Santo Cura de Ars: Sermón sobre EL MISTERIO DE LA NAVIDAD
Evangelizo vobis gaudium magnun:
natus est vobis hodie Salvator.
Vengo a daros una feliz nueva:
que os ha nacido hoy un Salvador.
(Luc., 2, 10.)
¿A un moribundo sumamente apegado a la vida puede acaso dársele más
dichosa nueva que decirle que un médico hábil va a sacarle de las
puertas de la muerte? Pues infinitamente más dichosa, es la que el ángel
anuncia a todos los hombres en la persona de los pastores. Sí, el
demonio había inferido, por el pecado, las más crueles y mortales
heridas a nuestras pebres almas. Había plantado en ellas las tres
pasiones más funestas, de donde dimanan todas las demás, que son el
orgullo, la avaricia, la sensualidad. Habiendo quedado esclavos de estas
vergonzosas pasiones, éramos todos nosotros como enfermos desahuciados,
y no podíamos esperar más que la muerte eterna, si Jesucristo, nuestro
verdadero médico, no hubiese venido a socorrernos. Pero no, conmovido
por nuestra desdicha, dejó el seno de su Padre y vino al mundo,
abrazándose con la humillación, la pobreza y los sufrimientos, a fin de
destruir la obra del demonio y aplicar eficaces remedios a las crueles
heridas que nos había causado esta antigua serpiente. Sí, viene este
tierno Salvador para curarnos de todos estos males, para merecernos la
gracia de llevar una vida humilde, pobre y mortificada; y, a fin de
mejor conducirnos a ella, quiere Él mismo darnos ejemplo. Esto es lo que
vemos de una manera admirable en su nacimiento.
Veníos que Él nos prepara: 1.º con sus humillaciones y obediencia, un
remedio para nuestro orgullo; 2.° con su extremada pobreza, un remedio a
nuestra afición a los bienes de este mundo, y 3.° con su estado de
sufrimiento y de mortificación, un remedio a nuestro amor a los placeres
de los sentidos. Por este medio, nos devuelve la vida espiritual que el
pecado de Adán- nos había arrebatado; o, por mejor decir, viene a
abrirnos las puertas del cielo que el pecado nos había cerrado. Conforme
a esto, pensad vosotros mismos cuál debe ser el gozo y la gratitud de un
cristiano a la vista de, tantos beneficios. ¿Se necesita más para
movernos a amar a este tierno y dulce Jesús, que viene a cargar con
todos nuestros pecados, y va a satisfacer a la justicia de su Padre por
todos nosotros? ¡Oh, Dios mío ! ¿puede un cristiano considerar todas
estas cosas sin morir de amor y gratitud?.
I.-Digo, pues, que la primera llaga que el pecado causó en nuestra alma
es el orgullo, esa pasión tan peligrosa, que consiste en el fondo de
amor y estima de nosotros mismos, el cual hace: 1.° que no queramos
depender de nadie ni obedecer; 2.° que nada temamos tanto como vernos
humillados a los ojos de los hombres; 3.° que busquemos todo lo que nos
puede ensalzar en su estimación. Pues bien, ved lo que Jesucristo viene
a combatir en su nacimiento por la humildad más profunda.
No solamente quiere Él depender de su Padre celestial y obedecerle en
todo, sino que quiere también obedecer a los hombres y en alguna manera
depender de su voluntad. En efecto: el emperador Augusto ordena que se
haga el censo de todos sus súbditos, y que cada uno de ellos se haga
inscribir en el lugar donde nació. Y vemos que, apenas publicado este
edicto, la Virgen Santísima y San José se ponen en camino, y Jesucristo,
aunque en el seno de su madre, obedece con conocimiento y elección esta
orden. Decidme; ¿podemos encontrar ejemplo de humildad más grande v más
capaz de movernos a practicar esta virtud con amor v diligencia? ¡Qué!
¿un Dios obedece a sus criaturas y quiere depender de ellas, y nosotros,
miserables pecadores, que, en vista de nuestras miserias espirituales,
debiéramos escondernos en el polvo, ¿podemos aun buscar mil pretextos
para dispensarnos de obedecer los mandamientos de Dios y de su Iglesia a
nuestros superiores, que ocupan en esto el lugar del mismo Dios? ¡Que
bochorno para nosotros, si comparamos nuestra conducta con la de
Jesucristo!
Otra lección de humildad que nos da Jesucristo es la de
haber querido sufrir la repulsa del mundo. Después de un viaje de
cuarenta leguas, María y José llegaron a Belén. Con qué honor no debía
ser recibido Aquel a quien esperaban hacía miles de años! Mas como venía
para curarnos de nuestro orgullo y enseñarnos la humildad, permite que
todo el mundo lo rechace y nadie le quiera hospedar. Ved, pues, a1 Señor
del universo, al Rey de cielos y tierra, despreciado, rechazado de los
hombres, por los cuales viene a dar la vida a fin de salvarnos. Preciso
es, pues, que el Salvador se vea reducido a que unos pobres animales le
presten su morada. ¡Dios mío! ¡qué humildad y qué anonadamiento para un
Dios! Sin duda, nada nos es tan sensible como las afrentas, los
desprecios y las repulsas; pero si nos paramos a considerar los que
padeció Jesucristo, ¿podremos nunca quejarnos, por grandes que sean los
nuestros? ¡Qué dicha para nosotros, tener ante los ojos tan hermoso
modelo, al cual podemos seguir sin temor de equivocarnos!
Digo que Jesucristo, muy lejos de buscar lo que podía ensalzarle en la
estima de los hombres, quiere, por el contrario, nacer en la oscuridad y
en el olvido; quiere que unos pobres pastores sean secretamente avisados
de su nacimiento por un ángel, a fin de que las primeras adoraciones que
reciba vengan de los más humildes entre los hombres. Deja en su reposo y
en su abundancia a los grandes y a los dichosos del siglo, para enviar
sus embajadores a los pobres, a fin de que sean consolados en su estado,
viendo en un pesebre, tendido sobre un manojo de paja; a su Dios y
Salvador. Los ricos no son llamados sino mucho tiempo después, para
darnos a entender que de ordinario las riquezas y comodidades suelen
alejarnos de Dios. Después de tal ejemplo, ¿podremos ser ambiciosos y
conservar el corazón henchido de orgullo y lleno de vanidad? ¿Podremos
todavía buscar la estimación y el aplauso de los hombres, si volvemos
los ojos al pesebre? ¿No nos parecerá oír al tierno y amable Jesús que
nos dice a todos: "Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón"?
(Mat., 10. 10). Gustemos, pues, de vivir en el olvido y desprecio del
mundo; nada temamos tanto, nos dice San Agustín, como los honores y las
riquezas de este mundo, porque, si fuera permitido amarlas, las hubiera
amado también Aquél que se hizo hombre por amor nuestro. Si Él huyó y
despreció todo esto, nosotros debemos hacer otro tanto, amar lo que Él
amó y despreciar lo que Él despreció: tal es la lección que Jesucristo
nos da al venir al mundo, y tal es, al propio tiempo, el remedio que
aplica a nuestra primera llaga, que es el orgullo. Pero hay, en nosotros
una segunda llaga no menos peligrosa: la avaricia.
II.-Digo, que la segunda llaga que el pecado ha abierto en el corazón
del hombre, es la avaricia, es decir, el amor desordenado de las
riquezas y bienes terrenales. ¡Qué estragos causa esta pasión en el
mundo! Razón tiene San Pablo en decirnos que ella es la fuente de todos
los males. ¿No es, en efecto, de este maldito interés de donde vienen
las injusticias, las envidias, los odios, los perjurios, los pleitos,
las riñas, las animosidades y la dureza con los pobres? Según esto,
¿podemos extrañarnos de que Jesucristo, que viene a la tierra para curar
las pasiones de los hombres, quiera nacer en la más grande pobreza y en
la privación de todas las comodidades, aun de aquellas que parecen
necesarias a la vida humana? Y por esto vemos que comienza por escoger
una Madre pobre y quiere pasar por hijo de un pobre artesano; y, como
los profetas habían anunciado que nacería de la familia real de David, a
fin de conciliar este noble origen con su grande amor a la pobreza,
permite que, en el tiempo de su nacimiento, esta ilustre familia haya
caído en la indigencia. Va todavía más lejos. Maria y José, aunque hartó
pobres, tenían, con todo, una pequeña casa en Nazaret; esto era todavía
demasiado para Él : no quiere nacer en un lugar que le pertenezca; y por
esto obliga a su santa Madre, a que haga con José un viaje a Belén en el
tiempo preciso en que ha de ponerle en el mundo. ¿Pero a lo menos en
Belén, patria de su padre David, no hallará parientes que le reciban en
su casa? Nada de esto, nos dice el Evangelio; no hay quien le quiera
recibir; todo el inundo le rechaza.
Decidme, ¿a dónde irá este tierno
Salvador, si nadie le quiere recibir para resguardarle de las
inclemencias de la estación? No obstante, queda todavía un recurso: irse
a una posada. José y María se presentan, en efecto. Pero Jesús, que todo
lo tenia previsto, permitió que el concurso fuese tan grande que no
quedase ya sitio para ellos. ¿A dónde irá, pues, nuestro amable
Salvador? San José y la Santísima Virgen, buscando por todos los lados,
divisan una vieja casucha donde se recogen las bestias cuando hace mal
tiempo. ¡Oh, cielos! ¡asombraos! ¡un Dios en un establo! Podía escoger
el más espléndido palacio; mas, como ama tanto la pobreza, no lo hará.
Un establo será su palacio, un pesebre su cuna, un poco de paja su
lecho, míseros pañales serán todo su ornamento, y pobres pastores
formarán su corte.
Decidme, ¿podía enseñarnos de una manera más eficaz el desprecio que
debemos tener a los bienes y riquezas de este mundo, y, al propio
tiempo, la estima en que hemos de tener la pobreza y a los pobres?
Venid, miserables, dice San Bernardo, venid vosotros, todos los que
tenéis el corazón apegado a los bienes de este mundo, escuchad lo que os
dicen este establo, esta cuna y estos pañales que envuelven a vuestro
Salvador! ¡Desdichados de vosotros los que amáis los bienes de este
mundo! ¡Cuán difícil es que los ricos se salven! ¿Por qué? -me
preguntaréis- ¿Por qué? Os lo diré:
1.° Porque ordinariamente la persona rica está llena de orgullo; es
menester que todo el mundo le haga acatamiento; es menester que las
voluntades de todos los demás se sometan a la suya.
2.° Porque las riquezas apegan nuestro corazón a la vida presente: así
vemos todos los días que los ricos temen en gran manera la muerte.
3.° Porque las riquezas son la ruina del amor de Dios y extinguen todo
sentimiento de compasión con los pobres, o, por mejor decir, las
riquezas son un instrumento que pone en juego todas las demás pasiones.
Si tuviésemos abiertos los ojos del alma, ¡cuanto temeríamos que nuestro
corazón se apegase a las cosas de este mundo! Si los pobres llegaran a
entender bien cuánto los acerca a Dios su estado y de qué modo les abre
el cielo, ¡cómo bendecirían al Señor por haberlos puesto en una posición
que tanto les aproxima a su Salvador !
Si ahora me preguntáis: ¿cuáles son esos pobres a quienes tanto ama
Jesucristo? Son, los que sufren su pobreza con espíritu de penitencia,
sin murmurar y sin quejarse. Sin esto, su pobreza no les serviría sino
para hacerlos aun más culpables que los ricos. Entonces, -me diréis-
¿qué han de hacer los ricos para imitar a un Dios tan pobre y
despreciado? Os lo diré: no han de apegar su corazón a los bienes que
poseen; han de emplear esos bienes en buenas obras en cuanto puedan; han
de dar gracias a Dios por haberles concedido un medio tan fácil de
rescatar sus pecados con sus limosnas; no han de despreciar nunca a los
que son pobres, antes al contrario, han de respetarlos viendo en ellos
una gran semejanza con Jesucristo. Así es cómo, con su gran pobreza, nos
enseña Jesucristo a combatir nuestro apego a los bienes de este mundo;
por ella nos cura la segunda llaga que nos ha causado el pecado. Pero
nuestro tierno Salvador quiere todavía curarnos una tercera llaga
producida en nosotros por el pecado, que es la sensualidad.
III.-Esta pasión consiste en el apetito desordenado de los placeres que
se gozan por los sentidos. Esta funesta pasión nace del exceso en el
comer y beber, del excesivo amor al descanso, a las regalos y
comodidades de la vida, a los espectáculos, a las reuniones profanas; en
una palabra, a todos los placeres que dan gusto a los sentidos. ¿ Qué
hace Jesucristo para curarnos de esta peligrosa enfermedad?
Vedlo: nace en los sufrimientos, las lágrimas y la mortificación; nace
durante la noche, en la estación más rigurosa del año. Apenas nacido, se
le tiende sobre unos manojos de paja, en un establo. ¡Oh, Dios mío! ¡qué
estado para un Dios! Cuando el Eterno Padre crió a Adán, le puso en un
jardín de delicias; nace ahora su Hijo, y le pone sobre un puñado de
paja. ¡Oh, Dios mío! Aquel que hermosea el cielo y la tierra, Aquel que
constituye toda la felicidad de los ángeles y de los santos, quiere
nacer y vivir y morir entre sufrimientos. ¿Puede acaso mostrarnos de una
manera más elocuente el desprecio que debemos tener a nuestro cuerpo, y
cómo debemos tratarlo duramente por temor de perder el alma? ¡Oh, Dios
mío! ¡qué contradicción! Un Dios sufre por nosotros, un Dios derrama
lágrimas por nuestros pecados, y nosotros nada quisiéramos sufrir,
quisiéramos toda suerte de comodidades...
Pero también, ¡qué terribles amenazas no nos hacen las lágrimas y los
sufrimientos de este divino Niño! "¡Ay de vosotros -nos dice Él- que
pasáis vuestra vida riendo, porque día vendrá en que derramaréis
lágrimas sin fin!" "El reino de los cielos -nos dice- sufre violencia, y
sólo lo arrebatarán los que se la hacen continuamente." Sí, si nos
acercamos confiadamente a la cuna de Jesucristo, si mezclamos nuestras
lágrimas con las de nuestro tierno Salvador, en la hora de la muerte
escucharemos aquellas dulces palabras: "¡Dichosos los que lloraron,
porque serán consolados!"
Tal es, pues, la tercera llaga que Jesucristo vino a curar haciéndose
hombre : la sensualidad, es decir, ese maldito pecado de la impureza.
¡Con qué ardor hemos de querer, amar y buscar todo lo que puede
procurarnos o conservar en nosotros una virtud que nos hace tan
agradables a Dios! Sí, antes del nacimiento de Jesucristo, había
demasiada distancia entre Dios y nosotros para que pudiésemos atrevernos
a rogarle. Pero el Hijo de Dios, haciéndose hombre, quiere aproximarnos
sobremanera a Él y forzarnos a amarle hasta la ternura. ¿Cómo, viendo a
un Dios en estado de tierno infante, podríamos negarnos a amarle con
todo nuestro corazón? Él quiere ser, por sí mismo, nuestro Mediador, se
encarga de pedirlo todo al Padre por nosotros; nos llama hermanos e
hijos suyos; ¿podía tornar otros nombres que nos inspirasen mayor
confianza? Vayamos, pues, a Él plenamente confiados cada vez que hayamos
pecado; Él pedirá nuestro perdón, y nos obtendrá la dicha de perseverar.
Mas, para merecer esta grande y preciosa gracia, es preciso que sigamos
las huellas de nuestro modelo; que amemos, a ejemplo suyo, la pobreza,
el desprecio y la pureza; que nuestra vida responda a nuestra alta
cualidad de hijos y hermanos de un Dios hecho hombre. No, no podemos
considerar la conducta de los judíos sin quedarnos sobrecogidos de
asombro. Este pueblo estaba esperando al Salvador hacía ya cientos de
años, había estado rogando siempre; movido por el deseo que tenía de
recibirle; y, al presentarse, nadie se encuentra que le ofrezca un
pequeño albergue; siendo Dios omnipotente vese precisado a que le
presten su morada unos pobres animales. No obstante, en la conducta de
los judíos, criminal como es, hallo yo, no un motivo de excusa para
aquel pueblo, sino un motivo de condenación para la mayor parte de los
cristianos. Sabemos que los judíos se habían formado de su libertador
una idea que no se avenía con el estado de humillación en que Él se
presentaba; parecían no poder persuadirle de que Él fuese el que había
de ser su libertador; pues, como nos dice muy bien San Pablo: "Si los
judíos le hubiesen reconocido Dios, jamás le hubieran dado muerte."
(Cor. 2, 8). Pequeña excusa es ésta para los judíos.
Mas nosotros, ¿ qué
excusa podemos tener para nuestra frialdad y nuestro desprecio de
Jesucristo ? Sí, sin duda, nosotros creemos verdaderamente que
Jesucristo apareció en la tierra, y que dio pruebas las más convincentes
de su divinidad: he aquí el objeto de nuestra solemnidad. Este mismo
Dios quiere, por la efusión de su gracia, nacer espiritualmente en
nuestros corazones: he aquí los motivos de nuestra confianza. Nosotros
nos gloriamos, y con razón, de reconocer a Jesucristo por nuestro Dios,
nuestro Salvador y nuestro modelo: he aquí el fundamento de nuestra fe.
Pero, con todo esto, decidme, ¿qué homenaje le rendimos? ¿Acaso hacemos
por ÉL algo más que si todo esto no creyéramos? Decidme, ¿responde a
nuestra creencia nuestra conducta? Mirémoslo un poco más de cerca, y
veremos que somos todavía más culpables que los judíos en su ceguera y
endurecimiento.
IV. Por de pronto, no hablamos de aquellos que, habiendo perdido la fe,
no la profesan ya exteriormente; hablamos de aquellos que creen todo lo
que la Iglesia nos enseña, y, sin embargo, nada o casi nada hacen de lo
que la religión nos manda. Hagamos acerca de esto algunas reflexiones
apropiadas a los tiempos en que vivimos. Censuramos a los judíos por
haber rehusado un asilo a Jesucristo, a quien no conocían. Pero ¿hemos
reflexionado bien, que nosotros le hacemos igual afrenta cada vez que
descuidamos recibirlo en nuestros corazones por la santa comunión?
Censuramos a los judíos por haberle crucificado, a pesar de no haberles
hecho más que bien; y decidme, ¿a nosotros qué mal nos ha hecho? o, por
mejor decir, ¿qué bien ha dejado de hacernos? Y en recompensa ¿no le
hacemos nosotros el mismo ultraje cada vez que tenemos la audacia de
entregarnos al pecado? Y nuestros pecados ¿no son mucho más dolorosos
para su corazón que lo que los judíos le hicieron sufrir? No podemos
leer sin horror todas las persecuciones que sufrió de parte de los
judíos, que con ello creían hacer una obra grata a Dios. Pero ¿no
hacemos nosotros una guerra mil veces más cruel a la santidad del
Evangelio con nuestras costumbres desarregladas? Todo nuestro
cristianismo se reduce a una fe muerta; y parece que no creemos en
Jesucristo sino para ultrajarle más y deshonrarle con una vida tan
miserable a los ojos de Dios. Juzgad, según esto, qué deben pensar de
nosotros los judíos, y con ellos todos los enemigos de nuestra santa
religión. Cuando ellos examinan las costumbres de la mayor parte de los
cristianos, encuentran una gran multitud de éstos que viven poco más o
menos como si nunca hubiesen sido cristianos. Me limitaré a dos puntos
esenciales, que son: el culto exterior de nuestra santa religión y los
deberes de la caridad cristiana.
No, nada debiera sernos más humillante
v más amargo que los reproches que los enemigos de nuestra fe nos echan
en cara a este propósito; porque todo ello no tiende sino a demostrarnos
cómo nuestra conducta está en contradicción con nuestras creencias.
Vosotros os gloriáis -nos dicen- de poseer en cuerpo y alma la persona
de ese mismo Jesucristo, que en otro tiempo vivió en la tierra, y a
quien adoráis como a vuestro Dios y Salvador; vosotros creéis que Él
baja a vuestros altares, que mora en vuestros sagrarios, que su carne,
es verdadero manjar y su sangre verdadera bebida para vuestras almas;
mas, si ésta es vuestra fe, entonces sois vosotros los impíos, ya que os
presentáis en las iglesias con menos respeto, compostura y decencia de
los que usaríais para visitar en su casa a una persona honesta. Los
paganos ciertamente no habrían permitido que se cometiesen en sus
templos y en presencia de sus ídolos, mientras se ofrecían los
sacrificios, las inmodestias que cometéis vosotros en presencia de
Jesucristo, en el momento mismo en que decís que desciende sobre
vuestros altares. Si verdaderamente creéis lo que afirmáis creer,
debierais estar sobrecogidos de un temblor santo.
Estas censuras son muy merecidas. ¿Qué puede pensarse, en efecto, viendo
la manera como la mayor parte de los cristianos se portan en nuestras
iglesias? Los unos están pensando en sus negocios temporales, los otros
en sus placeres; éste duerme, a esotro se le hace el tiempo
interminable; el uno vuelve la cabeza, el otro bosteza, el otro se está
rascando, o revolviendo las hojas de su devocionario, o mirando con
impaciencia si falta todavía mucho para que terminen los santos oficios.
La presencia de Jesucristo es un martirio, mientras que se pasarán cinco
o seis horas en el teatro, en la taberna, en la caza, sin que este
tiempo se les haga largo; y podéis observar que, durante los ratos que
se conceden al mundo y a sus placeres, no hay quien se acuerde de
dormir; ni de bostezar, ni de fastidiarse. Pero ¿es posible que la
presencia de Jesucristo sea tan ingrata a los cristianos, que debieran
hacer consistir toda su dicha en venir a pasar unos momentos en compañía
de tan buen padre? Decidme, qué debe pensar de nosotros el mismo
Jesucristo, que ha querido hallarse presente en nuestros sagrarios sólo
por nuestro amor, al ver que su santa presencia, que debiera constituir
toda nuestra felicidad o más bien nuestro paraíso en este mundo, parece
ser un suplicio y un martirio para nosotros? ¿No hay razón para creer
que esta clase de cristianas no irá jamás al cielo, donde debería estar
toda la eternidad en presencia de este mismo Salvador?
Vosotros no conocéis vuestra ventura cuando tenéis la dicha de
presentaros delante de vuestro Padre, que os ama más que a sí mismo, y
os llama al pie de sus altares, como en otro tiempo llamó a los
pastores, para colmaros de toda suerte de beneficios. Si estuviésemos
bien penetrados de esto, ¡con qué amor y con qué diligencia vendríamos
aquí como los Reyes Magos, para hacerle ofrenda de todo lo que poseemos,
es decir, de nuestros corazones y de nuestras almas! ¿No vendrían los
padres y madres con mayor solicitud a ofrecerle toda su familia, para
que la bendijese y le diese las gracias de la santificación? ¡Y con qué
gusto no acudirían los ricos a ofrecerle una parte de sus bienes en la
persona de los pobres! ¡Dios mío! ¡cuántos bienes nos hace perder para
la eternidad nuestra poca fe!
Pero escuchad todavía a los enemigos de nuestra santa religión: nada
digamos -continúan ellos- de vuestros Sacramentos, con respecto a los
cuales vuestra conducta dista tanto de vuestra creencia como el cielo
dista de la tierra. Tenéis el bautismo, por el cual quedáis convertidos
en otros tantos dioses, elevados a un grado de honor que no puede
comprenderse, porque supone que sólo Dios os sobrepuja. Mas ¿qué se
puede pensar de vosotros, viendo cómo la mayor parte os entregáis a
crímenes que os colocan por debajo de las bestias desprovistas de
razón?. Tenéis el sacramento de la Confirmación, por el cual quedáis
convertidos en otros tantos soldados de Jesucristo, que valerosamente
sientan plaza bajo el estandarte de la cruz, que jamás deben ruborizarse
de las humillaciones y oprobios de su Maestro, que en toda ocasión deben
dar testimonio de la verdad del Evangelio. Y no obstante, ¿quién lo
dijera?; se hallan entre vosotros yo no sé cuántos cristianos que por
respeto humano no son capaces de hacer públicamente sus actos de piedad;
que quizás no se atreverían a tener un crucifijo en su cuarto o una pila
de agua bendita a la cabecera de su cama; que se avergonzarían de hacer
la señal de la cruz antes y después de la comida, o se esconden para
hacerla. ¿Veis, por consiguiente, cuán lejos estáis de vivir conforme
vuestra religión os exige?
Tocante a la confesión y comunión, nos decís
vosotros, es verdad, que son cosas muy hermosas y muy consoladoras; pero
¿de qué manera os aprovecháis de ellas?, ¿cómo las recibís ? Para unos
no son más que una costumbre, una rutina y un juego; para otros, un
suplicio: no van mas que, por decirlo así, arrastrados. Mirad cómo es
preciso que vuestros ministros os insten y estimulen para que os
lleguéis al tribunal de la penitencia, donde se os da, según decís, el
perdón de vuestros pecados, o a la sagrada mesa, donde creéis que se
come el pan de los ángeles, que es vuestro Salvador. Si creyeseis lo que
decís, ¿no sería más bien necesario enfrenaros, considerando cuán grande
es vuestra dicha de recibir a vuestro Dios, que debe constituir muestro
consuelo en este mundo y vuestra gloria en el otro? Todo esto que, según
vuestra fe, constituye una fuente de gracia y de santificación, para la
mayor parte de vosotros no es en realidad más que una ocasión de
irreverencias, de desprecios, de profanaciones y de sacrilegios. O sois
unos impíos, a vuestra religión es falsa; pues, si estuvieseis bien
convencidos de que vuestra religión es santa, no os conduciríais de esta
manera en todo lo que ella os manda. Vosotros tenéis, además del
domingo, otras fiestas, establecidas, decís, unas para honrar lo que
vosotros llamáis los misterios de vuestra religión; otras, para celebrar
la memoria de vuestros apóstoles, las virtudes de vuestros mártires, que
tanto se sacrificaron por establecer vuestra religión.
Pero estas
fiestas, estos domingos, ¿cómo los celebráis? ¿No son principalmente
estos días los que escogéis para entregaros a toda suerte de desórdenes,
excesos y libertinaje: ¿No cometéis más maldades en estos días, tan
santos, según decís, que en todo otro tiempo? Respecto a los divinos
oficios, que para vosotros son una reunión con los santos del cielo,
donde comenzáis n gustar de su misma felicidad, ved el caso que hacéis
de ellos; una gran parte, no asiste casi nunca; los demás, van a ellos
como los criminales al tormento; ¿qué podría pensarse de vuestros
misterios, a juzgar por la manera como celebráis sus fiestas? Pero
dejemos a un lado este culto exterior, que, por una extravagancia
singular; por una inconsecuencia llena de irreligión, confiesa y
desmiente al mismo tiempo vuestra fe. ¿Dónde se halla entre vosotros esa
caridad fraterna, que, según los principios de vuestra creencia, se
funda en motivos tan sublimes y divinos?. Examinemos algo más de cerca
este punto, y veremos si son o no bien fundados esos reproches. ¡Qué
religión tan hermosa la vuestra -nos dicen los judíos y aun los mismos
paganos- si practicaseis lo que ella ordena! No solamente sois todos
hermanos, sino que juntos -y esto es lo más hermoso- no hacéis más que
un mismo cuerpo con Jesucristo, cuya carne y sangre os sirven de
alimento todos los días; sois todos miembros unos de otros. Hay que
convenir en que este artículo de vuestra fe es admirable, y tiene algo
de divino. Si obraseis según vuestra fe, seríais capaces de atraer a
vuestra religión todas las demás naciones; así es ella de hermosa y
consoladora, y así son de grandes los bienes que promete para la otra
vida. Pero lo que hace creer a todas las naciones que vuestra religión
no es como decís vosotros, es que vuestra conducta está en abierta
oposición con lo que ella os manda. Si se preguntase a vuestros pastores
y pudiesen ellos revelar lo que hay de más secreto, nos mostrarían
vuestras querellas, vuestras enemistades, vuestras venganzas, vuestras
envidias, vuestras maledicencias, vuestras chismorrerías, vuestros
pleitos y tantos otros vicios, qué causan horror a todos los pueblos,
aun a aquellos cuya religión tanto dista, según vosotros, de la santidad
de la vuestra. La corrupción de costumbres que reina entre vosotros
impide a los que no son de vuestra religión abrazarla porque, si
estuvieseis bien persuadidos de que ella es buena y divina, os
portaríais muy de otra manera.
¡Qué bochorno para nosotros oír de los enemigos de nuestra religión
semejante lenguaje!. Pero ¿no tienen razón sobrada para usarlo?.
Examinando nosotros mismos nuestra conducta, vemos positivamente que
nada hacemos de lo que aquélla nos manda. Parece, al contrario, que no
pertenecemos a una religión tan santa sino para deshonrarla y desviar a
los que la quisieran abrazar: una religión que nos prohíbe el pecado,
que nosotros cometemos con tanto gusto y al cual nos precipitamos con
tal furor que parece no vivimos sino para multiplicarlo ; una religión
que cada día presenta ante nuestros ojos a Jesucristo como un buen padre
que quiere colmarnos de beneficios, y nosotros huimos su santa
presencia, o si nos presentamos ante Él, en el templo, no es más que
para despreciarle y hacernos aún más culpables; una religión que nos
ofrece el perdón de nuestros pecados por el ministerio de sus
sacerdotes, y, lejos de aprovecharnos de estos recursos, o los
profanamos o los rehuímos; una religión que nos descubre tantos bienes
en la otra vida, y nos muestra medios tan seguros y fáciles de
conseguirlos, y nosotros no parece que conozcamos todo esto sino para
convertirlo en objeto de un cierto desprecio y chanza de mal gusto...
¡En qué abismo de ceguera hemos caído!
Una religión que no cesa nunca de
advertirnos que debemos trabajar sin descanso en corregir nuestros
defectos, y nosotros, lejos de hacerlo así, yendo en busca de todo lo
que puede enardecer nuestras pasiones; una religión que nos advierte que
no hemos de obrar sino por Dios, y siempre con la intención de
agradarle, y nosotros, no teniendo en nuestras obras más que miras
humanas, queriendo siempre que el mundo sea testigo del bien que
hacemos, que nos aplauda y felicite por ello. ¡Oh!, Dios mío! ¡ qué
ceguera y qué pobreza la nuestra!. ¡Y pensar que podríamos allegar
tantos tesoros para el cielo, con sólo portarnos según las reglas que
nos da nuestra religión santa!
Pero escuchad todavía cómo los enemigos de nuestra santa y divina
religión nos abruman con sus reproches: decís vosotros que vuestro
Jesús; a quien consideráis como vuestro Salvador, os asegura que mirará
como hecho a sí propio todo cuanto hiciereis por vuestro hermano; ésta
es una de vuestras creencias, por cierto, muy hermosa. Pero, si esto es
así como vosotros nos decís, ¿es que no lo creéis sino para insultar al
mismo Jesucristo? es que no lo creéis sino para maltratarle y ultrajarle
de la manera más cruel en la persona de vuestro prójimo? Según vuestros
principios, las menores faltas contra la caridad han de ser consideradas
cono otros tantos ultrajes hechos a Jesucristo.
Pero entonces, decid,
cristianos, ¿qué nombre daremos a esas maledicencias, a esas calumnias,
a esas venganzas, a esos odios con que os devoráis los unos a los
otros?. He aquí que vosotros sois mil veces más culpables con la persona
de Jesucristo, que los mismos judíos a quienes echáis en cara su muerte.
No; las acciones de los pueblos más bárbaros contra la humanidad nada
son comparadas con lo que todos los días hacemos nosotros contra los
principios dé la caridad cristiana. Aquí tenéis una parte de los
reproches que nos echan en rostro los enemigos de nuestra santa
religión.
No me siento con fuerzas para proseguir tan triste es esto y deshonroso
para nuestra santa religión, tan hermosa, tan consoladora, tan capaz de
hacernos felices, aun en este mundo, mientras nos prepara una dicha
infinita para la eternidad. Y si esos reproches son ya tan humillantes
para un cristiano cuando no salen más que de boca de los hombres, dejo a
vuestra consideración qué será cuando tengamos la desventura de oírlos
de boca del mismo Jesucristo, al comparecer delante de Él, para darle
cuenta de las obras que nuestra fe debiera haber producido en nosotros.
Miserable cristiano -nos dirá Jesucristo (M a t.,11. 24.)- ¿dónde están
los frutos de la fe con que yo había enriquecido tu alma?. ¿De aquella
fe en la cual viviste y cuyo Símbolo rezabas todos los días?. Me habías
tomado por tu Salvador y tu modelo. He aquí mis lágrimas y mis
penitencias; ¿dónde están las tuyas?. ¿Qué fruto sacaste de mi sangre
adorable, que hacía manar sobre ti por mis Sacramentos? ¿De qué te ha
servido esta cruz, ante la cual tantas veces te prosternaste?. ¿Qué
semejanza hay entré tú y Yo?. ¿Qué hay de común entre tus penitencias y
las mías?, ¿entre tu vida y mi vida?. ¡Ah, miserable! Dame cuenta de
todo el bien que esta fe hubiera producido en ti, si hubieses tenida la
dicha de hacerla fructificar. Ven, depositario infiel e indolente, dame
cuenta de esta fe preciosa e inestimable, que podía y debía haberte
producido riquezas eternas, si no la hubieses indignamente ligado con
una vida toda carnal y pagana.
¡Mira, desgraciado, qué semejanza hay
entre tú y Yo! Considera mi Evangelio, considera tu fe. Considera mi
humildad y mi anonadamiento, y considera tu orgullo, tu ambición y tu
vanidad. Mira tu avaricia, y mi desasimiento de las cosas de este mundo.
Compara tu dureza con los pobres y el desprecio que de ellos tuviste,
con mi caridad y mi amor; tus destemplanzas, con mis ayunos y
mortificaciones; tu frialdad y todas tus irreverencias en el templo, tus
profanaciones, tus sacrilegios y los escándalos que diste a mis hijos,
todas las almas que perdiste, con los dolores v tormentos que por
salvarlas yo pasé. Si tú fuiste la causa de que mis enemigos
blasfemasen, mi santo Nombre, yo sabré castigarlos a ellos como merecen;
pero a ti quiero hacerte probar todo el rigor de mi justicia. Sí -nos
dice Jesucristo-, los moradores de Sodoma y de Gomorra serán tratados
con menos severidad que este pueblo desdichado, a quien tantas gracias
concedí, y para quien mis luces, mis favores y todos mis beneficios
fueron inútiles, pagándome con la más negra ingratitud.
Sí; los malvados maldecirán eternamente el día en que recibieron el
santo bautismo, los pastores que los instruyeron, los Sacramentos que
les fueron administrados. ¡Ay! ¿qué digo?, este confesonario, este
comulgatorio, estas sagradas fuentes, este púlpito, este altar, esa
cruz, ese Evangelio, o para que lo entendáis mejor, todo lo que ha sido
objeto de su fe, será objeto de sus imprecaciones, de sus maldiciones,
de sus blasfemias y de su desesperación eterna. ¡Oh, Dios mío! ¡qué
vergüenza y qué desgracia para un cristiano, no haber sido cristiano
sino para mejor condenarse y para mejor hacer sufrir a un Dios que no
quería sino su eterna felicidad, a un Dios que nada perdonó para ello,
une dejó el seno de su Padre, y vino a la tierra a vestirse de nuestra
carne, y pasó toda su vida en el sufrimiento y las lágrimas, y murió en
la cruz para salvarle! Dios no ha cesado -se dirá el mísero- de
perseguirme con tantos buenos pensamientos, con tantas instrucciones de
parte de mis pastores, con tantos remordimientos de mi conciencia.
Después de mi pecado, se me ha dado a sí mismo para servirme de modelo;
¿qué más podía hacer para procurarme el cielo? Nada, no, nada más; si
hubiese yo querido, todo esto me hubiera servido para ganar el cielo,
que no es ya para mí. Volvamos de nuestros extravíos y tratemos de obrar
mejor que hasta el presente.