Mensaje del Papa para la Jornada Mundial de la Juventud 2009: “La juventud, tiempo de esperanza”
"Hemos puesto nuestra esperanza
en el Dios vivo" (1 Tm 4,10)
Queridos amigos:
El próximo domingo de Ramos celebraremos en el ámbito diocesano la XXIV
Jornada Mundial de la Juventud. Mientras nos preparamos a esta celebración
anual, recuerdo con enorme gratitud al Señor el encuentro que tuvimos en
Sydney, en julio del año pasado. Un encuentro inolvidable, durante el cual
el Espíritu Santo renovó la vida de tantos jóvenes que acudieron desde todos
los lugares del mundo. La alegría de la fiesta y el entusiasmo espiritual
experimentados en esos días, fueron un signo elocuente de la presencia del
Espíritu de Cristo. Ahora nos encaminamos hacia el encuentro internacional
programado para 2011 en Madrid y que tendrá como tema las palabras del
apóstol Pablo: "Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe" (cf. Col
2,7). Teniendo en cuenta esta cita mundial de jóvenes, queremos hacer juntos
un camino formativo, reflexionando en 2009 sobre la afirmación de san Pablo:
"Hemos puesto nuestra esperanza en el Dios vivo" (1 Tm 4,10), y en 2010
sobre la pregunta del joven rico a Jesús: "Maestro bueno, ¿qué haré para
heredar la vida eterna?" (Mc 10,17).
La juventud, tiempo de esperanza
En Sydney, nuestra atención se centró en lo que el Espíritu Santo dice hoy a
los creyentes y, concretamente a vosotros, queridos jóvenes. Durante la
Santa Misa final os exhorté a dejaros plasmar por Él para ser mensajeros del
amor divino, capaces de construir un futuro de esperanza para toda la
humanidad. Verdaderamente, la cuestión de la esperanza está en el centro de
nuestra vida de seres humanos y de nuestra misión de cristianos, sobre todo
en la época contemporánea. Todos advertimos la necesidad de esperanza, pero
no de cualquier esperanza, sino de una esperanza firme y creíble, como he
subrayado en la Encíclica Spe salvi. La juventud, en particular, es tiempo
de esperanzas, porque mira hacia el futuro con diversas expectativas. Cuando
se es joven se alimentan ideales, sueños y proyectos; la juventud es el
tiempo en el que maduran opciones decisivas para el resto de la vida. Y tal
vez por esto es la etapa de la existencia en la que afloran con fuerza las
preguntas de fondo: ¿Por qué estoy en el mundo? ¿Qué sentido tiene vivir?
¿Qué será de mi vida? Y también, ¿cómo alcanzar la felicidad? ¿Por qué el
sufrimiento, la enfermedad y la muerte? ¿Qué hay más allá de la muerte?
Preguntas que son apremiantes cuando nos tenemos que medir con obstáculos
que a veces parecen insuperables: dificultades en los estudios, falta de
trabajo, incomprensiones en la familia, crisis en las relaciones de amistad
y en la construcción de un proyecto de pareja, enfermedades o incapacidades,
carencia de recursos adecuados a causa de la actual y generalizada crisis
económica y social. Nos preguntamos entonces: ¿Dónde encontrar y cómo
mantener viva en el corazón la llama de la esperanza?
En búsqueda de la "gran esperanza"
La experiencia demuestra que las cualidades personales y los bienes
materiales no son suficientes para asegurar esa esperanza que el ánimo
humano busca constantemente. Como he escrito en la citada Encíclica Spe
salvi, la política, la ciencia, la técnica, la economía o cualquier otro
recurso material por sí solos no son suficientes para ofrecer la gran
esperanza a la que todos aspiramos. Esta esperanza "sólo puede ser Dios, que
abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí
solos no podemos alcanzar" (n. 31). Por eso, una de las consecuencias
principales del olvido de Dios es la desorientación que caracteriza nuestras
sociedades, que se manifiesta en la soledad y la violencia, en la
insatisfacción y en la pérdida de confianza, llegando incluso a la
desesperación. Fuerte y clara es la llamada que nos llega de la Palabra de
Dios: "Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza,
apartando su corazón del Señor. Será como un cardo en la estepa, no verá
llegar el bien" (Jr 17,5-6).
La crisis de esperanza afecta más fácilmente a las nuevas generaciones que,
en contextos socio-culturales faltos de certezas, de valores y puntos de
referencia sólidos, tienen que afrontar dificultades que parecen superiores
a sus fuerzas. Pienso, queridos jóvenes amigos, en tantos coetáneos vuestros
heridos por la vida, condicionados por una inmadurez personal que es
frecuentemente consecuencia de un vacío familiar, de opciones educativas
permisivas y libertarias, y de experiencias negativas y traumáticas. Para
algunos -y desgraciadamente no pocos-, la única salida posible es una huída
alienante hacia comportamientos peligrosos y violentos, hacia la dependencia
de drogas y alcohol, y hacia tantas otras formas de malestar juvenil. A
pesar de todo, incluso en aquellos que se encuentran en situaciones penosas
por haber seguido los consejos de "malos maestros", no se apaga el deseo del
verdadero amor y de la auténtica felicidad. Pero ¿cómo anunciar la esperanza
a estos jóvenes? Sabemos que el ser humano encuentra su verdadera
realización sólo en Dios. Por tanto, el primer compromiso que nos atañe a
todos es el de una nueva evangelización, que ayude a las nuevas generaciones
a descubrir el rostro auténtico de Dios, que es Amor. A vosotros, queridos
jóvenes, que buscáis una esperanza firme, os digo las mismas palabras que
san Pablo dirigía a los cristianos perseguidos en la Roma de entonces: "El
Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz en vuestra fe, hasta
rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo" (Rm 15,13). Durante
este año jubilar dedicado al Apóstol de las gentes, con ocasión del segundo
milenio de su nacimiento, aprendamos de él a ser testigos creíbles de la
esperanza cristiana.
San Pablo, testigo de la esperanza
Cuando se encontraba en medio de dificultades y pruebas de distinto tipo,
Pablo escribía a su fiel discípulo Timoteo: "Hemos puesto nuestra esperanza
en el Dios vivo" (1 Tm 4,10). ¿Cómo había nacido en él esta esperanza? Para
responder a esta pregunta hemos de partir de su encuentro con Jesús
resucitado en el camino de Damasco. En aquel momento, Pablo era un joven
como vosotros, de unos veinte o veinticinco años, observante de la ley de
Moisés y decidido a combatir con todas sus fuerzas, incluso con el
homicidio, contra quienes él consideraba enemigos de Dios (cf. Hch 9,1).
Mientras iba a Damasco para arrestar a los seguidores de Cristo, una luz
misteriosa lo deslumbró y sintió que alguien lo llamaba por su nombre:
"Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?". Cayendo a tierra, preguntó: "¿Quién
eres, Señor?". Y aquella voz respondió: "Yo soy Jesús, a quien tú persigues"
(cf. Hch 9,3-5). Después de aquel encuentro, la vida de Pablo cambió
radicalmente: recibió el bautismo y se convirtió en apóstol del Evangelio.
En el camino de Damasco fue transformado interiormente por el Amor divino
que había encontrado en la persona de Jesucristo. Un día llegará a escribir:
"Mientras vivo en esta carne, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó
hasta entregarse por mí" (Ga 2,20). De perseguidor se transformó en testigo
y misionero; fundó comunidades cristianas en Asia Menor y en Grecia,
recorriendo miles de kilómetros y afrontando todo tipo de vicisitudes, hasta
el martirio en Roma. Todo por amor a Cristo.
La gran esperanza está en Cristo
Para Pablo, la esperanza no es sólo un ideal o un sentimiento, sino una
persona viva: Jesucristo, el Hijo de Dios. Impregnado en lo más profundo por
esta certeza, podrá decir a Timoteo: "Hemos puesto nuestra esperanza en el
Dios vivo" (1 Tm 4,10). El "Dios vivo" es Cristo resucitado y presente en el
mundo. Él es la verdadera esperanza: Cristo que vive con nosotros y en
nosotros y que nos llama a participar de su misma vida eterna. Si no estamos
solos, si Él está con nosotros, es más, si Él es nuestro presente y nuestro
futuro, ¿por qué temer? La esperanza del cristiano consiste por tanto en
aspirar "al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra,
poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en
nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo"
(Catecismo de la Iglesia Católica, 1817).
El camino hacia la gran esperanza
Jesús, del mismo modo que un día encontró al joven Pablo, quiere encontrarse
con cada uno de vosotros, queridos jóvenes. Sí, antes que un deseo nuestro,
este encuentro es un deseo ardiente de Cristo. Pero alguno de vosotros me
podría preguntar: ¿Cómo puedo encontrarlo yo, hoy? O más bien, ¿de qué forma
Él viene hacia mí? La Iglesia nos enseña que el deseo de encontrar al Señor
es ya fruto de su gracia. Cuando en la oración expresamos nuestra fe,
incluso en la oscuridad lo encontramos, porque Él se nos ofrece. La oración
perseverante abre el corazón para acogerlo, como explica san Agustín:
"Nuestro Dios y Señor [...] pretende ejercitar con la oración nuestros
deseos, y así prepara la capacidad para recibir lo que nos ha de dar" (Carta
130,8,17). La oración es don del Espíritu que nos hace hombres y mujeres de
esperanza, y rezar mantiene el mundo abierto a Dios (cf. Enc. Spe salvi,
34).
Dad espacio en vuestra vida a la oración. Está bien rezar solos, pero es más
hermoso y fructuoso rezar juntos, porque el Señor nos ha asegurado su
presencia cuando dos o tres se reúnen en su nombre (cf. Mt 18,20). Hay
muchas formas para familiarizarse con Él; hay experiencias, grupos y
movimientos, encuentros e itinerarios para aprender a rezar y de esta forma
crecer en la experiencia de fe. Participad en la liturgia en vuestras
parroquias y alimentaos abundantemente de la Palabra de Dios y de la
participación activa en los sacramentos. Como sabéis, culmen y centro de la
existencia y de la misión de todo creyente y de cada comunidad cristiana es
la Eucaristía, sacramento de salvación en el que Cristo se hace presente y
ofrece como alimento espiritual su mismo Cuerpo y Sangre para la vida
eterna. ¡Misterio realmente inefable! Alrededor de la Eucaristía nace y
crece la Iglesia, la gran familia de los cristianos, en la que se entra con
el Bautismo y en la que nos renovamos constantemente por al sacramento de la
Reconciliación. Los bautizados, además, reciben mediante la Confirmación la
fuerza del Espíritu Santo para vivir como auténticos amigos y testigos de
Cristo, mientras que los sacramentos del Orden y del Matrimonio los hacen
aptos para realizar sus tareas apostólicas en la Iglesia y en el mundo. La
Unción de los enfermos, por último, nos hace experimentar el consuelo divino
en la enfermedad y en el sufrimiento.
Actuar según la esperanza cristiana
Si os alimentáis de Cristo, queridos jóvenes, y vivís inmersos en Él como el
apóstol Pablo, no podréis por menos que hablar de Él, y haréis lo posible
para que vuestros amigos y coetáneos lo conozcan y lo amen. Convertidos en
sus fieles discípulos, estaréis preparados para contribuir a formar
comunidades cristianas impregnadas de amor como aquellas de las que habla el
libro de los Hechos de los Apóstoles. La Iglesia cuenta con vosotros para
esta misión exigente. Que no os hagan retroceder las dificultades y las
pruebas que encontréis. Sed pacientes y perseverantes, venciendo la natural
tendencia de los jóvenes a la prisa, a querer obtener todo y de inmediato.
Queridos amigos, como Pablo, sed testigos del Resucitado. Dadlo a conocer a
quienes, jóvenes o adultos, están en busca de la "gran esperanza" que dé
sentido a su existencia. Si Jesús se ha convertido en vuestra esperanza,
comunicadlo con vuestro gozo y vuestro compromiso espiritual, apostólico y
social. Alcanzados por Cristo, después de haber puesto en Él vuestra fe y de
haberle dado vuestra confianza, difundid esta esperanza a vuestro alrededor.
Tomad opciones que manifiesten vuestra fe; haced ver que habéis entendido
las insidias de la idolatría del dinero, de los bienes materiales, de la
carrera y el éxito, y no os dejéis atraer por estas falsas ilusiones. No
cedáis a la lógica del interés egoísta; por el contrario, cultivad el amor
al prójimo y haced el esfuerzo de poneros vosotros mismos, con vuestras
capacidades humanas y profesionales al servicio del bien común y de la
verdad, siempre dispuestos a dar respuesta "a todo el que os pida razón de
vuestra esperanza" (1 P 3,15). El auténtico cristiano nunca está triste, aun
cuando tenga que afrontar pruebas de distinto tipo, porque la presencia de
Jesús es el secreto de su gozo y de su paz.
María, Madre de la esperanza
San Pablo es para vosotros un modelo de este itinerario de vida apostólica.
Él alimentó su vida de fe y esperanza constantes, siguiendo el ejemplo de
Abraham, del cual escribió en la Carta a los Romanos: "Creyó, contra toda
esperanza, que llegaría a ser padre de muchas naciones" (4,18). Sobre estas
mismas huellas del pueblo de la esperanza -formado por los profetas y por
los santos de todos los tiempos- nosotros continuamos avanzando hacia la
realización del Reino, y en nuestro camino espiritual nos acompaña la Virgen
María, Madre de la Esperanza. Ella, que encarnó la esperanza de Israel, que
donó al mundo el Salvador y permaneció, firme en la esperanza, al pie de la
cruz, es para nosotros modelo y apoyo. Sobre todo, María intercede por
nosotros y nos guía en la oscuridad de nuestras dificultades hacia el alba
radiante del encuentro con el Resucitado. Quisiera concluir este mensaje,
queridos jóvenes amigos, haciendo mía una bella y conocida exhortación de
San Bernardo inspirada en el título de María Stella maris, Estrella del mar:
"Cualquiera que seas el que en la impetuosa corriente de este siglo te
miras, fluctuando entre borrascas y tempestades más que andando por tierra,
¡no apartes los ojos del resplandor de esta estrella, si quieres no ser
oprimido de las borrascas! Si se levantan los vientos de las tentaciones, si
tropiezas con los escollos de las tribulaciones, mira a la estrella, llama a
María... En los peligros, en las angustias, en las dudas, piensa en María,
invoca a María... Siguiéndola, no te desviarás; rogándole, no desesperarás;
pensando en ella, no te perderás. Si ella te tiene de la mano no caerás; si
te protege, nada tendrás que temer; no te fatigarás si es tu guía; llegarás
felizmente al puerto si ella te es propicia" (Homilías en alabanza de la
Virgen Madre, 2,17).
María, Estrella del mar, guía a los jóvenes de todo el mundo al encuentro
con tu divino Hijo Jesús, y sé tú la celeste guardiana de su fidelidad al
Evangelio y de su esperanza.
Al mismo tiempo que os aseguro mi recuerdo cotidiano en la oración por cada
uno de vosotros, queridos jóvenes, os bendigo de corazón junto a vuestros
seres queridos.
Vaticano, 22 de febrero de 2009
BENEDICTUS PP. XVI