Tratado de la Paciencia Capítulo 1: Importancia de la paciencia
Confieso a Dios, mi Señor, que temo no poco por mí y quizás sea desvergüenza
el que yo me atreva a escribir acerca de la paciencia. De ninguna manera soy
capaz, como hombre carente de todo bien. Porque cuando es necesario
demostrar e inculcar alguna cosa, entonces se buscan personas competentes
que con anterioridad la hayan tratado y con decisión dirigido para poderla
recomendar con aquella autoridad que procede de la propia conducta; sin que
sus enseñanzas tengan que avergonzarse por falta de los propios ejemplos.
¡Ojalá que esta vergüenza trajese el remedio: de modo que la misma vergüenza
de carecer de la que enseñamos a los otros, se convirtiera en maestra de lo
que decimos! Con todo, hay algún tipo de bienes y también de males, de tan
imponderable magnitud como la gracia de una inspiración divina. Porque lo
que es sumo bien se halla al arbitrio de Dios, el cual por ser el único en
poseerlo es también el único en dispensarlo, y esto a quien Él señala para
conseguirlos a tolerarlos es indispensable dignarse hacerlo Por esta misma
razón es de verdadero consuelo discurrir sobre aquello, de lo cual no
podemos gozar; como los enfermos que faltándoles la salud, no terminan jamás
de hablar de ella. Así yo -¡Oh miserable de mí! siempre consumido por la
fiebre de mi impaciencia- para obtener esta virtud necesito suspirar y pedir
y hablar de ella. Veo mi enfermedad y tengo presente que sin el socorro de
la paciencia no se logra fácilmente la firmeza de la fe ni la buena salud de
la doctrina cristiana. De tal modo Dios la antepuso, que sin ella nadie
puede cumplir ningún precepto ni realizar ninguna obra grata al Señor.
Los mismos que viven como ciegos honran su excelencia proclamándola: virtud
suma. Y aquellos filósofos paganos, que se atribuyen una animalesca
sabiduría1, tanto la estiman que a pesar de hallarse, por muchos caprichos y
envidias, divididos en sectas y opiniones, sin embargo tan sólo concuerdan
con respecto a la paciencia, para cuyo estudio únicamente se ponen en paz.
En ella están de acuerdo; en ella se unen, y de modo unánime se empeñan en
fingir que la poseen. Buscan ser estimados por sabios, simulando ser
pacientes. ¡Grande alabanza de ella es, el que se hagan merecedoras de honra
y glorias sabios tan vanos! O quizás, ¿no será afrentoso que cosa tan divina
se la revuelva con tales falacias? Véanlo ellos. Quizás dentro de poco
tendrán que avergonzarse de que su sabihondez sea destruida con este mundo.