Discurso del Papa Francisco en Hospital San Francisco de Asís Jornada Mundial de la Juventud Rio 2013
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24 Julio 05:51 pm
Querido Arzobispo de Rio de Janeiro
y queridos hermanos en el episcopado;
Honorables Autoridades,
Estimados miembros de la Venerable Orden Tercera de San Francisco de la
Penitencia,
Queridos médicos, enfermeros y demás agentes sanitarios,
Queridos jóvenes y familiares
Dios ha querido que, después del Santuario de Nuestra Señora de Aparecida,
mis pasos se encaminaran hacia un santuario particular del sufrimiento
humano, como es el Hospital San Francisco de Asís. Es bien conocida la
conversión de su santo Patrón: el joven Francisco abandona las riquezas y
comodidades del mundo para hacerse pobre entre los pobres; se da cuenta de
que la verdadera riqueza y lo que da la auténtica alegría no son las cosas,
el tener, los ídolos del mundo, sino el seguir a Cristo y servir a los
demás; pero quizás es menos conocido el momento en que todo esto se hizo
concreto en su vida: fue cuando abrazó a un leproso.
Aquel hermano que sufría, marginado, era «mediador de la luz (...) para san
Francisco de Asís» (cf. Carta enc. Lumen fidei, 57), porque en cada hermano
y hermana en dificultad abrazamos la carne de Cristo que sufre. Hoy, en este
lugar de lucha contra la dependencia química, quisiera abrazar a cada uno y
cada una de ustedes que son la carne de Cristo, y pedir que Dios colme de
sentido y firme esperanza su camino, y también el mío.
Abrazar. Todos hemos de aprender a abrazar a los necesitados, como San
Francisco. Hay muchas situaciones en Brasil, en el mundo, que necesitan
atención, cuidado, amor, como la lucha contra la dependencia química. Sin
embargo, lo que prevalece con frecuencia en nuestra sociedad es el egoísmo.
¡Cuántos «mercaderes de muerte» que siguen la lógica del poder y el dinero a
toda costa! La plaga del narcotráfico, que favorece la violencia y siembra
dolor y muerte, requiere un acto de valor de toda la sociedad. No es la
liberalización del consumo de drogas, como se está discutiendo en varias
partes de América Latina, lo que podrá reducir la propagación y la
influencia de la dependencia química.
Es preciso afrontar los problemas que están a la base de su uso, promoviendo
una mayor justicia, educando a los jóvenes en los valores que construyen la
vida común, acompañando a los necesitados y dando esperanza en el futuro.
Todos tenemos necesidad de mirar al otro con los ojos de amor de Cristo,
aprender a abrazar a aquellos que están en necesidad, para expresar
cercanía, afecto, amor.
Pero abrazar no es suficiente. Tendamos la mano a quien se encuentra en
dificultad, al que ha caído en el abismo de la dependencia, tal vez sin
saber cómo, y decirle: «Puedes levantarte, puedes remontar; te costará, pero
puedes conseguirlo si de verdad lo quieres».
Queridos amigos, yo diría a cada uno de ustedes, pero especialmente a tantos
otros que no han tenido el valor de emprender el mismo camino: «Tú eres el
protagonista de la subida, ésta es la condición indispensable. Encontrarás
la mano tendida de quien te quiere ayudar, pero nadie puede subir por ti».
Pero nunca están solos. La Iglesia y muchas personas están con ustedes.
Miren con confianza hacia delante, su travesía es larga y fatigosa, pero
miren adelante, hay «un futuro cierto, que se sitúa en una perspectiva
diversa de las propuestas ilusorias de los ídolos del mundo, pero que da un
impulso y una fuerza nueva para vivir cada día» (Carta enc. Lumen fidei,
57). Quisiera repetirles a todos ustedes: No se dejen robar la esperanza.
Pero también quiero decir: No robemos la esperanza, más aún, hagámonos todos
portadores de esperanza.
En el Evangelio leemos la parábola del Buen Samaritano, que habla de un
hombre asaltado por bandidos y abandonado medio muerto al borde del camino.
La gente pasa, mira y no se para, continúa indiferente el camino: no es
asunto suyo. Sólo un samaritano, un desconocido, ve, se detiene, lo levanta,
le tiende la mano y lo cura (cf. Lc 10, 29-35).
Queridos amigos, creo que aquí, en este hospital, se hace concreta la
parábola del Buen Samaritano. Aquí no existe indiferencia, sino atención, no
hay desinterés, sino amor. La Asociación San Francisco y la Red de
Tratamiento de Dependencia Química enseñan a inclinarse sobre quien está
dificultad, porque en él ve el rostro de Cristo, porque él es la carne de
Cristo que sufre.
Muchas gracias a todo el personal del servicio médico y auxiliar que trabaja
aquí; su servicio es valioso, háganlo siempre con amor; es un servicio que
se hace a Cristo, presente en el prójimo: «Cada vez que lo hicieron con el
más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,40), nos dice
Jesús.
Y quisiera repetir a todos los que luchan contra la dependencia química, a
los familiares que tienen un cometido no siempre fácil: la Iglesia no es
ajena a sus fatigas, sino que los acompaña con afecto.
El Señor está cerca de ustedes y los toma de la mano. Vuelvan los ojos a él
en los momentos más duros y les dará consuelo y esperanza. Y confíen también
en el amor materno de María, su Madre. Esta mañana, en el santuario de
Aparecida, he encomendado a cada uno de ustedes a su corazón. Donde hay una
cruz que llevar, allí está siempre ella, nuestra Madre, a nuestro lado. Los
dejo en sus manos, mientras les bendigo a todos con afecto.