Presbiterio y Crucifijo: LAS PIEDRAS, LOS SONIDOS, LOS COLORES DE LA CASA DE DIOS
por Mons. Mauro Piacenza -
El centro del espacio litúrgico
y el corazón de la sacralidad humana:
Presbiterio y Crucifijo
1. El espacio litúrgico de la Iglesia expresa una eclesiología, es decir
corresponde a la idea teológica que la Iglesia tiene de sí misma. De hecho a
lo largo de la historia de la Iglesia no ha existido un único modelo de
espacio litúrgico.
Por ejemplo, en la segunda mitad del 800 se había llegado a un modelo de
espacio litúrgico casi único en todos lados: el altar mayor con el
tabernáculo colocado hacia la pared del ábside; otros dos altares en las
paredes terminales de las naves laterales, al costado del presbiterio; este
último separado de la nave por una balaustra para la comunión. La idea
fuertemente unitaria, con énfasis en el elemento estructural jerárquico de
la Iglesia había dado lugar a un modelo uniforme de iglesia.
También los diversos acentos de la fe cristiana han influido en la liturgia
y en la arquitectura litúrgica. Por ejemplo, en época barroca muchas aulas
de iglesias fueron construidas providencialmente en función del culto al
santísimo Sacramento, según un esquema que podríamos llamar de “sala del
trono”, cuyo verdadero motivo ordenador era la adoración de la Eucaristía,
conservada en el tabernáculo, de hecho el centro focal de la iglesia. Tal
esquema es diverso del de la basílica con las naves, que no permiten ver el
tabernáculo desde cada ángulo del espacio. No es que cuando se construían
las basílicas fuese menor la consideración por la Eucaristía, más bien debe
relevarse que después del Concilio de Trento fue pastoralmente necesario
subrayar el culto incluso fuera de la Santa Misa, con motivo de una mayor
conciencia de la Iglesia, de un sentimiento cada vez más grande en la
cristiandad desde el Medioevo y desde el hecho de que se hubiese puesto en
discusión, por parte de los Protestantes, la Presencia real y su permanencia
después de la celebración. Ciertamente el Espíritu Santo guió en dicho
sentido y los Pastores fueron instrumentos dóciles para el auténtico
progreso.
2. Hoy la liturgia y la construcción de iglesias deben confrontarse
auténticamente con el Concilio Vaticano II (1962-1965), que trató de
eclesiología y promulgó una reforma litúrgica directamente vinculada a esa.
Justamente en orden a la interpretación del Concilio el Santo Padre
Benedicto XVI ofreció a la Iglesia las coordenadas hermenéuticas para evitar
una cierta confusión y dificultad en su aplicación (Discurso a la Curia
romana en ocasión de la presentación de los saludos de navidad, 22 diciembre
2005). El Papa distingue una hermenéutica equívoca, “de la discontinuidad y
de la ruptura”, y una hermenéutica auténtica, “de la reforma”. Mientras la
primera afirma que el verdadero espíritu del Concilio iría más allá de los
textos que ha producido - los cuales serían fruto de un arreglo - y se
concretizaría en el impulso hacia lo nuevo, la segunda lee correctamente en
el Concilio el compromiso por “expresar en modo nuevo una determinada
verdad”, presentando elementos de continuidad y de discontinuidad.
Como ocurre con las verdades de fe, que son susceptibles no de variación,
sino de mayor comprensión, para dar lugar a un “desarrollo” de la misma
verdad, así también ocurre para las reformas. Por lo tanto la reforma
litúrgica del Vaticano II ha querido introducir algunas modificaciones, no
por el gusto de la novedad en sí misma, sino por una mayor fidelidad al
misterio de Dios cada vez más profundo y por exigencias de caridad pastoral.
3. Por lo tanto a la luz de las enseñanzas del Vaticano II, por lo que se
refiere al espacio litúrgico y, en particular al altar, no se puede no tener
presente la exigencia de que los fieles “participen a la acción sagrada
concientemente, piadosamente y activamente” (Sacrosanctum Concilium nn. 48 e
51).
No se trata solamente de una exhortación pastoral, sino de una afirmación
que tiene sus raíces en una eclesiología bien precisa, según la cual “toda
celebración litúrgica, en cuanto obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo,
que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia” (ivi n. 7). Por lo
tanto los fieles y los ministros ordenados, dotados respectivamente del
sacerdocio común y del sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque distintos
entre ellos esencialmente, “participan al único sacerdocio de Cristo” (Lumen
gentium n. 10) y mientras los ministros sagrados “efectúan el sacrificio
eucarístico ofreciéndolo a Dios en nombre de todo el pueblo”, los fieles
“participan en la oblación de la eucaristía” (ivi).
Es conocida la afirmación de la Sacrosanctum Concilium (n.7) según la cual
“Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción
litúrgica. Está presente en el sacrificio de la Misa, sea en la persona del
ministro (…) sea sobre todo bajo las especies eucarísticas (...). Está
presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada
Escritura, es El quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia
ora (…)”. Todas estas afirmaciones nos indican que la liturgia no es algo
estático, un espectáculo al que “asistir”, sino algo dinámico, en el sentido
de una acción mediante la cual Dios se hace presente y en la cual se debe
“participar” de manera consciente.
A la luz de cuanto se ha dicho, algunos elementos de la reforma litúrgica
parecen ya adquiridos: a) un altar único, separado, en torno al que se pueda
girar para la incensación, si bien esto no indique de por sí la dirección
del celebrante; b) el altar separado de la custodia eucarística; c) un ambón
envolvente como lugar físico para la proclamación de la Palabra; d) una sede
para la presidencia en la celebración litúrgica, preferentemente no central
sino en disposición cruzada con respecto al ambón; e) una colocación visible
para la pila bautismal (fuera del presbiterio y eventualmente, fuera de la
Iglesia). Se mantiene la necesidad de una distinción clara entre presbiterio
y aula.
4. Queremos ahora afrontar la relación entre los elementos individuales en
la decoración del presbiterio o santuario, con particular atención al altar,
centro de la iglesia.
La introducción General del Misal Romano (IGMR 3a y. 2000) traduce en
práctica los principios teológicos y a ellos - como a las introducciones y a
los textos de los libros litúrgicos - debe dirigirse la atención del
arquitecto de iglesias.
En el n. 295, comenzando a describir la disposición del presbiterio, el IGMR
habla de una oportuna distinción de la nave de la iglesia "a través de una
elevación, o a través de estructuras ornamentales particulares". Es evidente
que se quiere subrayar precisamente de este modo la diferencia esencial
entre sacerdocio ministerial y sacerdocio de los fieles. También es verdad
que tal norma debe ser coordinada con la exigencia expresada en el párrafo
anterior, n. 294, por la que "es necesario que la disposición general del
lugar sagrado sea tal que presente en cierto modo la imagen de la asamblea
reunida, que permita la ordenada y orgánica participación de todos y
favorezca el regular desarrollo de las tareas de cada uno".
Por tanto, toda elevación o elemento estructural deberá servir para subrayar
la dignidad del presbiterio y para crear un área de respeto y no ciertamente
para rechazar a los fieles. Sirven a este objetivo los antiguos pergulae en
las basílicas paleocristianas, que sucesivamente se han desarrollado en
elementos separadores del altar de la asamblea (jubé, Lettner, trascoros,
cancel) hasta el punto de haber sido eliminadas de todas partes después del
Concilio de Trento para permitir la visión del altar. Las balaustradas
fueron ideadas sucesivamente para favorecer la distribución de la comunión
de rodillas y no han finalizado necesariamente su función: ciertamente no
está prohibida la distribución de la comunión de rodillas y, además, en las
iglesias antiguas sería un error quitarlas.
En las adecuaciones, es necesario también que los espacios con escalones
sean rituales, o bien sean simbólicos, incluso numéricamente, y permitan los
movimientos litúrgicos, como son la incensación, la genuflexión, las
postraciones, las procesiones, la colocación del faldistorio, etc.,
5. Naturalmente el elemento aglutinante del presbiterio y todo el espacio
litúrgico es el altar, que debe constituir "el centro hacia el que converja
espontáneamente la atención de los fieles", (IGMR n. 299) y además: "el
altar es el centro de la acción de gracias que se realzia con la Eucaristía"
(ivi n. 296).
Análogamente, a su vez, a propósito del ambón se afirma que "la importancia
de la Palabra de Dios exige que haya en la iglesia un lugar apto desde el
que sea proclamada dicha Palabra, y hacia el cual se dirija, durante la
Liturgia de la Palabra, de forma espontánea la atención de los fieles" (ivi
n. 309). Además el ambón debe ser envolvente, como figura del sepulcro
vacío, del anuncio de la Resurrección.
Estas normas, que no están en absoluto en contradicción, traducen el
principio de la unidad de las dos partes de la Misa, la liturgia de la
palabra y la liturgia eucarística, "estrechamente unidas entre si hasta
formar un único acto de culto" (Sacrosanctum Concilium n. 56). También el
IGMR pone estos dos sentidos en una relación de complementariedad: " El
altar, en el que se hace presente el sacrificio de la cruz bajo los signos
sacramentales, es, además, la mesa del Señor, para cuya participación es
convocado en la Misa el pueblo de Dios […], n. 296.
Naturalmente tales exigencias han introducido problemas que el arquitecto,
en colaboración con el liturgista, debe solucionar: ¿cómo poner en relación
entre ellos estos dos polos? ¿Cómo expresar la idea de un paralelismo entre
una "mesa del cuerpo del Señor" (Sacrosanctum Concilium n. 48) y una “mesa
de la palabra de Dios" (ivi n. 51), sin olvidar la centralidad, no sólo
ideal sino real y arquitectónica, de reservar absolutamente al altar como
centro de la acción de gracias, que se realiza en la eucaristía?
Se debe, por ejemplo, excluir de modo perentorio un modelo del presbiterio
con el ambón en eje o bien un esquema elíptico, que reserve al altar y al
ambón el puesto de los dos fuegos, atribuyéndoles por tanto erróneamente una
sustancial equivalencia. Por tanto, los arquitectos tiene el fascinante
desafío de buscar nuevas soluciones, ayudándose del estudio de la sana
doctrina católica, de la liturgia y de la historia de la arquitectura para
el culto, dónde novedad no significa nunca excentricidad sino fidelidad al
mensaje religioso de comunicar en el flujo de una tradición viviente.
6. Normalmente en el presbiterio está prevista la presencia de la sede, cuya
colocación debe permitir al sacerdote celebrante presidir la asamblea y
dirigir la oración (IGMR n. 310). Su colocación debe ser tal que satisfaga
su función práctica y simbólica, sin disminuir la importancia preeminente
del altar y el ambón. En este caso puede servir la dimensión más reducida de
la decoración. Debe además diferenciarse oportunamente la sede del
presbítero de la cátedra del obispo, sobre todo - como es obvio - en la
iglesia significativamente "catedral". Además hay que valorar el espacio
para las procesiones, teniendo presente un recorrido per breviorem y uno per
longiorem.
Más problemático es la relación entre el altar (y por consiguiente las demás
decoraciones) y el tabernáculo, en el caso que se elija colocar la custodia
eucarística en el área presbiteral. El IGMR en el n. 315 excluye que la
santa Eucaristía se conserve sobre el altar hacia pueblo sobre el que se
celebra habitualmente la Santa Misa. Prevé por lo tanto dos soluciones: a)
"en el presbiterio, pero no sobre el altar de la celebración, […] no queda
excluido el viejo altar que no se usa ya para la celebración; b) "en alguna
capilla adecuada para la adoración y oración privada de los fieles […] ".
Esta norma prevé alternativas: ¿cómo comportarse para una justa elección?
¡La clave viene en el n. 314 del IGMR, el cual invita a propósito de la
custodia eucarística a tener en cuenta "la estructura de cada iglesia y las
legítimas costumbres de los lugares". Se podría pues afirmar que es
preferible reservar la custodia de la Santísima Eucaristía una capilla
adecuada que favorezca la concentración adorante de los fieles y, al mismo
tiempo, esté unida estructuralmente con la iglesia y bien visible a los
fieles" (n. 315) para indicar la esencial conexión entre presencia real
permanente y sacrificio del altar. Sin embargo, se dan casos como la
ausencia de capillas o la estrechez de la iglesia, en cuyo caso es
decididamente preferible conservar la Eucaristía en el viejo tabernáculo del
altar mayor en una iglesia antigua o bien construir uno adecuado si la
iglesia es nueva, teniendo siempre cuidado de que sea puesto en un punto
elevado, y no obstruido de la sede y del nuevo altar y sea relevante y
realmente noble! ¡Pastoralmente téngase presente que el fiel debe poder
referirse al tabernáculo con inmediatez y debe comprender de forma inmediata
que en el se custodia Aquel que constituye el centro de todo!
Naturalmente en este último caso se debe estudiar una colocación que
absuelva los requisitos propios de toda decoración, incluido el tabernáculo.
7. Es conocido que está en curso un debate a propósito del altar cuyos
términos están en dialéctica entre ellos pero no contrapuestos de modo
exclusivo. Se refiere a la orientación de la oración litúrgica que, según
una amplia y antigua tradición, debería dirigirse hacia "oriente". No se
trata sólo de un punto cardinal, sino que se trata de dirigirse a Cristo,
que es el "Sol que surge de lo alto" (Lc 1, 78) en espera de su vuelta
escatológica. El debate, como se sabe, no es nuevo, pero últimamente ha
cobrado vigor de nuevo por un escrito del Cardenal J. Ratzinger (El espíritu
de la liturgia, ed. alemana 1999, ed. italiana 2001). El futuro Pontífice
discute sobre la reforma litúrgica, afirmando a propósito de la celebración
versus populum como es fruto de un equívoco respecto a la interpretación del
modo de celebrar en las antiguas basílicas romanas. En la práctica, en estas
se celebraba versus populum porque de este modo se celebraba dirigidos hacia
oriente, estando el ábside de dichas basílicas dirigido hacia occidente; por
el contrario, en todos los otros edificios con el ábside orientado, se
celebraba de modo que sacerdote y fieles pudieran mirar todos "hacia el
Señor", indudablemente al menos durante la oración eucarístico (pp. 72-73).
En realidad el teólogo Ratzinger no propone volver al status quo ante ("Nada
es más dañino para la liturgia que el cambiar continuamente todo”, p. 79)
sino poner de relieve un problema, para una mejor conciencia del sentido de
la liturgia. Además hay elementos de la reforma que son ya irrenunciables,
que han dado frutos en la piedad del pueblo cristiano como son la
recuperación de la liturgia de la Palabra versus populum y desde su lugar
propio de proclamación, un equilibrado ambón; el acercamiento del altar a la
asamblea desde un lugar antes a veces muy lejano.
El problema además no es sólo de orden práctico, ya que implica la teología
de la Misa y la teología de la Iglesia, profundizadas en el Concilio
Vaticano II. En otras palabras, a través de la "nueva" disposición del
altar, introducida por la reforma litúrgica, se quiere evidenciar el valor
de la Misa como banquete y, a través de la posición del sacerdote, dar más
la idea de la Iglesia como una familia reunida alrededor de una mesa. Pero,
éste sólo es un aspecto de la Misa, aspecto ya consolidado, que no está para
nada en contraste con el otro, el del sacrificio, más bien es complementario
del mismo: la comunión sacramental, en efecto, es parte integrante del común
cumplimiento del sacrificio. El aspecto sacrificial es pues decididamente
prioritario, diríamos fontal.
A propósito de este fundamental, prioritario aspecto de la Misa, que
naturalmente se debe tener presente en la instalación del altar y en la
disposición del espacio litúrgico, la Constitución del Vaticano II sobre la
sagrada liturgia nos recuerda: " Nuestro Salvador, en la Última Cena, la
noche que le traicionaban, instituyó el Sacrificio Eucarístico de su Cuerpo
y Sangre, con lo cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el
Sacrificio de la Cruz y a confiar a su Esposa, la Iglesia, el Memorial de su
Muerte y Resurrección" (Sacrosanctum Concilium n. 47).
De modo equilibrado se podría decir que arquitectura y escultura deberían
describir, a su modo, la Santa Misa como "sacrificio convival".
8. Se debe reservar un signo al altar en si mismo. Para evidenciar su
importancia y el sentido, el altar debería ser único, fijo, posiblemente de
piedra natural para indicar que se trata de Cristo "piedra viva" (ivi nn.
298 y 301; Cfr 1 Pt 2, 4; Ef 2, 20); además debe estar revestido de un
mantel blanco, adornado con flores salvo en los tiempos penitenciales de
Adviento y Cuaresma y en las celebraciones fúnebres, adornado con candeleros
(ivi nn. 304-305 y 307).
9. En la actualidad se utiliza a menudo un término, en mi opinión feliz, de
la "iconicidad espacial", para indicar la capacidad del espacio litúrgico
dispuesto arquitectónicamente y de las mismas decoraciones, de ser "iconos"
o bien elementos arquitectónicos no sólo funcionales para el desarrollo de
un rito, sino también significativos de una realidad espiritual y mistérica:
tal realidad, hecha actual en la celebración litúrgica, constituiría una
especie de iconologia de la que los elementos arquitectónicos y las imágenes
serían los signos reveladores, la iconografía. En otras palabras, el altar -
pero también, el ambón, el baptisterio etcétera - gracias a las mater! iales
usados, a su forma y disposición, deberían ser en si mismos portadores de un
sentido que les transciende (celebración del Sacrificio y del banquete
eucarístico, anuncio de la Palabra, inmersión en la muerte y resurrección de
Cristo) y lo mismo se debería decir para el espacio en su relación con la
luz y la asamblea que lo habita. En este sentido, se debe evitar que el
altar tenga la forma de mesa; debe más bien tener las características de ara
del sacrificio.
En todo caso, según una costumbre que se remonta a la antigüedad, se usa
también loablemente decorar el altar por medio de la aplicación de frontales
o tallando directamente la materia. Respecto a la iconografía - para tallar,
cincelar, pintar, bordar - se proponen los misterios de la vida del Señor
desde la encarnación a la Parusía, celebrados en la Misa; o bien los
misterios de la Pasión y Muerte del Señor o la Última Cena o las "figuras"
bíblicas del sacrificio de Cristo; o también se introducen elementos
simbólicos como el cordero inmolado, del Apocalipsis y referido al misterio
pascual de Cristo; se pueden utilizar también alegorías, pelícano o
elementos naturales, (trigo y uva) u otros (cáliz), pero teniendo cuidado de
la inmediata comprensibilidad.
10. Precisamente a propósito de este discurso sobre las imágenes, que
acabamos de hacer, retomamos en consideración el libro ya citado del
Cardenal Joseph Ratzinger (El espíritu de la liturgia, ed. alemana 1999, ed.
italiana 2001) que precisamente en una imagen, la del crucifijo, encuentra
la solución a la cuestión planteada sobre la dirección de la oración
litúrgica "convergieron ad Dominum". Con una intuición en mi opinión muy
feliz, escribe: "La dirección hacia oriente se encuentra en estrecha
relación con la 'señal del Hijo del hombre' (cfr Mt 24, 27), con la cruz,
que anuncia la vuelta del Señor" (p. 79).
Con eso se encomienda el cumplimiento del sentido de una decoración esencial
a la liturgia como el altar, a una imagen, que se califica por tanto como
imagen "litúrgica". Me parece muy oportuno hablar hoy de imágenes litúrgicas
en un tiempo en el que el arte cristiano, con grave perjuicio para todos, es
en su mayoría arte sencillamente "religioso", en cuanto únicamente expresivo
de la experiencia espiritual personal del artista. El arte litúrgico (en mi
opinión el término es preferible al aquel más controvertido y ambiguo de
arte "sagrado") une por el contrario, al anterior aspecto, el servicio a la
Iglesia al menos en una tríplice modalidad: culto, catequesis y devoción. En
particular en el ámbito del culto el arte litúrgico - al igual que el rito,
el canto, las vestiduras vestidos y los adornos - concurren a hacer
participes a los fieles de los! santos misterios pascuales de la salvación
que están celebrando.
Omitiendo un discurso más complejo sobre las imágenes, en la liturgia latina
la única imagen explícitamente requerida en la liturgia es la cruz: “Sobre
el altar o junto a él debe haber una cruz, con la imagen de Cristo
crucificado, de modo que resulte bien visible para el pueblo congregado.
Conviene que esa cruz permanezca junto al altar también en los momentos en
que no se celebran acciones litúrgicas, con el fin de traer a la mente de
los fieles el recuerdo de la pasión salvífica del Señor." (IGMR n. 308). Y
más ampliamente: "Entre las imágenes sagradas tiene el primer puesto "la
figura de la preciosa Cruz fuente de nuestra salvación" como aquella que es
símbolo que recapitula todo el misterio pascual. […] A través de la Santa
Cruz es representada la pasión de Cristo y su triunfo sobre la muerte y, al
mismo tiempo, […] se m! uestra su segunda venida" (Benedicional n. 1331). La
Cruz es pues el icono figurativo que reúne los otros tres fuegos
cristológicos, y debe llevar el Cristo, con ojos cerrados o abiertos.
La presencia de la cruz en la celebración de la Misa está certificada desde
el siglo V, y es constante desde la Alta Edad Media la presencia de cruces
suspendidas en los ‘ciborium’ o una cruz situada junto al altar. A partir
del siglo X-XI, en concomitancia con el desplazamiento del altar hacia el
fondo del ábside, se hizo habitual en occidente la cruz de altar, en forma
de crucifijo, fijada o apoyada en la mesa en el borde posterior y rodeada
por dos candeleros: certificada como praxis común en el siglo XIII, se hizo
obligatoria con el Misal tridentino. También era común colocar un gran
crucifijo sobre la cumbre de la puerta del ‘jubé’ detrás del altar
precisamente "del crucifijo", o suspenderlo en el arco triunfal o sobre el
altar.
La teología del alto medioevo entendió el crucifijo como signo de victoria,
mediante la representación del cuerpo de Cristo conforme a una belleza ideal
y sin signos de sufrimiento. Son ejemplo de ello los crucifijos del medievo
con piedras preciosas análogos a las cruces pintadas sobre los ábsides
paleocristianos, que recuerdan el signo de la vuelta del Hijo del hombre en
la parusía (cfr. Mt 24, 4-31; 25, 31) y el Apocalipsis, dónde las gemas son
prerrogativa de la Jerusalén celeste “morada de Dios con los hombres" (Ap
21, 3). Sólo sucesivamente, según los prototipos bizantinos, por influjo de
la teología (Anselmo de Aosta), de la espiritualidad (mística franciscana,
Devotio moderna) y por la difusión de la devoción a la humanidad doliente de
Cristo, el Crucifijo comenzó a aparecer con los ojos cerrados y los signos
de la pasión, mostrando de manera cre! ciente los sufrimientos, según una
tipología siempre muy querida a los fieles.
Parece precisamente que se pide hoy a la imagen del crucifijo de altar que
sea algo más que una simple imagen devocional, que provoque una
participación afectiva o que recuerde sencillamente el acontecimiento
histórico del Gólgota: tiene que ser expresión de todo el misterio pascual.
Debe saber resumir y hacer evidente el mismo misterio de Cristo muerto,
resucitado, que ascendió al cielo, de quien se espera la vuelta. En otras
palabras, el mismo misterio pascual que se celebra en la Misa, debería
aparecer presentado en esta imagen litúrgica del crucifijo, cuya colocación
debería ser tal que constituya el punto de orientación de la oración del
sacerdote y de los fieles "conversi ad Dominum" (Ratzinger, pp. 79-80).
A la Cruz, por último, convergen otras imágenes, entre ellas el retablo, en
el que habitualmente se presenta el título dedicatorio. Ella está en el
ábside, porque la Iglesia es Cristo, por quien la Virgen, los ángeles y los
santos interceden por el pueblo ante el Salvador. ¡Se debe poder percibir
siempre el abrazo caluroso de la familia de Dios!
+ Mauro Piacenza, Presidente de la Pontificia Comisión
para los Bienes Culturales de la Iglesia,
Presidente de la Pontificia Comisión
de Arqueología Sagrada. (Agencia Fides)