Discurso del Papa Francisco en la favela pacificada de Varginha, Manginho Jornada Mundial de la Juventud Rio 2013
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25 Julio 09:56 am
Queridos hermanos y hermanas
Es bello estar aquí con ustedes. Ya desde el principio, al programar la
visita a Brasil, mi deseo era poder visitar todos los barrios de esta
nación. Habría querido llamar a cada puerta, decir «buenos días», pedir un
vaso de agua fresca, tomar un «cafezinho», hablar como amigo de casa,
escuchar el corazón de cada uno, de los padres, los hijos, los abuelos...
Pero Brasil, ¡es tan grande! Y no se puede llamar a todas las puertas. Así
que elegí venir aquí, a visitar vuestra Comunidad, que hoy representa a
todos los barrios de Brasil. ¡Qué hermoso es ser recibidos con amor, con
generosidad, con alegría! Basta ver cómo habéis decorado las calles de la
Comunidad; también esto es un signo de afecto, nace del corazón, del corazón
de los brasileños, que está de fiesta. Muchas gracias a todos por la
calurosa bienvenida. Agradezco a Mons. Orani Tempesta y a los esposos
Rangler y Joana sus cálidas palabras.
1. Desde el primer momento en que he tocado el suelo brasileño, y también
aquí, entre vosotros, me siento acogido. Y es importante saber acoger; es
todavía más bello que cualquier adorno. Digo esto porque, cuando somos
generosos en acoger a una persona y compartimos algo con ella —algo de
comer, un lugar en nuestra casa, nuestro tiempo— no nos hacemos más pobres,
sino que nos enriquecemos. Ya sé que, cuando alguien que necesita comer
llama a su puerta, siempre encuentran ustedes un modo de compartir la
comida; como dice el proverbio, siempre se puede «añadir más agua a los
frijoles». Y lo hacen con amor, mostrando que la verdadera riqueza no está
en las cosas, sino en el corazón.
Y el pueblo brasileño, especialmente las personas más sencillas, pueden dar
al mundo una valiosa lección de solidaridad, una palabra a menudo olvidada u
omitida, porque es incomoda.
Me gustaría hacer un llamamiento a quienes tienen más recursos, a los
poderes públicos y a todos los hombres de buena voluntad comprometidos en la
justicia social: que no se cansen de trabajar por un mundo más justo y más
solidario. Nadie puede permanecer indiferente ante las desigualdades que aún
existen en el mundo. Que cada uno, según sus posibilidades y
responsabilidades, ofrezca su contribución para poner fin a tantas
injusticias sociales. No es la cultura del egoísmo, del individualismo, que
muchas veces regula nuestra sociedad, la que construye y lleva a un mundo
más habitable, sino la cultura de la solidaridad; no ver en el otro un
competidor o un número, sino un hermano.
Deseo alentar los esfuerzos que la sociedad brasileña está haciendo para
integrar todas las partes de su cuerpo, incluidas las que más sufren o están
necesitadas, a través de la lucha contra el hambre y la miseria. Ningún
esfuerzo de «pacificación» será duradero, ni habrá armonía y felicidad para
una sociedad que ignora, que margina y abandona en la periferia una parte de
sí misma. Una sociedad así, simplemente se empobrece a sí misma; más aún,
pierde algo que es esencial para ella. Recordémoslo siempre: sólo cuando se
es capaz de compartir, llega la verdadera riqueza; todo lo que se comparte
se multiplica. La medida de la grandeza de una sociedad está determinada por
la forma en que trata a quien está más necesitado, a quien no tiene más que
su pobreza.
2. También quisiera decir que la Iglesia, «abogada de la justicia y
defensora de los pobres ante intolerables desigualdades sociales y
económicas, que claman al cielo» (Documento de Aparecida, 395), desea
ofrecer su colaboración a toda iniciativa que pueda significar un verdadero
desarrollo de cada hombre y de todo el hombre. Queridos amigos, ciertamente
es necesario dar pan a quien tiene hambre; es un acto de justicia. Pero hay
también un hambre más profunda, el hambre de una felicidad que sólo Dios
puede saciar. No hay una verdadera promoción del bien común, ni un verdadero
desarrollo del hombre, cuando se ignoran los pilares fundamentales que
sostienen una nación, sus bienes inmateriales: la vida, que es un don de
Dios, un valor que siempre se ha de tutelar y promover; la familia,
fundamento de la convivencia y remedio contra la desintegración social; la
educación integral, que no se reduce a una simple transmisión de información
con el objetivo de producir ganancias; la salud, que debe buscar el
bienestar integral de la persona, incluyendo la dimensión espiritual,
esencial para el equilibrio humano y una sana convivencia; la seguridad, en
la convicción de que la violencia sólo se puede vencer partiendo del cambio
del corazón humano.
3. Quisiera decir una última cosa. Aquí, como en todo Brasil, hay muchos
jóvenes. Queridos jóvenes, ustedes tienen una especial sensibilidad ante la
injusticia, pero a menudo se sienten defraudados por los casos de
corrupción, por las personas que, en lugar de buscar el bien común,
persiguen su propio interés. A ustedes y a todos les repito: nunca se
desanimen, no pierdan la confianza, no dejen que la esperanza se apague. La
realidad puede cambiar, el hombre puede cambiar. Sean los primeros en tratar
de hacer el bien, de no habituarse al mal, sino a vencerlo.
La Iglesia los acompaña ofreciéndoles el don precioso de la fe, de
Jesucristo, que ha «venido para que tengan vida y la tengan abundante» (Jn
10,10).
Hoy digo a todos ustedes, y en particular a los habitantes de esta Comunidad
de Varginha: No están solos, la Iglesia está con ustedes, el Papa está con
ustedes. Llevo a cada uno de ustedes en mi corazón y hago mías las
intenciones que albergan en lo más íntimo: la gratitud por las alegrías, las
peticiones de ayuda en las dificultades, el deseo de consuelo en los
momentos de dolor y sufrimiento. Todo lo encomiendo a la intercesión de
Nuestra Señora de Aparecida, la Madre de todos los pobres del Brasil, y con
gran afecto les imparto mi Bendición.