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La Renovación de la Parroquia por medio de la Liturgia

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CAPÍTULO IV 
LA VIDA CRISTIANA BASADA EN LA PIEDAD 
LITÚRGICA


La liturgia no sólo nos forma en la práctica del servicio divino, del "Opus Deí", conforme a determinadas normas elaboradas durante muchos siglos por la Iglesia, sino que quiere también informar toda nuestra vida con tal de que nosotros sigamos sus leyes internas haciendo de ellas la regla de conducta de nuestra vida. Puede, pues, hablarse de una formación litúrgica de la vida, distinta en muchos puntos de la formación que se suele dar hoy día. Esa formación litúrgica de los espíritus puede reivindicar para sí, en competencia con su hermana más joven, la antigüedad y nobleza de origen. Precisamente es la piedad y el tipo de vida de la primitiva Iglesia y de la Biblia.

1. Y ahora preguntamos: ¿Cómo hemos de educar litúrgicamente nuestra vida y nuestra piedad? Ante todo es preciso ir eliminando cada día más ese espíritu subjetivo, egocéntrico, que en los últimos siglos ha venido informando nuestra vida religiosa. Mientras no procedamos de un modo radical no podrá decirse que nuestra vida cristiana posee una formación litúrgica. Puede uno usar con preferencia el misal y el breviario y no participar nunca del todo en la liturgia. La liturgia tiene su alma y su cuerpo. El cuerpo es lo exterior, las palabras, las acciones; el alma es el espíritu de la liturgia. Lo que debemos apropiarnos es ese espíritu. Claro que esto no se consigue de la noche a la mañana. Sin embargo, no debemos desanimarnos. Muchos hombres lo han conseguido rápidamente. Desde el momento en que se han dado cuenta de la diferencia se han abierto sus ojos y han quedado capacitados para comprender el espíritu litúrgico. Otros, en cambio, no lo consiguen nunca y con éstos es inútil toda discusión y razonamiento.

¿Cómo se logra, pues, esto? Practicando asiduamente la liturgia. Pasando de la oración del "yo" a la de "nosotros". Buscando en nuestra forma de piedad a la comunidad y ateniéndonos a las fórmulas que usa la liturgia. No haciendo tantas devociones ni quedándonos en la periferia de la religión, sino penetrando cada vez más hacia el centro. Procurando que nuestra vida y nuestra oración sean cristocéntricas y teocéntricas. Mirar menos el lado humano de la piedad y más el de Dios. Pensar más en el gozo de la redención que en el pecado. Muchas veces es cuestión de llegar a una transformación espiritual y a una nueva apreciación de los valores religiosos. Hay que contar con la oposición de la parroquia, del director espiritual y del ambiente. Lo primero, pues, que hay que hacer es trabajar por conseguir una disposición de alma objetiva y teocéntrica.

2. El edificio de nuestra formación espiritual hemos de construirlo sobre una triple base: la vida divina, la Eucaristía y la Iglesia.

a) La vida divina. ¿En qué consiste nuestra santidad? No consiste ni en nuestro esfuerzo hacia la perfección, ni en las propias virtudes, sino en el acrecentamiento y progreso de la vida de la gracia en nosotros. Es una acción divina, y, por tanto, independiente de nuestra participación. En el bautismo y en la confirmación me he santificado y con la recepción de la sagrada Eucaristía seguiré santificándome constantemente. Esta vida de la gracia no sólo es una condición indispensable para la virtud y para la perfección, sino que es el objeto continuo y propiamente dicho de nuestra vida (Véase lo que el autor dice más ampliamente sobre este punto en el Cap. III de la 3.a parte). Si, pues, pretendemos informar litúrgicamente nuestra vida, debemos preocuparnos del momento y consolidación de la vida divina en nosotros. Dejemos a Dios hacer su obra en nuestra alma.

b) La Eucaristía. Los dos grandes medios con los que Dios santifica las almas, son el bautismo y la Eucaristía. Van juntos. El bautismo nos proporciona el germen de la vida divina y la sagrada Eucaristía lo va desarrollando. Es como si al comulgar fuéramos bautizados de nuevo, puesto que, como en el bautismo, en cada comunión muere una parte del hombre viejo y se nos da otra del hombre nuevo. La Eucaristía produce, pues, el crecimiento y la madurez de la santidad y por eso se comprende que sea el centro de la Iglesia.


Sin embargo hay que precisar bien la esencia de la Eucaristía: no la instituyó Cristo solamente para permanecer a nuestro lado, sino, sobre todo, para sacrificarse y alimentar el alma; reproduce el sacrificio de la redención y se convierte también en el alimento que precisa en nosotros la vida de la gracia. La sagrada Eucaristía es el sacrificio comunitario de los hijos de Dios, es el más sublime acto de culto y es la fuente de todas las gracias. La Eucaristía, por lo tanto, ha de ser el eje en torno al cual debe girar el que quiera llevar una vida litúrgica. Sobre todo hay que aplicar esto a la misa del domingo.

c) La Iglesia. La tercera base del edificio de nuestra formación espiritual la constituye la comunión en y con la Iglesia. Debemos darnos perfecta cuenta otra vez de que la Iglesia es nuestra Madre, de que es el Cuerpo místico de Cristo, la santa e inmaculada Esposa de Cristo Rey. No nos presentemos ante Dios como miembros aislados, sino dentro de la comunión de la Iglesia. Yo, como individuo, soy un pecador, un miserable, mas, como miembro de la Iglesia, soy santo y puro: por eso prefiero la comunidad en toda mi actividad religiosa, en mis oraciones, en mis sacrificios y en mi vida. Para nosotros la Comunión de los Santos es un dogma de fe de suma importancia: Comunión con los que triunfan en el cielo y con todos los cristianos entre sí. Evitemos el aislamiento. Vae soli = ¡Ay del que está solo!. En la época individualista prevalecía la opinión de que la personalidad lo era todo y la comunidad era, y le hacía a uno, vulgar. Estos titanes de la superhumanidad creían poder construir una torre hasta el cielo. "Seréis como Dios, conocedores del bien y del mal". Fruto de esta siembra diabólica ha sido el subjetivismo, el racionalismo, el materialismo y otras tantas herejías.

A nosotros nos toca volver a la comunidad, a la comunidad religiosa y a la comunidad popular. Mucho hay que trabajar en ese sentido hasta librar a la generación actual del egoísmo, del aislamiento, de la división y del orgullo de clases. Precisamente el espíritu de comunidad es para la vida litúrgica una de las principales condiciones indispensables.

La vida divina, la Eucaristía y la Iglesia son los tres fundamentos de la formación litúrgica de la vida.

3. Viene seguidamente la organización litúrgica del tiempo. La liturgia rodea con cuatro círculos concéntricos toda nuestra existencia: la santificación del día, de la semana, del año y de la vida entera

a) El día litúrgico. La Iglesia ha dotado a la jornada diaria de una forma litúrgica bellísima: 1, celebración de la misa; 2, horas canónicas, y 3, fiestas de los santos. Aunque esta santa urdimbre de oraciones y de ideas no llega a extender todas sus mallas sobre los seglares, no faltan posibilidades para organizar litúrgicamente la jornada aunque sea de una forma abreviada.
El punto culmen, el sol de la jornada, es la sagrada Eucaristía, que constituye el tributo más digno y la gran fuente de energía para todo el día. El que celebra diariamente la santa misa se ha asegurado un magnífico tesoro para su vida. Pero ha de esforzarse por penetrar cada vez más en el conocimiento de la misa a fin de que se convierta realmente en la ofrenda de su tarea diaria.
Las horas canónicas forman un círculo en torno a la misa como los planetas alrededor del sol. El cristiano que orienta su vida litúrgicamente ha de rezar las horas canónicas, limitándose al principio a una que le sirva de oración de la mañana y otra de la noche. Las demás horas diurnas pueden servirle de oraciones jaculatorias: tercia, una invocación al Espíritu Santo; sexta y nona, una oración a Jesús crucificado. Más tarde, sin duda, terminará por rezar cada una de las horas canónicas que santifican el día. Si se quiere dar al día una forma litúrgica, es imprescindible una recitación regular, aunque sea corta, de las horas canónicas.
Cada día deberíamos leer un poco de la Biblia, bien de los Evangelios o bien de las lecturas bíblicas del oficio del día: nulla dies sine línea = ningún día sin una línea.

b) La semana litúrgica. La semana constituye también una unidad cuyo modelo nos lo ha puesto Dios en la obra de los seis días de la creación. El domingo santifica la se-mana, es el gran día litúrgico, el día del bautismo y el día de la vida divina. El cristiano debe tener sumo empeño en celebrar religiosamente este día. Nuestra época carente de espíritu religioso trata de borrar esa diferencia que existe entre el domingo y un día ordinario de la semana. Nosotros no podemos ir por esos caminos.
¿Cómo debe ser nuestro domingo ideal? La tarde del sábado es ya víspera de fiesta y una preparación del alma para el domingo. El domingo deberíamos rezar enteramente las horas canónicas comenzando el día anterior con las vísperas del sábado y los maitines, el domingo por la mañana laudes y prima, antes de misa tercia y después del mediodía vísperas. El domingo nos solemos vestir de fiesta como símbolo del vestido de fiesta del alma. ¡Que nuestra manera de dirigirnos a la iglesia no tenga nada de precipitada, antes bien vaya impregnada de dignidad! La misa del domingo es el gran sacrificio semanal. Que a poder ser sea como una fiesta de la comunidad parroquial en la que todos llevemos al altar como ofrenda los trabajos, dolores y oraciones de la semana. La comunión dominical nos proporcionará la ayuda de la gracia para toda la semana siguiente. Las enseñanzas del domingo han de ser el plan de trabajo espiritual de la semana. El domingo es el día del Señor, el día de la alegría, del descanso: un día de alivio para el alma. El domingo debe santificar la semana entrante. Una genuina celebración del domingo contribuye esencialmente a la educación litúrgica de la vida.

c) El año litúrgico. El año litúrgico con sus ciclos y sus fiestas tiene suma importancia para vivir litúrgicamente. Debemos incorporarnos dentro de su ritmo. El año litúrgico es para la vida del alma lo que las estaciones del año para la naturaleza. Fomenta en nosotros la vida di-vina. Puede afirmarse en el sentido más pleno de la palabra que los dos grandes ciclos de Navidad y Pascua son dos cumbres en la vida de la gracia; dos veces al año se produce ese flujo y reflujo en la vida de la Iglesia y del alma. La marea baja está constituida por los tiempos de preparación: Adviento y Cuaresma, la marea alta por las fiestas y sus respectivos ciclos. Su sentido y finalidad es la plenitud de la vida divina en nuestras almas. ¡Cuántas alegrías espirituales, cuántos ejemplos y cuánta fuerza ofrece el año litúrgico para nuestra vida! Se trata, pues, de compenetrarnos cada día más con el espíritu del año litúrgico.

d) Santificación de la vida. El círculo extremo en el que se encierra nuestra existencia es la santificación de toda nuestra vida por medio de los sacramentos y de los otros medios de obtener la gracia. Bajo este punto de vista es como debemos considerar el edificio de los sacramentos.

Empecemos por el sacramento del Orden. Cristo ha provisto a su Iglesia de un sacramento especial para crear dispensadores de los instrumentos de la gracia, o sea, por decirlo así, para crear productores de la vida de la gracia. El sacerdote es el ministro de los divinos misterios. !Qué gran estima debiéramos tener de la gracia del sacerdocio, cómo debiéramos agradecer a Dios este beneficio y aprovecharnos debidamente de él!

En segundo lugar Dios ha instituido un sacramento destinado a proporcionar la vida humana, condición indispensable para la vida divina. Este sacramento es el del Matrimonio. También el matrimonio está subordinado a la vida divina. Los dos sacramentos del Orden y del Matrimonio son el fundamento de la vida divina del individuo. El matrimonio produce vida humana y el orden vida divina. El matrimonio debe ser santificado para que la vida divina se injerte en el tronco de la vida humana y debe ser un verdadero plantel de la vida divina. Los esposos reciben en el sacramento del matrimonio el poder divino de hacer de los hijos de la carne hijos de Dios.

Ahora es cuando, después de estos dos sacramentos, podemos hablar del bautismo. El bautismo es un renacimiento, es decir, el segundo y más bello nacimiento del hombre a una vida más sublime, nos eleva a una vida nueva y santa y hace del hombre un miembro del cuerpo de Cristo. El cristiano debe ser consciente de su bautismo. Esto nos lo facilita la Iglesia, puesto que todo su programa formativo tiende a este fin. La Cuaresma y las Pascuas están consagradas a la renovación del bautismo y cada domingo es un aniversario del bautismo (el "Asperges" nos recuerda también el bautismo).

La Sagrada Eucaristía es el sacramento instituido por Cristo para renovar el bautismo. Su finalidad es conservar la vida divina, alimentarla y asegurar su crecimiento y madurez. Cristo lo afirma expresamente: "El que no come mi carne no vivirá" (San Juan, VI, 54). La comparación con la alimentación material nos hará muy comprensibles estas palabras. Si uno come es para crecer, para reparar las fuerzas perdidas, para preservarse de la muerte, para superar las enfermedades, para poder trabajar; otro tanto puede decirse de la sagrada Eucaristía respecto de la vida divina.

La celebración y la recepción de la sagrada Eucaristía son propiamente una función sacerdotal y de ahí que exista con este fin un sacramento especial, el de la confirmación. Tiene este nuevo sacramento la virtud de hacernos maduros, de reafirmar en nosotros la vida divina y al mismo tiempo de darnos la facultad de poder comunicar a los demás esa vida divina.

Por fin disponemos aún de otros dos sacramentos con los que podemos reparar las pérdidas y curar las enfermedades que haya podido sufrir en nosotros la vida divina: la penitencia y la extremaunción.
Aparte de los sacramentos, la Iglesia nos ofrece todavía otras bendiciones y ritos que nos ayudan espiritualmente y contribuyen a la formación litúrgica de nuestra vida. De este modo la Iglesia, nuestra Madre, nos conduce con mano amorosa y protectora a través de toda nuestra existencia. ¡Qué distintos parecerán así considerados los sacramentos y los sacramentales y cuánto mejor los comprenderemos y recibiremos con las convenientes disposiciones!

 

4. Todo esto que venimos diciendo es sólo la condición indispensable y el marco de una vida litúrgica, Pero no es todavía la misma vida litúrgica.

a) No nos podemos edificar aquí abajo, en la tierra, una morada permanente, sino sólo una tienda que en cualquier momento puede ser levantada. O, con otras palabras, no pongamos el centro de gravedad de nuestra esperanza, de nuestros deseos y aspiraciones en la tierra, sino en el cielo. Asimilémonos algo de ese estado de ánimo de la primitiva Iglesia que se despegaba del mundo, y de este modo la muerte perderá su aguijón y los bienes de aquí abajo nos parecerán de bien poco valor. "No tenemos aquí abajo ciudad permanente, antes buscamos la futura" (Hebreos, XIII, 14).
Por otra parte, como se nos ha concedido un tiempo estrictamente medido, hemos de utilizar con todas nuestras fuerzas el precioso don de la vida, hemos de agotar todas las posibilidades que el tiempo nos ofrece y llenar cada una de las celdas del panal de nuestra vida con esta preciosísima miel.

b) Otro principio importantísimo: no querer vivir del pasado ni del futuro, sino más bien del presente. Muchos de los desasosiegos que pasan los hombres, se deben a que viven del pasado o del futuro, y con esto las cosas suelen suceder de distinto modo del que uno se esperaba o se temía. El pasado ya pasó: dejémoslo en el seno de la misericordia divina. Aunque nos lamentemos del ayer no por eso va a dejar de haber sido una realidad. El futuro es inseguro y no depende de nosotros. Pongámosle en manos de la divina Providencia. Lo únicamente seguro es el presente. Llenemos y dominemos el presente y habremos logrado todo. Cristo dijo en su sermón de la montaña: "No os inquietéis por el mañana, porque el día de mañana ya tendrá sus propias inquietudes; bástale a cada día su afán" (San Mateo, VI, 34). Cada momento debe ser vivido como si fuera el único, sin inquietudes por el mañana. Dios proveerá. Tal es la vida cristiana, entregada por entero a la divina Providencia, dispuesta cada día a abandonar este mundo y que no dispone de pólizas ni de seguros de vida... Esto es vivir litúrgicamente.

c) Detallemos en qué consisten estas exigencias de vida. ¿Qué es lo que Dios me pide hoy? Sirvámonos de esta comparación: El Padre celestial ha dispuesto que sus hijos, los hombres, vivan como peregrinos en este mundo, sufriendo una prueba antes de volver a su Padre. Para que sepan cómo deben portarse durante este viaje, Dios ha colocado dos cosas en su mochila: 1.° Un reglamento para el viaje, y 2.° un itinerario. El reglamento es idéntico para todos y en cambio el itinerario es especial para cada cual. ¿Qué significado tiene esta comparación? El reglamento de este viaje son los mandamientos de la ley de Dios y los de la Iglesia. Son de obligación para todos. No podemos, pues, tener dudas en cuanto a nuestra manera de portarnos. La conciencia nos dice con exactitud lo que debemos practicar y lo que debemos evitar. Nuestro Señor ha resumido todas estas prescripciones en el gran mandamiento del amor de Dios y del prójimo.

Mas este reglamento no es suficiente para este viaje, puesto que no indica a dónde debe ir cada cual. Por eso nuestro buen Padre celestial da a cada uno de sus hijos un itinerario, en el que se nos señala el camino que se ha de recorrer. Cada uno de estos itinerarios es individual y no hay dos que sean iguales.
Este itinerario no es otra cosa que el género de vida particular de cada cual, nuestra vocación, estado, destino, sea rico o pobre, bello o de mal parecer, considerado o despreciado. Hay que recorrer este camino consciente y animosamente y hemos de recibir nuestra suerte como la voluntad de Dios. No busquemos otra vocación. Sería un ardid del demonio el creer despreciable nuestra propia existencia y envidiable la del prójimo, pues quiere, efectivamente, que nos apartemos de nuestro verdadero camino
Dios no distingue entre hombre y hombre; ante El todos somos iguales. No interesa que seamos señores o mendigos. Cualquier criado es a los ojos de Dios exactamente igual que un soberano que se sienta en su trono. Cada uno tiene que andar su camino.

Otra comparación: la vida es como una obra de teatro. Unos hacen de reyes y otros de pobres. Al terminarse la función, el rey se quita la corona y los pobres sus harapos, y luego, a la hora del pago, el que ha representado el papel de rey no recibe por eso más dinero, ni menos el pobre por haber tenido tal desempeño, sino que cada uno queda retribuido conforme a su capacidad, según sus valores artísticos. Y pudiera suceder que el que ha hecho de rey no era más que un simple figurante o comparsa, mientras que el pobre mendigo podría ser una primera figura.

Lo mismo se portará Dios con nosotros. Cuando caiga el telón de nuestra vida, dejaremos todas las máscaras y vestidos y todos seremos iguales ante Dios. El que mejor haya cumplido su papel durante su vida recibirá su galardón en el cielo.

Tales son las bases de una verdadera formación litúrgica de la vida.
 




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