Catequesis 4: Anunciaba el Reino de Dios - su enseñanza y su obra
Mostrar a Jesucristo como la Buena Noticia que ilumina, unifica y da sentido
a la existencia humana
OBJETO DE LA CATEQUESIS:
Mostrar a Jesucristo como la Buena Noticia que ilumina, unifica y da sentido
a la existencia humana. El Reino de Dios que anuncia es la felicidad de los
que, sabiéndose débiles, confían en Él y de los pecadores que se acogen a su
misericordia. Los milagros son signos de liberación que invitan a acoger con
fe el Reino de Dios pleno y definitivo. Hoy nos hace Jesucristo a nosotros
el ofrecimiento del Reino de Dios.
OBJETIVOS
1. Descubrir a Jesucristo como la Buena Nueva que da plenitud a mi vida.
2. Aceptar el mensaje de Jesús sobre el Reino de Dios.
3. Interrogarse sobre las condiciones de acceso a él.
4. Orar juntos: alabar a Dios, darle gracias, pedirle ser acogidos en su
Reino.
Textos complementarios
Oración
SÍNTESIS:
1. Nos sentimos interiormente atraídos a lo mejor, pero a menudo nos
cansamos de buscarlo e incluso consentimos a lo malo. Somos contradictorios.
2. La persona misma de Jesús es la Buena Noticia del Reino de Dios: agua
para el sediento, pan de vida, luz del mundo, descanso para los fatigados.
El amor misericordioso de Dios se revela en sus palabras y obras
3. El Reino de Dios -comunión con Él- es oferta. Es don. Es como una semilla
que crece en nosotros. Alcanza su plenitud definitiva en la vida eterna.
4. Con el perdón de los pecados y los milagros ofrece Jesús los signos de la
presencia activa del Reino de Dios.
TEXTO:
1. Una mirada a la realidad
A medida que vamos creciendo y madurando, nos damos cuenta de que hay algo
en lo más hondo de nosotros mismos, que es lo que nos motiva para vivir,
trabajar, hacer proyectos. Nadie puede vivir sin ese "algo" que tira de su
vida. Aunque no sepamos explicarlo bien, el sentirnos a salvo, la
satisfacción y la felicidad que no dejamos de perseguir en la vida tienen
que ver con esa realidad, más o menos identificada, que nos impulsa. Es lo
que más nos merece la pena. Nos gustaría que toda nuestra vida quedara
unificada en torno a esa fuerza.
Pero nos damos cuenta también de que estamos como divididos por dentro:
queremos lo bello, lo bueno, lo verdadero, todo lo mejor, y, al mismo
tiempo, experimentamos la parcialidad y la finitud. Buscamos apasionadamente
autenticidad, afecto, relaciones personales gratificantes, horizontes
amplios, libertad, pero a menudo nos sentimos heridos por el bienestar y el
confort, engañados por las ideologías, confusos por la desorientación moral.
Aspiramos sinceramente a construir un mundo más justo y solidario, pero
cuántas veces en la práctica no terminamos de saber bien qué queremos, ni
cómo queremos ser, ni por qué caminos queremos avanzar.
Somos contradictorios. Ponemos todo nuestro interés en conseguir unas metas
en las que esperamos encontrar la felicidad, pero, conseguidas las metas,
sentimos que lo que buscábamos era mucho más que lo que hemos logrado. Somos
más felices por lo que deseamos que por lo que poseemos. Sentimos una sed
imperiosa de más, una sed insaciable; soñamos lo infinito, pero los logros
son siempre finitos. Hay que buscar otra vez, comenzar siempre de nuevo. La
vida es una continua tensión.
2. El anuncio de la Buena Noticia
"Jesús, lleno de la fuerza del Espíritu, regresó a Galilea, y su fama se
extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas y todo el mundo
hablaba bien del él.
Llegó a Nazaret, donde se había criado. Según su costumbre, entró en la
sinagoga un sábado y se levantó para hacer la lectura. Le entregaron el
libro del profeta Isaías y, al desenrollarlo, encontró el pasaje donde está
escrito.
El espíritu del Señor está sobre mí,
porque me ha ungido para anunciar la buena noticia a los pobres;
me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos
y a dar la vista a los ciegos, a libertar a los oprimidos
y a proclamar un año de gracia del Señor.
Después enrolló el libro, se lo dio al ayudante y se sentó. Todos los que
estaban en la sinagoga tenían sus ojos clavados en él. Y comenzó a decirles.
Hoy se ha cumplido el pasaje de Escritura que acabáis de escuchar" (Lc 4,
14-21).
La Buena Noticia es Jesús
El pasaje de la Escritura se cumple en Jesús. La Buena Noticia es Jesús
mismo. Es la gran noticia para los deseos de plenitud, de bienaventuranza y
alegría que anidan en nuestro corazón.
"Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados, y yo os aliviaré.
Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy sencillo y humilde de corazón,
y hallaréis descanso para vuestras vidas" (Mt 11,28-2). "El que tenga sed,
que venga a mí; el que cree en mí que beba" Jn 7,37). "Yo soy el pan de
vida. El que viene a mí no pasará hambre" (Jn 6,35), "Yo soy la luz del
mundo: el que me sigue no camina en las tinieblas, sino que tendrá la luz de
la vida" (Jn 8,12).
A los discípulos que están viendo los milagros de Jesús, y están acogiendo
con fe los signos de la compasión y la misericordia de Dios, Jesús les dice:
"¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos
profetas y reyes desearon ver lo que veis vosotros y no lo vieron, y oír lo
que oís y no lo oyeron" (Lc 10,23-24).
La Buena Nueva es la persona misma de Jesús. En sus palabras y sus obras se
nos manifiesta la oferta de salvación que hace Dios a los hombres de todos
los tiempos. Todo en la vida de Jesús es signo de su Misterio. A través de
sus gestos, sus milagros y sus palabras se ha revelado que "en él reside
toda la plenitud de la Divinidad corporalmente". Su humanidad aparece como
el signo e instrumento de su divinidad y de la salvación que trae consigo.
Lo visible de su vida terrena conduce al misterio invisible de Dios. "La
vida entera de Cristo fue una continua enseñanza: su silencio, sus milagros,
sus gestos, su oración, su amor al hombre, su predilección por los pequeños
y los pobres, la aceptación total del sacrificio en la cruz por la salvación
del mundo, su resurrección, son la actuación de su palabra y el cumplimiento
de la revelación" (Catecismo de la Iglesia Católica, 561). "Quien me ha
visto a mí, ha visto al Padre" (Jn 14,9).
Si el cristianismo, como se dice en tantas ocasiones, es en primer lugar una
Persona, Jesús, y no una doctrina, todo comienza por conocerle a Él. El
conocimiento es lo que abre camino en el corazón a todo lo demás: conocer a
Jesús para amarle y seguirle. No es un conocimiento teórico y abstracto; es
conocimiento concreto de sus dichos y hechos, de su vida, muerte y
resurrección, que se pueden llamar "misterios" porque en ellos se manifiesta
Dios, porque en ellos Dios ofrece la salvación a toda la humanidad. Por eso
es tan importante meditar con atención la vida de Jesús, embeberse hasta de
los menores detalles, con la luz y profundidad que nos conceda el Espíritu
Santo. No se ama lo que no se conoce, y si no se ama, ni se busca ni se
goza.
"Toda la vida de Cristo es Misterio de Redención. La Redención nos viene
ante todo por la sangre de la cruz, pero este misterio está actuando en toda
la vida de Cristo" (Catecismo de la Iglesia Católica, 517). Su pobreza, sus
parábolas, sus milagros, su obediencia, su hambre y su sed, sus lágrimas por
el amigo, sus noches de oración, su compasión por el hombre, todo en su vida
tiene fuerza redentora. Por eso, redime y salva también la comunión con su
vida.
Jesús predica el Reino de Dios
El centro de la vida de Jesús es el mensaje de la llegada del reino de Dios.
La predicación de Jesús gira en torno al anuncio del Reino de Dios. La frase
"ha llegado a vosotros el reino de Dios" es el corazón de la predicación de
Jesús.
Cuando decimos "reino de Dios" nos referimos a "señorío de Dios". Es Dios
mismo. La venida del reino de Dios significa la venida del mismo Dios que,
con su cercanía, nos invita a participar de su vida divina. Jesús muestra el
reino de Dios como un banquete al que el Padre del cielo nos invita a todos.
Cada uno somos responsables de aceptar o rechazar la invitación. Quienes
acogen la invitación con disponibilidad y confianza, entran a la fiesta;
fuera sólo hay llanto y tinieblas. La predicación de Jesús sobre el reino,
más que proclamar los derechos de Dios, proclama la dicha del hombre que
acoge su oferta. Jesús anuncia la mejor noticia para el hombre.
Los anhelos de la humanidad, los deseos más hondos del corazón humano, se
ven infinitamente colmados en el encuentro con Jesús. Ahí se ve con claridad
que el cumplimiento de las aspiraciones más auténticamente humanas no es
resultado de nuestro empeño, sino acción de Dios, don de Dios que nosotros
acogemos agradecidos. El reino de Dios no pueden traerlo los hombres ni
mediante acciones violentas, como pretendían en tiempo de Jesús ni mediante
lucha contra la injusticia, por muy loable que sea esta lucha. No es una
fuerza intramundana (política, social, cultural) ni un programa de reforma,
ni una utopía que nos remita sólo al futuro. Contiene una promesa que no
podemos planificar, ni organizar, ni construir con nuestras exclusivas
fuerzas; es un regalo, un don que se nos ofrece gratuitamente. Sólo podemos
pedirlo, que es a lo que nos invita Jesús: "Venga a nosotros tu reino".
Supone un proceso. Sólo alcanzará su forma plena y definitiva en la vida
eterna, que ha comenzado ya. Es como el grano de mostaza, la más pequeña de
todas las semillas, que crece en lo escondido hasta convertirse en un árbol
en el que los pájaros del cielo hacen sus nidos. Aunque se desarrolle y
realice en este mundo, alcanza su plenitud en los cielos: "Los justos
brillarán como el sol en el reino de su Padre" (Mt 13, 41-43).
La esperanza en la plenitud del reino de Dios, que ya ahora acogemos como un
don, no nos hace indiferentes. Muy al contrario, nos hace más sensibles si
cabe ante los problemas de la libertad, la justicia y la paz en el mundo. La
certeza de la presencia cercana de Dios es una fuerza transformadora. Cambia
al ser humano desde dentro, sanando todas sus enfermedades y liberando todas
sus posibilidades. Hace un hombre nuevo. Como la levadura que transforma
toda la masa, el reino de Dios transforma la vida entera de las personas,
renovándola. Podría parecer utópico, pero quien lo acoge con fe y confianza,
experimenta el gozo incontestable del amor de Dios que perdona y reconcilia.
Jesús ofrece los signos del Reino
El perdón de los pecados
La presencia del reino de Dios entre los hombres se manifiesta
primordialmente en el perdón que, de palabra y de obra, proclama Jesús, como
buena noticia que trae para los pecadores y los pobres que confían en Dios.
Nos lo muestra mediante el gesto repetido de sentarse a la mesa con
publicanos y pecadores. Así anuncia Jesús anuncia que son acogidos y
perdonados por Dios, que también ellos están llamados a participar del reino
de Dios, invitados a entrar en el ámbito donde Dios cumple definitivamente y
de un modo insospechado los anhelos del corazón humano. No ha venido a
llamar a justos, sino a pecadores (Mc 2,17). Incluso al publicano Mateo le
hace discípulo suyo. Y presenta como modelo de verdadera actitud de oración
no al fariseo, supuestamente bueno y cumplidor, sino al publicano, que se
declara pecador delante de Dios. Jesús mismo es la misericordia de Dios
hecha carne. Y eso produce escándalo. Tan fuerte fue el escándalo que Jesús
proclama bienaventurado al que no se escandaliza de él, por anunciar el
evangelio a los pobres.
Esa buena nueva del perdón se expresa del modo más sencillo y entrañable en
las parábolas que el evangelista san Lucas reúne en el capítulo 15 de su
evangelio. En ellas se nos muestra qué padre es Dios. Un hijo puede ser
frágil y abandonarse a la seducción de bienes pasajeros; puede rebelarse
contra su propio padre, despreciarle y marcharse de casa; puede extraviarse
y caer en lo más bajo. Dios es un padre que respeta la libertad del hijo,
por más que éste decida alejarse de él y despilfarre la herencia recibida
como un don. Dios es un padre que sabe esperar la conversión del hijo
extraviado, que corre a su encuentro cuando vuelve y lo abraza sin reproches
ni castigo; es un padre que perdona y celebra el regreso: ropa nueva,
anillo, banquete, música y baile. Así es Dios.
El amor misericordioso de Dios acoge siempre a todo hombre. Dios Padre se
compadece del pecador y lo atrae hacia sí con un amor sin límites. Este
anuncio de la misericordia de Dios que hace Jesús es, si cabe, más
apremiante en nuestro tiempo: "La mentalidad contemporánea, quizás en mayor
medida que la del hombre del pasado, parece oponerse al Dios de la
misericordia y tiende, además, a orillar de la vida y a arrancar del corazón
humano la idea misma de la misericordia. La palabra y el concepto de
misericordia parece producir una cierta desazón en el hombre" (JUAN PABLO
II, Dives in Misericordia, n. 2).
Jesús vive toda su existencia en el nombre del Padre. En ningún momento, en
ningún lugar de su peregrinación terrena está Jesús fuera del Padre. "El
Padre y yo somos uno" (Jn 10,30). En las oraciones de Jesús incluidas en los
evangelios vemos que se dirigió siempre a Dios con una invocación que
constituía una novedad dentro del judaísmo: "Abbá". Con ella manifiesta la
especial confianza y familiaridad que, como Hijo, le unen con Dios. Con la
misma invocación comenzaba la oración que Jesús enseñó a sus discípulos, el
padrenuestro. Nos revela que podemos invocar a Dios con la misma confianza
que él, como miembros de la misma familia en la que él es el hermano mayor.
Nos hallamos ante Dios con una cercanía y familiaridad semejante a la de
Jesús, somos hijos de Dios al modo de Jesús.
Los milagros
"Jesús recorría todas las ciudades y pueblos, proclamando la Buena Nueva del
reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia" (Mt 9,35). Los milagros
forman parte de la proclamación del reino de Dios. Son signos de que el
reino de Dios, con toda su fuerza misteriosa, está ya realizándose en medio
de los hombres.
Cuando Jesús libera a algunos hombres de males como el hambre, la
injusticia, la enfermedad o la muerte, quiere hacernos ver que él ha venido
para liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado, que es
el mayor obstáculo a la vocación de hijos de Dios y la causa de todas las
servidumbres humanas. Sólo unos ojos y oídos creyentes pueden comprender
bien las acciones de Jesús. Los milagros son signos de su amor y de su poder
y los hace para atraer a la fe. No sólo muestran que el reino ha llegado,
sino que nos iluminan y nos invitan a creer y convertirnos.
Ciertamente en la vida terrena de Jesús irrumpe el reino de Dios en la
historia humana: es el centro del tiempo. En la vida de Jesús, en su
predicación, sus milagros, su muerte y resurrección, Dios ha visitado y
redimido a su pueblo. Después, el Señor Resucitado da el Espíritu Santo a
los discípulos y les encarga que sigan haciendo presente el reino con
palabras y obras, como lo hizo él. Los mismos signos los vemos hoy en tantas
personas a los que se sigue proclamando la Buena Nueva y manifestando sus
signos. "Les dijo: Id por todo el mundo y proclamad la buena noticia a toda
criatura. Ellos salieron a predicar por todas partes y el Señor cooperaba
con ellos, confirmando la palabra con las señales que la acompañaban" (Mc
16, 15.20).
3. La Buena Noticia se nos anuncia hoy a nosotros
Si no hubiéramos escuchado nunca el Evangelio y no lo conociéramos, no
tendríamos que decidirnos a favor o en contra. Pero aunque sea en medio del
ruido, la confusión, las dudas, los deseos más nobles y las contradicciones
personales, el anuncio del Evangelio nos alcanza hoy también a nosotros.
Jesús nos revela en él la cercanía de Dios. Quedamos fascinados, atraídos
por el "Maestro bueno" en quien, lo presentimos, podemos encontrar lo que
más necesitamos. Al ser alcanzados por el Evangelio, también quedan patentes
nuestras limitaciones, las distintas formas de egoísmo que nos bloquean y
esclavizan. Pero justamente de esto, lo sabemos, el Señor puede librarnos.
Él nos dice: "Está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed la Buena
Noticia" (Mc 1,15). Si lo tomamos en serio y dejamos que resuene en nuestro
interior, resulta ser una propuesta que desafía nuestra libertad. No podemos
sustraernos; tenemos que rechazarlo o atrevernos a acogerlo. Jesús es el
único que puede colmar nuestras aspiraciones. El mismo que nos llama, nos da
el valor y la fuerza para convertirnos a Él.
¿Buscamos realmente liberarnos de las ataduras que nos impiden el bien? ¿Qué
ataduras nos retienen, impidiéndonos avanzar por el camino de libertad que
nos propone Jesucristo?
Textos complementarios
Jesús anunciaba el Reino de Dios: su enseñanza y sus obras
Palabra de Dios
"El Reino de los cielos se parece a un grano de mostaza que uno siembra en
su huerta; aunque es la más pequeña de las semillas, cuando crece es más
alta que las hortalizas; se hace un arbusto más alto que las hortalizas, y
vienen los pájaros a anidar en sus ramas.
Les dijo otra parábola: El Reino de los cielos se parece a la levadura; una
mujer la amasa con tres medidas de harina, y basta para que todo fermente"
(Mateo 13, 31-33).
"Dijo Jesús a la gente: El Reino de los cielos se parece a un tesoro
escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder, y, lleno
de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo.
El Reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas,
que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la
compra"
(Mateo 13, 44-45).
"Jesús exclamó: Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has
escondido esas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente
sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor.
Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y
nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera
revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os
aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de
corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi
carga ligera"
(Mateo 11,25-30)
Santos Padres
"¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y cara eternidad! Tú eres mi Dios, por
ti suspiro día y noche. Y, cuando te conocí por vez primera, fuiste tú quien
me elevó hacia ti, para hacerme ver que había algo que ver y que yo no era
aún capaz de verlo. Y fortaleciste la debilidad de mi mirada irradiando con
fuerza sobre mí, y me estremecí de amor y de temor; y me di cuenta de la
gran distancia que me separaba de ti, por la gran desemejanza que hay entre
tú y yo, como si oyera tu voz que me decía desde arriba: 'Soy alimento de
adultos: crece, y podrás comerme. Y no me transformarás en substancia tuya,
como sucede con la comida corporal, sino que tú te transformarás en mí'.
Y yo buscaba el camino para adquirir un vigor que me hiciera capaz de gozar
de ti, y no lo encontraba, hasta que me abracé al mediador entre Dios y los
hombres, el hombre Cristo Jesús, el que está por encima de todo, Dios
bendito por los siglos, que me llamaba y me decía: Yo soy el camino de la
verdad, y la vida, y el que mezcla aquel alimento, que yo no podía asimilar,
con la carne, ya que la Palabra se hizo carne, para que, en atención a
nuestro estado de infancia, se convirtiera en leche tu sabiduría, por la que
creaste todas las cosas"
(SAN AGUSTÍN, Confesiones, 7, 10)
"Amadísimos hermanos: Al predicar nuestro Señor Jesucristo el Evangelio del
Reino, y al curar por toda Galilea enfermedades de toda especie, la fama de
sus milagros se había extendido por toda Siria y, de toda la Judea, inmensas
multitudes acudían al médico celestial. Como a la flaqueza humana le cuesta
creer lo que no ve y esperar lo que ignora, hacía falta que la divina
sabiduría les concediera gracias corporales y realizara visibles milagros,
para animarles y fortalecerles, a fin de que, al palpar su poder bienhechor,
pudieran reconocer que su doctrina era salvadora.
Queriendo, pues, el Señor convertir las curaciones externas en remedios
internos y llegar, después de sanar los cuerpos, a la curación de las almas,
apartándose de las turbas que lo rodeaban, y llevándose consigo a los
apóstoles, buscó la soledad de un monte próximo. Quería enseñarles lo más
sublime de su doctrina. Mirad que llegan días -oráculo del Señor- en que
haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. Después de
aquellos días -oráculo del Señor- meteré mi ley en su pecho, la escribiré en
sus corazones".
(SAN LEÓN MAGNO, Sermón [sobre las bienaventuranzas], 95,1)
Catecismo de la Iglesia Católica
"El Reino de Dios está cerca"
541 "Después que Juan fue preso, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la
Buena Nueva de Dios: El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca;
convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1, 15). "Cristo, por tanto, para
hacer la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el Reino de los cielos"
(LG 3). Pues bien, la voluntad del Padre es "elevar a los hombres a la
participación de la vida divina" (LG 2). Lo hace reuniendo a los hombres en
torno a su Hijo, Jesucristo. Esta reunión es la Iglesia, que es sobre la
tierra "el germen y el comienzo de este Reino" (LG 5).
542 Cristo es el corazón mismo de esta reunión de los hombres como "familia
de Dios". Los convoca en torno a él por su palabra, por sus señales que
manifiestan el reino de Dios, por el envío de sus discípulos. Sobre todo, él
realizará la venida de su Reino por medio del gran Misterio de su Pascua: su
muerte en la Cruz y su Resurrección. "Cuando yo sea levantado de la tierra,
atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32). A esta unión con Cristo están
llamados todos los hombres (cf. LG 3).
El anuncio del Reino de Dios
544 El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir a los que lo
acogen con un corazón humilde. Jesús fue enviado para "anunciar la Buena
Nueva a los pobres" (Lc 4, 18; cf. 7, 22). Los declara bienaventurados
porque de "ellos es el Reino de los cielos" (Mt 5, 3); a los "pequeños" es a
quienes el Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado a los
sabios y prudentes (cf. Mt 11, 25). Jesús, desde el pesebre hasta la cruz
comparte la vida de los pobres; conoce el hambre (cf. Mc 2, 23-26; Mt
21,18), la sed (cf. Jn 4,6-7; 19,28) y la privación (cf. Lc 9, 58). Aún más:
se identifica con los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia
ellos la condición para entrar en su Reino (cf. Mt 25, 31-46).
545 Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: "No he venido a
llamar a justos sino a pecadores" (Mc 2, 17; cf. 1 Tim 1, 15). Les invita a
la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino, pero les muestra
de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos
(cf. Lc 15, 11-32) y la inmensa "alegría en el cielo por un solo pecador que
se convierta" (Lc 15, 7). La prueba suprema de este amor será el sacrificio
de su propia vida "para remisión de los pecados" (Mt 26, 28).
Los signos del Reino de Dios
548 Los signos que lleva a cabo Jesús testimonian que el Padre le ha enviado
(cf. Jn 5, 36; 10, 25). Invitan a creer en Jesús (cf. Jn 10, 38). Concede lo
que le piden a los que acuden a él con fe (cf. Mc 5, 25-34; 10, 52; etc.).
Por tanto, los milagros fortalecen la fe en Aquél que hace las obras de su
Padre: éstas testimonian que él es Hijo de Dios (cf. Jn 10, 31-38). Pero
también pueden ser "ocasión de escándalo" (Mt 11, 6). No pretenden
satisfacer la curiosidad ni los deseos mágicos. A pesar de tan evidentes
milagros, Jesús es rechazado por algunos (cf. Jn 11, 47-48); incluso se le
acusa de obrar movido por los demonios (cf. Mc 3, 22).
549 Al liberar a algunos hombres de los males terrenos del hambre (cf. Jn 6,
5-15), de la injusticia (cf. Lc 19, 8), de la enfermedad y de la muerte (cf.
Mt 11,5), Jesús realizó unos signos mesiánicos; no obstante, no vino para
abolir todos los males aquí abajo (cf. LC 12, 13. 14; Jn 18, 36), sino a
liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado (cf. Jn 8,
34-36), que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas
sus servidumbres humanas.
Testimonio
I. F. era un joven yugoslavo que a los 18 años se marchó a Alemania. Tenía
ansias de libertad. No podía aceptar una manera normal de vida. Le parecía
demasiado estrecho el mundo que se le ofrecía.
"Siempre me gustó la aventura. Pronto conocí el mundo del delito, el dinero,
la droga. Con dieciocho años ya ganaba mucho más dinero del que necesitaba
para vivir. Empecé a traficar droga. El dinero lo gastaba en discotecas
privadas y en llevar una vida con la que quizá muchos jóvenes sueñan. A los
catorce o quince años ya había probado alguna droga blanda. Cuando empecé a
vender la heroína empecé a tomarla yo. Yo tenía mi estilo de vida: la
música, los conciertos, los clubes... mi mundillo. Pero todo eso se me acabó
muy pronto. A los veinticinco años estaba ya muy cansado de la vida. Los
míos sabían que me drogaba. Tenía todo el cuerpo marcado. Ya no tenía venas,
y hoy, quince años después, sigo sin tenerlas...
Decidí hacer algo en mi vida y entré en la Comunità Cenacolo, una comunidad
de escuela de vida en la que los chicos abandonamos la droga a través del
trabajo y la oración. Allí conocí a Sor Elvira. En un momento dado nos
preguntó quién quería llegar a ser bueno. Todos a mi alrededor levantaron la
mano, pero yo no podía. Me impresionó tanto la hermana Elvira que no tuve
coraje de mentir y aquella noche no pegué ojo. Lloré toda la noche. Salió
mucha furia, mucha amargura. Aquella noche decidí que quería hacer el
programa de la Comunità hasta el final. Creí a Sor Elvira. Por fin encontré
a una persona a la que creía del todo.
Una tarde dijo Sor Elvira que nosotros no sabíamos quiénes éramos, y eso me
hizo daño, como si alguien me hubiera pinchado. Recuerdo que pensé: '¿Esta
monja de qué va? Tengo 26 años, ¿cómo que no sé quién soy?' Nos dijo que
solamente podríamos saber quiénes éramos si teníamos el valor suficiente
para arrodillarnos ante Jesús en la Eucaristía. También aquella noche la
pasé llorando y al día siguiente fui a la capilla y dije: 'Si es verdad lo
que dice la hermana, que no sé quién soy, y si es verdad que Tú estás vivo
en la Eucaristía, quiero ver la verdad, quiero saber la verdad sobre mí,
sobre quién soy yo'. Puedo decir que desde aquel día, con la ayuda de Jesús,
empecé a mirar en mi corazón y empecé a ver muchas cosas que antes no quería
ver de mí mismo. Recuerdo que cuando veía mis debilidades me quedaba muy
apenado. Sentía un fuerte arrepentimiento y viví la experiencia del perdón.
A través de la verdad ante mí mismo, a través del arrepentimiento, viví el
perdón de Dios. Me reconcilié con mi pasado. Hoy, cuando reflexiono los
sucesos de mi pasado tengo paz. Ya no hay más agitación, no hay impulsos
negativos, no hay incomodidad, no hay vergüenza, ya no existen esos impulsos
grandes y fuertes. Solo hay paz porque Dios ha redimido todo ello a través
del sacramento de la Reconciliación. Me he reconciliado con mi pasado, la
oscuridad se ha convertido en luz. Hoy mi pasado es una riqueza de donde
saco la sabiduría para ayudar a las personas que están en el camino".
I. F. fue ordenado sacerdote en el año 2004.
Oración
Damos gracias a Dios Padre,
que nos ha hecho capaces de compartir
la herencia del pueblo santo en la luz.
Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas,
y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido,
por cuya sangre hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.
Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura;
porque por medio de él fueron creadas todas las cosas:
celestes y terrestres, visibles e invisibles;
todo fue creado por él y para él.
Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él.
Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia.
Él es el principio, el primogénito de entre los muertos,
y así es el primero en todo.
Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud.
Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres:
los del cielo y los de la tierra,
haciendo la paz por la sangre de su cruz.
(Colosenses 1, 12-20)