La música sacra: LAS PIEDRAS, LOS SONIDOS, LOS COLORES DE LA CASA DE DIOS
Mons. Mauro Piacenza :
La música sacra
entre los bienes culturales
de la Iglesia.
El Santo Padre Juan Pablo II, de santa memoria, quiso celebrar en el 2003 el
centésimo aniversario del Motu propio de San Pío X “Tra le sollecitudini”,
que delinea todavía válidamente las características de la música sacra,
según la “mens” de la Iglesia católica (Juan Pablo II, Quirógrafo sobre la
música sacra “Movido por el vivo deseo”, 23 de noviembre 2003, n 1; cfr. Pío
X, Motu proprio sobre la música sacra “Tra le sollecitudini”).
La música sacra se configura esencialmente como parte integrante de la
liturgia divina , teniendo como fin “la gloria de Dios y la santificación de
los fieles” (Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada
Liturgia Sacrosanctum Concilium, 120). En esto la música sacra se coloca en
el álveo de una tradición viva, que hunde sus raíces hasta llegar a las
primitivas comunidades cristianas, exhortadas por el apóstol Pablo “a cantar
a Dios de corazón y con gratitud salmos, himnos y cánticos inspirados” (Col
3, 16; cfr. Ef 5, 19).
Pero para que la música sacra pueda llamarse de verdad así debe poseer
algunas características bien delineadas en los textos del magisterio
pontificio. Debe expresar ante todo santidad, poseer el sentido de la
oración y constituir tanto un medio de elevación del espíritu a Dios como
una ayuda para los fieles en la “participación activa en los sacrosantos
misterios y en la oración pública y solemne de la Iglesia” (“Tra le
sollecitudine”, Proemio); debe presentar adherencia a los textos bíblicos y
eucológicos, consonancia con los tiempos litúrgicos y correspondencia a los
gestos y contenidos de una celebración.
Un segundo principio caracterizante debe ser la bondad de las formas, por lo
que la música sacra debe ser “ verdadero arte”, adornada por una dignidad y
belleza capaz de introducir en los sagrados Misterios. Finalmente - y éste
es un punto especialmente delicado - debe saber conjugar a las legítimas
exigencias de adaptación y de inculturación - exigidas tanto por la difusión
de la Iglesia entre los varios pueblos y culturas, como por la adecuación a
los tiempos - el requisito de la universalidad, que se individua cuando una
composición es en todo lugar y tiempo percibida como sagrada.
Cuando el magisterio pasa concretamente a ejemplificar qué música satisface
a las características anteriormente citadas, se pueden recordar todavía al
Papa Pío XII, de venerable memoria, que define el canto gregoriano
“patrimonio” de la Iglesia (Carta Encíclica Musicae sacrae disciplina, 25 de
diciembre 1955, parte III) y el Concilio Ecuménico Vaticano II que, en
armónica continuidad, en la constitución sobre la liturgia afirma que “la
Iglesia reconoce el canto gregoriano como canto propio de la liturgia
romana” (Sacrosanctum Concilium 116).
Ciertamente se debe considerar, junto al canto gregoriano, también la
polifonía sacra y toda aquella inmensa producción de misas, motetes, cantos
corales… cuya “sacralidad” es tanto mejor perceptible cuanto más los
compositores, además que expertos en el arte musical, estaban “empapados por
el sentido del misterio” y eran partícipes de la vida de la Iglesia (Juan
Pablo II, Carta a los artistas, 4 de abril 1999, nº 12). Tales
composiciones, junto al repertorio propiamente “religioso”, como los
oradores, con intentos exquisitamente didácticos o toda aquella producción,
a veces de un nivel altísimo, formalmente litúrgica, pero demasiado ligada a
postulados estéticos temporales, constituyen uno de los frutos más
consistentes del humanismo cristiano y una preciosa contribución de la fe a
la cultura del hombre.
Si bien no toda la música religiosa puede ser considerada litúrgica, ésta
constituye un patrimonio cultural que está vivo aún hoy, apreciado y que
debe ser valorizado plenamente en las oportunas sedes. Si el canto y la
música propiamente litúrgicos del pasado deberían ser todavía útilmente
ejecutados durante las celebraciones, el resto del repertorio puede
encontrar su plena apreciación en oportunas manifestaciones, confiadas a
instituciones culturales cuyo fin es la búsqueda, conocimiento y ejecución
de la música sacra antigua más conocida y más rara, tanto para la liturgia
como, según los casos, para ejecuciones de igual manera espiritualmente
fecundas.
Por tanto, se comprende bien la definición de música como “bien cultural”
entendido, en primer lugar, como patrimonio a conservar, tutelar, valorizar
y promover mientras se deben promover nuevas producciones atentas a cumplir
las objetivas características más arriba mencionadas. En este ámbito deben
ser alentados los trabajos de catalogación de los fondos musicales
manuscritos presentes en muchas bibliotecas y archivos eclesiásticos, su
publicación y los estudios de filología musical. En ese sector la Iglesia
puede buscar la colaboración con instituciones universitarias y científicas
y aprovechar las subvenciones públicas que, en ocasiones se consiguen.
Puesto que la música es expresión de una realidad creadora de cultura, como
lo es la Iglesia, es a título pleno un “bien cultural de la Iglesia”, que
debe entenderse como realidad viva. Así se expresaba Juan Pablo II en la
Primera Plenaria de la Pontificia Comisión para los Bienes Culturales de la
Iglesia: “(…) Se ha querido dar un significado preciso y un contenido
inmediatamente asequible al concepto mismo de ‘bien cultural’, comprendiendo
en él, ante todo, los patrimonios artísticos de la pintura, escultura,
arquitectura, mosaico y música, puestos al servicio de la misión de la
Iglesia (…)” (Alocución 12 de octubre de 1995, nº 3).
Como se entiende claramente, el bien cultural, en la mente de la Iglesia, no
es una realidad estática, a conservar en un museo, en una biblioteca o en un
archivo sino que, como siempre se expresaba Juan Pablo II, “los ‘bienes
culturales’ están destinados a la promoción del hombre y, en el contexto
eclesial, asumen un significado específico en cuanto que están ordenados a
la evangelización, al culto y a la caridad” (Quirógrafo a la Segunda
Plenaria, 27 de septiembre de 1997, nº 2).
La Pontificia Comisión para los Bienes Culturales de la Iglesia, se ha
esforzado siempre en inculcar tal concepto con sus escritos e
intervenciones. En un documento dedicado a la formación de los futuros
presbíteros respecto a la necesaria atención hacia los bienes culturales de
la Iglesia, se afirma: “Además de realizar un propio acercamiento a la
promoción integral del hombre mediante varias iniciativas educativas y
culturales, la Iglesia ha anunciado el Evangelio y perfeccionado el culto
divino en múltiples modos a través de las artes literarias, figurativas,
musicales y arquitectónicas; además de la conservación de memorias
históricas y de preciosos documentos de la vida y de la reflexión de los
creyentes. El mensaje de la salvación se ha comunicado, y aún hoy se
comunica, a través también de tales medios, a multitudes de creyentes y no
creyentes” (La formación de los futuros presbíteros, 15 de octubre 1992, nº
1).
Por lo tanto, también cuando mira al pasado, la Iglesia en realidad mira
siempre al presente y, en lo que concierne a la música, la considera un
patrimonio siempre vivo, que se debe utilizar en la liturgia o, de todas
formas, para el anuncio del Evangelio o la elevación espiritual, según las
características que cada composición posee.
Inspirándome en la proposición treinta y seis del reciente Sínodo de los
Obispos que, según el dictado del Concilio Vaticano II (Cfr. Sacrosanctum
Concilium, nn. 36), exhorta a no descuidar el uso del latín en la
celebración de la Santa Misa, especialmente en los encuentros
internacionales, y a valorizar el canto gregoriano (cfr. Sacrosanctum
Concilium nn. 116-117), sobre todo en estos contextos, querría detenerme en
algunas consideraciones generales sobre tales tradiciones musicales.
El latín y el canto gregoriano, íntimamente unidos a las fuentes bíblicas,
patrísticas y litúrgicas, forman parte de aquella lex orandi que se ha
forjado en el arco de más de un milenio. En la actualidad se habla mucho de
raíces y de su redescubrimiento: pues bien, el latín y el canto gregoriano
constituyen, por así decir, las raíces de la música litúrgica.
En este sentido, el canto gregoriano debería ser considerado punto de
referencia y, según las posibilidades, recuperado también para la asamblea.
Y esto en el ámbito de aquel regreso, tan deseado, a la seriedad de la
liturgia, a la santidad, a la bondad de formas y a la universalidad, que
deben caracterizar toda música litúrgica digna de este nombre, que entra en
la óptica de la debida obediencia a la reforma litúrgica exactamente como ha
sido entendida por el Concilio Vaticano II.
A veces se tiene la impresión de que los Pastores subestimen las capacidades
del pueblo cristiano para aprender. ¡Y pensar que hace un tiempo la asamblea
conocía melodías gregorianas, que ahora ha sido casi obligada a olvidar, en
provecho de otros cantos a veces verdaderamente llenos de carencias en la
forma y en el contenido! Es obvio que no todo el repertorio se le puede
proponer al pueblo, pero es verdad también que en el canto, como en la
liturgia, no todos deben hacerlo todo sino, como subrayaba Juan Pablo II en
el reciente quirógrafo: “De la buena coordinación de todos - el sacerdote
celebrante y el diácono, los acólitos y los ministrantes, los lectores, el
salmista, la schola cantorum, el cantor, la asamblea - brota aquel justo
clima espiritual que hace el momento litúrgico verdaderamente intenso,
participado y fructífero”. Por otra parte, también en la tradición cristiana
oriental, en la que el canto litúrgico - al igual que el arte figurativo -
tiene una función esencial, las partes del presbítero, del diácono y del
coro, a veces complejas, se han hecho de tal manera populares que son
cantadas de memoria también por los simples fieles.
Un “relanzamiento” del canto gregoriano de la asamblea podría comenzar por
las aclamaciones, por el Padre Nuestro, por los cantos del ordinario de la
Misa, especialmente el Kyrie, el Sanctus, el Agnus Dei. En muchos países el
pueblo conocía bien el Credo III y todo el ordinario de la Misa VIII (de
Angelis). Y no sólo. Sabía incluso el Pange lingua, la Salve Ragina y otras
antífonas, que hoy poquísimos conocen. Un repertorio mínimo está contenido
en el famoso “Jubilate Deo” de Pablo VI, o en el “Liber cantualis”. Si se
habitúa al pueblo a cantar aquel repertorio gregoriano que le agrada, estará
entrenado para aprender cantos nuevos en las lenguas vivas, aquellos cantos,
se entiende, dignos de ser ejecutados en una iglesia y de estar junto al
repertorio gregoriano.
Sin embargo, lo más grave es que se ha, por decirlo así, cortado el “cordón
umbilical” de la tradición, con el efecto de educar nuevos compositores de
músicas litúrgicas en las lenguas vivas, a veces también bien preparadas
desde el punto de vista técnico, pero a las que falta el humus indispensable
para componer en sustancia con el espíritu de la Iglesia. Es un poco como
cierta concomitancia en campo arquitectónico o en las artes plásticas, como
también en los muebles litúrgicos. Es necesario el sensus fidei y no ideas
preconcebidas o ideologías o una osmosis con el pensamiento secularizado.
- En el vasto mar, agitado y atormentado, de la música “sacra”, ¿qué hacer?
Ciertamente el primer trabajo a realizar atañe a la formación, sobre todo
del clero, llamado a su vez a ser promotor de música sacra. Por desgraciada,
se constata una carencia cada vez más difundida y tanto más grave en
seminarios y lugares de formación de religiosos y religiosas, de una
verdadera educación a la gran tradición musical de la Iglesia, es más, con
frecuencia de la más elemental formación musical y el prosperar de la
banalidad y del mal gusto.
San Pío X entendió bien, y con él todo el posterior Magisterio de la
Iglesia, que es imposible cualquier obra de “reforma” sin una adecuada
formación, tanto de clérigos como de laicos. Entre los frutos más
sustanciosos del Motu propio, que perdura en el tiempo, es el Pontificio
Instituto de Música Clásica, que se dispone a celebrar el primer centenario
de fundación. De tan benemérita institución han salido maestros de canto
gregoriano, de polifonía, organistas, operadores de música sacra, repartidos
ahora por todos los rincones del planeta. Un trabajo precioso es el
desarrollado también por otras Escuelas Superiores de Música sacra, por las
escuelas diocesanas, y por varios cursos y seminarios de formación
litúrgico-musical. En estas sedes no se debería jamás omitir la enseñanza,
incluso profundizada, del canto gregoriano.
Se podría afirmar que el canto gregoriano es el canto de la Iglesia, no en
el sentido de que la Iglesia no admita otras formas musicales, sino porque
es paradigmático en su relación entre texto litúrgico y música. Es más,
también desde un punto de vista técnico, los grandes maestros de la
polifonía han basado sus innovaciones en el canto gregoriano, cambiando sus
temáticas, modalidades y poliritmia. Podemos encontrar el gregoriano como
base de las composiciones de Palestrina, Lasso, Victoria, Guerrero, Morales,
y otros autores de la reforma tridentina. El canto gregoriano es también
fondo de las composiciones de grandes músicos contemporáneos que han
acompañado la reforma litúrgica del siglo XX: Perosi, Refice y Bartolucci.
El gregoriano se advierte como una filigrana.
No me refiero sólo a las composiciones complejas o corales, sino también a
las varias melodías, en latín o lengua romance, tanto para la liturgia como
para los actos de devoción. El verdadero canto popular sagrado, será más
válido y sustancioso cuanto más se inspire al canto gregoriano. Juan Pablo
II, de venerada memoria, hizo totalmente suyo el conocido principio de San
Pío X: “Una composición religiosa será más sagrada y litúrgica cuanto más se
acerque en aire, inspiración y sabor a la melodía gregoriana, y será tanto
menos digna del templo cuanto diste más de este modelo soberano”. (Tra le
sollecitudini, nº 3; Chirografo º 12).
Es obvio que no será posible afrontar la creación de un repertorio de
calidad para la liturgia, también en las lenguas vivas, si los compositores
continúan ignorando el canto gregoriano. Naturalmente toda cosa hermosa y
buena tiene un costo. Si bien es muy importante la buena voluntad, a veces
la buena voluntad sola no basta. Para obtener buenos resultados, es
necesario invertir recursos, sobre todo en la formación, en la que deben
emplearse verdaderos profesionales a tiempo pleno. También a nivel de
scholae, al menos las de las Catedrales o Santuarios, es necesario
confiarlas para la dirección y acompañamiento organístico a figuras
profesionales con una formación litúrgica y musical apropiada. Con esto no
se subestima la creación de nuevas obras musicales, convenientemente
pensadas para la liturgia festiva y de los tiempos fuertes del año
litúrgico, las cuales, teniendo presente la gran tradición litúrgica musical
de la Iglesia, sean adecuadas a la sensibilidad actual.
Recordaba siempre Juan Pablo II: “El aspecto musical de las celebraciones
litúrgicas, por tanto, no puede dejarse ni a la improvisación, ni al
arbitrio personal de cada uno, sino que debe ser confiado a una bien
concertada dirección en el respeto de las normas y de las competencias, como
significativo fruto de una adecuada formación litúrgica”.