LA LUZ DE LA INTELIGENCIA: 3. El conocimiento científico y la búsqueda sapiente de sentido
Cardenal Paul Poupard,
Presidente del Pontificio Consejo
para la Cultura
La consecuencia de todo esto, por poco que reflexionemos, es curiosa.
Vivimos en una cultura altamente sofisticada, en la que todo está estudiado,
pesado, medido. El conocimiento científico de la realidad se refleja en un
avance tecnológico poderosísimo, que pone en nuestras manos infinitas
posibilidades de controlar nuestro entorno. Hoy no hay actividad humana que
se realice sin una complejísima labor de planificación previa, que sopese
los pros y los contras hasta el último detalle. Tenemos compañías de seguros
hasta para morirnos. Y bien, en esta sociedad en que la razón ocupa un
puesto tan central, el hombre se siente como impotente para dar con su
entendimiento un pequeño salto metafísico, un pequeño salto que lo eleve y
que le permita acceder a los niveles más profundos de la realidad.
Existe un párrafo de la Constitución Gaudium et spes, del Concilio Vaticano
II, que, con toda delicadeza, invita a los hombres de nuestro tiempo a
prestar atención a los niveles profundos de la realidad, niveles que se
revelan especialmente cuando se toma en consideración la constitución de la
persona humana. El hombre, «por su interioridad, es superior al universo
entero; a estas profundidades retorna cuando se vuelve a su corazón, donde
le espera Dios, que escruta los corazones... Así, pues, al reconocer en sí
mismo un alma espiritual e inmortal, no es víctima de un falaz espejismo...
sino que, al contrario, toca la verdad profunda de la realidad» (11).
En el fondo, en nuestra cultura somos bien conscientes de que la realidad
tiene niveles profundos. Por ejemplo, confiamos mucho, y con razón, en el
poder de la ciencia. Algunas de sus conquistas más sobresalientes pertenecen
al patrimonio de nuestra cultura moderna, y ello nos llena de legítimo
orgullo. Es más, algunos desarrollos de la ciencia, de naturaleza
especialmente teórica, y por ello más admirables, nos han permitido
liberarnos para siempre de viejos tópicos, propios de la natural ingenuidad
humana, y conocer más de cerca la colosal complejidad de las cosas, en la
cual, a pesar de todo, nuestro entendimiento es capaz de hacer alguna luz,
conociendo con certeza algo válido y demostrable sobre nuestro mundo, desde
sus remotos orígenes, hasta la más pequeña partícula subatómica.
Sin embargo, al mismo tiempo, se constata que a esta relación con el mundo
que la ciencia promueve, le falta algo, porque no acierta a conectarse con
la más intrínseca realidad de las cosas. De hecho, la moderna cosmovisión
científica es más una fuente de desintegración y de dudas que de integración
y de sentido. Pese a que en la actualidad sabemos infinitamente más sobre el
universo que nuestros predecesores, estamos cayendo en la cuenta de que
ellos sabían algo que a nosotros se nos escapa. De manera que, en este final
de siglo, el progreso de la ciencia nos hace mirar con optimismo las
virtualidades de la inteligencia humana; pero, por otra parte, se va
haciendo cada vez más evidente que necesitamos cultivar urgentemente una
sabiduría superior, que vaya más allá de la ciencia, que humanice nuestra
vida, y que responda a la plenitud de las exigencias de nuestra naturaleza
espiritual.
La Constitución Gaudium et spes, ya citada, expresa esta tensión paradójica
en su n. 15. El hombre, partícipe de la luz de la mente divina, tiene razón
al creerse, por su inteligencia, superior al universo de las cosas. Con el
ejercicio infatigable de su propio ingenio ha progresado grandemente. Sin
embargo, su inteligencia, aunque debilitada por el pecado, no se limita
exclusivamente a lo fenoménico, sino que es capaz de alcanzar con verdadera
certeza la realidad inteligible. La naturaleza intelectual de la persona
humana se perfecciona por la sabiduría. Guiado por ella, el hombre pasa de
las cosas visibles a las invisibles. Nuestra época tiene especial necesidad
de esa sabiduría para humanizar sus descubrimientos; de otro modo corre
peligro el mismo destino futuro del mundo. Finalmente, gracias al don del
Espíritu Santo, el hombre llega a contemplar y gustar por la fe el misterio
del Plan divino.
Notas
11. Gaudium et spes, 14.