Errores de interpretación: Conversar con adolescentes.
Alfonso Aguiló
www.interrogantes.net
Podríamos hablar de otro bloque de barreras a la comunicación, que consiste
básicamente en hacer frecuentes interpretaciones personales en las que
tratamos de descifrar a alguien, o explicar sus motivos, o su conducta,
sobre la base de nuestros propios motivos o nuestra propia conducta, sin
hacernos cargo de su situación personal.
Volvamos a un ejemplo -inspirado en otro de Stephen Covey- de un chico que
se siente frustrado en el colegio a consecuencia de un serio fracaso. Lo
pongo como ejemplo típico de conversación sorda entre un padre y su hijo
adolescente:
—Papá, estudiar no sirve para nada.
—¿Por qué dices eso, hijo?
—En el colegio no se aprende nada que sea útil realmente...
—Lo que te pasa es que aún eres joven para entender la importancia de los
estudios. Yo, a tu edad, pensaba lo mismo. Ya lo entenderás.
—Llevo ya un montón de años estudiando y sé que no es lo mío.
—Entonces... ¿qué es lo tuyo?
—Lo mío es ser futbolista. Soy muy bueno. Hice una prueba la semana pasada y
para la próxima temporada es posible que me fichen en un equipo.
—Como diversión me parece muy bien, pero no vas a vivir de eso.
—A un amigo mío que empezó hace dos años, ahora le pagan una ficha muy alta,
y ha dejado los estudios.
-Pero son muy pocos los que a la larga llegan a vivir del fútbol. Lo más
probable es que dentro de unos años ese chico esté lamentándose de no haber
hecho una carrera. ¿Qué te pasa? ¿Es que quieres arruinar tu vida?
—Vale, papá, déjalo.
Está claro que el padre de este chico ha actuado con excelente intención, y
que inicialmente se muestra dispuesto a escuchar, pero se ve que no llega a
facilitar de modo eficaz que su hijo exprese sus verdaderos sentimientos.
El muchacho empieza a explicarse y su padre le interrumpe con una rápida
interpretación de lo que le sucede, cuando el chico aún no había podido
terminar su segunda frase. Es entonces cuando se equivoca, como suele
suceder cuando uno juzga antes de escuchar: trata de descifrar la situación
de su hijo sobre la base de su propia situación personal, y sólo logra
cortar el flujo de la confianza que débilmente se había iniciado.
También abusa de frases como lo que te pasa es que..., o aún eres joven para
entender..., o yo, a tu edad..., u otras semejantes, que suenan a un
paternalismo un poco desagradable. Usar ese tipo de entradillas es una buena
forma de ganarse una rápida descalificación.
Repasemos de nuevo el diálogo, prestando atención a los posibles
sentimientos del chico (se señalan junto a cada frase en cursiva y entre
paréntesis):
—Papá, estudiar no sirve para nada. (Papá, quiero hablar contigo).
—¿Por qué dices eso, hijo? (¡Bien!, parece que hoy papá está dispuesto a
escuchar).
—En el colegio no se aprende nada que sea útil realmente... (Tengo problemas
serios en el colegio y me encuentro fatal).
—Lo que te pasa es que aún eres joven para entender la importancia de los
estudios. Yo, a tu edad, pensaba lo mismo. Ya lo entenderás. (¡Horror!, otra
vez está papá con que soy un niño que no entiende nada de la vida. ¿Pero no
te das cuenta de que estoy hecho polvo, que necesito desahogarme?).
—Llevo ya un montón de años estudiando y sé que no es lo mío. (Papá, ¿cómo
quieres que te diga que tengo problemas serios en el colegio y no quiero ni
volver a pisarlo?).
—Entonces... ¿qué es lo tuyo? (¿No te das cuenta de que voy a acabar
repitiendo curso si siguen las cosas como van, y quizá me echen del colegio,
y que para eso prefiero irme yo mismo?).
—Lo mío es ser futbolista. Soy muy bueno. Hice una prueba la semana pasada y
para la próxima temporada es posible que me fichen en un equipo. (Casi no sé
ni por qué digo esto...).
—Como diversión me parece muy bien, pero no vas a vivir de eso (Ya estamos
con lo de siempre. No sé por qué habré sacado el tema, es inútil con este
hombre...).
—A un amigo mío que empezó hace dos años, ahora le pagan una ficha muy alta,
y ha dejado los estudios. (Si no sé si quiero ser futbolista, pero no
pienses que voy a replegarme tan fácilmente...; me estás sacando de quicio).
—Pero son muy pocos los que a la larga llegan a vivir del fútbol. Lo más
probable es que dentro de unos años ese chico esté lamentándose de no haber
hecho una carrera... (En fin, encima, profeta. ¿Qué te pasa? ¿Es que
quieres arruinar tu vida?)
-Vale, papá, déjalo. (Sencillamente, no comprendes).
Como se ve, padre e hijo hablan en distinto plano. No logran alcanzar un
mínimo de sintonía que haga productiva la conversación. No brota la
confianza, porque desde el inicio el chico comprueba que su padre no capta
sus sentimientos.
La conversación ganaría en eficacia si ambos interlocutores lograran ponerse
del mismo lado del mostrador -o sea, no enfrentados-, y cada uno se hiciera
cargo de los sentimientos del otro. Esto no siempre es fácil, pero se puede
avanzar mucho si uno se fija en qué tipo de preguntas facilitan la confianza
y cuáles la desbaratan (no son las mismas para todas las personas). Con un
poco de agudeza, se pueden intuir cuáles son, aunque sólo sea por el sistema
ensayo/error.
No conviene reducir estos problemas a cuestiones de método, pero hay muchos
modos más o menos prácticos de facilitar la confianza. El más simple,
pensando en una conversación como la de este ejemplo, es hacer preguntas
sencillas en las que -quizá empezando por parafrasear lo que se ha
escuchado- se aventura con delicadeza el sentimiento que se intuye que late
en el interlocutor, de modo que se sienta comprendido y así se le facilite
explayarse.
Analicemos de nuevo cómo sería ese diálogo siguiendo este método, para ver
cómo podría mejorarse la comunicación entre padre e hijo. También señalamos
entre paréntesis los posibles sentimientos del chico.
—Papá, estudiar no sirve para nada. (Papá, quiero hablar contigo).
—¿Por qué dices eso, hijo? (¡Bien!, parece que hoy papá está dispuesto a
escuchar).
—En el colegio no se aprende nada que sea útil realmente... (Tengo problemas
serios en el colegio y me encuentro fatal).
—¿Te sientes decepcionado por lo que se estudia allí? (Menos mal, parece que
no me suelta un sermón para empezar).
—Sí. Me parece que no saco nada en limpio.
—¿Piensas que no es lo mejor para ti? (Bueno, en fin, tampoco quería decir
eso).
—Cada vez me va peor. Acabamos de terminar los exámenes y... (¿Lo digo..., o
no lo digo? ¿Qué puede pasarme?).
—¿Y te han ido mal, ¿verdad? (Hombre, menos mal que se ha dado cuenta y no
me lo hace decir a mí).
—Pues..., bueno..., sí, eso parece. He tenido muy mala suerte. Me ha ido
peor que nunca. Se me quitan las ganas de seguir con esto... (¿Te das cuenta
de que estoy en crisis completa con los estudios y necesito que me animen?).
—¿Y por qué crees que te ha ido peor esta vez? (En fin..., para ser sincero,
he hecho bastante el vago, no sé cómo decirte...).
—Me parece que este año me he organizado fatal... (¿Soy suficientemente
claro?).
—¿Y crees que tiene remedio?
—Hombre, remedio siempre hay... (Bueno..., en fin, tonto tampoco soy; si me
lo propusiera...).
—Me parece que si te lo propones seriamente este último trimestre, y haces
un buen plan de estudio, puedes recuperar el tiempo perdido y sacar bien el
curso (Por fin, alguien que cree en mí, creía que ya no quedaba nadie en el
mundo capaz de semejante cosa).
—¿Tú crees? (Necesito escucharlo otra vez).
—Estoy seguro. Si quieres, descansa hoy un poco, te despejas, y mañana por
la tarde vamos a hacer deporte, charlamos con más calma y hacemos juntos ese
plan. ¿Te parece? (Estoy seguro de que me vendrá bien, estoy –estaba– en
plena crisis).
—Vale, de acuerdo (¡qué fácil ha salido todo, menos mal, vaya alivio!).
En este caso, el padre ha logrado ir superando una a una las barreras que
había en la comunicación con su hijo, hasta llegar al problema real.
Al principio, el chico está muy afectado, y sus afirmaciones y respuestas no
destacan por su rigor lógico. No sigue un discurso lógico, sino más bien
emocional, y abre su intimidad buscando desahogo y comprensión. Su padre lo
percibe, le deja hablar sin apabullarle con consejos, facilitándole decir lo
que más le avergüenza –evitándole las palabras más difíciles–, y al final,
cuando se ha desahogado y aflora a un discurso más lógico, aprovecha para
aconsejar, y entonces resulta eficaz.
Hay momentos para enseñar y momentos para escuchar.
El intento de enseñar, cuando la relación es aún tensa o el ambiente está
cargado emocionalmente, se recibe fácilmente como una forma de rechazo.
Hay otro aspecto interesante en este ejemplo. El padre no suelta su consejo
de sopetón, con aire paternalista o de superioridad. No hace innecesarias
manifestaciones de aprobación o desaprobación. Procura sobre todo conducir
al chico de modo que se enfrente con su propia responsabilidad.
Siempre son más eficaces los consejos no impositivos, aquellos que hacen que
sea uno mismo quien llegue a la solución con su propio ritmo, sin forzar.