Homilía Misa del Papa Francisco en la catedral con sacerdotes y seminaristas de la Jornada Mundial de la Juventud Río 2013
27 Jul. 13 / 09:49 am
27 Julio
Al ver esta catedral llena de obispos, sacerdotes, seminaristas, religiosos
y religiosas de todo el mundo, pienso en las palabras del Salmo de la misa
de hoy: «Oh Dios, que te alaben los pueblos» (Sal 66). Sí, estamos aquí para
alabar al Señor, y lo hacemos reafirmando nuestra voluntad de ser
instrumentos suyos, para que alaben a Dios no sólo algunos pueblos, sino
todos.
Con la misma parresia de Pablo y Bernabé, anunciamos el Evangelio a nuestros
jóvenes para que encuentren a Cristo, luz para el camino, y se conviertan en
constructores de un mundo más fraterno.
En este sentido, quisiera reflexionar con vosotros sobre tres aspectos de
nuestra vocación: llamados por Dios, llamados a anunciar el Evangelio,
llamados a promover la cultura del encuentro.
1. Llamados por Dios. Es importante reavivar en nosotros este hecho, que a
menudo damos por descontado entre tantos compromisos cotidianos: «No son
ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes», dice
Jesús (Jn 15,16). Es un caminar de nuevo hasta la fuente de nuestra llamada.
Al comienzo de nuestro camino vocacional hay una elección divina. Hemos sido
llamados por Dios y llamados para permanecer con Jesús (cf. Mc 3,14), unidos
a él de una manera tan profunda como para poder decir con san Pablo: «Ya no
vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2,20). En realidad, este vivir en
Cristo marca todo lo que somos y lo que hacemos.
Y esta «vida en Cristo» es precisamente lo que garantiza nuestra eficacia
apostólica y la fecundidad de nuestro servicio: «Soy yo el que los elegí a
ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero»
(Jn 15,16).
No es la creatividad pastoral, no son los encuentros o las planificaciones
lo que aseguran los frutos, sino el ser fieles a Jesús, que nos dice con
insistencia: «Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes» (Jn 15,4).
Y sabemos muy bien lo que eso significa: contemplarlo, adorarlo y abrazarlo,
especialmente a través de nuestra fidelidad a la vida de oración, en nuestro
encuentro cotidiano con él en la Eucaristía y en las personas más
necesitadas.
El «permanecer» con Cristo no es aislarse, sino un permanecer para ir al
encuentro de los otros. Recuerdo algunas palabras de la beata Madre Teresa
de Calcuta: «Debemos estar muy orgullosos de nuestra vocación, que nos da la
oportunidad de servir a Cristo en los pobres. Es en las «favelas»", en los
«cantegriles», en las «villas miseria» donde hay que ir a buscar y servir a
Cristo.
Debemos ir a ellos como el sacerdote se acerca al altar: con alegría»
(Mother Instructions, I, p. 80). Jesús, el Buen Pastor, es nuestro verdadero
tesoro, tratemos de fijar cada vez más nuestro corazón en él (cf. Lc 12,34).
2. Llamados a anunciar el Evangelio. Queridos Obispos y sacerdotes, muchos
de ustedes, si no todos, han venido para acompañar a los jóvenes a la
Jornada Mundial de la Juventud. También ellos han escuchado las palabras del
mandato de Jesús: «Vayan, y hagan discípulos a todas las naciones » (cf.Mt
28,19).
Nuestro compromiso es ayudarles a que arda en su corazón el deseo de ser
discípulos misioneros de Jesús. Ciertamente, muchos podrían sentirse un poco
asustados ante esta invitación, pensando que ser misioneros significa
necesariamente abandonar el país, la familia y los amigos.
Me acuerdo de mi sueño cuando era joven: ir de misionero al lejano Japón.
Pero Dios me mostró que mi tierra de misión estaba mucho más cerca: mi
patria. Ayudemos a los jóvenes a darse cuenta de que ser discípulos
misioneros es una consecuencia de ser bautizados, es parte esencial del ser
cristiano, y que el primer lugar donde se ha de evangelizar es la propia
casa, el ambiente de estudio o de trabajo, la familia y los amigos.
No escatimemos esfuerzos en la formación de los jóvenes. San Pablo,
dirigiéndose a sus cristianos, utiliza una bella expresión, que él hizo
realidad en su vida: «Hijos míos, por quienes estoy sufriendo nuevamente los
dolores del parto hasta que Cristo sea formado en ustedes» (Ga 4,19).
Que también nosotros la hagamos realidad en nuestro ministerio. Ayudemos a
nuestros jóvenes a redescubrir el valor y la alegría de la fe, la alegría de
ser amados personalmente por Dios, que ha dado a su Hijo Jesús por nuestra
salvación. Eduquémoslos a la misión, a salir, a ponerse en marcha. Así ha
hecho Jesús con sus discípulos: no los mantuvo pegados a él como una gallina
con sus polluelos; los envió.
No podemos quedarnos enclaustrados en la parroquia, en nuestra comunidad,
cuando tantas personas están esperando el Evangelio. No es un simple abrir
la puerta para acoger, sino salir por ella para buscar y encontrar. Pensemos
con decisión en la pastoral desde la periferia, comenzando por los que están
más alejados, los que no suelen frecuentar la parroquia. También ellos están
invitados a la mesa del Señor.
3. Llamados a promover la cultura del encuentro. En muchos ambientes se ha
abierto paso lamentablemente una cultura de la exclusión, una «cultura del
descarte». No hay lugar para el anciano ni para el hijo no deseado; no hay
tiempo para detenerse con aquel pobre a la vera del camino. A veces parece
que, para algunos, las relaciones humanas estén reguladas por dos «dogmas»:
la eficiencia y el pragmatismo.
Queridos obispos, sacerdotes, religiosos y también ustedes, seminaristas que
se preparan para el ministerio, tengan el valor de ir contracorriente. No
renunciemos a este don de Dios: la única familia de sus hijos. El encuentro
y la acogida de todos, la solidaridad y la fraternidad, son los elementos
que hacen nuestra civilización verdaderamente humana.
Ser servidores de la comunión y de la cultura del encuentro. Permítanme
decir que debemos estar casi obsesionados en este sentido. No queremos ser
presuntuosos imponiendo «nuestra verdad». Lo que nos guía es la certeza
humilde y feliz de quien ha sido encontrado, alcanzado y transformado por la
Verdad que es Cristo, y no puede dejar de proclamarla (cf. Lc 24,13-35).
Queridos hermanos y hermanas, estamos llamados por Dios, llamados a anunciar
el Evangelio y a promover con valentía la cultura del encuentro. Que la
Virgen María sea nuestro modelo. En su vida ha dado el «ejemplo de aquel
amor de madre que debe animar a todos los que colaboran en la misión
apostólica de la Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva»
(Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 65). Que ella sea la
Estrella que guía con seguridad nuestros pasos al encuentro del Señor. Amén.