Responsabilidad, disciplina y orden
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Bernabé Tierno10.11.2008
Los padres no pueden estar siempre detrás del niño o del adolescente para
hacerle cumplir las normas. Lo que se ha de lograr, mediante estrategias
educativas adecuadas, es que estas normas estén tan arraigadas, que nuestros
hijos lleguen a comportarse de una manera responsable también cuando no haya
nadie que les indique lo que han de hacer o dejar de hacer.
Padres, maestros y educadores hemos de establecer los lazos de afecto,
consideración y respeto esenciales para el ejercicio, tanto de la paternidad
como de la docencia. En la medida en que el respeto y el afecto hacia el
niño sean una realidad palpable, captará y aceptará las normas disciplinares
tanto en casa como en la escuela.
Establecer límites
Para lograr que el niño acceda a comportamientos responsables es
imprescindible establecer unos límites muy claros pero razonables que le den
seguridad al tiempo que le ofrezcan alguna libertad de elección.
Se ha demostrado experimentalmente que el niño se percata de que sus padres
se comportan con firmeza porque les importa, porque le quieren de verdad. El
niño conoce muy bien que él no sabe valerse por sí mismo y que necesita esa
seguridad de saber que hay alguien encargado de su vida y de su cuidado. Así
puede aprender y experimentar con las dificultades que le vayan surgiendo
desde una base segura. Es fundamental que el niño, ya desde los primeros
años, sepa qué es exactamente lo que se espera de él. Esto le dará
seguridad, pero es evidente que esas normas y límites establecidos han de
cumplir unos requisitos:
Que sean sencillas y simples. Huir de lo complicado.
Que sean justas.
Que el niño tenga muy claro cuáles van a ser las consecuencias si no las
cumple.
Que apliquemos las normas de forma coherente y fundamentalmente justa.
Buena conducta
Cualquier niño aprende a comportarse, principalmente de sus padres,
hermanos, y demás familiares, así como de sus maestros, compañeros de clase,
vecinos, etc. Es decir, que la conducta, buena o mala, se aprende, no se
adquiere de manera natural. En realidad, la palabra disciplina significa
aprendizaje y constituye el medio más adecuado para que los padres consigan
que sus hijos aprendan a comportarse de manera adecuada.
Veamos cómo debe ser la buena disciplina
No tiene objeto prolongar la ansiedad del niño tras cometer una falta; la
disciplina debe ser inmediata.
El niño se sentirá culpable cuando ha quebrantado una regla, cuando ha hecho
algo malo y debe aprender que una conducta errónea o peligrosa tiene sus
consecuencias, al menos la que se deriva del castigo. Error cometido y
disciplina deben estar unidos para que el niño no pase demasiado tiempo
abrumado por las consecuencias de su comportamiento.
Además de inmediata, la buena disciplina ha de ser lógica. La coherencia
educativa es fundamental para propiciar seguridad al niño y no
desconcertarlo constantemente como es el caso de esos padres que en ciertas
ocasiones aprueban un determinado comportamiento del niño o les es
indiferente, y, en otros casos, reprenden severamente el mismo
comportamiento. Esta falta de coherencia enseña al niño a desconfiar de sus
padres y de las normas dictadas.
Otra característica de la buena disciplina es su firmeza y seguridad, es
decir, que inexorablemente tras una determinada falta o error, con toda
seguridad se producirá el correspondiente castigo o acto de reflexión e
invitación a corregir la mala acción. Los niños que saben por experiencia
que las amenazas constantes de sus padres terminan por no cumplirse, no
aprenden a ser disciplinados.
Se debe poner en práctica en cualquier momento, situación o lugar.
Hay padres que se sienten como avergonzados si tienen que corregir una mala
acción de sus hijos y se limitan a decir, «en casa hablaremos». No critico
este modo de proceder, que casi siempre resulta provechoso, pero me parece
más adecuado que se llame al hijo a un rincón de la estancia o se le saque
al pasillo mientras pedimos disculpas a nuestros amigos o invitados y le
hagamos las reconvenciones y correcciones necesarias, sin dejarlo para
después. Así, tras la falta cometida reflexionará de inmediato.
Tiene que ser justa. Si de manera accidental mancha la camisa porque le
salpicó un poco de comida al pretender pinchar un trozo de carne,
considerará injusta una reprimenda desmesurada, un comentario hiriente como
“eres un sucio”, “no consigues estar limpio jamás”. Por el contrario, si ha
faltado deliberadamente al colegio o ha pegado a su hermano menor, su propio
sentido de la justicia le hará reconocer que merece una buena reprimenda.
Ha de ser positiva, es decir, que ofrezca alternativas, soluciones, apoyos,
de manera que fortalezca el entendimiento, el diálogo y los vínculos
afectivos entre los padres y los hijos. En ningún caso es positivo humillar
al hijo, hacerle sentirse como un ser despreciable o que es incapaz de hacer
nada bien, porque las insultantes y despreciativas palabras del adulto se
convertirán en profecía que llegará a cumplirse, al reducir al mínimo su
autoestima y el sentimiento de valía y de competencia.
La intensidad debe estar regulada y adaptada al desarrollo evolutivo del
niño, a su personalidad y a su grado de sensibilidad. Un niño introvertido,
muy sensible y poco seguro de si mismo no soportaría una grave reprimenda
sin padecer un considerable daño psicológico. Sin embargo, otro niño, seguro
de sí, abierto y de fuerte personalidad recibiría provechosamente una buena
reprimenda merecida, sin sufrir daño alguno.
Finalmente, toda buena disciplina ha de conseguir su propósito que es
enseñar una buena conducta.
Actuar con coherencia
Educamos a nuestros hijos para la libertad, pero la verdadera libertad sólo
se consigue cuando uno es responsable de sus actos, «se hace cargo” de sí
mismo y es capaz de vivir con independencia y autonomía. El orden y la
coherencia en la conducta, sólo se adquieren tras un largo período de
ejercicio y entrenamiento en comportamientos responsables y disciplinados.
Dejar a los hijos hacer su voluntad y capricho sin marcar unos límites ni
establecer unas normas que les den seguridad, les convierte en seres
irresponsables o inmaduros, incapaces de encontrarse a sí mismos y de
encontrar un puesto en la sociedad, al carecer del necesario orden interno.