Vosotros sois la luz del mundo
Visita del Papa a Alemania: Vigilia de oración con
los Jóvenes.
Benedicto XVI desafía a ser santos a los 35.000 jóvenes reunidos en la noche
durante el encuentro marcado por la reflexión sobre la luz.
Feria de Friburgo de Brisgovia
Sábado 24 de septiembre de 2011
Queridos jóvenes amigos:
Durante todo el día he pensado con gozo en esta noche, en la que estaría
aquí con vosotros, unidos en la oración. Algunos habéis participado tal vez
en la Jornada Mundial de la Juventud, donde experimentamos esa atmósfera
especial de tranquilidad, de profunda comunión y de alegría interior que
caracteriza una vigilia nocturna de oración. Espero que también todos
nosotros podamos tener esa misma experiencia en este momento en el que el
Señor nos toca y nos hace testigos gozosos, que oran juntos y se hacen
responsables los unos de los otros, no solamente esta noche, sino también
durante toda la vida.
En todas las iglesias, en las catedrales y conventos, en cualquier lugar
donde los fieles se reúnen para celebrar la Vigilia pascual, la más santa de
todas las noches, ésta se inaugura encendiendo el cirio pascual, cuya luz se
transmite después a todos los participantes. Una pequeña llama se irradia en
muchas luces e ilumina la casa de Dios a oscuras. En este maravilloso rito
litúrgico, que hemos imitado en esta vigilia de oración, se nos revela
mediante signos más elocuentes que las palabras el misterio de nuestra fe
cristiana. Él, Cristo, que dice de sí mismo: “Yo soy la luz del mundo” (Jn
8, 12), hace brillar nuestra vida, para que se cumpla lo que acabamos de
escuchar en el Evangelio: “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5, 14). No
son nuestros esfuerzos humanos o el progreso técnico de nuestro tiempo los
que aportan luz al mundo. Una y otra vez, experimentamos que nuestro
esfuerzo por un orden mejor y más justo tiene sus límites. El sufrimiento de
los inocentes y, más aún, la muerte de cualquier hombre, producen una
oscuridad impenetrable, que quizás se esclarece momentáneamente con nuevas
experiencias, como un rayo en la noche. Pero, al final, queda una oscuridad
angustiosa.
Puede haber en nuestro entorno tiniebla y oscuridad y, sin embargo, vemos
una luz: una pequeña llama, minúscula, más fuerte que la oscuridad, en
apariencia poderosa e insuperable. Cristo, resucitado de entre los muertos,
brilla en el mundo, y lo hace de la forma más clara, precisamente allí donde
según el juicio humano todo parece sombrío y sin esperanza. Él ha vencido a
la muerte – Él vive – y la fe en Él, penetra como una pequeña luz todo lo
que es oscuridad y amenaza. Ciertamente, quien cree en Jesús no siempre ve
en la vida solamente el sol, casi como si pudiera ahorrarse sufrimientos y
dificultades; ahora bien, tiene siempre una luz clara que le muestra una
vía, el camino que conduce a la vida en abundancia (cf. Jn 10, 10). Los ojos
de los que creen en Cristo vislumbran incluso en la noche más oscura una
luz, y ven ya la claridad de un nuevo día.
La luz no se queda aislada. En todo su entorno se encienden otras luces.
Bajo sus rayos se perfilan los contornos del ambiente, de forma que podemos
orientarnos. No vivimos solos en el mundo. Precisamente en las cosas
importantes de la vida tenemos necesidad de otros. En particular, no estamos
solos en la fe, somos eslabones de la gran cadena de los creyentes. Ninguno
llega a creer si no está sostenido por la fe de los otros y, por otra parte,
con mi fe, contribuyo a confirmar a los demás en la suya. Nos ayudamos
recíprocamente a ser ejemplos los unos para los otros, compartimos con los
otros lo que es nuestro, nuestros pensamientos, nuestras acciones y nuestro
afecto. Y nos ayudamos mutuamente a orientarnos, a discernir nuestro puesto
en la sociedad.
Queridos amigos, “Yo soy la luz del mundo – vosotros sois la luz del mundo”,
dice el Señor. Es algo misterioso y grandioso que Jesús diga lo mismo de sí
y de cada uno de nosotros, es decir, “ser luz”. Si creemos que Él es el Hijo
de Dios, que ha sanado a los enfermos y resucitado a los muertos; más aún,
que Él ha resucitado del sepulcro y vive verdaderamente, entonces
comprendemos que Él es la luz, la fuente de todas las luces de este mundo.
Nosotros, en cambio, experimentamos una y otra vez el fracaso de nuestros
esfuerzos y el error personal a pesar de nuestras buenas intenciones. Por lo
que se ve, no obstante los progresos técnicos, el mundo en que vivimos nunca
llega en definitiva a ser mejor. Sigue habiendo guerras, terror, hambre y
enfermedades, pobreza extrema y represión sin piedad. E incluso aquellos que
en la historia se han creído “portadores de luz”, pero sin haber sido
iluminados por Cristo, única luz verdadera, no han creado ningún paraíso
terrenal, sino que, por el contrario, han instaurado dictaduras y sistemas
totalitarios, en los que se ha sofocado hasta la más pequeña chispa de
humanidad.
Llegados a este punto, no debemos silenciar el hecho de que el mal existe.
Lo vemos en tantos lugares del mundo; pero lo vemos también, y esto nos
asusta, en nuestra vida. Sí, en nuestro propio corazón existe la inclinación
al mal, el egoísmo, la envidia, la agresividad. Quizás se puede controlar
esto de algún modo con una cierta autodisciplina. Pero es más difícil con
formas de mal más bien oscuras, que pueden envolvernos como una niebla
difusa, como la pereza, la lentitud en querer y hacer el bien. En la
historia, algunos finos observadores han señalado frecuentemente que el daño
a la Iglesia no lo provocan sus adversarios, sino los cristianos mediocres.
¿Cómo puede entonces decir Cristo que los cristianos – y también aquellos
cristianos débiles – son la luz del mundo? Quizás lo entenderíamos si Él
gritase: ¡Convertíos! ¡Sed la luz del mundo! ¡Cambiad vuestra vida, hacedla
clara y resplandeciente! ¿No debemos quizás quedar sorprendidos de que el
Señor no nos dirija una llamada de atención, sino que afirme que somos la
luz del mundo, que somos luminosos y que brillamos en la oscuridad?
Queridos amigos, el apóstol san Pablo, se atreve a llamar “santos” en muchas
de sus cartas a sus contemporáneos, los miembros de las comunidades locales.
Con ello, se subraya que todo bautizado es santificado por Dios, incluso
antes de poder hacer obras buenas. En el Bautismo, el Señor enciende por
decirlo así una luz en nuestra vida, una luz que el catecismo llama la
gracia santificante. Quien conserva dicha luz, quien vive en la gracia, es
santo.
Queridos amigos, muchas veces se ha caricaturizado la imagen de los santos y
se los ha presentado de modo deformado, como si ser santos significase estar
fuera de la realidad, ingenuos y sin alegría. A menudo, se piensa que un
santo es aquel que hace obras ascéticas y morales de altísimo nivel y que
precisamente por ello se puede venerar, pero nunca imitar en la propia vida.
Qué equivocada y decepcionante es esta opinión. No existe ningún santo,
salvo la bienaventurada Virgen María, que no haya conocido el pecado y que
nunca haya caído. Queridos amigos, Cristo no se interesa tanto por las veces
que flaqueamos o caemos en la vida, sino por las veces que nosotros, con su
ayuda, nos levantamos. No exige acciones extraordinarias, pero quiere que su
luz brille en vosotros. No os llama porque sois buenos y perfectos, sino
porque Él es bueno y quiere haceros amigos suyos. Sí, vosotros sois la luz
del mundo, porque Jesús es vuestra luz. Vosotros sois cristianos, no porque
hacéis cosas especiales y extraordinarias, sino porque Él, Cristo, es
vuestra, nuestra vida. Vosotros sois santos, nosotros somos santos, si
dejamos que su gracia actúe en nosotros.
Queridos amigos, esta noche, en la que estamos reunidos en oración en torno
al único Señor, vislumbramos la verdad de la Palabra de Cristo, según la
cual no se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Esta
asamblea brilla en los diversos sentidos de la palabra: en la claridad de
innumerables luces, en el esplendor de tantos jóvenes que creen en Cristo.
Una vela puede dar luz solamente si la llama la consume. Sería inservible si
su cera no alimentase el fuego. Permitid que Cristo arda en vosotros, aun
cuando ello comporte a veces sacrificio y renuncia. No temáis perder algo y,
por decirlo así, quedaros al final con las manos vacías. Tened la valentía
de usar vuestros talentos y dones al servicio del Reino de Dios y de
entregaros vosotros mismos, como la cera de la vela, para que el Señor
ilumine la oscuridad a través de vosotros. Tened la osadía de ser santos
brillantes, en cuyos ojos y corazones resplandezca el amor de Cristo,
llevando así la luz al mundo. Confío que vosotros y tantos otros jóvenes
aquí en Alemania seáis llamas de esperanza que no queden ocultas. “Vosotros
sois la luz del mundo”. “Donde está Dios, allí hay futuro”. Amén.