Catequesis 2: Dios nos sale al encuentro en Jesucristo
Dios mismo, enviando a su Hijo, satisface nuestra sed
SÍNTESIS DE LA CATEQUESIS:
1. El nombre propio del deseo o búsqueda del hombre es espera. Las
tentaciones ante la espera: la presunción y el escepticismo.
2. Dios responde a la espera del hombre: y lo hace a través de la historia
de los hombres (profetas, alianza con el pueblo de Israel.).
3. La respuesta definitiva de Dios es el envío de su Hijo. En Jesucristo,
verdadero Dios, es Dios mismo - el único capaz - el que responde al hombre.
Y lo hace humanamente, pues Jesucristo es hombre verdadero. La respuesta de
Dios es absolutamente sobreabundante y concreta a la vez.
4. Jesucristo revela el hombre al hombre. Por eso "la cuestión de la vida"
es encontrarse con Jesús.
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Oración
Textos complementarios
TEXTO:
1. La paradoja de la espera
La vida, lo hemos visto en la catequesis precedente, nos urge a encontrar
una respuesta al deseo de infinito que nos constituye. El hombre es capax
Dei, y esto significa, ante todo, que es un ser en búsqueda. Pero la
búsqueda del hombre posee un nombre más adecuado: es una espera. El hombre,
todo hombre, independientemente de su cultura, de su raza, de sus
circunstancias personales, está a la espera. Cuántas veces hemos escuchado
que "la esperanza es lo último que se pierde". Y es verdad, no porque seamos
ingenuos o ilusos, sino porque "estar a la espera" es lo más característico
del hombre.
Pero ¿qué esperamos? O mejor aún, ¿a quién esperamos?
Ya hemos visto que las dimensiones de nuestra espera nos superan por todas
partes. El hombre es un ser paradójico, pues siendo finito y limitado piensa
lo infinito y lo desea.
Ante esta paradoja surge una doble tentación: o se niega que somos limitados
o se niega nuestra apertura al infinito, nuestro ser capaces Dei. Se trata
de tentaciones mucho más actuales de lo que se pueda pensar a primera vista.
Respecto a la primera hay que reconocer que negar el límite del hombre es la
pretensión secreta que guía, en muchos casos, la aplicación de la tecnología
y de la ciencia al inicio y al fin de la vida del hombre. Los acuciantes
problemas bioéticos de nuestros días tienen en su base la gran pregunta
sobre el hombre: ¿somos capaces de dominar nuestro inicio y nuestro fin?,
¿podemos considerarnos "creadores" de nosotros mismos? La tentación de negar
nuestro ser limitado ha acompañado siempre el camino del hombre: «Replicó la
serpiente a la mujer: "De ninguna manera moriréis. Es que Dios sabe muy bien
que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como
dioses, conocedores del bien y del mal. Y como viese la mujer que el árbol
era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr la
sabiduría, tomó de su fruto y comió, y dio también a su marido, que
igualmente comió» (Gn 3, 4-6). El hombre no resiste en la espera de la
respuesta que colme la sed infinita de su corazón, y cede a la tentación de
pensar que puede darse esa respuesta por sí mismo. Sabemos bien cuál es el
final de dicho intento: «Entonces se les abrieron a entrambos los ojos, y se
dieron cuenta de que estaban desnudos» (Gn 3, 7). El intento fallido de
darse respuesta por sí mismo conduce al hombre a la vergüenza: su límite
deja de ser ocasión de apertura y espera, y se convierte en herida y
condena.
Y entonces, casi inevitablemente, hace acto de presencia la otra gran
tentación: pensar que el límite es la última palabra sobre nuestra vida,
negar nuestra apertura, nuestra espera de lo infinito. Se abre paso en la
vida del hombre ese terrible enemigo que se llama "escepticismo". Esta
tentación también ha acompañado a los hombres desde el inicio de la
historia. El poeta Esquilo en su obra Los persas afirma: «ningún mortal debe
fomentar pensamientos que sobrepasan su condición mortal» (v. 820). Hoy este
escepticismo se manifiesta en la búsqueda frenética de satisfacciones y
placeres limitados que se suceden unos a otros vertiginosamente. ¡Como si la
multiplicación de lo limitado pudiese tener como resultado lo infinito! No
hace falta acudir a las exageraciones de las que habla la prensa, para
descubrir que la tentación del escepticismo se esconde en el modo con el
que, en muchas ocasiones, afrontamos nuestra jornada de estudio o de
descanso.
Atención: ¡el mundo no se divide en pretenciosos y escépticos! Todos somos
un poco pretenciosos y un poco escépticos. Es más, normalmente pasamos a ser
escépticos cuando nos damos cuenta de que nuestra pretensión no tiene
fundamento, cuando nuestras fuerzas nos desilusionan. Pero apenas nos
reponemos un poco, no es difícil que al escepticismo suceda de nuevo la
tentación del superhombre. ¡Y así pasamos el tiempo de una tentación a la
otra!
El problema es que decir "soy capaz por mí mismo" o, por el contrario,
afirmar "no es posible", son dos formas de censurar y negar la paradoja del
ser hombre. Son dos formas de abandonar la espera.
2. Dios responde a la espera del hombre
La alternativa a darse respuesta por sí mismos y a negar la posibilidad de
una respuesta, consiste en la espera.
Los profetas del Antiguo Testamento expresan con particular intensidad esta
espera que es el hombre. Es la espera del Mesías, de la respuesta de Dios a
su pueblo.
Durante el tiempo de Adviento los profetas acompañarán nuestro camino hacia
la Navidad, manteniendo y educando nuestro corazón a la espera de Dios que
viene, que responde a nuestra sed: «Destilad, cielos, como rocío de lo alto,
derramad, nubes, la victoria. Ábrase la tierra, produzca la salvación, y
germine juntamente la justicia» (Is 45, 8).
Pero ¿es posible esperar? El poeta francés Charles Péguy, en una famosa obra
sobre la esperanza llamada El pórtico del misterio de la segunda virtud -
¡una óptima lectura para el tiempo de Adviento! - afirma: «Para esperar,
hija mía, hace falta ser feliz de verdad, hace falta haber obtenido,
recibido una gran gracia». Porque ciertamente sólo la respuesta de Dios que
sale a nuestro encuentro salva y alimenta la espera que constituye nuestro
ser hombres.
En efecto, la espera se mantiene y crece porque la respuesta sale a nuestro
encuentro. Es una respuesta que no viene de nosotros, que no es limitada
como nosotros, porque tiene las dimensiones de lo infinito. No es una
respuesta que me ofrece simplemente otro hombre, radicalmente sediento como
yo. No es simplemente la ayuda de un "genio humano", capaz de expresar mejor
que yo cuanto vive en mi corazón sediento. Es una respuesta capaz de
responder a mi sed de infinito porque proviene del infinito mismo que sale a
mi encuentro.
La respuesta, en efecto, es la expresión de la piedad de Dios por el hombre.
Dios, en efecto, no abandona al hombre a la pretensión de dar respuesta por
sí mismo a la sed que lo constituye o a una desesperación escéptica, sino
que inicia con los hombres una historia de salvación. Enseña el Concilio
Vaticano II que Dios «después de su caída alentó en ellos la esperanza de la
salvación con la promesa de la redención, y tuvo incesante cuidado del
género humano, para dar vida eterna a todos los que buscan la salvación con
la perseverancia en las buenas obras» (Dei verbum 3). Y así estableció la
alianza con Noé y, sobre todo, eligió a Abraham, padre de todos los
creyentes, del que nacerá el pueblo de la promesa .
Dios responde a la espera del hombre en la historia. Dios sale al encuentro
del hombre allí donde el hombre vive, ama, trabaja, sufre, goza. En la
historia concreta de un pueblo y a través de dicha historia, Dios se hace
respuesta para el hombre. Así lo encontramos expresado en las palabras que
Dios dirige a Moisés al inicio del libro del Éxodo: «Bien vista tengo la
aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado su clamor en presencia de
sus opresores; pues ya conozco sus sufrimientos. He bajado para librarle de
la mano de los egipcios y para subirle de esta tierra a una tierra buena y
espaciosa; a una tierra que mana leche y miel (.) Así pues, el clamor de los
israelitas ha llegado hasta mí y he visto además la opresión con que los
egipcios los oprimen. Ahora, pues, ve; yo te envío a Faraón, para que saques
a mi pueblo, los israelitas, de Egipto» (Ex 3, 7-10).
La historia de salvación que Dios obra con su pueblo encuentra en la
liberación de Egipto - la Pascua - y en la alianza del Sinaí su momento
culminante. Dios ha respondido y lo ha hecho con sobreabundancia y al
alcance del hombre: el pueblo de Israel ha podido comprobar en su propia
carne que Dios salva. Y sin embargo, la infidelidad - o como presunción o
como escepticismo: ¡de nuevo las dos tentaciones contra la espera del
hombre! - se abre paso en la vida del pueblo.
Pero Dios no cede ante la fragilidad de su pueblo. Es más «por los profetas,
Dios forma a su pueblo en la esperanza de la salvación, en la espera de una
Alianza nueva y eterna destinada a todos los hombres (cf. Is 2,2-4), y que
será grabada en los corazones (cf. Jr 31,31-34; Hb 10,16). Los profetas
anuncian una redención radical del pueblo de Dios, la purificación de todas
sus infidelidades (cf. Ez 36), una salvación que incluirá a todas las
naciones (cf. Is 49,5-6; 53,11)» .
3. Jesucristo: la respuesta de Dios al hombre
Dios no cesa de responder, y lo hace cada vez con mayor misericordia y
sobreabundancia. Ha querido responder a nuestra espera en la historia y por
medio de la historia.
Y ha querido llevar a plenitud su designio histórico de salvación. San Pablo
lo indica con una expresión eficacísima que podemos considerar una especie
de síntesis del cristianismo: «al llegar la plenitud de los tiempos, envió
Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que
se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Gal
4, 4-5).
Dios envió a su Hijo: esta es la respuesta de Dios a la espera del hombre.
Aunque podamos tener muchas imágenes o ideas de lo que es el cristianismo y
la fe, fruto de la educación que hemos recibido en nuestra familia o en el
colegio, o fruto de lo que afirman los medios de comunicación o los diversos
agentes culturales, lo cierto es que, sintentizando al máximo, el
cristianismo dice de sí mismo esto: Dios envío a su Hijo. Todo lo demás
expresa y está en función de este hecho que constituye el centro y el
fundamento de la historia y del cosmos. Es importante que confrontemos la
idea que tenemos de la fe, con este anuncio, sencillo y radical al mismo
tiempo. Radical porque si Dios ha enviado su Hijo, entonces mi sed de
infinito puede encontrar quién la sacie. Sencillo porque se trata
simplemente de encontrar, o mejor, de ser encontrado por Aquel que Dios ha
enviado: el Hijo de Dios ha sido enviado por el Padre para salir a mi
encuentro.
Durante el año tendremos la ocasión de profundizar en la pregunta ¿quién es
el Hijo, quién es Jesús? En este momento es importante reconocer el camino
que Dios, en su misericordia, ha querido recorrer para salir a nuestro
encuentro y responder a nuestra sed de infinito.
Enviando a su Hijo, Dios ha querido responder personalmente a nuestra
espera. El Hijo no es un simple enviado, no es un mero profeta. El Hijo es,
como recitamos en el credo cada domingo, «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios
verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza
del Padre». Esto significa que el Hijo puede responder a nuestra espera: es
el Infinito que sale al encuentro de nuestro corazón que desea todo. A la
sed del hombre podía responder sólo Dios, y lo ha hecho personalmente. San
Juan de la Cruz intuyó esta sobreabundancia de la respuesta de Dios a
nuestra sed con gran claridad: «Porque en darnos, como nos dio a su Hijo,
que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una
vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar; porque lo que hablaba
antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en el todo, dándonos al
Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o
querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría
agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra
alguna cosa o novedad» (Subida al monte Carmelo 2,22,3-5).
Pero Dios no sólo ha querido responder personalmente a la sed del hombre. Ha
querido responder humanamente al hombre. Y así, en el credo, tras haber
confesado que el Hijo es Dios, continuamos nuestra profesión de fe
afirmando: «que por nosotros los hombres, y por nuestra salvación bajó del
cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen, y se
hizo hombre». El Hijo de Dios se ha hecho hombre para responder humanamente
a nuestra sed, para establecer un diálogo con el hombre, pues en Jesucristo
«Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y
mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su
compañía» (Dei verbum 2). De este modo no hay otro camino para recibir la
respuesta que Dios mismo es y que nos ofrece gratuitamente, que la humanidad
de Jesucristo. Santa Teresa de Jesús nos invita a no abandonar nunca este
sendero: «Y veo yo claro y he visto después que, para contentar a Dios y que
nos haga grandes mercedes, quiere que sea por manos de esta Humanidad
sacratísima, en quien dijo Su Majestad se deleita. Muy, muy muchas veces lo
he visto por experiencia; hámelo dicho el Señor; he visto claro que por esta
puerta hemos de entrar, si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes
secretos. Así que no queramos otro camino, aunque estemos en la cumbre de
contemplación; por aquí vamos seguros. Este Señor nuestro es por quien nos
vienen todos los bienes. El lo enseñará; mirando su vida es el mejor
dechado. ¿Qué más queremos de un tan buen amigo al lado?» (Libro de la Vida
22, 6-7).
Jesucristo es Dios que responde humanamente al hombre. Si nos acercamos a
los encuentros de Jesús que nos narran los Evangelios, podemos verlo
descrito con sencillez.
Jesús encuentra sus primeros discípulos, Juan y Andrés, mientras éstos
escuchaban predicar al Bautista. Llenos de curiosidad por las palabras que
el profeta del Jordán dice sobre Jesús, le siguen y reciben una respuesta
humanísima a su pregunta: «Jesús se volvió y al ver que le seguían les dice:
"¿Qué buscáis?". Ellos le respondieron: "Rabbí - que quiere decir 'Maestro'
- ¿dónde vives?". Les respondió: "Venid y lo veréis"» (Jn 1, 35-39). El
Evangelio continúa narrando que le siguieron y estuvieron con Él: pasaron
juntos la tarde. Y a través de esa convivencia entre amigos, se revela el
misterio de la persona de Cristo: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1, 41),
dirá Andrés a su hermano Simón Pedro.
Zaqueo promete devolver lo que ha robado porque la salvación ha entrado en
su casa (cfr. Lc 19, 1-10), los apóstoles se preguntan quién es Jesús
viéndole calmar la tempestad (cfr. Mt 8, 23-27); la Samaritana anuncia a sus
paisanos que ha encontrado uno que le ha dicho todo lo que ha hecho (Jn 4,
1-42), el ciego de nacimiento da testimonio de su curación milagrosa (9,
1-41), la multitud se asombra y glorifica a Dios viendo la curación del
paralítico y el perdón de sus pecados (cfr. Mc 2, 1-12), el buen ladrón pide
al Señor participar del paraíso con Él (23, 39-43). Los Evangelios
testimonian continuamente como en la vida, en la humanidad de Jesús se hace
presente Dios mismo respondiendo a la espera del hombre. Este es el camino
que la Trinidad ha querido recorrer para salir al encuentro del hombre: se
llama Encarnación.
Haciéndose hombre para encontrar a los hombres como un amigo encuentra a
otro amigo, Dios ha revelado hasta el fondo el rostro del hombre. El
Concilio Vaticano II lo recuerda en el n. 22 de la Constitución Gaudium et
spes, uno de los textos claves de toda la enseñanza conciliar: «En realidad,
el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado.
Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir,
Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del
misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio
hombre y le descubre la sublimidad de su vocación».
En Jesucristo, la respuesta que Dios ha ofrecido humanamente al hombre, éste
reconoce la verdadera naturaleza de su espera y recibe "la gran gracia" que
le permite continuar en la espera.
Jesucristo es la respuesta sobreabundante a nuestra espera. La liturgia de
la Iglesia lo expresa con particular eficacia cuando dice que las promesas
del Señor «superan todo deseo» (Oración Colecta de la XX Semana del Tiempo
Ordinario).
Si el cristianismo es Dios que envió a su Hijo, si Jesucristo es la
respuesta que Dios ha ofrecido humanamente a la espera del hombre, entonces
"la cuestión fundamental" de la vida es encontrarse con Él.
Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre
Escúchame, Señor, que te llamo;
ten piedad, respóndeme.
Oigo en mi corazón: "Buscad mi rostro".
Tu rostro buscaré, Señor,
no me escondas tu rostro.
Señor, enséñame tu camino,
guíame por la senda llana.
(Salmo 26)
Dios y Señor nuestro,
ninguno te hemos visto tal como eres en ti mismo.
Y, sin embargo, no eres del todo invisible para nosotros.
No has quedado fuera de nuestro alcance.
Tú nos has amado primero,
y ese amor tuyo ha aparecido entre nosotros,
se ha hecho visible.
Pues Tú enviaste al mundo a tu Hijo único
para que vivamos por medio de él.
Así te has hecho visible:
en Jesús podemos ver tu rostro.
(Según Deus caritas est 17)
Te damos gracias, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno.
Porque Cristo, el Señor, sin dejar la gloria del Padre,
se hace presente entre nosotros de un modo nuevo:
el que era invisible en su naturaleza, se hace visible al adoptar la
nuestra;
el eterno, engendrado antes del tiempo, comparte nuestra vida temporal
para asumir en sí todo lo creado,
para reconstruir lo que estaba caído
y restaurar de este modo el universo,
para llamar de nuevo al reino de los cielos al hombre sumergido en el
pecado.
(Según el Prefacio II de Navidad)
Textos complementarios
Jesucristo iluminó a los ciegos
Palabra de Dios
"La serpiente era más astuta que las demás bestias del camp, que el Señor
había hecho. Y dijo a la mujer: -¿Con que Dios os ha dicho que no comáis de
ningún árbol del jardín?
La mujer contestó a la serpiente: -Podemos comer los frutos de los árboles
del jardín; sólo del fruto del árbol que está en medio del jardín nos ha
dicho Dios: 'No comáis de él ni lo toquéis, bajo pena de muerte?'.
La serpiente replicó a la mujer: No es verdad que tengáis que morir. Bien
sabe Dios que cuando comáis de él, se os abrirán los ojos, y seréis como
Dios en el conocimiento del bien y del mal.
La mujer se dio cuenta de que el árbol era apetitoso, atrayente y deseable
porque daba inteligencia; y cogió un fruto, comió, se lo alargó a su marido,
y él también comió.
Se les abrieron los ojos a los dos, y descubrieron que estaban desnudos;
entrelazaron hojas de higueras y se las ciñeron.
Oyeron al Señor que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa; el
hombre y su mujer se escondieron de la vista del Señor Dios entre los
árboles del jardín"
(Génesis 3, 1-8).
"Mirad que llegan días -oráculo del Señor- en que haré con la casa de Israel
y la casa de Judá una alianza nueva. No como la que hice con vuestros
padres, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto. Ellos, aunque yo
era su Señor, quebrantaron mi alianza -oráculo del Señor-.
Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y
ellos serán mi pueblo. Y no tendrá que enseñar uno a su prójimo, el otro a
su hermano, diciendo: Reconoce al Señor. Porque todos me conocerán, desde el
pequeño al grande -oráculo del Señor-, cuando perdone sus crímenes, y no
recuerde sus pecados" (Jeremías 31, 31-34).
"Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer,
nacido bajo la Ley para rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que
recibiéramos el ser hijos por adopción.
Como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones al Espíritu de su Hijo que
clama: ¡Abba! (Padre). Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y, si eres
hijo, eres también heredero por voluntad de Dios" (Gálatas 4,4-7).
"Tomás le dice: -Señor, no sabemos adónde vas. ¿Cómo podemos saber el
camino?
Jesús le responde: -Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al
Padre sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre.
Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto.
Felipe le dice: -Señor, muéstranos al Padre y nos basta.
Jesús le replica: -Hace tanto tiempo que estoy con vosotros, ¿y no me
conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú:
"Muéstranos al Padre"? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El
Padre, que permanece en mí, él mismo hace las obras" (Juan 14, 5-10).
Santos Padres
"Ea, hombrecillo, deja un momento tus ocupaciones habituales; entra un
instante en ti mismo, lejos del tumulto de tus pensamientos. Arroja fuera de
ti las preocupaciones agobiantes; aparta de ti tus inquietudes trabajosas.
Dedícate algún rato a Dios y descansa siquiera un momento en su presencia.
Entra en el aposento de tu alma; excluye todo, excepto Dios y lo que pueda
ayudarte para buscarle; y así, cerradas todas las puertas, ve en pos de él.
Di, pues, alma mía, di a Dios: 'Busco tu rostro, Señor, anhelo ver tu
rostro'.
Y ahora, Señor, mi Dios, enseña a mi corazón dónde y cómo buscarte, dónde y
cómo encontrarte.
Señor, si no estás aquí, ¿dónde te buscaré, estando ausente? Si estás por
doquier, ¿cómo no descubro tu presencia? Cierto es que habitas en una
claridad inaccesible. Pero ¿dónde se halla esa inaccesible claridad?, ¿cómo
me acercaré a ella? ¿Quién me conducirá hasta ahí para verte en ella? Y
luego, ¿con qué señales, bajo qué rasgo te buscaré? Nunca jamás te vi,
Señor, Dios mío; no conozco tu rostro.
(.)
Míranos, Señor; escúchanos, ilumínanos, muéstrate a nosotros. Manifiéstanos
de nuevo tu presencia para que todo nos vaya bien; sin eso todo será malo.
Ten piedad de nuestros trabajos y esfuerzos para llegar a ti, por sin ti
nada podemos.
Enséñame a buscarte y muéstrate a quien te busca; porque no puedo ir en tu
busca a menos que tú me enseñes, y no puedo encontrarte si tú no te
manifiestas. Deseando te buscaré, buscando te desearé, amando te hallaré y
hallándote te amaré" (SAN ANSELMO, OBISPO, Proslogion, cap. 1).
"¿Quieres saber por dónde has de ir? Oye que el Señor dice primero: Yo soy
el camino. Antes de decirte a donde, te dijo por donde: Yo soy el camino. ¿Y
a dónde lleva el camino? A la verdad y a la vida. Primero dijo por donde
tenías que ir, y luego a donde. Yo soy el camino, y la verdad, y la vida.
Permaneciendo junto al Padre, es la verdad y la vida; al vestirse de carne,
se hace camino.
No se te dice: "Trabaja por dar con el camino, para que llegues a la verdad
y a la vida"; no se te ordena esto. Perezoso, ¡levántate! El mismo camino
viene hacia ti y te despierta del sueño en que estabas dormido, si es que en
verdad te despierta; levántate, pues, y anda.
A lo mejor estás intentando andar y no puedes, porque te duelen los pies. Y
¿por qué te duelen los pies?; ¿acaso porque anduvieron por caminos
tortuosos, bajo los impulsos de la avaricia? ¿Pero piensa que la Palabra de
Dios sanó también a los cojos. "Tengo los pies sanos -dices-, pero no puedo
ver el camino". Piensa que también iluminó a los ciegos".
(SAN AGUSTÍN, Sobre el Evangelio de san Juan 34, 9)
Catecismo de la Iglesia Católica
51 "Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el
misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo,
Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen
consortes de la naturaleza divina" (DV 2).
52 Dios, que "habita una luz inaccesible" (1 Tm 6,16) quiere comunicar su
propia vida divina a los hombres libremente creados por él, para hacer de
ellos, en su Hijo único, hijos adoptivos (cf. Ef 1,4-5). Al revelarse a sí
mismo, Dios quiere hacer a los hombres capaces de responderle, de conocerle
y de amarle más allá de lo que ellos serían capaces por sus propias fuerzas.
65 "De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a
nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha
hablado por su Hijo" (Hb 1,1-2). Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la
Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En El lo dice todo, no
habrá otra palabra más que ésta. S. Juan de la Cruz, después de otros
muchos, lo expresa de manera luminosa, comentando Hb 1,1-2:
Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no
tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no
tiene más que hablar; porque lo que hablaba antes en partes a los profetas
ya lo ha hablado en el todo, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual,
el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación,
no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos
totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad (SAN JUAN DE LA
CRUZ, Subida al monte Carmelo 2,22,3-5: Biblioteca Mística Carmelitana, v.
11 (Burgos 1929), p. 184.).
Testimonio
"Con tan buen amigo presente -nuestro Señor Jesucristo-, con tan buen
capitán, que se puso en lo primero en el padecer, todo se puede sufrir. Él
ayuda y da esfuerzo, nunca falta, es amigo verdadero. Y veo yo claro, y he
visto después, que para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes
quiere que sea por manos de esta Humanidad sacratísima, en quien dijo su
Majestad se deleita.
Muy muchas veces lo he visto por experiencia; hámelo dicho el Señor. He
visto claro que por esta puerta hemos de entrar, si queremos nos muestre la
soberana Majestad grandes secretos. Así que no queramos otro camino, aunque
estemos en la cumbre de contemplación; por aquí vamos seguros. Este Señor
nuestro es por quien nos vienen todos los bienes. Él lo enseñará; mirando su
vida, es el mejor dechado.
¿Qué más queremos que un tan buen amigo al lado, que no nos dejará en los
trabajos y tribulaciones, como hacen los del mundo? Bienaventurado quien de
verdad le amare y siempre le trajere cabe de sí. Miremos al glorioso san
Pablo, que no parece se le caía de la boca siempre Jesús, como quien le
tenía bien en el corazón. Yo he mirado con cuidado, después que esto he
entendido, de algunos santos, grandes contemplativos, y no iban por otro
camino: san Francisco, san Antonio de Padua, san Bernardo, santa Catalina de
Siena.
Con libertad se ha de andar en este camino, puestos en las manos de Dios, si
su Majestad nos quisiere subir a ser de los de su cámara y secreto, ir de
buena gana.
Siempre que se piense en Cristo, nos acordemos del amor con que nos hizo
tantas mercedes y cuán grande nos le mostró Dios en darnos tal prenda del
que nos tiene: que amor saca amor. Procuremos ir mirando esto siempre y
despertándonos para amar, porque, si una vez nos hace el Señor merced que se
nos imprima en el corazón este amor, sernos ha todo fácil, y obraremos muy
en breve y muy sin trabajo".
(SANTA TERESA DE ÁVILA, Libro de su vida, Cap. 22,6-7. 12. 14)