la muerte por nuestros pecados, resucitó a fin de comunicarnos la vida de la gracia» (Rm 4,25). El cristiano muere a todo cuanto es pecado, pero para vivir más intensamente de la vida de Dios; la penitencia, de consiguiente, no es, en principio, sino un medio para conseguir la vida. Ya lo notó muy bien San Pablo cuando dijo: «Llevemos siempre en nuestros cuerpos la mortificacion de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste en nosotros» (2Cor 4,10). Que la vida de Cristo, que tiene su principio en la gracia y su perfección en el amor, tome incremento en nosotros: ése es el objetivo y no hay otro. Para conseguirlo, es necesaria la mortificación; por eso dice San Pablo: «Los que pertenecen a Cristo, en cuyo número por nuestro bautismo nos contamos nosotros, crucifican su carne con sus vicios y concupiscencias» (Gál 5,24). Y en otro lugar, dice todavía con lenguaje más explícito: «Si vivís según los instintos de la carne, haréis morir en vosotros la vida de la gracia; pero si mortificáis sus malas inclinaciones, viviréis vida divina» (Rm 8,13).

4. Su objeto: restablecer el orden y hacernos semejantes a Jesús crucificado. Principio general y diversas aplicaciones de su ejercicio

Veamos cómo se realiza esto; veamos con más detalle por qué y cómo debemos morir para vivir, por qué y cómo, según dice Nuestro Señor mismo, debemos «perdernos para salvarnos» (Jn 12,25). Dios creó el primer hombre en entera rectitud (Ecli 6,30). En Adán las facultades inferiores de los sentidos estaban enteramente sometidas a la razón, y la razón perfectamente sometida a Dios. Con el pecado desapareció este orden armonioso, rebelóse el apetito inferior y entablóse la lucha de la carne contra el espíritu. «Desgraciado de mí, exclama San Pablo, que no puedo realizar el bien que me propongo cumplir, y en cambio, pongo por obra el mal que no quisiera ejecutar» (Rm 7, 19-20). Es la Concupiscencia, movimiento del apetito inferior, la que nos inclina al desorden y nos incita al pecado. Ahora bien, esta Concupiscencia de los ojos, de la carne y del orgullo (1Jn 2,16) propende a crecer y a dar frutos de pecado y de muerte sobrenatural; luego, para que la vida de la gracia se mantenga en nosotros y se desarrolle, hay que mortificar, es decir, reducir a la impotencia, «dar la muerte», no a nuestra misma naturaleza, sino a aquello que en nuestra naturaleza es origen de desorden y de pecado: instintos desordenados de los sentidos, desvaríos de la imaginación, perversas inclinaciones. Este es el fundamento de la necesidad de la penitencia: restablecer en nosotros el orden, devolver a la razón, sumisa ya a Dios, el imperio sobre las potencias inferiores, que permitan a la voluntad su entrega total a Dios: en esto consiste la vida. No olvidéis que el Cristianismo en principio sólo exige la mortificación para destruir en nosotros todo cuanto se opone a la vida: el cristiano, por el renunciamiento, procura eliminar de su alma todo elemento de muerte espiritual, a fin de permitir a la vida divina desarrollarse dentro de él con toda libertad, con toda facilidad, en toda su plenitud.

Desde este punto de vista, la mortificación es una consecuencia rigurosa del bautismo e iniciación cristiana. San Pablo nos dice que el neófito, sumergido en la sagrada pila, muere para el pecado y comienza a vivir para Dios; esta doble fórmula condensa, como ya hemos visto, toda la conducta cristiana, pues no podemos ser cristianos si primero no reproducimos en nosotros la muerte de Cristo, renunciando al pecado.

¿En qué consiste, me diréis, esta muerte para el pecado?, ¿hasta dónde se extiende, qué aplicación práctica deberemos hacer de la ley del renunciamiento? Esta aplicación, como es natural, puede variar de mil maneras, pues las almas no están todas en el mismo estado, y son muy diversas las situaciones por que atraviesa cada una. San Gregorio Magno (Hom. XX, in Evang., c. 8. Regula pastoralis p. III, c. 29) sienta como principio que cuanto más perturbado haya sido el orden sobrenatural por el predominio del apetito inferior, durante más tiempo hemos de practicar la mortificación. Hay almas que han sido más profundamente afectadas por el pecado; las raíces del mismo son en ellas más profundas, las fuentes del desorden espiritual más activas; esta en ellas más expuesta la vida de la gracia. Para tales almas, la mortificación deberá ser más vigilante, mas vigorosa, más continua. En algunas almas más adelantadas ya en la vida espiritual, las raíces del pecado son más tenues, más débiles, menos vigorosas; la gracia se encuentra con un terreno más generoso, más fecundo; la necesidad de penitencia para tales almas, en cuanto que la penitencia tiene por objeto hacer morir el pecado, será menos imperiosa, y menos perentoria la obligación del renunciamiento. Mas para estas almas fieles, en las cuales abunda la gracia, existe otra razón de la cual trataremos más tarde, que es la de imitar más perfectamente a Cristo, nuestro Jefe, y Cabeza de un cuerpo místico, cuyos miembros son todos solidarios. Es muy grande el acicate que ese motivo ofrece a esas almas generosas.

Este es un principio general, pero sea cual fuere la medida de su aplicación, hay obras que todo cristiano está obligado a cumplir, como son: la observancia exacta de los mandamientos de Dios, los preceptos de la Iglesia, las prácticas de Cuaresma, las vigilias, las Témporas; la fidelidad continua a los deberes de estado, a la ley del trabajo; la vigilancia para huir constantemente de las múltiples ocasiones de pecar; observancias todas que exigen las más de las veces actos de renuncia y sacrificios costosos a la naturaleza.

Hay que luchar además contra determinados defectos que asfixian o debilitan la vida divina: en un alma, es el amor propio; en otra, la ligereza; en ésta, la envidia o la cólera, en aquélla, la sensualidad o la pereza. Tales defectos, dejados sin combatir, son fuente de mil faltas e infidelidades voluntarias que ponen trabas a la acción de Dios en nosotros. Por insignificantes que nos parezcan tales vicios, nuestro Señor espera de nosotros que nos ocupemos de ellos, que trabajemos generosamente, mediante una vigilancia constante sobre nosotros mismos merced a un cuidadoso examen de las acciones de cada día, mediante la mortificación corporal y la renuncia interior, hasta lograr extirparles, que no descansemos hasta que las raíces queden tan debilitadas, que no puedan ya producir más frutos, pues cuanto más debilitadas queden dichas raíces, más poderosa resultará en nosotros la vida divina, siendo más fácil su desarrollo.

Existen por último ocasiones de renunciamiento que nos salen al paso en el curso ordinario de la vida, dirigido por la providencia, y que debemos aceptar como verdaderos discípulos de Jesucristo; tales son: el padecimiento, la enfermedad, la desaparición de seres queridos, los reveses de fortuna, las adversidades, las contrariedades, los obstáculos que dificultan la realización de nuestros planes, la falta de éxito en nuestras empresas, las decepciones, los momentos de disgusto, las horas de tristeza, el peso del día que tanto abrumaba en algún tiempo a San Pablo (Rm 9,2) hasta el punto de que la misma «existencia constituía para él una pesada carga» (2Cor 1,8); todas esas miserias que, mortificando nuestra naturaleza y poniéndonos en trance de morir un poco todos los días -«todos los días muero» (1Cor 15,31)- nos ayudan a desasirnos de nosotros mismos y de las criaturas.

5. Cómo en Cristo hallamos consuelo y cómo unidos a los suyos, adquieren valor nuestros actos de renunciación

Este es el sentido de esa frase del Apóstol: «todos los días muero»: morir todos los días para vivir un poco más cada día de la vida de Cristo. Y al hablar de sus padecimientos, escribe estas palabras profundísimas aunque a primera vista desconcertantes: «Completo, por medio de los padecimientos en mi carne, lo que falta a los padecimientos de Cristo, y lo completo en favor de la Iglesia, su cuerpo místico» (Col 1,24). ¿Falta algo por ventura a los padecimientos y satisfacciones de Cristo? Ciertamente que no. Como ya os tengo dicho, su valor es infinito; siendo los padecimientos de Cristo, padecimientos de un HombreDios que vino a reemplazarnos, nada falta para la perfección y plenitud de sus padecimientos; éstos han sido más que suficientes para el rescate de todos «El es propiciación por todos los pecados de todo el mundo» (1Jn 2,2). ¿Por qué habla, pues, San Pablo del «complemento» que él mismo aporta a tales padecimientos? San Agustín nos da hermosísima respuesta: El Cristo total se compone de la Iglesia unida a su jefe; de los miembros, que somos nosotros, unidos a la cabeza, que es Cristo. La cabeza de este cuerpo místico, que es Cristo, apuró hasta las heces la copa del sufrimiento; sólo falta que sufra también en su cuerpo y en sus miembros, y vosotros sois ese cuerpo y esos miembros. [Impletæ erant omnes passiones, sed in capite; restabant adhuc Christi passiones in corpore; vos autem corpus et membra. Enarrat. in Sal. LXXXVII, c. 5].

Contemplad a Jesucristo camino del Calvario, cargado con la cruz y cayendo por tierra abrumado por su peso. Su divinidad, si El quisiera, sostendría a su humanidad, pero no lo quiere. ¿Por qué? -Porque quiere, para expiar el pecado, experimentar en su carne inocente los estragos causados por el pecado. Pero los judíos temen que Jesús no llegue con vida al sitio de la crucifixión, y obligan a Simón Cirineo a ayudar a Cristo a llevar su cruz, ayuda que acepta Jesús. Simón, en esta ocasión, representa a todos; cuantos somos miembros del cuerpo místico de Cristo, debemos ayudar a Jesús a llevar su cruz. Podemos estar seguros de que en verdad pertenecemos a Cristo, si, imitando su ejemplo, nos renunciamos a nosotros mismos y cargamos con nuestra cruz. «El que quiera venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Lc 9,23). Aquí está el secreto de esas mortificaciones voluntarias que afligen y desgarran el cuerpo, y de aquellas otras que reprimen los deseos, aun legítimos, del espíritu, y que realizan las almas fuertes, las almas privilegiadas y santas. Estas almas expiaron sin duda sus faltas, pero el amor las impele a expiar por aquellos miembros del cuerpo de Cristo que ofenden a su Cabeza, a fin de que no disminuyan en el cuerpo místico ni la belleza ni el esplendor de la vida divina. Si amamos de veras a Cristo, tomaremos generosamente nuestra parte, conforme al consejo de un prudente director, en aquellas mortificaciones voluntarias, que harán de nosotros discípulos menos indignos de un Dios crucificado. ¿No era, por ventura, esto mismo lo que anhelaba San Pablo, cuando escribía que quería renunciar a todo, «a fin de ser admitido a la comunión de los padecimientos de Cristo y asemejarse a El hasta la muerte?» (Fil 3, 8-10).

Si nuestra naturaleza experimenta alguna repulsión, pidamos al Señor que nos dé fuerza para imitarle y seguirle hasta el Calvario. Según aquel hermoso pensamiento de San Agustín, la hez del cáliz del padecimiento y renuncia, del cual tenemos que gustar algunas gotas, la ha reservado para sí el inocente Jesús, como médico compasivo: «No podrás ser curado a menos que bebas del cáliz amargo; el médico sano bebió primero, para que no dudase en beber el enfermo» (De verbis Domini. Serm XVIII, c. 7 y 8). Cristo sabe lo que es el sacrificio por haberlo experimentado El mismo. «El pontifice que vino a salvarnos, no es de aquellos que son incapaces de tomar parte en nuestros padecimientos; antes bien, para asemejarse a nosotros, hizo experiencia de todos ellos» (Heb 4,15); ya os he dicho hasta qué extremo llevó su compasión Nuestro Señor. Ahora bien, no olvidemos que al tomar parte así en nuestros dolores y en aquellas miserias que eran compatibles con su divinidad, santificó Cristo nuestros padecimientos, nuestras enfermedades, nuestras expiaciones, y mereció a fin de que nosotros pudiéramos sobrellevarlos, y para que fuesen a la vez agradables a su Padre. Mas para eso, es menester unirnos íntimamente a Nuestro Señor por la fe y el amor, y aceptar el llevar la cruz en pos de El.

De esta unión arranca todo el valor de nuestros padecimientos y sacrificios, pues de suyo nada valdrían para el cielo, pero unidos a los de Cristo, llegan a ser sumamente agradables a Dios y saludabilísimos para nuestras almas. [Véase el texto del Concilio de Trento antes citado]. Esta unión de nuestra voluntad a Nuestro Señor en el padecimiento, se convierte para nosotros en un manantial de consuelos. Cuando padecemos, cuando nos hallamos apenados, tristes, abatidos, quebrantados por la adversidad, envueltos en mil dificultades, y nos llegamos a Jesucristo, no nos vemos exonerados de nuestra cruz, toda vez que el servidor no ha de ser de mejor condición que su amo (Lc 6,40), pero sí reconfortados. El mismo Jesucristo nos lo dice: quiere que llevemos su cruz, como condición indispensable para ser sus verdaderos discípulos, pero promete a la vez su ayuda a aquellos que acudan a El en busca de alivio en sus padecimientos. El mismo nos dirige esta invitación: «Venid a Mí todos cuantos padecéis y soportáis el peso de la aflicción, y yo os aliviaré» (Mt 11,28).

Su palabra es infalible; si os dirigís a El con confianza, estad seguros de que se inclinará hacia vosotros, lleno de misericordia, conforme a las palabras del Evangelio: «Movido por la misericordia» (Lc 8,13). ¿Acaso no se hallaba abrumado de pena cuando dijo: «Alejad de mí, Padre mío, este cáliz tan amargo?» Pues bien, dice San Pablo que una de las razones por las cuales quiso Cristo sentir el dolor, fue para adquirir experiencia y poder aliviar a cuantos acudiesen a él (Heb 4,15, y 2, 16-18). El es el buen samaritano que, inclinándose hacia la humanidad enferma, le otorga, juntamente con la salud, el consuelo del Espíritu de amor, pues de El procede todo cuanto puede constituir un verdadero consuelo para nuestras almas. Ya lo dijo San Pablo: «Así como abundan en nosotros los padecimientos de Cristo, así también por Cristo abunda nuestro consuelo» (2Cor 1,5). Fijaos cómo identifica sus tribulaciones con las de Jesús, ya que es miemhro del cuerpo místico de Cristo y es del mismo Cristo de quien recibe el consuelo.

¡Qué bien se realizaron en él estas palabras! ¡Qué parte tan importante tomó en los dolores de Cristo! ¡Leed aquel cuadro, tan vivo y conmovedor, de las dificultades continuas que asedian al Apóstol durante sus viajes apostólicos: «Más de una vez vi de cerca la muerte; cinco veces fui flagelado, tres veces azotado con varas; una vez fui lapidado, tres veces padecí naufragio, una noche y un día enteros los pasé flotando a merced de las olas. En mis numerosos viajes me he visto muchas veces rodeado de peligros: peligros en los ríos, peligros de ladrones, peligros de parte de los de mi nación, peligros de parte de los infieles; peligros en las ciudades, peligros en los desiertos, en el mar; peligros por parte de los falsos hermanos, en trabajos y fatigas, en muchas vigilias; padecimientos de hambre y sed; multiplicados ayunos, frío, desnudez, y sin hacer mención de tantas otras cosas, ¿recordaré mis preocupaciones de cada día, y la solicitud y cuidado de las Iglesias que he fundado?» (ib. 11, 24-29).

¡Oh, qué cuadro!, ¡qué angustiada debía estar el alma del gran Apóstol agitada por tantas miserias, que se renovaban sin cesar! Con todo, en todas esas tribulaciones estoy «rebosando de gozo» (ib. 7,4). ¿Cuál es el secreto de este gozo? -El amor hacia Cristo que murió por nosotros (ib. 5,14); de Cristo le viene esta abundancia de consuelo (ib. 1,5). Estando unido a Cristo por amor, permanece impertérrito en medio de todas las miserias y privaciones a que se ve reducido. ¿Quién me separará de la caridad de Cristo? ¿Será la tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, el peligro, la espada? Según lo que está escrito: Por causa tuya, Señor, estamos día y noche expuestos a la muerte y se nos mira como ovejas destinadas al cuchillo; pero de todas estas pruebas, añade, «hemos salido vencedores gracias a Aquel que nos amó» (ib. 5,15). Tal es el grito del alma que ha comprendido el amor inmenso de Cristo en la Cruz y que desea como verdadero discípulo seguir sus huellas hasta el Calvario, tomando, por amor, su parte en los padecimientos del divino Maestro, pues, como ya os tengo dicho, nuestros sacrificios, nuestros actos de renuncia y de mortificación, reciben de la Pasión de Cristo y de sus padecimientos, todo su valor sobrenatural para destruir el pecado y acrecentar en nosotros la vida divina. Debemos procurar unirlos, por la intención, al Sacramento de la Penitencia, que nos aplica los méritos de los padecimientos de Cristo con el fin de hacernos morir para el pecado. Si así lo hacemos, la eficacia del Sacramento de la Penitencia se extenderá, por decirlo así, a todos los actos de la virtud de penitencia, para aumentar su fecundidad.

6. Conforme al espíritu de la Iglesia es preciso conectar los actos de la virtud de la penitencia con el sacramento

Ese es, por otra parte, el pensamiento de la Iglesia: Ved sino cómo después que el sacerdote, ministro de Cristo, nos ha impuesto la satisfacción necesaria, y por la absolución ha lavado nuestra alma en la sangre divina, recita sobre nosotros las palabras siguientes: «Todos cuantos esfuerzos hicieres para practicar la virtud, todas cuantas molestias padecieres, te sirvan para la remisión de los pecados, aumento de la gracia y premio de vida eterna». Esta oración, aunque no es esencial al sacramento, como es la Iglesia quien la ha fijado, además de la doctrina que en sí contiene, doctrina que, naturalmente, la Iglesia desea ver traducida en obras, tiene valor de sacramental. Por medio de esta oración, el sacerdote comunica a nuestros padecimientos, a nuestros actos de satisfacción, expiación, mortificación, reparación y paciencia, que une y relaciona con el sacramento, tal eficacia, que nuestra fe nos obliga a detenernos en algunas consideraciones sobre este punto, tratando de que os forméis sobre él una idea perfectamente clara.

En remisión de tus pecados.- El Concilio de Trento enseña a este propósito una verdad muy consoladora. Nos dice que Dios usa de tal liberalidad y largueza en su misericordia, que no sólo nos sirven de satisfacción ante el Padre Eterno, mediante los méritos de Jesucristo, las obras de expiación que el sacerdote nos imponga o que nosotros mismos libremente elijamos, sino también todas las penas inherentes a nuestra condición de pobres mortales, todas las adversidades temporales que Dios nos envía o permite, siempre que las sobrellevemos con paciencia. Por eso, nunca os recomendaré bastante una práctica excelente y fecunda, que consiste en aceptar cuando comparecemos ante el sacerdote, o más bien, ante Jesucristo, para acusarnos de nuestras faltas, todas las penas, todas las contrariedades, todas las cosas desagradables que en lo sucesivo puedan sobrevenirnos, a fin de que nos sirvan de reparación por nuestros pecados; más aún, conviene que en aquel momento formemos el propósito de ejecutar, hasta la confesión siguiente, algún acto especial de mortificación, aunque este acto no sea muy penoso. La fidelidad a esta práctica, tan conforme al espíritu de la Iglesia, resulta sumamente fecunda. En primer lugar, descarta el peligro de la rutina. Un alma que por medio de la fe se reconcentra así en la consideración de la grandeza de este sacramento, en el cual se nos aplica la sangre de Jesucristo; un alma que, estimulada por el amor, se ofrece a soportar con paciencia, en unión con Cristo en la cruz, todo cuanto se presente, en el transcurso de su existencia, por duro, difícil, penoso y mortificante que ello sea, puede considerarse inmunizada contra esa especie de embotamiento de la sensibilidad que la práctica de la confesión frecuente engendra en algunas conciencias. Esta práctica constituye, además, un acto de amor sumamente agradable a Nuestro Señor, porque es una señal de que estamos dispuestos a tomar parte en los padecimientos de su Pasión, que es el más santo de sus misterios. En fin, renovada con frecuencia, nos ayuda a adquirir poco a poco ese verdadero espíritu de penitencia, que es tan necesario para hacernos semejantes a Jesús, Nuestro Señor y Maestro.

Añade luego el sacerdote: «Todo cuanto hagas o padezcas, redunde en acrecentamiento de la vida divina en ti». La muerte, ya os lo he dicho, es aquí preludio de vida. «El grano de trigo, dice Nuestro Señor, debe primero morir en tierra antes de germinar y producir la rica mies que el padre de familia cosechará en sus graneros». Y esta vida sera tanto más vigorosa y tanto más abundará la gracia en nosotros, cuanto más hayamos reducido, debilitado, disminuido, por medio de ese espíritu de renuncia, todos los obstáculos que se oponen a su libre desarrollo. Retened, pues, para siempre, esta verdad capital: que nuestra santidad es de un orden esencialmente sobrenatural y que dimana de Dios. Cuanto más se purifique el alma del pecado por la mortificación y el desasimiento, cuanto más se vacíe de sí misma y de la criatura, tanto más poderosa resultará en ella la acción divina. Cristo mismo nos lo dice y también nos asegura que su Padre se sirve del padecimiento para hacer más fecunda la vida en el alma. «Yo soy la vid, mi Padre el viñador y vosotros los sarmientos. Todo ramo que trae fruto,lo poda mi Padre para que produzca en mayor abundancia, pues es gloria de mi Padre que vosotros deis copiosísimos frutos» (Jn 15, 1-8). Cuando el Padre Eterno ve que un alma, unida ya a su Hijo por la gracia, desea resueltamente darse del todo a Cristo, quiere que abunde en ella la vida y aumente su capacidad. Para ello, pone El mismo manos a la obra en este trabajo de renuncia y desasimiento, condición previa de nuestra fecundidad; poda todo cuanto impide que la vida de Cristo produzca todos sus efectos y todo cuanto pueda ser obstáculo a la acción de la savia divina. Nuestra corrompida naturaleza contiene raíces que propenden a producir malos frutos, y Dios, por medio de los múltiples v profundos padecimientos que permite o envía, y por medio de las humillaciones y contradicciones, purifica el alma, la taladra, la castiga, la separa, por decirlo así, de la criatura, la vacía de sí misma, a fin de hacerle producir numerosos frutos de vida y de santidad.

Por fin, termina el sacerdote: «Todo se te convierta en recompensa para la vida eterna». Después de haber restablecido en este mundo el orden que permite el aumento y crecimiento de la vida de Cristo en nosotros, nuestros padecimientos, nuestros actos de expiación, nuestros esfuerzos para obrar el bien, aseguran al alma una participación en la gloria celestial. Recordad la conversación que sostienen los dos discípulos camino de Emmaús al día siguiente de la Pasión. Desconcertados con la muerte del divino Maestro, que parecía poner término a sus esperanzas en un reino mesiánico, ignorantes todavía de la resurrección de Jesús, se comunican mutuamente el profundo desengaño que han experimentado. Júntase a ellos Cristo en figura de peregrino, les pregunta cuál es el tema de su conversación, y después de oír la expresión de su desaliento, Sperabamus. «Esperábamos»: «¡Ah, hombres necios y de corazón lento para creer!, les reprende al instante; ¿acaso no era preciso que Cristo padeciese todas estas cosas antes de entrar en su gloria?» (Lc 24,26) [San Pablo se refería a estas palabras del divino Maestro cuando escribía a los Hebreos (2,9): Videmus Iesum propter passionem mortis gloria et honore coronatum. +Fil 2, 7-9]. Lo mismo ocurre con nosotros; es preciso que participemos de los padecimientos de Cristo si hemos de gozar de su gloria.

Esta gloria y bienaventuranza serán inmensas: «No os desaniméis en medio de vuestras tribulaciones, escribe San Pablo, antes al contrario, porque aunque el hombre exterior, sujeto a decadencia, se va debilitando sin cesar, el hombre interior se renueva de día en día hasta alcanzar el término feliz, y así nuestra ligera y momentánea aflicción prodúcenos un peso eterno de gloria del cual no podemos concebir ni una idea aproximada» (2Cor 4,17). «Así como -escribe en otro lugar- si somos hijos de Dios, somos sus herederos y coherederos de Cristo, siempre que padezcamos con El para ser también glorificados con El»; y añade: «Pues estimo que los padecimientos de este tiempo presente no guardan proporción con la gloria futura que ha de manifestarse en nosotros» (Rm 8, 17-18). Por eso, en la medida misma en que participemos de los padecimientos de Cristo, podemos alegrarnos, pues cuando se manifieste la gloria de Cristo en el último día, estaremos rebosando de contento (1Pe 4,13).

Animo, pues, os repetiré con San Pablo: «Mirad, decía, aludiendo a los juegos públicos de su tiempo, mirad a qué régimen tan severo se someten aquellos que quieren tomar parte en las carreras del circo, para ganar el premio. Y ¡qué premio! Corona de un día; al paso que nosotros, si nos imponemos el renunciamiento (1Cor 9, 24-25) es para obtener una corona inmarcesible; la corona de participar para siempre de la gloria y bienaventuranza de nuestro Rey». «En este mundo pasáis, dice el Señor, por la aflicción; el mundo que no me conoce vive en medio del placer, al paso que vosotros, ejercitándoos con viva fe, lleváis conmigo el peso de la cruz pero volveré a veros el último día, y entonces vuestro corazón rebosará de gozo y nadie os lo podrá arrebatar» (Jn 16, 20-22).