La Renovación de la Parroquia por medio de la Liturgia
CAPÍTULO II
EL CARÁCTER SACRAMENTAL DEL SACERDOTE
Se suele oír decir que los sacerdotes somos hombres como los demás. Ciertamente el sacerdote es un hombre de carne y hueso como los otros hombres y, como ellos, siente las miserias y tiene que decir humillado: "Por mi culpa, por mi grandísima culpa...". Ni es un ángel ni está aún coronado. Pero, no obstante todo eso, el sacerdote es algo más.
¿Qué es un sacerdote? El sacerdote es un mediador entre Dios y los hombres. Se coloca en el medio y tiende la mano a los dos lados tratando de unirlos. Ahora bien, el intermediario debe poseer la confianza de ambas partes y ponerse a favor de Dios y a favor de los hombres. ¿Puede un simple hombre desempeñar este papel? Sería demasiado para los hombres. El verdadero mediador entre Dios y los hombres tendría que ser a la vez Dios y hombre. Esto so-lamente se ha realizado en la persona de Jesucristo que tiene las dos naturalezas divina y humana. En realidad El es el único Sacerdote.
Después de la venida de Cristo a la tierra no existe otro sacerdocio que el suyo. Sólo El puede reconciliar a los hombres con Dios y sólo El puede atraer la misericordia y el amor de Dios sobre los hombres. El punto de su acción mediadora y de su sacerdocio fue el sacrificio de la cruz, en el que se ofreció a si mismo a su Padre celestial por los pecados de la humanidad. Este sacrificio tiene un alcance tal que abarca todos los tiempos, lugares y personas. Se trata de un sacrificio superabun0dante que excluye la necesidad de otro sacrificio.
Sin embargo, Cristo ha hecho más; ha querido que el sacrificio de la cruz se siga reproduciendo en su Iglesia hasta la consumación de los siglos en el sacrificio de la misa. También en la misa es Jesucristo Sacerdote y Víctima.
Mas después de su Ascensión a los cielos, Cristo es invisible para los de este mundo. Por otra parte, los hombres no somos ni espíritus ni ángeles, sino seres sensibles que gustamos ver, oír y tocar. Jesucristo ha querido tener esto en cuenta y por eso se manifiesta sensiblemente en su Igle-sia por medio de sus sacerdotes. Jesucristo ha instituido un sacerdocio humano visible. Pero el sacerdote humano no pasa de ser un representante; es una personificación visible del Sumo Sacerdote Jesucristo.
Preguntará alguien con extrañeza: ¿Cómo puede ser esto? ¿Puede un hombre pecador y miserable hacer las veces de Jesucristo? Ciertamente es esta una cosa imposible para los hombres, pero nada hay imposible para Dios. El sacerdote mortal sigue siendo, evidentemente, un hombre que debe asegurarse la salvación como todos los demás hombres, porque, como ellos, puede ir o al cielo o al infierno según se haya portado durante su vida. Pero a pesar de eso, y no obstante su humana flaqueza, la ordenación sacerdotal le ha constituido representante de Cristo y le ha impreso ese sello imborrable del carácter sacramental. Esta doctrina la sabemos por el catecismo, pero la mayoría de las veces apenas si nos damos cuenta de ella y la ponemos por obra en orden a la vida.
1. ¿En qué consiste el carácter sacramental? El cate-cismo nos enseña que hay tres sacramentos que imprimen en el alma un carácter imborrable; son estos el bautismo, la confirmación y el orden. ¿Qué significa, pues, este carácter indeleble? Es un sello, una impronta y un signo que no se puede hacer desaparecer ni del cuerpo ni del alma. Es algo que permanecerá en el bautizado, en el confirmado y en el sacerdote tanto en esta vida como en la otra. Un bautizado, un confirmado y un sacerdote se diferencian de uno que no está bautizado, confirmado u ordenado. La diferenciación se da en esta vida como se dará después en el cielo o en el infierno. De esto se sigue que el carácter sacramental es algo permanente a diferencia de la gracia que puede perderse. Este carácter sacramental perdura siempre y no puede perecer. Si un bautizado, un confirmado o un sacerdote llega a perder la gracia, no se le podrá equiparar a un pagano que nunca ha poseído la gracia, porque no puede perder el carácter sacramental. Esta condición tiene su gran ventaja, aunque también, como veremos, supone cierta condición peyorativa.
¿En qué consiste la esencia del carácter sacramental? En dos cosas principalmente: 1, en la pertenencia al cuerpo de Cristo, y 2, en la inhabitación del Espíritu Santo. El carácter sacramental está, pues, íntimamente relacionado con el dogma del Cuerpo Místico de Cristo. Podríamos decir que el carácter sacramental le constituye a uno miembro de Cristo, de su cuerpo místico. Este carácter es como un vaso que guarda el óleo de la gracia. Jesucristo ha querido que sus miembros estén unidos a El, a su cuerpo. de una manera permanente. No siendo esto posible por la gracia, por el hombre capaz de perderla por el pecado, lo realiza por medio del carácter sacramental que nunca puede perecer. El carácter sacramental consiste primeramente en la pertenencia al Cuerpo Místico de Cristo. Tanto el bautismo como la confirmación le hacen al hombre miembro del cuerpo místico de Cristo; y, aunque pierda la gracia, sigue siendo su miembro. Por el sacerdocio queda el cristiano unido a la cabeza de este Cuerpo Místico; es un re-presentante de Cristo, otro Cristo; por su medio Cristo se muestra y obra ante los hombres. El bautismo y la confirmación nos hacen miembros del Cuerpo Místico, y la ordenación sacerdotal nos une a la cabeza de este Cuerpo.
Más aún: en estos tres sacramentos el Espíritu Santo entra en relaciones cada vez más profundas con el hombre. El bautismo nos hace templos del Espíritu Santo, en la confirmación desciende sobre nosotros el Espíritu Santo con sus dones, y en la ordenación el hombre se convierte en instrumento del mismo Espíritu Santo.
El Espíritu Santo es el alma del Cuerpo Místico de Cristo. El alma actúa en todo el cuerpo y en cada uno de sus miembros, pero de diverso modo. Ciertamente el alma actúa más en el corazón y en la cabeza que en las manos. De la misma manera -lo estamos viendo-. el carácter sacramental está más íntimamente unido al Cuerno Místico.
Quisiéramos ahora demostrar esta doctrina con la Sagrada Escritura y la liturgia.
San Pablo, enteramente penetrado de 'esta verdad, nos dice en su primera carta a los de Corinto refiriéndose a la castidad cristiana: "El cuerpo no es para fornicar, sino para Dios... El nos resucitará también a nosotros por su poder. ¿Ignoráis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Y voy yo a tomar los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una meretriz? ¡No lo quiera Dios! ¿No sabéis que quien se allega a una meretriz se hace un cuerpo con ella...? El que fornica peca contra su propio cuerpo. ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo?" (VI, 13-19). Ya lo vemos, San Pablo hace del carácter sacramental el motivo de la guarda de la pureza. El cristiano, por ser miembro de Cristo y templo del Espíritu Santo no debe entregarse a la lujuria. Con ello quedaría profanado un miembro de Cristo y un templo del Espíritu Santo. La idea de los miembros de Cristo es para San Pablo el tema de siempre: "Por lo cual despojándoos de la mentira, hable cada uno verdad con su prójimo, pues que todos somos miembros unos de otros" (Efesios, IV, 25). El hombre y la mujer deben amarse "porque son miembros de su cuerpo" (Efesios, V, 30). San Pablo tiene predilección por este pensamiento del carácter sacramental. de la pertenencia al cuerpo místico, y para él es el motivo de la conducta cristiana.
En los textos litúrgicos de los sacramentos del bautismo, de la confirmación y del orden tenemos otra prueba impresionante de la inhabitación del Espíritu Santo en el bautizado, en el confirmado y en el ordenado.
a) En el rito bautismal figuran los siguientes: "Sal, espíritu impuro, y deja ese lugar al Espíritu Santo". "Aléjate de este siervo de Dios al que Nuestro Señor se ha dignado llamar y convertir en su templo para que sea morada del Dios vivo y habite en ella el Espíritu Santo".
b) En la confirmación son mayoría las fórmulas oracionales que hablan del Espíritu Santo: "Que el Espíritu Santo venga sobre ti y que la fuerza del Altísimo te preserve del pecado". La segunda oración expresa magníficamente esta misma idea: "Dios omnipotente que os habéis dignado regenerar por medio del agua y del Espíritu Santo a estos tus siervos concediéndoles el perdón de todos sus pecados, enviad desde el cielo sobre ellos vuestro Espíritu Santo con sus siete dones: el espíritu de sabiduría y de inteligencia, el espíritu de consejo y de fortaleza, el espíritu de ciencia y de piedad; llénalos del espíritu de temor de Dios..."
c) Para demostrar que el Espíritu Santo ejerce una actividad Particularísima en la ordenación sacerdotal basta citar el "Dominus vobiscum" que sólo puede decir el sacerdote, y al que responde el pueblo "et cum spiritu tuo". El Espíritu Santo mora y actúa de tal forma en el sacerdote que se le puede llamar "su espíritu".
La esencia del carácter sacramental que imprime el bautismo y la confirmación consiste en la pertenencia al Cuerpo Místico de Cristo y en la inhabitación del Espíritu Santo; en el sacramento del orden este carácter consiste en ser Cristo y Espíritu Santo para los hombres.
2. Saquemos las consecuencias prácticas y religiosas de estos datos. Veámoslos primeramente en el carácter sacramental del cristiano (bautismo y confirmación).
a) En cuanto bautizados y confirmados, somos miembros de Cristo y templos del Espíritu Santo. Estamos, pues, santificados; no nos pertenecemos a nosotros mismos, sino a Cristo y al Espíritu Santo. El pecado grave de un bautizado y un confirmado es un sacrificio, una profanación del templo. Los primeros cristianos se dolían mucho más de sus pecados porque tenían conciencia viva de su carácter sacramental; muchos no se atrevían a recibir el bautismo por no sentirse lo suficientemente fuertes para mantenerse inocentes después del bautismo, y por eso había quienes no lo hacían hasta la hora de la muerte (la Iglesia des-aprobó semejante proceder, pero esto demuestra la gran claridad con que percibían el carácter sacramental).
Por otra parte, cuando un cristiano ha cometido un pe-cado grave, no por eso queda excomulgado; sigue perteneciendo al Cuerpo Místico de Cristo, aunque como miembro débil y enfermo al que todos los demás miembros se esfuerzan por curar y devolver la vida. El que es miembro de Cristo y templo del Espíritu Santo no puede darse a la lujuria, no puede robar, ni mentir, sino que debe revestirse de todas las virtudes y, sobre todo, estar repleto de gracia divina. Ser miembro de Cristo sin tener la gracia santificante, ser templo del Espíritu Santo sin tener el Espíritu Santo, es una contradicción, es como si se convirtiera una iglesia en un lugar profano.
b) Pero este carácter sacramental es, ante todo, el máximo motivo del amor al prójimo. Cuando yo amo a mis hermanos amo, no a unos hombres mortales llenos de defectos o a unos hombres perversos, sino a unos miembros de Cristo, o a Cristo mismo. De esta manera podemos comprender perfectamente al Cristo oculto bajo las apariencias de niño, de pobre y de desgraciado. Cuando el día del Juicio final nos diga: "tuve hambre, sed, estuve desnudo, enfermo, y preso", y añada, "lo que hicisteis al más pequeño de mis hermanos a mí me lo hicisteis", entonces comprenderemos mejor que el cristiano es miembro de Cristo, lo que hacemos con nuestro prójimo lo hacemos con un miembro de Cristo, con el mismo Jesucristo. De este modo podemos realmente amar y favorecer al mismo Cristo en el prójimo. Por otra parte, y según esto, se explica perfectamente la maldición del Salvador contra los que incitan al pecado a sus miembros: "El que escandalizare a uno de estos pequeñuelos que creen en mí, más le valiera que le colgasen al cuello una piedra de molino de asno y le arrojaran al fondo del mar" (S. Mateo, XVIII, 6-7)
El carácter sacramental es, pues, un poderoso motivo para amar al prójimo y respetar a los cristianos. Por eso, en la liturgia, en el ofertorio y en las vísperas, el cristiano recibe el honor de la incensación por ser miembro de Cristo, y las honras fúnebres cristianas están plenamente justificadas porque el carácter sacramental no concierne sola-mente al alma, sino también al cuerpo.
Honremos y amemos en los fieles a los miembros de Jesucristo.
c) El carácter sacramental es, por fin, para nosotros un motivo de laboreo pastoral... El trabajo pastoral consiste en llenar a los miembros de Cristo de la vida divina por medio de la gracia, y, por ende, el ministerio es un servicio del cuerpo de Cristo y de Cristo mismo. Recordemos aquel episodio de la vida de Elíseo cuando mandó a una mujer reunir muchas tinajas vacías y las llenó de aceite milagrosamente. Es esta una figura del ministerio pastoral. En torno nuestro hay una multitud de recipientes vacíos, miembros de Cristo, vasos del Espíritu Santo que nosotros hemos de llenar con el óleo de la gracia. Es enorme la responsabilidad que tenemos respecto de estos miembros de Cristo debido a su carácter sacramental. Se nos han con-fiado los miembros de Cristo para que los mantengamos robustos y los curemos si se debilitan o enferman.
¡Qué respeto nos debería imponer la presencia de cual-quier cristiano, aun del más humilde y la de los niños, designados por el Señor de un modo especial como sus miembros!
El carácter sacramental es, pues, un estímulo para nuestro ministerio. Pero no hay que perder de vista a los miembros de Cristo que han vuelto las espaldas a su Madre la Iglesia, la persiguen y la combaten. También para con ellos tenemos una gran responsabilidad. Cuando un miembro de nuestro cuerpo está malo, todos los demás se esfuerzan por curarle. En cambio nosotros nos encogemos de hombros y apenas nos compadecemos de ellos. Roguemos por los desertores de la Iglesia, miembros enfermos del Cuerpo de Cristo.
3. Ahora vamos a tratar nuestra materia propiamente dicha, el carácter sacramental del sacerdote.
a) Este carácter sacramental del sacerdote es ante todo una gracia que se le otorga con miras al bien de la Iglesia y secundariamente para provecho personal del sacerdote. Por tanto es algo independiente de la santidad del sacerdote, lo cual es para nosotros una providencia admirable. Supongamos el caso de un sacerdote que por un pecado grave dejara de ser representante de Cristo, dejara de ab-solver válidamente los pecados, de administrar válidamente los sacramentos, de celebrar válidamente el santo sacrificio; entonces el cristiano estaría en una perpetua incertidumbre y en una duda continua de si había o no recibido la gracia divina. Nadie lleva impresa en la frente la señal del estado de gracia o de pecado. El carácter sacerdotal, es, pues, independiente de la santidad personal del sacerdote. El sacerdote pecador sigue siendo verdadero representante de Cristo, perdona válidamente los pecados y celebra válidamente la misa. La responsabilidad que él tenga ante Dios, las cuentas severísimas que se le exijan, es cosa suya... No tienen por qué pagar los fieles las culpas del sacerdote...
Sin embargo, es un gran inconveniente para los cristianos el tener entre ellos un sacerdote indigno, por la contra-dicción que se establece entre el carácter sacerdotal y la vida del sacerdote. Es difícil que los fieles miren como re-presentante de Cristo a uno cuya conducta está en abierta contradicción con la doctrina de Cristo. Más de un cristiano ha visto vacilar su fe ante un hombre que, debiendo re-presentar a Cristo y en el que Cristo debiera ser objeto de admiración y culto, se porta personalmente como un pecador e infiel. El pueblo cristiano desea y exige que el sacerdote sea igualmente una imagen de Cristo en su modo de vivir.
b) El carácter sacramental del sacerdote es un magnifico don que Dios ha hecho a su Iglesia. ¡Qué elevada idea tienen los fieles del carácter sacramental del sacerdote! ¿Por qué tenemos tan gran respeto al Sumo Pontífice? ¿Por su grandeza moral y la plenitud de gracias de que goza? No por eso, sino por su carácter sacramental que, por ser representante inmediato de Cristo, se da en él de un modo particularísimo. ¿Por qué respetamos a nuestro Obispo? No sólo por su alto cargo, sino principalmente por su carácter sacramental que, debido a su consagración, es mayor que el del simple presbítero.
Pero donde mejor vemos lo que es el carácter sacramental del sacerdote es en la iglesia. En el confesionario vemos sentado a un hombre, y sin embargo, no es el hombre, sino Cristo el que está allí y el que recibe la confesión de los pecados y Cristo es también el que perdona esos pecados. Un hombre no puede perdonar los pecados.
Igualmente, en la predicación es Cristo mismo quien habla por boca del predicador. Jesucristo nos lo dice en el Evangelio: "El que a vosotros oye a mí me oye".
En el sacrificio de la misa es también el Señor el que lo reproduce y no el hombre que vemos en el altar; el sacerdote no hace más que prestarle la apariencia visible. Por eso, en la consagración, el sacerdote pronuncia las mismas palabras de Cristo: "Este es mi cuerpo, y esta es mi sangre".
4. Tratemos ahora de sacar las consecuencias prácticas que el carácter sacramental impone al mismo sacerdote.
Si el estado sacerdotal es algo tan grande y si el carácter sacerdotal es un medio poderosísimo para ejercer el sagrado ministerio, el sacerdote debe preocuparse con todo empeño de que su vida responda a su dignidad. Por ser el representante y el instrumento del Espíritu Santo ha de poseer una personalidad de alto valor moral y en armonía con la doctrina evangélica. Así nos lo piden los fieles. Sería algo incomprensible el ser "Alter Cristus" y no vivir "a lo Cristo".
a) Una de las cosas que más escandaliza a los fieles es la apostasía de sus sacerdotes. Se suele oír decir: "¿Cómo va uno a tener fe en lo que dicen los curas viendo lo que ellos son? Y este escándalo tiene efectos más desastrosos cuando se ceba entre los fieles de convicciones poco sólidas. No vamos ahora a sacar a reducir casos de esos..., pues cada cual sabe de sobra que son verdaderas bofetadas contra el carácter sacramental, pero sería conveniente que nos pusiéramos en guarda contra ciertas cosas inocentes en sí mismas que podrían escandalizar a los fieles. No debemos hacer en público todo aquello que desdiga de nuestro estado: entrar en una taberna puede ser una cosa inocente en sí misma, pero el frecuentarla, el oír lo que allí se habla y el beber más de lo justo son cosas que desdicen mucho del sacerdote.
Tengamos sumo cuidado de portarnos como se debe en la sacristía delante de los monaguillos y del sacristán. Si ven que antes o después de celebrar nos enfadamos, gritamos o nos dejamos llevar por el capricho, perderemos el prestigio de nuestro carácter. Probablemente a esto se debe el hecho triste de que nuestros acólitos y sacristanes no suelen ser modelos de piedad, ¡han visto muchas cosas entre bastidores!
También desdicen del sacerdote los defectos y miserias de orden material, como el desorden, la suciedad, el no ir afeitado y el no tener orden en sus ocupaciones. La gente gusta mirar lo que pasa en casa del cura.
En fin, los fieles quieren que la vida y la conducta de sus sacerdotes no estén en contradicción con el carácter sacerdotal que ellos tanto estiman.
b) Pero no pretendemos poner de relieve el carácter sacramental de una manera puramente negativa. También podemos hacer de él un motivo directo de la perfección sacerdotal y de ennoblecimiento de la persona del sacerdote.
El sacerdote debe ser para todos el representante de Cristo; debe irradiar su persona divina; Cristo debe hablar y obrar por él. Este pensamiento debería bastar para reformar de arriba abajo nuestra vida espiritual. Preguntémonos siempre "¿Es esto digno de Jesucristo?". El carácter sacramental es como una copa de oro y en ella debemos derramar el vino puro de nuestro sacerdocio. ¡Cuántas cosas sugieren estos pensamientos! Vamos a ceñirnos solamente a estos tres puntos: 1, las buenas costumbres naturales o materiales; 2, virtudes morales, y 3, la gracia.
1. Depositemos en esa copa nuestro aseo, nuestro amor al orden, nuestra educación, puntualidad sinceridad y discreción. Añadamos también nuestros conocimientos y mies-tras cualidades. Pongámoslo todo al servicio de nuestro carácter sacramental, hasta la limpieza del cuello y el brillo de los zapatos: debo honrar en mí a Cristo.
2. He de vigilar los defectos personales. Si soy propenso al enfado tengo que vigilarme en ese punto de modo especial; si tengo inclinación a charlar y a envanecerme debo cuidar mi lengua. Si soy orgulloso, egoísta y sensible, he de combatir estos defectos. Esforcémonos por ser amables y serviciales con todo el mundo: irradiemos el amor de Cristo. ¡Seamos mansos y humildes como el Señor! El carácter sacramental exige de nosotros la más alta perfección, y ella hará más eficaz nuestra acción pastoral y conscientes de que cada nueva virtud aumentará en nosotros la fuerza sacerdotal.
El mundo debe ver en el sacerdote la faz de Cristo. El sacerdote debe reproducir las virtudes, las cualidades y la personalidad de Cristo.
¿Cómo era la fisonomía moral de Jesús? Felizmente disponemos de algunas semblanzas de Cristo en los cuatro evangelios y en los demás libros del Nuevo Testamento.
Cristo es el hombre exento de pecado que ha podido decir de sí mismo: "¿Quién de vosotros me convencerá de pecado?". Es la pureza completa. Nacido de una virgen y virgen él mismo, es el modelo de la pureza. Podríamos ir recorriendo todos los rasgos de su carácter moral, pero hay uno sobre todo que brilla con más intensidad y del que nos habla en cada página el santo evangelio: es su bondad, su inefable dulzura y su amor para con los desgraciados. Refiriéndose a este rasgo de la figura de Jesús nos dice el profeta: "No quebrará la caña hendida, ni apagará la mecha que arde aún...". Y el mismo Cristo dice: "Venid a mí todos los que estáis cansados y preocupados que yo os consolaré, y encontraréis refrigerio para vuestras almas". Recordemos también las parábolas de la oveja perdida, del hijo pródigo... Oigamos lo que responde al buen ladrón: "Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso". He aquí el carácter de Jesús, el dulce, el acogedor, el misericordioso carácter de Jesús.
Este es el retrato de Cristo que los hombres desean ver en el sacerdote. Bondad, dulzura y comprensión, he ahí los rasgos esenciales de la personalidad sacerdotal.
Dejemos para los demás el juzgar, el castigar y el que se enfaden. Nosotros los sacerdotes debemos ser por el contrario buenos, nunca jamás debemos perder la paciencia; en el confesionario acojamos a los pecadores con bondad; prediquemos con preferencia la "Buena nueva", el amor y la humanidad del Salvador. El recuerdo de nuestro carácter sacramental debería hacer de cada uno de nosotros un nuevo Cristo.
3. Pero lo más valioso e importante que hay que depositar en esa copa de oro es la gracia. Para comprender perfectamente lo que es el carácter sacramental lo hemos distinguido de la gracia, pero evidentemente la gracia debe ir siempre unida al carácter sacramental del mismo modo que ha de acompañar al carácter del bautismo y al de la confirmación. La gracia es esencialmente santidad. El mun-do necesita sacerdotes santos. Muy bien dijo un hombre de Dios, que le dieran doce sacerdotes santos y que convertiría el mundo entero.
Nada hay que dé más brillo y eficacia al carácter sacramental como la gracia santificante.
Es, pues, evidente que esta doctrina del carácter sacra-mental tiene una importancia enorme y posee en sí misma gran valor vital. El bautismo, la confirmación y el orden son realmente tres talentos que Cristo ha dado a su Iglesia, que nosotros debemos hacer fructificar y de los que se nos pedirá cuenta un día.
CAPÍTULO III
LA GRACIA SACERDOTAL Y LA LITURGIA
Para tratar a fondo este asunto es de suma importancia precisar el sentido de estos dos términos: santificación y liturgia.
Por santificación se suele entender con frecuencia el trabajo que realiza el hombre en su alma, su esfuerzo por lograr la virtud, la oración y la contemplación. Pero todo eso no es más que una parte de la santificación.
Empecemos por examinar objetivamente esta palabra. ¿Qué es ser santo? La santidad es la divinidad: sólo Dios es santo. Por eso cantan los ángeles: "Santo, Santo, Santo es el Señor Dios de los ejércitos...". Partiendo de esta. base podemos aplicar al hombre este término de santo. Ser santo significa estar unido a Dios. El hombre divinizado es santo. Jesucristo realizó el prodigio de elevar al hombre al plano de lo divino, "le hizo partícipe de la naturaleza divina". Cristo ha venido para divinizar a los hombres haciéndoles, por la gracia, miembros de su Cuerpo Místico. La gracia es la que hace al hombre santo en el sentido objetivo y esencial de la palabra. Por eso se les llamaba "santos" a los primeros cristianos. Atengámonos a esta definición de la santidad, el hombre es santo en cuanto posee la vida divina de la gracia: ésta es la esencia de la santidad. La gracia no es sólo un principio, sino el fin perpetuo del cristiano, y lo que constituye esta esencia de la santidad.
No obstante, no debemos perder de vista que existe además otro concepto del santo. Santo es aquel que ha sido canonizado por la Iglesia. Este concepto se refiere más bien al aspecto humano o subjetivo de la santificación y mueve a las virtudes heroicas y a la perfección. Pero hemos de saber que aun apreciando en todo lo que vale la acción humana, la santidad de los "Santos" consiste en la gracia de donde fluye toda acción humana. El que ha sido bautizado está obligado a modelar su vida de forma que responda a la unión contraída con Cristo en el bautismo. Los cristianos debemos tener siempre presente aquello de San Pablo: "Estoy crucificado con Cristo" (Gálatas, II, 19).
Ambos elementos, el objetivo de la gracia y el subjetivo del esfuerzo humano, deben permanecer armoniosamente unidos entre sí.
Pasemos ahora al otro término, al de liturgia.
También este término está lleno de oscuridad. Comprendemos perfectamente que algunos rehúsen ver en la liturgia un medio de santificación si es que por liturgia entienden solamente las rúbricas, las ceremonias y fórmulas de los divinos oficios. ¿Qué es, pues, la liturgia? Ciertamente es, en primer lugar, el culto divino de la Iglesia, el servicio que ella ofrenda al Padre celestial bajo la dirección del mismo Cristo. Pero esta definición es todavía un poco estrecha porque en la liturgia no sólo interviene la Iglesia sirviendo a Dios, sino que también Dios actúa dando algo al hombre. Hay, pues, en la liturgia un santo intercambio entre Dios y los hombres. Cristo es el intermediario de este divino comercio. En la liturgia el hombre, en unión con la Iglesia, rinde honor a Dios y Dios, a su vez, da al hombre la paz (la gracia).
El medio instituido por Cristo para la santificación es, pues, la liturgia. Es el medio, no un medio de tantos. Muchos lectores quedarán sorprendidos de esta teoría y, sin embargo, es así. Normalmente recibimos la gracia por el bautismo, la confirmación, la Eucaristía y los demás sacramentos. Toda la liturgia con sus horas, misas y sacramentales es la gran fuente y el torrente de la santidad.
Cuando nosotros glorificamos a Dios, la gracia y con ella la santidad se derrama a torrentes en nuestras almas.
Ahora nos resultarán más familiares y más claros estos dos términos de santificación y de liturgia.
El tercer término, sacerdote o clero, va íntimamente unido a los anteriores.
¿No es el sacerdote ante todo un liturgo? ¿No es la liturgia su más sublime ministerio? El sacerdote, como liturgo glorifica a Dios y también hace que desciendan a la tierra las gracias celestiales. ¿No debiera, por tanto, beber y recibir la santidad de este sagrado intercambio? De este modo los tres términos, liturgia, santidad y sacerdote, se armonizan perfectamente.
¿De qué modo puede la liturgia garantizar la santificación del individuo y sobre todo del sacerdote? La liturgia traza en derredor nuestro cuatro círculos con los que nos envuelve, por decirlo así, de gracia y de santidad. Esos círculos son las cuatro clásicas unidades de los tiempos litúrgicos, el día, la semana, el año y la vida.
La liturgia trata de santificar cada una de estas unida-des y al propio tiempo nos incita con ellas a la santificación personal.
1. El día litúrgico. ¿Qué medios pone la liturgia a nuestra disposición para santificar el día? Tres: la misa. las horas canónicas y el culto de los santos.
Del mismo modo que el sol sale cada mañana y llena la tierra con su luz y su calor, su fuerza vital y su alegría, así también el sol divino (oriens ex alto) se levanta cada mañana en la Eucaristía para llenar al cuerpo místico de la Iglesia y a sus miembros con la vida divina de su resplandor celestial y de su ardor sobrenatural. La misa cotidiana es el punto culminante del día, y la Eucaristía, por ser sacrificio y alimento, es el medio máximo de santificación en el sentido objetivo y subjetivo de esta palabra. "El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna..., él vive en mí y yo en él". Poseer la vida eterna y permanecer en Cristo, he ahí la verdadera santidad.
Pero la liturgia no se contenta con hacer brillar el sol divino en la santa misa sino que extiende a lo largo de toda la jornada el velo dorado de las horas canónicas. De este modo, la misa queda Prolongada durante todo el día. Las horas canónicas son como planetas que giran en torno al sol de la misa: nos preparan a ella y hacen que prosiga su acción durante el día. Las horas canónicas santifican en el verdadero sentido de la palabra todas las horas del día.
Hay además una santificación objetiva del tiempo. No sólo es el hombre el que santifica el tiempo o el día con su oración, sino que también Dios interviene con su gracia en cada hora del día y las llena de santidad como la abeja llena con su miel las celdillas del panal.
Vamos a considerar en primer lugar cómo el breviario santifica objetivamente nuestro tiempo. Ya sabemos que las oraciones del breviario son medios de santificación en el sentido objetivo de esta palabra; son, por decirlo así, como el arcángel San Rafael, el viajero que nos acompaña a través de los días y de los años de nuestra peregrinación sobre la tierra... El breviario es la oración de cada hora del día; minuto a minuto pone en nuestras manos la espada de combate y el instrumento con que debemos edificar en nosotros el reino de Dios. Para ello es preciso que recemos el breviario en el orden de horas establecido. Si rezamos desde por la mañana lo que corresponde a la noche (vísperas y completas) y si decimos los laudes -la oración matutina- por la tarde, si lo rezamos todo superficialmente y sin comprenderlo, como una carga y una obligación, entonces no podrá ser para nosotros un medio personal de santificación. ¡Cuántos estímulos para la santificación presentaría el rezo del breviario si el sacerdote lo hiciera attente ac devote! ¡Qué bien se acomodan los salmos a cada estado de ánimo y a cada actitud del espíritu, y cómo nos enseña la santidad la palabra divina de la sagrada Escritura! Valdría la pena hacer un estudio especial del breviario como instrumento de santificación.
Además la Iglesia nos da casi para cada día uno o varios santos como compañeros de la jornada. Es este también un medio particular de santificación. Los santos, en cuanto miembros glorificados del cuerpo místico, no sólo son intercesores que nos proporcionan la gracia y por tanto la santificación objetiva, sino que además, en cuanto modelos luminosos, nos mueven a trabajar por la perfección y por la virtud.
La liturgia, al presentarnos el santo de cada fiesta, lo hace de una manera muy realista. En las primeras vísperas hace al mismo tiempo el relevo del santo anterior. En maitines nos narra la vida del santo provocándonos a su imitación. En cada hora canónica lo sentimos junto a nosotros, ruega por nosotros y nos asiste. Con frecuencia la colecta y los demás textos nos proponen una virtud especial de ese santo y nos invitan al mismo tiempo a hacer un examen particular sobre ella.
El santo del día nos lleva a misa en la que juega un papel de introductor. En la epístola se constituye nuestro predicador hablándonos por medio de la sagrada Escritura. En el Evangelio es Cristo quien se sitúa junto a él para adoctrinamos y enseñarnos que ese santo ha seguido realmente las doctrinas del Maestro. En el momento del ofertorio nos precede ofreciendo en lugar nuestro el sacrificio de su vida, de sus dolores y de sus obras Para que nuestro sacrificio sea del agrado del Señor. En la comunión participamos de su gloria.
Nos asiste durante el trabajo, en los sufrimientos, en las tentaciones, y nos ayuda a combatir y laborar por el reino de Dios. ¡Qué magnífico es el medio de santificación que nos ofrece el culto litúrgico de los santos!
El día es así una unidad repleta de gracias y de los más valiosos auxilios.
2. La semana litúrgica. La segunda unidad del tiempo litúrgico es la semana santificada por el domingo. En la sagrada Escritura, como sabemos, se relaciona la semana con la obra de la creación. Nuestra semana es, pues, una imitación y continuación de la obra creadora de Dios. El día del Señor, o día de reposo, ha sufrido un cambio en el cristianismo. El sábado era el día de descanso después de seis días de trabajo; el domingo es el primero y no el último de la semana. El domingo abre la semana santificándola y llenándola de gracias.
¡Qué gran medio de santificación es el domingo! Sin duda el sacerdote se encuentra en una situación muy distinta respecto de los simples fieles, porque, si bien el sacerdote en el plano pastoral debería utilizar en su parroquia este inmenso valor santificador del domingo, con todo eso el domingo suele ser las más de las veces para los párrocos un día cargado de trabajo en el que no les es posible pensar en su alma. Y sin embargo también debe ser para el sacerdote una abundante fuente de santificación. Bajo el punto de vista litúrgico, los domingos son el armazón de todo el año litúrgico. Ellos nos proporcionan las ideas y las gracias de los grandes ciclos litúrgicos. Si el sacerdote se sumerge en ellos con amor (y debe hacerlo para su labor pastoral y su predicación) entonces ciertamente su alma no podrá menos de salir beneficiada. Pero querría ante todo llamar la atención sobre la misa del domingo que se destaca de entre !as del resto de la semana. La misa dominical recibe su fuerza de la solemnidad Pascual.
Valdría la pena que repasáramos de nuevo la fuerza santificadora de una misa. Y, en primer lugar, la palabra de Dios del principio de la misa. Nosotros los sacerdotes hemos olvidado totalmente lo que la palabra de Dios puede ser para nosotros. También la palabra de Dios tiene un poder santificador; es como un cuchillo y como un juez que nos acusa y separa lo bueno de lo malo; es como una semilla que prende en el alma cuando encuentra una tierra bien dispuesta y nos asemeja a María si sabemos "escucharla y conservarla".
¡Cuánto provecho sacaríamos si hiciéramos de la epístola y del evangelio de cada domingo el programa de toda la semana! ¡Y no sólo para la parroquia sino también para nosotros!
Recordemos ahora nuestro deber de hacer del ofertorio una ofrenda. Depositemos en la patena nuestro trabajo, nuestras penas y nuestras oraciones. La ofrenda es el acto más humano de la misa. En el ofertorio deberíamos tener siempre presente que formamos una gran comunidad con los santos de las tres Iglesias. En ellas florece la cepa divina que se alimenta de la sangre del Cordero.
En cuanto a la comunión, sabemos muy bien que es la fuente de toda gracia y de toda santidad.
3. El Año Litúrgico. Nos damos cuenta de que el Año Litúrgico es una representación de la vida histórica
1 de Cristo y un catecismo vivo que nos enseña las verdades de nuestra fe y la ley divina. Pero tal vez no conozcamos tanto el sentido profundo del Año Litúrgico como escuela de santificación. El fin principal del Año Litúrgico es asegurar en nuestras almas la vida divina de la gracia y desarrollarla totalmente. Dos olas de gracia precedidas de una de penitencia caen sobre nosotros a lo largo del año. Esto acontece por primera vez en el ciclo de Navidad: Adviento es el tiempo de penitencia y reflexión para "preparar los caminos del Señor". Luego, en Navidad y Epifanía el Señor viene y se nos manifiesta con su gracia. Un poco más tarde se celebra la Cuaresma, tiempo de renovación espiritual para la Iglesia: son unos ejercicios espi-rituales de cuarenta días. Pascua es la fecha en la que resucita nuevamente toda la cristiandad en un nuevo bautismo. Los días que median entre Pascua y Pentecostés están consagrados al cultivo de esta conciencia del bautismo, de la gracia. El ciclo pascual que va desde Septuagésima hasta Pentecostés es, pues, para la Iglesia una época de santificación y de formación.
No creamos, sin embargo, que con estas breves ideas hemos agotado el tema del Año Litúrgico como fuente de santificación. El sacerdote que se adentra en los tesoros del Año Litúrgico a través del breviario y demás libros sagrados, puede darse perfecta cuenta de esto.
El sacerdote debe también vivir del Año Litúrgico. inspirar en él su meditación diaria y su ascetismo. ¡Que nunca deje de aprovecharse de las lecturas bíblicas que le brinda el breviario como de un medio de santificación!
4. La santificación de la vida. Mientras que el día, la semana y el año son comunes para todos los cristianos, la santificación de la vida es cosa particular de cada hombre. Cada uno recibe el sacramento del bautismo, el de la confirmación, la absolución y la comunión, el orden y la extremaunción y la sepultura personalmente y para sí Esta santificación personal hay que considerarla como la consagración de la vida. Cada hombre es una planta en el jardín de Dios: crece, se viste de ramas y de flores da frutos, prospera de a& en año y se dirige hacia su plenitud espiritual. Ya hemos visto que los sacramentos son instrumentos de la gracia y de la santificación. Pero son algo más: injertan en el cristiano una vida más elevada. El bautismo le hace miembro de Cristo, la confirmación le une a la obra redentora de Cristo y la ordenación sacerdotal le hace partícipe de la dignidad pontifical del Salvador. Advirtamos también que estos tres sacramentos no limitan su eficacia al momento de su administración; son las esclusas de donde fluyen constantemente la gracia y la santificación en nuestra vida. El cristiano, el confirmado y el ordenado no quedan simple-mente santificados, sino que tienen en los sacramentos un constante estímulo para santificarse. La sagrada Eucaristía viene a ser esa fuerza de la gracia que reanima sin cesar la gracia del bautismo, de la confirmación y del orden.
No por esto debemos olvidar los sacramentales, pues son también medios con que la Iglesia consagra nuestra existencia y santifican el ambiente cristiano para que así puedan los fieles caminar hacia la propia santificación.
Si consideramos bien todo esto, podremos decir que realmente la liturgia es el gran medio de santificación que nuestra Madre la Iglesia ofrece a todos sus hijos los cristianos. Pero el que debería aprovecharse más de estos tesoros es el sacerdote a quien la Iglesia se los abre con más frecuencia.
CAPÍTULO IV
EL SACERDOTE Y LA MISA
Así como en todas las religiones van juntos el sacerdocio y el sacrificio, del mismo modo el sacerdote católico está íntimamente ligado al sacrificio de la misa. El santo sacrificio de la misa es la función más alta del sacerdote; nunca es más grande que cuando pronuncia las palabras de la consagración y presenta las ofrendas de su comunidad. Esto no admite duda y es cosa clarísima. Pero no creo que sean tan conocidas las conclusiones que de aquí se siguen. No voy a hacer aquí más que evocar la importancia pastoral de la misa, porque pienso volver sobre este tema más tarde. La misa es lo más grande que puede hacer el sacerdote en el plano pastoral. Esto es fácil de demostrar.
Si el ministerio pastoral consiste en asesorar en los fieles la vida divina de la gracia, se sigue que la Eucaristía, alimento sobrenatural y espiritual, es el mejor instrumento del ministerio de las almas. El sacerdote debe preocuparse y está obligado a instruir a los fieles para hacer que comprendan y participen en el sacrificio de la misa. En este punto hay muchos errores y descuidos. Es poquísimo lo que se predica sobre la misa. El refrán la boca habla de aquello que abunda en el corazón, podría cambiarse así: cuando el corazón está vacío la boca calla. Da la impresión de que la mayoría de los sacerdotes no saben qué decir de la misa. Pasan años y años y no se dice una sola palabra del acto cultural más importante de nuestra religión. Ni siquiera se da a los niños una instrucción suficiente sobre este punto. Se considera la misa como una cosa tan natural que no es preciso hablar sobre ella. Pero cuando comprueba uno la ignorancia aterradora de la gran masa de los cristianos de las ciudades y de los pueblos sobre la misa, entonces es cuando puede medirse la proporción de ese pecado de omisión del ministerio pastoral.
Si se pueden contar por miles los que no van a misa los domingos, creemos que, en parte, es porque no saben qué es eso..., porque nosotros los sacerdotes no nos molestamos mucho para que el pueblo tome parte en ella. Ahora bien, ya sabemos que un cristiano deja de ser católico práctico cuando deja la misa dominical. Pero si los sacerdotes que tienen ministerio hacen tan raramente de la misa el objeto de su solicitud pastoral, es porque ni ellos mismos la conocen de una manera completa y porque ca-recen de intimidad y amor para con ella.
Este es el problema que nos ocupa en este capítulo: el sacerdote debe conocer a fondo la santa misa, debe tenerla en gran estima y celebrarla con el mayor cuidado y con el mayor amor.
1. ¿Comprendemos los sacerdotes la misa como se debe? Hay dos modos de conocer o de comprender: uno científico y otro teológico.
Evidentemente, un sacerdote debe poseer sólidos conocimientos acerca de los orígenes, de la evolución y de las diversas partes de la misa, y para eso es preciso que estudie esos puntos. En los seminarios de antaño no se solía estudiar convenientemente la liturgia. Refrescando sus conocimientos sobre la misa, el sacerdote llegará a acrecentar su amor hacia ella y tratará de llevar su conocimiento y amor al pueblo.
Pero yo creo que tiene más importancia el conocimiento práctico y teológico de la misa. Puede uno conocer perfectamente y hasta con erudición la historia de la misa, disertar doctamente sobre las diversas teorías del sacrificio, pero también es posible que no tenga ninguna relación íntima y piadosa con la misa. Por eso, para que comprenda la alta función y acción de la misa, es necesario que sea un hombre piadoso, que viva en el reino de Dios y en el mundo de la gracia.
No faltan sacerdotes piadosos para los que la misa es un ejercicio de piedad más, una devoción privada... Tienen tal aprecio de ella que no pasarían un solo día sin celebrarla. Aun cuando se encuentran de viaje no pueden dejar de decir su misa. En los Congresos católicos hemos podido ver centenares de sacerdotes decir misa simultáneamente en un mismo recinto. Todos ellos hubieran rechazado de plano la sugerencia de concelebrar una misa y recibir en ella la sagrada comunión, porque miran la celebración personal de la misa como cosa más digna y meritoria que la concelebración (1).
(1) El tema de la concelebración ha sido muy discutido últimamente. Esta doctrina de Parsch, al parecer un tanto avanzada, ha de ser rectamente entendida a la luz de la doctrina de Pío XII en su alocución dirigida a los cardenales y obispos reunidos en Roma el 2 de noviembre de 1954, y en su discurso del 22 de septiembre de 1956 al Congreso Internacional de Liturgia Pastoral tenido en Asís. El Papa Pío XII habló así en esa última ocasión: "Por no distinguir entre la cuestión de la participación del celebrante en los frutos del sacrificio de la misa y la cuestión de la naturaleza de la acción que él realiza, se llega a la conclusión de que la celebración de una sola misa a la que piadosamente asisten cien sacerdotes, equivale a la celebración de cien misas por cien sacerdotes. De esta afirmación decíamos: Hay que rechazarla como opinión errónea..."
"Nos lo repetimos: La cuestión decisiva para la concelebración como para la misa de un solo sacerdote, no es saber qué fruto saca el alma de ella, sino cuál es la naturaleza del acto que se realiza." (A. A. S., 48 [1956), 716-717.)
Hay que reconocer, además, que la expresión "misa privada" usada aquí por el autor, no es muy exacta. "El santo sacrificio de la misa es un acto de culto público rendido a Dios en nombre de Cristo y de la Iglesia, cualquiera que sea el lugar o el modo de celebrarse. Se debe, por tanto, evitar la expresión "misa privada". (Instrucción de la Sagrada Congregación de Ritos, del 3 de septiembre de 1958, Cap. I, n.° 2.)
Parsch murió siete meses antes de la primera alocución en que Pío XII habló de estas cuestiones teológico-litúrgicas, sin conocer cómo las zanjó. (N. del T.)
A mi modo de ver, estos sacerdotes no comprenden la misa de un modo práctico y teológico. La Iglesia primitiva, que estaba más próxima a la fuente, puede darnos en esto la norma. Antiguamente sólo había misa los domingos y los días de fiesta, y una sola misa en cada iglesia. El sacerdote más antiguo, o bien el obispo, celebraba el santo sacrificio participando los demás sacerdotes en esta celebración en la que todos los asistentes tomaban parte activa. Se consideraba a esta misa como el sacrificio de la "ekklesia"; todos tenían su puesto en esta santa asamblea, y a ningún sacerdote se le ocurría decir una misa privada, porque el sacrificio de todo el pueblo no le fuera a reportar las suficientes gracias espirituales.-
Las misas privadas empezaron a prevalecer a partir de la Edad Media. Ya no se reconocía a la misa como el sacrificio de la "ekklesia"; el espíritu subjetivo medieval no veía en la misa el sacrificio de la comunidad, sino un ejercicio de piedad, un coloquio del alma con el divino Esposo... Desde entonces se empiezan a "contar" las misas. En las grandes iglesias los sacerdotes celebraban sus misas privadas en altares que se encontraban casi pegados los unos a los otros y por fin se hizo ya una costumbre general el que cada sacerdote dijera su misa cada día. Hoy día a un sacerdote que no celebra diariamente se le considera como falto de piedad.
Y ¿en las comunidades? Desde muy temprano se empiezan las misas privadas que dicen uno junto a otro; después tiene lugar la misa conventual con asistencia de toda la comunidad. Los sacerdotes sufren por no poder llevar a esta misa de comunidad el fervor interior que han puesto en su misa privada. En estos casos, cualquiera que tenga un poco de sentido litúrgico no podrá por menos de decir que ahí falta algo, que no está todo en regla... Las misas privadas no tienen razón de ser en una comunidad.
Sin embargo, el hecho es que la misa privada está tan enraizada en la actual vida eclesiástica que sería sospecho-so de falta de espíritu sacerdotal quien quisiera oponerse a ella. No obstante, yo creo que se haría un gran servicio a la Iglesia si se excluyeran lo más posible las misas privadas. Con ocasión de los ejercicios Espirituales y reuniones de sacerdotes deberían éstos celebrar, en vez de "su" misa privada, una misa comunitaria comulgando todos (El autor habla en sentido ideal: El ideal sería que todas las misas fueran concelebradas sacramentalmente. Según esto, las misas privadas deberían convertirse en concelebración sacramental. En el caso de que las condiciones no hagan posible esta concelebración, creemos que el autor no se opone a la celebración de las misas privadas. Véase la nota anterior. (N. del T.). Personalmente tengo por principio no decir, sino raras ve-ces, misas privadas; cuando no tengo una comunidad de fieles en torno mío, me falta algo esencial. Casi todos los días celebro una misa comunitaria.
Actualmente el Derecho Canónico no permite la concelebración de varios sacerdotes, pero esperamos que esta barrera llegará a abrirse un día; entonces los sacerdotes podrán ejercer comunitariamente las funciones de su dignidad sacerdotal.
Esta actitud respecto de la misa privada favorecerá la comprensión práctica y teológica del santo sacrificio.
2. Otra idea: si la misa ha de volver a ser una acción viva, debe verse libre de cierto formalismo. Hay sacerdotes piadosos que celebran el santo sacrificio desde el principio hasta el fin con una piedad ingenua, sin comprender la función de las diversas partes: por eso la misa para ellos no pasa de ser una devoción más... ¡Cuánto más viva es la misa cuando el sacerdote sabe, por ejemplo, lo que significaba en sus orígenes el introito, el ofertorio o la comunión! ¡La obra maestra que es con frecuencia una oración!, ¡el hermoso paralelismo que existe frecuentemente entre la epístola y el evangelio! Solamente cuando se considera la misa como un solemne drama sacro alcanzan el introito y la comunión ese carácter simbólico que nos llena de admiración.
Estudiemos este realismo de las cinco partes principales de la misa. Primeramente oramos, y en nuestra oración subimos una escala ascendente: arrepentimiento, súplica (Kyrie), alabanza (Gloria), oración. ¡Quiera Dios que las palabras de estas oraciones hallen un eco profundo en nuestra alma!
¡Qué oración más emotiva la del "Confiteor"! El sacerdote se inclina profundamente y se reconoce pecador. El diálogo de los Kiries, aunque breve, encierra toda la esperanza de la humanidad. Luego el "Gloria", ese canto pascual rebosante de alegría, himno neumático de la primitiva Iglesia. Nunca cansa el decir el "Gloria", siempre resulta hermoso y emocionante.
Por fin la colecta, finamente labrada, es con frecuencia una oración inagotable. Con ella rogamos al Padre en nombre de la Iglesia, por mediación de Jesucristo y aprendemos a hacer nuestras las inmensas necesidades de la Iglesia.
En la misa leemos y oímos la palabra de Dios. ¡Cuán hondamente debería impresionarnos esta palabra divina! No es San Pablo quien nos habla ni es tampoco San Mateo el que nos cuenta una parábola, es Dios mismo el que se levanta ante nuestros ojos y nos habla por su revelación. Esta palabra de Dios debe ser para nosotros una semilla y una espada. ¡Muchas veces, ¡ay!, esta semilla cae en un suelo pedregoso! ¡Ni se da cuenta el sacerdote de lo que lee! No nos olvidemos de que en la misa es donde debemos recoger esa palabra de Dios para transmitirla después a los fieles. Las lecturas de la misa son magníficos temas de predicación. Por mi parte encuentro insoportable el que no se transmitan al pueblo las lecturas de la misa. El pueblo tiene que oír también la divina palabra. Precisamente la bendición que pide el que va a leer el Evangelio es una invitación a predicar realmente el evangelio haciendo de él un comentario u homilía.
Tampoco olvidemos el Credo, que no es en realidad una oración, sino más bien una confesión, una afirmación y un testimonio. Confesemos, pues, nuestra fe con gozosa valentía y profundo agradecimiento por poseer este gran don.
Comienza en este momento la segunda gran división de la misa. Si en la primera hemos sido los siervos y los predicadores de la divina palabra, en esta parte somos los consagrantes y dispensadores del Cuerpo de Cristo. Nos asemejamos a la Madre de Jesús. El mismo Sacerdote Eterno Jesucristo se reviste con nuestra apariencia. Deberíamos darnos más cuenta de esto.
El ofertorio en la actual misa romana resulta muy pobre. Antiguamente era la gran ofrenda del pueblo, los fieles podían expresar su ofrecimiento personal mediante ese acto, el más humano de la misa. Antes de que tomaran los fieles en sus manos temblorosas el cuerpo y la sangre del Cordero de Dios, debían hacerse capaces con su ofrecimiento de participar en el sacrificio.
El significado y contenido del ofertorio no era propia-mente eucarístico, sino sacrificial. En la actualidad hemos perdido de vista este sentido. Su ofrenda popular ha sido sustituida por una amalgama de oraciones recitadas por el sacerdote, y cuyo contenido no es más que una anticipación del Canon. Hay que mantener el sentido original del ofertorio y hacer que el pueblo lo comprenda. Como actualmente el sacerdote es el que únicamente presenta la ofrenda de pan y vino, debe estar tanto más persuadido de que sobre la patena se encuentra su pan, es decir, su trabajo diario y el de toda su vida; que en el cáliz se contiene su vino, es decir, las alegrías y las penas de su existencia, y que de este modo une y junta con el sacrificio redentor de Cristo el contenido de su propia vida. Y precisamente ha de poner sobre el altar, en el momento del ofertorio, todo aquello que haya de doloroso y duro en su vida y en su profesión para completar así lo que falta a la Pasión de Cristo. El ofertorio será de este modo para el sacerdote una de las más hermosas e íntimas partes de la misa.
Con el "Sanctus" penetra el pontífice en el Sancta Sanctorum donde ya no puede seguirle el simple fiel; ahora va a prestar su persona y su lengua al Sumo Sacerdote Jesucristo.
El Canon es un privilegio sacerdotal, es todo él una oración consecratoria y por eso tiene que poner en cada palabra la mayor atención y reverencia. Con el Canon entra el sacerdote en el círculo interior de una comunidad excelsa trazado por la Santísima Trinidad en torno al Cordero inmolado y transfigurado. "Participantes en una misma comunión y celebrando el recuerdo" (communicantes es memorian celebrantes), ofrecemos sobre el altar la víctima de la Nueva Alianza. El sacerdote deberá estar compenetrado de estos sentimientos al pronunciar las oraciones del Canon. Tenga muy en cuenta los dos Mementos. El unir a sus allegados y a aquellos por los que ofrece el santo sacrificio a esta acción sagrada constituye un verdadero ministerio.
Hay dos pasajes del Canon que merecen destacarse porque no se les suele interpretar bien o se suele hacer poco caso de ellos. Hacia el fin del Canon el sacerdote hace tres cruces sobre las sagradas especies diciendo: "Per quem haec omnia, Domine, semper bona creas, sanctificas, vivificas, benedicis et praestas nobis". Muchos sacerdotes refieren estas palabras a la Eucaristía, mas examinadas de cerca hay que reconocer que no pueden referirse a ella.
Las palabras "haec omnia" significan otra cosa. La historia de la liturgia nos muestra que no eran sino la conclusión de la fórmula consecratoria de las ofrendas depositadas sobre el altar. Esta fórmula se remonta a los primeros siglos cristianos cuando todavía se hacía la ofrenda. Si queremos que estas palabras tengan aun hoy día un sentido, hagamos que de la Eucaristía la bendición divina trascienda a los dones de la naturaleza que utilizamos de continuo en nuestra vida. De esta manera la misa repercute en toda nuestra existencia y santifica las cosas naturales que nos rodean.
Termínase, por fin, el Canon con una pequeña elevación mientras el sacerdote dice: "Per Ipsum...". Con frecuencia solemos los sacerdotes recitar esta fórmula de una también los "circunstantes" deben ser invitados a este banquete. No suelo celebrar la santa misa donde no comulga nadie, y tampoco me gustan esas otras misas solemnes tardías en las que no se comulga. Realmente San Pío X tuvo una inspiración celestial facilitando la comunión frecuente. Hoy día, después de cuarenta años no podemos comprender cómo antes solamente era el sacerdote el comulgante. Sin embargo, hay muchísimas iglesias en las que todavía se da la comunión antes o después de la misa y no durante la misa.
Efectivamente, son muchos los sacerdotes que olvidan que la Eucaristía se debe dar a los fieles ex hac altaris participatione, es decir, que hasta deberían consagrar en la misma misa las hostias destinadas a los que van a comulgar en ella. La comunión, en efecto, es el fruto del sacrificio que acaba de ofrecerse. Jamás la primitiva Iglesia había pensado en distribuir a los fieles la sagrada Eucaristía de una misa precedente.
Para los cristianos modernos la íntima unión del sacrificio y la comunión nos resulta cosa extraña. Se ha dado a la Eucaristía una existencia propia independiente del sacrificio. Un sacerdote que tenga espíritu litúrgico ha de procurar, en cuanto le sea posible, distribuir a los fieles hostias consagradas en la misa. Así suelo hacerlo todos los días depositando en una patena capaz el número de hostias correspondientes a los que van a comulgar. Si sobran las consumo después. Los domingos, como las comuniones son mucho más numerosas, se cuentan al entrar en la iglesia los que quieren comulgar y se ponen en la Patena otras tantas formas, que uno de los fieles presenta al sacerdote en nombre da la parroquia en el momento del ofertorio. Ya me hago cargo de que en parroquias populosas esta manera de proceder no estará exenta de dificultades.
Hay otro rito momificado que también espera su resurrección: me refiero al ósculo de la paz. Este rito admirable por el que nos unimos con Cristo y con nuestros hermanos, y que es manifestación del amor al prójimo, no es más que una ceremonia en las misas diaconadas.
Nosotros la hemos vuelto a la vida: los monaguillos se dan literalmente el beso de paz y los mayores lo reciben con el portapaz.
3. Una palabra sobre la elección de la misa.
En algunas iglesias es esto cosa del sacristán. Deja abierto el misal sobre el altar y el sacerdote dice la misa que el sacristán ha elegido... Por supuesto, los días de rito simple opta invariablemente por la de difuntos... Un sacerdote que se precia de litúrgico procede de otro modo: no le es indiferente el elegir una misa por otra. Prefiere siempre las misas del ciclo temporal, misas de las cuatro Témporas y, en particular, las feriales de Cuaresma. Hay aún sacerdotes que no saben o no quieren saber que en Cuaresma se pueden elegir esas hermosísimas misas feriales. Si un sacerdote tiene 'sentido litúrgico, los días sin conmemoraciones debe volver a decir la misa del domingo anterior. Recordemos que todos sus textos y lecturas son el programa de la semana. Rara vez, y con dificultad. aconsejará a los fieles la participación en una misa de difuntos. ¿Por qué prefieren los sacerdotes la misa de "Requiem"? Posiblemente por que son más cortas. ¿Por amor, tal vez. a las almas del purgatorio? ¿Por complacer a los fieles? En todo caso no es tener espíritu litúrgico y, en resumidas cuentas, tampoco hacen ninguna gracia a los fieles, porque, en efecto, ¿cómo puede exigirse de un cristiano que quiere seguir la misa con su misal que lea la misa de "Requiem" tres o cuatro veces a la semana? ¿Debe limitarse su vida espiritual a sacar almas del purgatorio?
Sin embargo, hay sacerdotes que por principio dicen misa de difuntos siempre que se permite.
Terminemos este capítulo con una palabra sobre los ornamentos.
A todos y cada uno de los ornamentos sacerdotales no les vendría mal una reforma: albas adaptadas a la estatura del celebrante para que las mangas queden en su lugar. ¡Cuidado con los encajes barrocos! El ideal es un alba sencilla, con un pequeño adorno o bordado en la parte inferior.
La estola y el manípulo largos y estrechos. Sobre todo dar más importancia a la forma de la casulla. Naturalmente, es preferible el corte amplio de la primitiva Iglesia. No ha de ser rígida, sino que debe caer con naturalidad.
Sacerdotes, la misa es nuestro oficio principal: ¡mostrémonos maestros!