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La Renovación de la Parroquia por medio de la Liturgia

 



CAPÍTULO II
BREVE PREDICACIÓN LITÚRGICA


El mandato de Cristo: "Id por todo el mundo y predicar el Evangelio a todas las criaturas" (San Marcos, 16, 15), es tan claro y tan general que vale para todos los tiempos, todos los países, todas las condiciones y todos los sacerdotes. De aquí se sigue que la naturaleza de la predicación se presenta de distinto modo según las regiones, los pueblos y las épocas. Cuando se comparan los sermones impresos o manuscritos de diversas épocas se ve bien clara la rapidez con que se modifica la forma de predicación. Si tomamos un sermonario de hace, por ejemplo, cuarenta años, nos encontraremos en un mundo extraño. El hombre de hoy piensa y siente de muy distinta manera que el de otros tiempos. Somos más realistas, nos disgustan los largos exordios, preferimos la brevedad y lanzarnos en seguida a lo vivo del problema.

Esta particularidad del hombre moderno debe influenciar nuestra predicación incluso en lo que se refiere a su brevedad o largura. La duración de los sermones ha variado con las diversas épocas. Nuestros hermanos más ancianos nos pueden contar cómo en los tiempos en que eran acerdotes jóvenes la regla era que el sermón del domingo en la misa mayor debía durar toda una hora. Después, hace unos veinte años, ese mismo sermón duraba todavía media hora. Estos sermones eran generalmente discursos sobre tesis: el exordio duraba varios minutos, se desarrollaban tres o más puntos, y, por fin, se terminaba con una peroración larguísima y muy sentimental. Ese era el género de nuestra predicación. Los tiempos y las ideas cambian y no queremos reírnos de esos antiguos géneros de predicación; queremos, sí, servir a nuestro tiempo y cultivar la forma de predicación que corresponde a nuestra época y a nuestro pueblo. Modernicemos la forma y duración de nuestros sermones.

Llamo corta a la predicación que dura de cinco a quince minutos. Esto, no obstante, no quisiera caer en el extremo opuesto y recomendar únicamente sermones muy cortos. No; si nosotros, sacerdotes y párrocos, dedicáramos a la predicación un tiempo muy reducido despreciaríamos ese mandato tan trascendental de Jesucristo sobre la predicación de la divina palabra. Sin embargo, esos sermones que solemos llamar largos, deberían ser menos largos y más objetivos que hasta ahora; por eso hay que guardarse bien contra la tentación de aprovechar al pie de la letra ciertos modelos antiguos de predicación.

I. Con el objeto de poner bien claras mis ideas sobre este interesante tema, voy a distinguir los sermones en tres clases: 1, instrucción religiosa; 2, sermón de circunstancias fuera de la misa, y 3, sermón dentro de la misa.

1. La instrucción religiosa. Todos sabemos que la principal labor de la predicación es la de formar e instruir en las verdades de la fe. Jesucristo dijo: "Enseñad a todos los pueblos... enseñándoles a observar todo cuanto os he mandado" (San Mateo, 28, 19).

¿Dónde y cómo cumplimos hoy este mandato del Señor? Con los niños del catecismo, de acuerdo. Pero ¿y con los adultos? ¿Puede realmente decirse que nuestra predicación hoy día forma a los cristianos en la fe? Una gran parte de nuestros sermones trata materias piadosas, de edificación, pero que ofrecen muy poca formación religiosa. Puede comprobarse que en la parroquia media moderna no tenemos cátedra para la instrucción religiosa de los adultos. Nuestras iglesias se han convertido en lugares de adoración en las que no es fácil hallar una postura cómoda para la instrucción; por otra parte, son muchos los medios y recursos modernos de formación que no pueden emplearse en la iglesia. Además, a veces, nuestras iglesias son demasiado frías en invierno.

En este sentido el hogar parroquial tiene una magna y nueva tarea que realizar: la de convertirse en el centro de formación religiosa de los adultos en el que puedan emplearse todos los procedimientos modernos, como las proyecciones, cinema, fotografías, discos, cuadros, libros, etcétera. En estas tertulias religiosas se puede muy bien abarcar detalladamente todos los aspectos de la religión, cosa que no es muy factible desde el púlpito de la iglesia. Creo que en el futuro tendremos que insistir mucho en este aspecto de la predicación si queremos salir de la actual
crisis.

El mismo clero parroquial debería todos los años, durante los meses de invierno, organizar cursillos de formación religiosa a base de temas dogmáticos, bíblicos, litúrgicos, etc. De ese modo podría profundizarse más en ciertas materias con pormenores y con profundidad, y así los fieles irían adquiriendo un conocimiento sólido de nuestra santa religión. En las ciudades y pueblos grandes los sacerdotes de las distintas parroquias podrían trabajar en equipo para facilitar toda la labor. Tales instrucciones no han de ser evidentemente de corta duración; pueden durar con tranquilidad los tres cuartos de hora o aún más.

2. El segundo género de predicación es el sermón de circunstancias que se suele tener en las funciones de la tarde, sermones de Cuaresma, del mes de mayo, de los primeros viernes de mes, etc. No es necesario que estos sermones sean cortos; pueden y deben tener cierta amplitud. A esas horas de la tarde, generalmente los fieles disponen de más tiempo. suelen ir a la iglesia expresamente a oír el sermón, después del cual se rezan ciertas oraciones y se da la bendición con el Santísimo. Tampoco voy a hablar aquí expresamente de este género de predicación.

3. El tercer género es el sermón de la misa. Aquí es donde conviene la brevedad, en la que voy a insistir en las líneas siguientes. Antes que nada he de decir que no pretendo con esto decir que todos los sermones de la misa deban de ser cortos. Existe ciertamente la posibilidad de que en alguna circunstancia el sermón pase del cuarto de hora, y hecha esta salvedad vamos a tratar ahora de esta breve predicación litúrgica.

II. No voy a contentarme con unas cuantas notas técnicas superficiales; quiero ir un poco más al fondo. Lo que voy a decir no puede crecer y desarrollarse sino en el terreno de una comunidad parroquial viva.

¿Qué es una comunidad parroquial viva? La palabra "viva" no está empleada aquí en el sentido figurado de fervorosa, sino en el metafísico de la vida divina de la gracia. Una familia parroquial viva es una célula y una reproducción del Cuerpo Místico de Cristo que no puede desarrollarse si no es junto a las fuentes de la vida divina, las fuentes bautismales y el altar. Sólo son miembros vivos de la familia parroquial aquellos que rodean las fuentes de la iniciación cristiana y el altar, es decir, los que edifican su vida religiosa sobre el bautismo y la Eucaristía.

De ahí nace la principal actividad del párroco. Es el dispensador de la vida de su parroquia. Es, a la vez, padre y madre; da la vida divina en el bautismo y en el confesonario y alimenta esa vida con la Eucaristía y con la palabra de Dios. La cumbre de su acción sacerdotal es la misa del domingo en la que distribuye para su parroquia y para sus hijos espirituales el doble pan de vida, de la doctrina y de la Eucaristía. Tales son las condiciones previas para comprender mis exigencias con respecto a esta breve predicación litúrgica. Hay que comenzar por la renovación del culto parroquial; los fieles deben comprender que no podemos salir de apuros con un cristianismo legal consistente en cumplir con Pascua y oír misa los domingos. Deben percatarse de que lo que nos hace realmente cristianos es la gracia que nos constituye en hijos de Dios. Miembro vivo de la familia parroquia] es solamente el que posee la vida de la gracia y la alimenta de un modo regular con la Eucaristía. Hay un íntimo lazo de unión entre la misa, centro de vida religiosa del individuo y de la parroquia, y la misa hecha verdadero sacrificio de la comunidad. Estas son las dos cosas que el párroco debe tener en cuenta al emprender la tarea de reformar su predicación: 1, los fieles deben hacer de la vida de la gracia el contenido y el fin constante de su cristianismo, y 2, los fieles deben entender la misa y aprender a tomar parte activa en ella. En la misa es donde palpita el corazón de la comunidad parroquia] viviente.

La inteligencia exacta de la misa lleva a la inteligencia de la predicación. 

Precisamente el sermón forma parte de la liturgia de la misa. Desde que la liturgia quedó fosilizada para el clero y para los fieles, se fue produciendo la separación de la predicación y de la liturgia con inmenso perjuicio de ambos sectores. Se hizo doctrinaria y moralista perdiendo su gracia y unción y sobre todo el contacto con el culto. Los fieles se creyeron sin obligación de asistir a la predicación. Puede afirmarse que las misas rezadas sin sermón en las ciudades han sido culpables de la apatía de muchos católicos (1 Interprétese rectamente ésta y otras diatribas del autor a lo largo de la obra contra las misas rezadas. No se opone sino a las consecuencias abusivas que se han seguido de su introducción en la liturgia. Véase la nota en la página 319 N. del T.).

La liturgia, a su vez, al separarse de la predicación perdió a su intérprete y al puente que la unía con el pueblo. Cada vez se fue abriendo más el abismo entre el altar y la nave, entre el sacerdote y la comunidad, entre el culto divino y la vida.

Volvamos a recordar el lugar que corresponde a la predicación en el edificio de la misa. La misa tiene dos partes independientes entre sí, pero ordenadas la una para la otra: la ante-misa es el oficio dedicado a la palabra divina, la segunda parte es el sacrificio. El objeto de la primera es la fe, el del sacrificio la gracia. La gracia construye siempre sobre la base de la fe. La palabra de la


3. El tercer género es el sermón de la misa. Aquí es donde conviene la brevedad, en la que voy a insistir en las líneas siguientes. Antes que nada he de decir que no pretendo con esto decir que todos los sermones de la misa deban de ser cortos. Existe ciertamente la posibilidad de que en alguna circunstancia el sermón pase del cuarto de hora, y hecha esta salvedad vamos a tratar ahora de esta breve predicación litúrgica.

II. No voy a contentarme con unas cuantas notas técnicas superficiales; quiero ir un poco más al fondo. Lo que voy a decir no puede crecer y desarrollarse sino en el terreno de una comunidad parroquial viva.

¿Qué es una comunidad parroquial viva? La palabra "viva" no está empleada aquí en el sentido figurado de fervorosa, sino en el metafísico de la vida divina de la gracia. Una familia parroquial viva es una célula y una reproducción del Cuerpo Místico de Cristo que no puede desarrollarse si no es junto a las fuentes de la vida divina, las fuentes bautismales y el altar. Sólo son miembros vivos de la familia parroquial aquellos que rodean las fuentes de la iniciación cristiana y el altar, es decir, los que edifican su vida religiosa sobre el bautismo y la Eucaristía.

De ahí nace la principal actividad del párroco. Es el dispensador de la vida de su parroquia. Es, a la vez, padre y madre; da la vida divina en el bautismo y en el confesonario y alimenta esa vida con la Eucaristía y con la palabra de Dios. La cumbre de su acción sacerdotal es la misa del domingo en la que distribuye para su parroquia y para sus hijos espirituales el doble pan de vida, de la doctrina y de la Eucaristía. Tales son las condiciones previas para comprender mis exigencias con respecto a esta breve predicación litúrgica. Hay que comenzar por la renovación del culto parroquial; los fieles deben comprender que no podemos salir de apuros con un cristianismo legal consistente en cumplir con Pascua y oir misa los domingos. Deben percatarse de que lo que nos hace realmente cristianos es la gracia que nos constituye en hijos de Dios. Miembro vivo de la familia parroquial es solamente el que posee la vida de la gracia y la alimenta de un modo regular con la Eucaristía. Hay un íntimo lazo de unión entre la misa. centro de vida religiosa del individuo y de la parroquia, y la misa hecha verdadero sacrificio de la comunidad. Estas son las dos cosas que el párroco debe tener en cuenta al emprender la tarea de reformar su predicación: 1, los fieles deben hacer de la vida de la gracia el contenido y el fin constante de su cristianismo, y 2, los fieles deben entender la misa y aprender a tomar parte activa en ella. En la misa es donde palpita el corazón de la comunidad parroquial viviente.

La inteligencia exacta de la misa lleva a la inteligencia de la predicación. Precisamente el sermón forma parte de la liturgia de la misa. Desde que la liturgia quedó fosilizada para el clero y para los fieles, se fue produciendo la separación de la predicación y de la liturgia con inmenso perjuicio de ambos sectores. Se hizo doctrinaria y moralista perdiendo su gracia y unción y sobre todo el contacto con el culto. Los fieles se creyeron sin obligación de asistir a la predicación. Puede afirmarse que las misas rezadas sin sermón en las ciudades han sido culpables de la apatía de muchos católicos (1Interprétese rectamente ésta y otras diatribas del autor a lo largo de la obra contra las misas rezadas. No se opone sino a las consecuencias abusivas que se han seguido de su introducción en la liturgia. Véase la nota en la página 319 N. del T.).

La liturgia, a su vez, al separarse de la predicación perdió a su intérprete y al puente que la unía con el pueblo. Cada vez se fue abriendo más el abismo entre el altar y la nave, entre el sacerdote y la comunidad, entre el culto divino y la vida.

Volvamos a recordar el lugar que corresponde a la predicación en el edificio de la misa. La misa tiene dos partes independientes entre sí, pero ordenadas la una para la otra: la ante-misa es el oficio dedicado a la palabra divina, la segunda parte es el sacrificio. El objeto de la primera es la fe, el del sacrificio la gracia. La gracia construye siempre sobre la base de la fe. La palabra de la fe debe convertirse en la carne de la gracia. De este modo las dos partes de la misa se hallan edificadas la una sobre la otra.

La ante-misa está toda ella impregnada en la palabra divina: después de una discreta preparación con las oraciones al pie del altar y la colecta, la feligresía debe ir escuchando en bella graduación la divina palabra en la epístola, evangelio y sermón. La predicación forma, pues, parte de la liturgia de la misa, es el punto culminante de la ante-misa y al mismo tiempo su intérprete. Del mismo modo que la epístola y el evangelio van juntos e interpretan el sacrificio, así también la predicación debe ir incorporada a la misa. Esta predicación reforzará, pues, aún más los lazos de unión que existen entre las lecturas, el santo sacrificio y la comunidad que lo celebra.

Con esto estamos preparados para poder comprender cómo la predicación vive o muere al mismo tiempo que el oficio litúrgico comunitario. Si el pueblo no presta atención a la ante-misa y convierte la misa en el marco de sus devociones, entonces la predicación dentro de la misa no tiene su sentido propio y no servirá más que para au-mentar ese divorcio. Pero si hemos conseguido que el pueblo vuelva a participar en la misa, entonces el que preside esa misa litúrgica se verá forzado a insertar su predicción dentro del marco de la misa. Ciertos defectos y excesos de predicación se evitan de una sola vez. Ni pensará el párroco en predicar un sermón de una hora ni añadirá a su sermón todo un apéndice de avisos y oraciones. Evitará escoger temas sin interés y hacer un verdadero desarrollo de tesis. La predicación en la misa es breve y palpitante fundiendo en uno las lecturas, el sacrificio y la vida cristiana.

¡Cómo ganará así la predicación en fuerza y en eficacia! Con la ante-misa los fieles están ya dispuestos a escuchar el sermón. (Supongo siempre que la asistencia participa activamente en la misa.) Oración, lecturas, predicación. Los fieles aprenden en las lecturas qué es lo que la Iglesia quiere y cómo esas lecturas encuentran su cumplimiento por medio de las gracias del santo sacrificio y su realización práctica en la vida. Después del sermón viene el sacrificio. Caldeados por las palabras del sacerdote, el corazón de los fieles está ya dispuesto a recibir la gracia del sacrificio. El efecto de la predicación puede desarrollarse y penetrar más a fondo durante el sacrificio. Esta predicación puede y debe ser corta. Nunca ha de pasar de un cuarto de hora, pero también puede obtener sus buenos efectos, aunque no dure más que cinco minutos.

Considero esta breve predicación litúrgica como el tipo especial de predicación que poseerá para la actualidad y para el futuro gran importancia y eficacia a medida que se vayan ampliando los conocimientos litúrgicos de los fieles. El sacerdote moderno de espíritu litúrgico sentirá la íntima necesidad de volverse al pueblo después del evangelio para dirigirle unas palabras. Este corto sermón u homilía litúrgica es una exigencia de la misa comunitaria.

III. Con miras a la práctica voy a presentar tres principios que, aunque parecen algo utópicos al comienzo, sin embargo, pronto han de ser cosa corriente para todas las comunidades parroquiales vivas; son los siguientes: 1, el sermón de la mañana debe decirse sin excepción en el momento previsto por la liturgia, es decir, después del evangelio; 2, en todas las misas de los domingos y fiestas debe haber un corto sermón; 3, poco a poco el sacerdote deberá llegar a unas breves palabras en cada misa diaria.
Permítaseme comentar rápidamente cada uno de estos tres puntos:

1. El primer principio es claro. Un sermón del do-mingo que se predique fuera de la misa, apenas si tendrá oyentes. Hay que predicarle dentro de la misa y después del evangelio. Pero además es preciso que el predicador ponga un límite a la duración de su sermón. Para obtener, la brevedad necesaria hay que renunciar a la predicación de amplios desarrollos de tesis y dar preferencia al género homilético. De hecho el sermón siempre ha de girar en torno a estos dos polos: las lecturas de la ante-misa y el santo sacrificio. No podemos hacernos idea de lo que puede decirse en diez o quince minutos si se tienen las ideas bien concretas.

Resumiendo: el sacerdote ha de cuidarse de no prolongar demasiado la celebración de la misa haciendo que resulte pesada al pueblo, pero, de todas las maneras, la predicación debe ser parte de la misa.

2. El segundo principio, un sermón en cada misa de los domingos y fiestas, es posible que encuentre alguna resistencia. Voy, pues, a escudarme en un decreto de la autoridad eclesiástica. En el Código de Derecho Canónico tenemos en el canon 1345 lo siguiente: Optandum, ut in missis, quae, fidelibus adstantibus, diebus festis de prae-cepto in omnibus ecclesiis vel oratoriis publicis celebrantur, brevis Evangelii aut alicuius partís doctrinae christianue explanatio fiat: quod si loci Ordinarias ir praeceperit, op-portunis datis instructionibus, hac lege tenentur non solum sacerdotes e clero seaculari, sed etiam religiosi, exempti quoque, in suis ipsorum ecclesiis. Este canon expresa, pues, el deseo, que puede también ser una orden si lo juzga e! ordinario, de que en todas las misas de los domingos y fiestas tenga lugar una breve homilía (brevis explanatio). El canon sugiere, incluso, los temas a tratar: explicación del Evangelio, homilía o comentario litúrgico, o una explicación de una parte cualquiera de la doctrina cristiana. Y. finalmente, se dice que el obispo puede convertir este consejo en una prescripción diocesana que obligue también a los religiosos.

Sería interesante hacer una estadística sobre la realización de este deseo en nuestras iglesias. Muchos párrocos de ciudad se han determinado a introducir el sermón en cada misa del domingo por razones puramente pastorales. Les parecía algo intolerable que muchos fieles pasaran todo el año sin oír un solo sermón. Por eso introdujeron la costumbre en sus parroquias de predicar un breve sermón en cada misa; tal iniciativa ha resultado muy útil y ha sido recibida por los fieles con gran contento.

Siempre he sostenido que las misas rezadas de las ciudades, sobre todo las de las once en adelante, han debido ser inventadas -perdóneseme la expresión-- por el diablo... ("Inventadas por el diablo": Según los últimos Decretos Pontificios hay que celebrar la santa misa a horas en que el pueblo pueda asistir a ellas. Pero en las ciudades se ha creado cierto ambiente frívolo en torno a las misas de 11 en adelante: prisa, mero cumplimiento, comodidad, exhibición, falta de piedad y de interés por la formación religiosa que se adquiere por la predicación ,etc., lo cual ha contribuido a hacer que de estas misas -no por la misa en si, sino por su ambiente- salga muchas veces más favorecido el espíritu mundano que el auténtico espíritu cristiano. (N. del T.)). Estas misas son las que han creado el cristianismo liberal. El cristiano se oculta tras la apariencia legal de haber cumplido con su deber, permanece sentado toda esa media hora sin escuchar nunca la palabra divina y sin elevar el nivel de los conocimientos religiosos de su juventud. !Qué bien le vendría el oír al menos unas cuantas palabras o exhortaciones religiosas que le sirvan de aliento en la jornada ! ¡Creamos en el efecto sacramental de la palabra de Dios!

Ya sé que la realización práctica de todo este segundo principio se presta a dificultades e inconvenientes no despreciables. Es ésta una labor más, impuesta al clero parroquial ya bastante cargado de trabajo en las ciudades. Si esta nueva tarea no se ejerce con amor y buena voluntad no se lograrán grandes resultados, y sobre todo, teniendo en cuenta que estos cortos sermones ante un auditorio selecto no son tan fáciles. No bastan dos palabras para salir del paso. Precisamente cuanto menos se habla debe pensarse más lo que ha de decirse.

3. El tercer principio lo rechazan muchos párrocos como una utopía. Sin embargo, me atrevo a defenderlo. Para que no se me eche en cara que soy un visionario voy a hablar de mi experiencia práctica.

IV. Llevo dirigiendo durante más de veinticinco años una comunidad litúrgica. No se trata de una parroquia, sino de un grupo de 20 a 300 personas, de las cuales la mitad son jóvenes. Todos los domingos y fiestas celebro una misa comunitaria solemne y los días entre semana otra más sencilla. Los domingos predico de 10 a 15 minutos y los días de labor de 5 a 7. Salvo raras excepciones, he venido predicando todos los días desde hace por lo menos veinte años.

¿Sobre qué he predicado? Los domingos, durante los primeros años, sobre la misa, ya sea exponiendo sus ideas fundamentales, ya demostrando el paralelismo que se da entre las lecturas y el sacrificio. Con esto tuve materia para varios años. Frecuentemente un solo texto, una oración, un introito, me inspiraban el sermón. Los días de fiesta ensayé un género especial de sermones que bien podría llamar "de fiesta". Eran sermones basados en la festividad y concebidos con el objeto de imbuir en los oyentes el espíritu de la fiesta. Este género lo practicaron ya los Santos Padres y tenemos toda una serie de ejemplos clásicos en San León Magno, San Fulgencio, San Pedro Crisólogo y más aún entre los Padres griegos. A la larga, sin embargo, no me fue posible tener todos los domingos sermones puramente litúrgicos, máxime predicando a un auditorio formado ya litúrgicamente y conocedor de mis publicaciones. Por eso tuve que pasar a otros temas que no tenían relación inmediata con la liturgia del día: liturgia en general y otros temas religiosos. Así, por ejemplo, prediqué una serie de sermones sobre el Padrenuestro y sobre las horas canónicas. Terminadas las vacaciones de 1935 comencé un ciclo de veinte pláticas sobre las relaciones de los cristianos con el Cuerpo Místico. Me limité en seguida a temas puramente dogmáticos, porque me di cuenta de que nuestros fieles tenían una formación muy deficiente en lo que se refiere a las verdades de la fe.

Y ¿los días de entre semana? Mi auditorio no es muy crecido: todavía asisten diariamente cincuenta personas. La misa dura, con la homilía, la comunión y los cantos, a lo más tres cuartos de hora. Mi alocución es cortísima: de 5 a 7 minutos. El tema escogido, al principio, era la liturgia del día, los textos de la misa, el común, la vida del santo del día y su virtud particular. Muchas veces he tratado de textos seleccionados, por ejemplo, durante la octava de Epifanía. Alguna vez he abordado asuntos independientes de la liturgia del día, apoyándome en el ejemplo de los Padres de la Iglesia, que con frecuencia trataban en una serie de sermones ininterrumpidos el Salterio o libros enteros de la sagrada Biblia.

Más de uno temerá que la predicación litúrgica exige una larga preparación: puedo afirmar que no es tanto. De ordinario escribo por entero los sermones del domingo. Pero los de entre semana no me cuestan más que unos pocos minutos de preparación. Creo que cuando uno vive con la Iglesia no es difícil sacar unas cuantas ideas de la liturgia del día. Si el sacerdote hace su rato de meditación en unión con la Iglesia -misal y breviario- le resultará facilísimo decir unas palabras.

Tengo una experiencia de más de veinte años y estoy convencido de que esa breve predicación diaria no ofrece gran dificultad y es de suma importancia para el núcleo cristiano parroquial. Pueden decirse tantas cosas y pueden darse tantos consejos y orientaciones religiosas a lo largo de los años... La gota de agua termina penetrando en la roca; estos sermones diarios constan de pocas frases e ideas, pero en su conjunto tienen gran eficacia.

No digan los párrocos que no merece la pena tener cada día un breve sermón para cuatro buenas mujeres... En primer lugar, soy de opinión de que el número de fieles que asisten a la misa diaria irá en aumento si la comunidad parroquial es realmente viva. Por otra parte, la misa entre semana merece también los cuidados del párroco. Seguramente no ha de asistir más que un pequeño grupo, pero el mejor de la parroquia. Esta minoría selecta tiene también necesidad de aprender a asistir a la misa. ¡Habría que reformar tantas cosas...! Si se reza, por ejemplo, a pesar de todo el rosario durante la misa, si tiene el párroco preferencia por las misas de Requiem por ser más cortas, si dice la misa tan de prisa que no hay posibilidad de seguirle, si distribuye la Sagrada Comunión antes o después de la misa y nunca dentro de ella, entonces se comprende que acuda tan poca gente a misa durante la semana y que no haya tiempo ni lugar para un breve sermón.

Pero las cosas han de cambiar bien pronto si trata de formar esa pequeña minoría selecta de fieles piadosos. Estos serán también el fermento espiritual de la parroquia. Por amor a estos diez o cincuenta justos preservará Dios a esa parroquia de innumerables males. La misa comunitaria, bajo una u otra forma, y la breve instrucción litúrgica de los días de entre semana, caerán entonces por su propio peso. No dudo que sentirá la necesidad de dirigir alguna palabra edificante a sus ovejas más fieles. Estas gotas continuas hendirán las rocas vivas y harán de ellas vasos capaces de recibir la gracia. Después de meses, tal vez años, el párroco conseguirá que el altar se convierta en el corazón de su parroquia. Para el párroco mismo esta corta predicación diaria será un medio excelente de autoeducación y de vida espiritual. Cuando uno quiere dar algo a los demás, debe tenerlo él mismo; de ahí que el sacerdote deba vivir conscientemente con la Iglesia.

V. Digamos algo sobre la homilía del domingo. Quisiera llamar la atención sobre un detalle que abre un nuevo campo al pastor de almas. Por experiencia sabemos las dificultades que suele encontrar el predicador en la explicación de los evangelios del domingo, y más si ha de predicar durante varios años. No sabe cómo arreglárselas con algunos evangelios, como, por ejemplo, con los de las curaciones milagrosas de los domingos posteriores a Pentecostés: los diez leprosos, el paralítico, el hombre de la mano seca, el sordomudo, el hijo del funcionario real, etcétera. De ordinario solía sacar del evangelio una enseñanza, pero de estas curaciones milagrosas le resultaba difícil sacar algo práctico. Conclusión: cogen una frase del evangelio y desarrollan a propósito de ella unas ideas tomadas de quién sabe dónde. Comprendo perfectamente que esos evangelios no son nada prácticos y que aburren a los oyentes si se quiere sacar únicamente enseñanzas.

Voy a dar al predicador dos indicaciones que le mostrarán estos evangelios bajo una luz totalmente distinta y que le facilitarán su utilización homilética. 

Primera: encuadrar estos hechos en la vida de Jesús y comentarlos teniendo en cuenta todo el conjunto de esta vida. De esta manera la figura de Jesús será más conocida y más viva para los fieles. Es bien triste que los fieles y los sacerdotes conozcan tan mal la vida de Jesús. Sólo saben milagros y episodios aislados, no el conjunto, ni el encadenamiento de los hechos, ni lo que el Señor se proponía en cada una de sus obras. Al explicar los pasos de la vida de Jesús según el lugar que ocupan en el conjunto, las homilías adquieren automáticamente una vida insospechada.

La segunda indicación me parece todavía más importante. Hemos olvidado completamente que el evangelio es parte de la misa. Su fin primordial es proyectar su luz sobre el sacrificio. No pretende enseñar algo sin conexión con la misa. Si así fuera, si el evangelio quisiera ofrecernos solamente lecciones aplicables a nuestra vida, tendríamos otros más apropiados que todos esos tan numerosos relatos de curaciones. He ahí otro ejemplo que nos muestra hasta qué punto la separación de la predicación de la misa ha enturbiado nuestra vista. ¿Qué significan, por ejemplo, todas esas curaciones de los domingos de Pentecostés? Nos quieren hacer ver la acción del Espíritu Santo. 

Efectivamente, Cristo, en el curso de su vida, curó visiblemente las enfermedades físicas para mostrarnos que su obra es la de curar en la Iglesia de modo invisible las almas enfermas. Esta curación comienza para nosotros en el bautismo y continúa en la Eucaristía. Ahora bien, la misa del domingo está en relación directa con el bautismo, es una renovación del mismo, una continuación y una conclusión de la curación de nuestra alma. Las curaciones del Evangelio son, pues, las figuras de las de nuestra alma en el bautismo y en la Sagrada Eucaristía. He aquí la clave para comprender ciertos evangelios. El predicador encuentra de este modo frecuentes ocasiones para tratar de los grandes intereses del cristiano y de la Iglesia: de la vida divina de la gracia, de su comienzo, conservación, desarrollo y término Así es como volvernos a encontrarnos con estas ideas madres de la comunidad parroquial viva.

Naturalmente no es necesario que el sacerdote predique sólo sobre los evangelios de la misa. Es completamente libre de escoger el tema; mas, si junta la predicación con la misa, pronto se dará perfecta cuenta de que se encuentra sobre un puente tendido entre la vida y el sacrificio, entre el Evangelio y el misterio de la misa, y, entonces, pasará de una ribera a la otra conservándose siempre en los dominios de la vida.

He aquí el más sublime y más noble trabajo sacerdotal. De ese modo el párroco se convierte en el "siervo fiel y prudente a quien el Maestro puso al frente de su familia para proveerla del pan en el tiempo preciso", del pan de la doctrina y del pan de la vida.
 




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