Encuentro del Papa Francisco con los Obispos del Brasil Jornada Mundial de la Juventud Río 2013
27 Jul. 13 / 12:46 pm
Queridos hermanos
¡Qué bueno y hermoso encontrarme aquí con ustedes, obispos de Brasil!
Gracias por haber venido, y permítanme que les hable como amigos; por eso
prefiero hablarles en español, para poder expresar mejor lo que llevo en el
corazón. Les pido disculpas.
Estamos reunidos aquí, un poco apartados, en este lugar preparado por
nuestro hermano Dom Orani, para estar solos y poder hablar de corazón a
corazón, como pastores a los que Dios ha confiado su rebaño. En las calles
de Río, jóvenes de todo el mundo y muchas otras multitudes nos esperan,
necesitados de ser alcanzados por la mirada misericordiosa de Cristo, el
Buen Pastor, al que estamos llamados a hacer presente. Gustemos, pues, este
momento de descanso, de compartir, de verdadera fraternidad.
Deseo abrazar a todos y a cada uno, comenzando por el Presidente de la
Conferencia Episcopal y el Arzobispo de Río de Janeiro, y especialmente a
los obispos eméritos.
Más que un discurso formal, quisiera compartir con ustedes algunas
reflexiones.
La primera me ha venido otra vez a la mente cuando he visitado el santuario
de Aparecida. Allí, a los pies de la imagen de la Inmaculada Concepción, he
rezado por Ustedes, por sus Iglesias, por los sacerdotes, religiosos y
religiosas, por los seminaristas, por los laicos y sus familias y, en
particular, por los jóvenes y los ancianos; ambos son la esperanza de un
pueblo: los jóvenes, porque llevan la fuerza, la ilusión, la esperanza del
futuro; los ancianos, porque son la memoria, la sabiduría de un pueblo.[1]
1. Aparecida: clave de lectura para la misión de la Iglesia
En Aparecida, Dios ha ofrecido su propia Madre al Brasil. Pero Dios ha dado
también en Aparecida una lección sobre sí mismo, sobre su forma de ser y de
actuar. Una lección de esa humildad que pertenece a Dios como un rasgo
esencial, y que está en el adn de Dios. En Aparecida hay algo perenne que
aprender sobre Dios y sobre la Iglesia; una enseñanza que ni la Iglesia en
Brasil, ni Brasil mismo deben olvidar.
En el origen del evento de Aparecida está la búsqueda de unos pobres
pescadores. Mucha hambre y pocos recursos. La gente siempre necesita pan.
Los hombres comienzan siempre por sus necesidades, también hoy.
Tienen una barca frágil, inadecuada; tienen redes viejas, tal vez también
deterioradas, insuficientes.
En primer lugar aparece el esfuerzo, quizás el cansancio de la pesca, y, sin
embargo, el resultado es escaso: un revés, un fracaso. A pesar del
sacrificio, las redes están vacías.
Después, cuando Dios quiere, él mismo aparece en su misterio. Las aguas son
profundas y, sin embargo, siempre esconden la posibilidad de Dios; y él
llegó por sorpresa, quizás cuando ya no se lo esperaba. Siempre se pone a
prueba la paciencia de los que le esperan. Y Dios llegó de un modo nuevo,
porque siempre Dios es sorpresa: una imagen de frágil arcilla, ennegrecida
por las aguas del río, y también envejecida por el tiempo. Dios aparece
siempre con aspecto de pequeñez.
Así apareció entonces la imagen de la Inmaculada Concepción. Primero el
cuerpo, luego la cabeza, después cuerpo y cabeza juntos: unidad. Lo que
estaba separado recobra la unidad. El Brasil colonial estaba dividido por el
vergonzoso muro de la esclavitud. La Virgen de Aparecida se presenta con el
rostro negro, primero dividida y después unida en manos de los pescadores.
Hay aquí una enseñanza que Dios nos quiere ofrecer. Su belleza reflejada en
la Madre, concebida sin pecado original, emerge de la oscuridad del río. En
Aparecida, desde el principio, Dios nos da un mensaje de recomposición de lo
que está separado, de reunión de lo que está dividido. Los muros, barrancos
y distancias, que también hoy existen, están destinados a desaparecer. La
Iglesia no puede desatender esta lección: ser instrumento de reconciliación.
Los pescadores no desprecian el misterio encontrado en el río, aun cuando es
un misterio que aparece incompleto.
No tiran las partes del misterio. Esperan la plenitud. Y ésta no tarda en
llegar. Hay algo sabio que hemos de aprender. Hay piezas de un misterio,
como partes de un mosaico, que vamos encontrando. Nosotros queremos ver el
todo con demasiada prisa, mientras que Dios se hace ver poco a poco. También
la Iglesia debe aprender esta espera.
Después, los pescadores llevan a casa el misterio. La gente sencilla siempre
tiene espacio para albergar el misterio. Tal vez hemos reducido nuestro
hablar del misterio a una explicación racional; pero en la gente, el
misterio entra por el corazón. En la casa de los pobres, Dios siempre
encuentra sitio.
Los pescadores «agasalham»: arropan el misterio de la Virgen que han
pescado, como si tuviera frío y necesitara calor. Dios pide que se le
resguarde en la parte más cálida de nosotros mismos: el corazón. Después
será Dios quien irradie el calor que necesitamos, pero primero entra con la
astucia de quien mendiga. Los pescadores cubren el misterio de la Virgen con
el pobre manto de su fe. Llaman a los vecinos para que vean la belleza
encontrada, se reúnen en torno a ella, cuentan sus penas en su presencia y
le encomiendan sus preocupaciones. Hacen posible así que las intenciones de
Dios se realicen: una gracia, y luego otra; una gracia que abre a otra; una
gracia que prepara a otra. Dios va desplegando gradualmente la humildad
misteriosa de su fuerza.
Hay mucho que aprender de esta actitud de los pescadores. Una iglesia que da
espacio al misterio de Dios; una iglesia que alberga en sí misma este
misterio, de manera que pueda maravillar a la gente, atraerla. Sólo la
belleza de Dios puede atraer. El camino de Dios es el de la atracción. A
Dios, uno se lo lleva a casa. Él despierta en el hombre el deseo de tenerlo
en su propia vida, en su propio hogar, en el propio corazón. Él despierta en
nosotros el deseo de llamar a los vecinos para dar a conocer su belleza. La
misión nace precisamente de este hechizo divino, de este estupor del
encuentro. Hablamos de la misión, de Iglesia misionera. Pienso en los
pescadores que llaman a sus vecinos para que vean el misterio de la Virgen.
Sin la sencillez de su actitud, nuestra misión está condenada al fracaso.
La Iglesia siempre tiene necesidad apremiante de no olvidar la lección de
Aparecida, no la puede desatender. Las redes de la Iglesia son frágiles,
quizás remendadas; la barca de la Iglesia no tiene la potencia de los
grandes transatlánticos que surcan los océanos. Y, sin embargo, Dios quiere
manifestarse precisamente a través de nuestros medios, medios pobres, porque
siempre es él quien actúa.
Queridos hermanos, el resultado del trabajo pastoral no se basa en la
riqueza de los recursos, sino en la creatividad del amor. Ciertamente es
necesaria la tenacidad, el esfuerzo, el trabajo, la planificación, la
organización, pero hay que saber ante todo que la fuerza de la Iglesia no
reside en sí misma sino que está escondida en las aguas profundas de Dios,
en las que ella está llamada a echar las redes.
Otra lección que la Iglesia ha de recordar siempre es que no puede alejarse
de la sencillez, de lo contrario olvida el lenguaje del misterio, y se queda
fuera, a las puertas del misterio, y, por supuesto, no consigue entrar en
aquellos que pretenden de la Iglesia lo que no pueden darse por sí mismos,
es decir, Dios. A veces perdemos a quienes no nos entienden porque hemos
olvidado la sencillez, importando de fuera también una racionalidad ajena a
nuestra gente.
Sin la gramática de la simplicidad, la Iglesia se ve privada de las
condiciones que hacen posible «pescar» a Dios en las aguas profundas de su
misterio.
Una última anotación: Aparecida se hizo presente en un cruce de caminos. La
vía que unía Río de Janeiro, la capital, con San Pablo, la provincia
emprendedora que estaba naciendo, y Minas Gerais, las minas tan codiciadas
por las Cortes europeas: una encrucijada del Brasil colonial. Dios aparece
en los cruces. La Iglesia en Brasil no puede olvidar esta vocación inscrita
en ella desde su primer aliento: ser capaz de sístole y diástole, de recoger
y difundir.
2. Aprecio por la trayectoria de la Iglesia en Brasil
Los obispos de Roma han llevado siempre en su corazón a Brasil y a su
Iglesia. Se ha logrado un maravilloso recorrido. De 12 diócesis durante el
Concilio Vaticano I a las actuales 275 circunscripciones. No ha sido la
expansión de un aparato o de una empresa, sino más bien el dinamismo de los
«cinco panes y dos peces» evangélicos, que, en contacto con la bondad del
Padre, en manos encallecidas (calejadas mãos), han sido fecundos.
Hoy deseo reconocer el trabajo sin reservas de Ustedes, Pastores, en sus
Iglesias. Pienso en los obispos que están en la selva subiendo y bajando por
los ríos, en las zonas semiáridas, en el Pantanal, en la pampa, en las
junglas urbanas de las megalópolis. Amen siempre con una dedicación total a
su grey. Pero pienso también en tantos nombres y tantos rostros que han
dejado una huella indeleble en el camino de la Iglesia en Brasil, haciendo
palpable la gran bondad de Dios para con esta iglesia.[2]
Los obispos de Roma siempre han estado cerca; han seguido, animado,
acompañado. En las últimas décadas, el beato Juan XXIII invitó con
insistencia a los obispos brasileños a preparar su primer plan pastoral y,
desde entonces, se ha desarrollado una verdadera tradición pastoral en
Brasil, logrando que la Iglesia no fuera un trasatlántico a la deriva, sino
que tuviera siempre una brújula. El Siervo de Dios Pablo VI, además de
alentar la recepción del Concilio Vaticano II con fidelidad, pero también
con rasgos originales (cf. Asamblea General del celam en Medellín), influyó
decisivamente en la autoconciencia de la Iglesia en Brasil mediante el
Sínodo sobre la evangelización y el texto fundamental de referencia, que
sigue siendo de actualidad: la Evangelii nuntiandi. El beato Juan Pablo II
visitó Brasil en tres ocasiones, recorriéndolo «de cabo a rabo», de norte a
sur, insistiendo en la misión pastoral de la Iglesia, en la comunión y la
participación, en la preparación del Gran Jubileo, en la nueva
evangelización. Benedicto XVI eligió Aparecida para celebrar la V Asamblea
General del celam, y esto ha dejado una huella profunda en la Iglesia de
todo el continente.
La Iglesia en Brasil ha recibido y aplicado con originalidad el Concilio
Vaticano II y el camino recorrido, aunque ha debido superar algunas
enfermedades infantiles, ha llevado gradualmente a una Iglesia más madura,
generosa y misionera.
Hoy nos encontramos en un nuevo momento. Como ha expresado bien el Documento
de Aparecida, no es una época de cambios, sino un cambio de época. Entonces,
también hoy es urgente preguntarse: ¿Qué nos pide Dios? Quisiera intentar
ofrecer algunas líneas de respuesta a esta pregunta.
3. El icono de Emaús como clave de lectura del presente y del
futuro.
Ante todo, no hemos de ceder al miedo del que hablaba el Beato John Henry
Newman: «El mundo cristiano se está haciendo estéril, y se agota como una
tierra sobreexplotada, que se convierte en arena».[3] No hay que ceder al
desencanto, al desánimo, a las lamentaciones. Hemos trabajado mucho, y a
veces nos parece que hemos fracasado, y tenemos el sentimiento de quien debe
hacer balance de una temporada ya perdida, viendo a los que se han marchado
o ya no nos consideran creíbles, relevantes.
Releamos una vez más el episodio de Emaús desde este punto de vista (Lc 24,
13-15). Los dos discípulos huyen de Jerusalén. Se alejan de la «desnudez» de
Dios. Están escandalizados por el fracaso del Mesías en quien habían
esperado y que ahora aparece irremediablemente derrotado, humillado, incluso
después del tercer día (vv. 24,17-21).
Es el misterio difícil de quien abandona la Iglesia; de aquellos que, tras
haberse dejado seducir por otras propuestas, creen que la Iglesia —su
Jerusalén— ya no puede ofrecer algo significativo e importante. Y, entonces,
van solos por el camino con su propia desilusión. Tal vez la Iglesia se ha
mostrado demasiado débil, demasiado lejana de sus necesidades, demasiado
pobre para responder a sus inquietudes, demasiado fría para con ellos,
demasiado autorreferencial, prisionera de su propio lenguaje rígido; tal vez
el mundo parece haber convertido a la Iglesia en una reliquia del pasado,
insuficiente para las nuevas cuestiones; quizás la Iglesia tenía respuestas
para la infancia del hombre, pero no para su edad adulta.[4] El hecho es que
actualmente hay muchos como los dos discípulos de Emaús; no sólo los que
buscan respuestas en los nuevos y difusos grupos religiosos, sino también
aquellos que parecen vivir ya sin Dios, tanto en la teoría como en la
práctica.
Ante esta situación, ¿qué hacer?
Hace falta una Iglesia que no tenga miedo a entrar en la noche de ellos.
Necesitamos una Iglesia capaz de encontrarlos en su camino. Necesitamos una
Iglesia capaz de entrar en su conversación. Necesitamos una Iglesia que sepa
dialogar con aquellos discípulos que, huyendo de Jerusalén, vagan sin una
meta, solos, con su propio desencanto, con la decepción de un cristianismo
considerado ya estéril, infecundo, impotente para generar sentido.
La globalización implacable y la intensa urbanización, a menudo salvajes,
prometían mucho. Muchos se han enamorado de sus posibilidades, y en ellas
hay algo realmente positivo, como por ejemplo, la disminución de las
distancias, el acercamiento entre las personas y culturas, la difusión de la
información y los servicios. Pero, por otro lado, muchos vivencian sus
efectos negativos sin darse cuenta de cómo ellos comprometen su visión del
hombre y del mundo, generando más desorientación y un vacío que no logran
explicar. Algunos de estos efectos son la confusión del sentido de la vida,
la desintegración personal, la pérdida de la experiencia de pertenecer a un
“nido”, la falta de hogar y vínculos profundos.
Y como no hay quien los acompañe y muestre con su vida el verdadero camino,
muchos han buscado atajos, porque la «medida» de la gran Iglesia parece
demasiado alta. Hay aún los que reconocen el ideal del hombre y de la vida
propuesto por la Iglesia, pero no se atreven a abrazarlo. Piensan que el
ideal es demasiado grande para ellos, está fuera de sus posibilidades, la
meta a perseguir es inalcanzable. Sin embargo, no pueden vivir sin tener al
menos algo, aunque sea una caricatura, de eso que les parece demasiado alto
y lejano. Con la desilusión en el corazón, van en busca de algo que les
ilusione de nuevo o se resignan a una adhesión parcial, que en definitiva no
alcanza a dar plenitud a sus vidas.
La sensación de abandono y soledad, de no pertenecerse ni siquiera a sí
mismos, que surge a menudo en esta situación, es demasiado dolorosa para
acallarla. Hace falta un desahogo y, entonces, queda la vía del lamento.
Pero incluso el lamento se convierte a su vez en un boomerang que vuelve y
termina por aumentar la infelicidad. Hay pocos que todavía saben escuchar el
dolor; al menos, hay que anestesiarlo.
Ante este panorama hace falta una Iglesia capaz de acompañar, de ir más allá
del mero escuchar; una Iglesia que acompañe en el camino poniéndose en
marcha con la gente; una Iglesia que pueda descifrar esa noche que entraña
la fuga de Jerusalén de tantos hermanos y hermanas; una Iglesia que se dé
cuenta de que las razones por las que hay gente que se aleja, contienen ya
en sí mismas también los motivos para un posible retorno, pero es necesario
saber leer el todo con valentía. Jesús le dio calor al corazón de los
discípulos de Emaús.
Quisiera que hoy nos preguntáramos todos: ¿Somos aún una Iglesia capaz de
inflamar el corazón? ¿Una Iglesia que pueda hacer volver a Jerusalén? ¿De
acompañar a casa? En Jerusalén residen nuestras fuentes: Escritura,
catequesis, sacramentos, comunidad, la amistad del Señor, María y los
Apóstoles... ¿Somos capaces todavía de presentar estas fuentes, de modo que
se despierte la fascinación por su belleza?
Muchos se han ido porque se les ha prometido algo más alto, algo más fuerte,
algo más veloz.
Pero, ¿hay algo más alto que el amor revelado en Jerusalén? Nada es más alto
que el abajamiento de la cruz, porque allí se alcanza verdaderamente la
altura del amor. ¿Somos aún capaces de mostrar esta verdad a quienes piensan
que la verdadera altura de la vida esté está en otra parte?
¿Alguien conoce algo de más fuerte que el poder escondido en la fragilidad
del amor, de la bondad, de la verdad, de la belleza?
La búsqueda de lo que cada vez es más veloz atrae al hombre de hoy: internet
veloz, coches y aviones rápidos, relaciones inmediatas... Y, sin embargo, se
nota una necesidad desesperada de calma, diría de lentitud. La Iglesia,
¿sabe todavía ser lenta: en el tiempo, para escuchar, en la paciencia, para
reparar y reconstruir? ¿O acaso también la Iglesia se ve arrastrada por el
frenesí de la eficiencia? Recuperemos, queridos hermanos, la calma de saber
ajustar el paso a las posibilidades de los peregrinos, al ritmo de su
caminar, la capacidad de estar siempre cerca para que puedan abrir un
resquicio en el desencanto que hay en su corazón, y así poder entrar en él.
Quieren olvidarse de Jerusalén, donde están sus fuentes, pero terminan por
sentirse sedientos. Hace falta una Iglesia capaz de acompañar también hoy el
retorno a Jerusalén. Una Iglesia que pueda hacer redescubrir las cosas
gloriosas y gozosas que se dicen en Jerusalén, de hacer entender que ella es
mi Madre, nuestra Madre, y que no están huérfanos. En ella hemos nacido.
¿Dónde está nuestra Jerusalén, donde hemos nacido? En el bautismo, en el
primer encuentro de amor, en la llamada, en la vocación.[5] Se necesita una
Iglesia que vuelva a traer calor, a encender el corazón.
Se necesita una Iglesia que también hoy pueda devolver la ciudadanía a
tantos de sus hijos que caminan como en un éxodo.
4. Los desafíos de la Iglesia en Brasil
A la luz de lo dicho, quisiera señalar algunos desafíos de la amada Iglesia
en Brasil.
La prioridad de la formación: obispos, sacerdotes, religiosos y
laicos
Queridos hermanos, si no formamos ministros capaces de enardecer el corazón
de la gente, de caminar con ellos en la noche, de entrar en diálogo con sus
ilusiones y desilusiones, de recomponer su fragmentación, ¿qué podemos
esperar para el camino presente y futuro? No es cierto que Dios se haya
apagado en ellos. Aprendamos a mirar más profundo: no hay quien inflame su
corazón, como a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 32).
Por esto es importante promover y cuidar una formación de calidad, que cree
personas capaces de bajar en la noche sin verse dominadas por la oscuridad y
perderse; de escuchar la ilusión de tantos, sin dejarse seducir; de acoger
las desilusiones, sin desesperarse y caer en la amargura; de tocar la
desintegración del otro, sin dejarse diluir y descomponerse en su propia
identidad.
Se necesita una solidez humana, cultural, afectiva, espiritual y
doctrinal.[6] Queridos hermanos en el episcopado, hay que tener el valor de
una revisión a fondo de las estructuras de formación y preparación del clero
y del laicado de la Iglesia en Brasil. No es suficiente una vaga prioridad
de formación, ni los documentos o las reuniones. Hace falta la sabiduría
práctica de establecer estructuras duraderas de preparación en el ámbito
local, regional, nacional, y que sean el verdadero corazón para el
episcopado, sin escatimar esfuerzos, atenciones y acompañamiento. La
situación actual exige una formación de calidad a todos los niveles. Los
obispos no pueden delegar este cometido. Ustedes no pueden delegar esta
tarea, sino asumirla como algo fundamental para el camino de sus Iglesias.
Colegialidad y solidaridad de la Conferencia Episcopal
A la Iglesia en Brasil no le basta un líder nacional, necesita una red de
«testimonios» regionales que, hablando el mismo lenguaje, aseguren por
doquier no la unanimidad, sino la verdadera unidad en la riqueza de la
diversidad.
La comunión es un lienzo que se debe tejer con paciencia y perseverancia,
que va gradualmente «juntando los puntos» para lograr una textura cada vez
más amplia y espesa. Una manta con pocas hebras de lana no calienta.
Es importante recordar Aparecida, el método de recoger la diversidad. No
tanto diversidad de ideas para elaborar un documento, sino variedad de
experiencias de Dios para poner en marcha una dinámica vital.
Los discípulos de Emaús regresaron a Jerusalén contando la experiencia que
habían tenido en el encuentro con el Cristo resucitado. Y allí se enteraron
de las otras manifestaciones del Señor y de las experiencias de sus
hermanos. La Conferencia Episcopal es precisamente un ámbito vital para
posibilitar el intercambio de testimonios sobre los encuentros con el
Resucitado, en el norte, en el sur, en el oeste... Se necesita, pues, una
valorización creciente del elemento local y regional. No es suficiente una
burocracia central, sino que es preciso hacer crecer la colegialidad y la
solidaridad: será una verdadera riqueza para todos.[7]
Estado permanente de misión y conversión pastoral
Aparecida habló de estado permanente de misión[8] y de la necesidad de una
conversión pastoral.[9] Son dos resultados importantes de aquella Asamblea
para el conjunto de la Iglesia de la zona, y el camino recorrido en Brasil
en estos dos puntos es significativo.
Sobre la misión se ha de recordar que su urgencia proviene de su motivación
interna: la de transmitir un legado; y, sobre el método, es decisivo
recordar que un legado es como el testigo, la posta en la carrera de
relevos: no se lanza al aire y quien consigue agarrarlo, bien, y quien no,
se queda sin él. Para transmitir el legado hay que entregarlo personalmente,
tocar a quien se le quiere dar, transmitir este patrimonio.
Sobre la conversión pastoral, quisiera recordar que «pastoral» no es otra
cosa que el ejercicio de la maternidad de la Iglesia. La Iglesia da a luz,
amamanta, hace crecer, corrige, alimenta, lleva de la mano... Se requiere,
pues, una Iglesia capaz de redescubrir las entrañas maternas de la
misericordia. Sin la misericordia, poco se puede hacer hoy para insertarse
en un mundo de «heridos», que necesitan comprensión, perdón y amor.
En la misión, también en la continental,[10] es muy importante reforzar la
familia, que sigue siendo la célula esencial para la sociedad y para la
Iglesia; los jóvenes, que son el rostro futuro de la Iglesia; las mujeres,
que tienen un papel fundamental en la transmisión de la fe y constituyen esa
fuerza cotidiana lleva adelante la sociedad y la renueva. No reduzcamos el
compromiso de las mujeres en la Iglesia, sino que promovamos su
participación activa en la comunidad eclesial. Si la Iglesia pierde a las
mujeres en su total y real dimensión, la Iglesia se expone a la esterilidad.
Aparecida destaca también la vocación y misión del varón en la familia, la
Iglesia y la sociedad, como padres, trabajadores y ciudadanos[11]. ¡Ténganlo
en cuenta!
La tarea de la Iglesia en la sociedad
En el ámbito social, sólo hay una cosa que la Iglesia pide con particular
claridad: la libertad de anunciar el Evangelio de modo integral, aun cuando
esté en contraste con el mundo, cuando vaya contracorriente, defendiendo el
tesoro del cual es solamente guardiana, y los valores de los que no dispone,
pero que ha recibido y a los cuales debe ser fiel.
La Iglesia sostiene el derecho de servir al hombre en su totalidad,
diciéndole lo que Dios ha revelado sobre el hombre y su realización y ella
quiere hacer presente ese patrimonio inmaterial sin el cual la sociedad se
desmorona, las ciudades se verían arrasadas por sus propios muros, barrancos
y barreras. La Iglesia tiene el derecho y el deber de mantener encendida la
llama de la libertad y de la unidad del hombre.
Las urgencias de Brasil son la educación, la salud, la paz social. La
Iglesia tiene una palabra que decir sobre estos temas, porque para responder
adecuadamente a estos desafíos no bastan soluciones meramente técnicas, sino
que hay que tener una visión subyacente del hombre, de su libertad, de su
valor, de su apertura a la trascendencia. Y Ustedes, queridos hermanos, no
tengan miedo de ofrecer esta contribución de la Iglesia, que es por el bien
de toda la sociedad, y ofrecer esta palabra “encarnada” también en el
testimonio.
La Amazonia como tornasol, banco de pruebas para la Iglesia y la sociedad
brasileña
Hay un último punto al que quisiera referirme, y que considero relevante
para el camino actual y futuro, no solamente de la Iglesia en Brasil, sino
también de todo el conjunto social: la Amazonia. La Iglesia no está en la
Amazonia como quien tiene hechas las maletas para marcharse después de
haberla explotado todo lo que ha podido. La Iglesia está presente en la
Amazonia desde el principio con misioneros, congregaciones religiosas,
sacerdotes, laicos y obispos y todavía hoy está presente y es determinante
para el futuro de la zona. Pienso en la acogida que la Iglesia en la
Amazonia ofrece hoy a los inmigrantes haitianos después del terrible
terremoto que devastó su país.
Quisiera invitar a todos a reflexionar sobre lo que Aparecida dijo sobre la
Amazonia,[12] y también el vigoroso llamamiento al respeto y la custodia de
toda la creación, que Dios ha confiado al hombre, no para explotarla
salvajemente, sino para que la convierta en un jardín. En el desafío
pastoral que representa la Amazonia, no puedo dejar de agradecer lo que la
Iglesia en Brasil está haciendo: la Comisión Episcopal para la Amazonia,
creada en 1997, ha dado ya mucho fruto, y muchas diócesis han respondido con
prontitud y generosidad a la solicitud de solidaridad, enviando misioneros
laicos y sacerdotes. Doy gracias a Monseñor Jaime Chemelo, pionero en este
trabajo, y al Cardenal Hummes, actual Presidente de la Comisión. Pero
quisiera añadir que la obra de la Iglesia ha de ser ulteriormente
incentivada y relanzada. Se necesitan instructores cualificados, sobre todo
formadores y profesores de teología, para consolidar los resultados
alcanzados en el campo de la formación de un clero autóctono, para tener
también sacerdotes adaptados a las condiciones locales y fortalecer, por
decirlo así, el «rostro amazónico» de la Iglesia. En esto, por favor, les
pido que sean valientes, que tengan parresia. En lenguaje porteño les diría
que sea corajudos.
Queridos hermanos, he tratado de ofrecer de una manera fraterna algunas
reflexiones y líneas de trabajo en una Iglesia como la que está en Brasil,
que es un gran mosaico de piedritas, de imágenes, de formas, problemas y
retos, pero que precisamente por eso constituye una enorme riqueza. La
Iglesia nunca es uniformidad, sino diversidad que se armoniza en la unidad,
y esto vale para toda realidad eclesial.
Que la Virgen Inmaculada de Aparecida sea la estrella que ilumine el
compromiso de Ustedes y su camino para llevar a Cristo, como ella lo ha
hecho, a todo hombre y a toda mujer de este inmenso país. Será Él, como lo
hizo con los dos discípulos confusos y desilusionados de Emaús, quien haga
arder el corazón y dé nueva y segura esperanza.
[1] El Documento de Aparecida subraya cómo los
niños, los jóvenes y los ancianos construyen el futuro de los pueblos (cf.
n. 447).
[2]Pienso en tantas figuras como, por citar sólo
algunas, Lorscheider, Mendes de Almeida, Sales, Vital, Camara, Macedo...,
junto al primer obispo brasileño Pero Fernandes Sardinha (1551-1556),
asesinado por belicosas tribus locales.
[3]Letter of 26 January 1833, in: The Letters and
Diaries of John Henry Newman, vol. III, Oxford 1979, p. 204.
[4] En el Documento de Aparecida se presentan
sintéticamente las razones de fondo de este fenómeno (cf. n. 225).
[5] Cf. también los cuatro puntos indicados por
Aparecida (ibíd., n. 226).
[6] En el Documento de Aparecida se pone gran
atención a la formación del clero, y también de los laicos (cf. nn. 316-325;
212).
[7] También el Documento de Aparecida ofrece
líneas importantes de camino sobre este aspecto (cf. nn. 181-183; 189).
[8] Cf. n. 216.
[9] Cf. nn. 365-372.
[10] Las conclusiones de la Conferencia de
Aparecida insisten en el rostro de una Iglesia que por su misma naturaleza
es evangelizadora, que existe para evangelizar, con audacia y libertad, a
todos los niveles (cf. nn.547-554).
[11] Cf. nn. 459-463.
[12] Cf. particularmente los nn. 83-87 y, desde
el punto de vista de una pastoral unitaria, el n. 475.