La dormición de la Madre de Dios - Catequesis de San Juan Pablo II
La muerte de la Virgen María de acuerdo a S. Juan Damascenos
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 25 de junio de 1997
1. Sobre la conclusión de la vida terrena de María, el Concilio cita las
palabras de la bula de definición del dogma de la Asunción y afirma: «La
Virgen inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original,
terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada en cuerpo y alma
a la gloria del cielo» (Lumen gentium, 59). Con esta fórmula, la
constitución dogmática Lumen gentium, siguiendo a mi venerado predecesor
Pío XII, no se pronuncia sobre la cuestión de la muerte de María. Sin
embargo, Pío XII no pretendió negar el hecho de la muerte; solamente no
juzgó oportuno afirmar solemnemente, como verdad que todos los creyentes
debían admitir, la muerte de la Madre de Dios.
En realidad, algunos teólogos han sostenido que la Virgen fue liberada
de la muerte y pasó directamente de la vida terrena a la gloria celeste.
Sin embargo, esta opinión era desconocida hasta el siglo XVII, mientras
que, en realidad, existe una tradición común que ve en la muerte de
María su introducción en la gloria celeste.
2. ¿Es posible que María de Nazaret haya experimentado en su carne el drama
de la muerte? Reflexionando en el destino de María y en su relación con su
Hijo divino, parece legítimo responder afirmativamente: dado que Cristo
murió, sería difícil sostener lo contrario por lo que se refiere a su Madre.
En este sentido razonaron los Padres de la Iglesia, que no tuvieron dudas al
respecto. Basta citar a Santiago de Sarug († 521), según el cual «el coro de
los doce Apóstoles», cuando a María le llegó «el tiempo de caminar por la
senda de todas las generaciones», es decir, la senda de la muerte, se reunió
para enterrar «el cuerpo virginal de la Bienaventurada » (Discurso sobre el
entierro de la santa Madre de Dios, 87-99 en C. Vona, Lateranum 19 [1953],
188). San Modesto de Jerusalén († 634), después de hablar largamente de la
«santísima dormición de la gloriosísima Madre de Dios», concluye su
«encomio», exaltando la intervención prodigiosa de Cristo, que «la resucitó
de la tumba» para tomarla consigo en la gloria (Enc. in dormitionem Deiparae
semperque Virginis Mariae, nn. 7 y 14: PG 86 bis, 3.293; 3.311). San Juan
Damasceno († 704), por su parte, se pregunta: «¿Cómo es posible que aquella
que en el parto superó todos los límites de la naturaleza, se pliegue ahora
a sus leyes y su cuerpo inmaculado se someta a la muerte?». Y responde:
«Ciertamente, era necesario que se despojara de la parte mortal para
revestirse de inmortalidad, puesto que el Señor de la naturaleza tampoco
evitó la experiencia de la muerte. En efecto, él muere según la carne y con
su muerte destruye la muerte, transforma la corrupción en incorruptibilidad
y la muerte en fuente de resurrección» (Panegírico sobre la dormición de la
Madre de Dios, 10: SC 80, 107).
3. Es verdad que en la Revelación la muerte se presenta como castigo del
pecado. Sin embargo, el hecho de que la Iglesia proclame a María liberada
del pecado original por singular privilegio divino no lleva a concluir que
recibió también la inmortalidad corporal. La Madre no es superior al Hijo,
que aceptó la muerte, dándole nuevo significado y transformándola en
instrumento de salvación.
María, implicada en la obra redentora y asociada a la ofrenda salvadora de
Cristo, pudo compartir el sufrimiento y la muerte con vistas a la redención
de la humanidad. También para ella vale lo que Severo de Antioquía afirma a
propósito de Cristo: «Si no se ha producido antes la muerte, ¿cómo podría
tener lugar la resurrección?» (Antijuliánica, Beirut 1931, 194 s.). Para
participar en la resurrección de Cristo, María debía compartir, ante todo,
la muerte.
4. El Nuevo Testamento no da ninguna información sobre las circunstancias de
la muerte de María. Este silencio induce a suponer que se produjo
normalmente, sin ningún hecho digno de mención. Si no hubiera sido así,
¿cómo habría podido pasar desapercibida esa noticia a sus contemporáneos,
sin que llegara, de alguna manera, hasta nosotros?
Por lo que respecta a las causas de la muerte de María, no parecen fundadas
las opiniones que quieren excluir las causas naturales. Más importante es
investigar la actitud espiritual de la Virgen en el momento de dejar este
mundo. A este propósito, san Francisco de Sales considera que la muerte de
María se produjo como efecto de un ímpetu de amor. Habla de una muerte «en
el amor, a causa del amor y por amor», y por eso llega a afirmar que la
Madre de Dios murió de amor por su hijo Jesús (Traité de l’Amour de Dieu,
Lib. 7, cc. XIII-XIV).
Cualquiera que haya sido el hecho orgánico y biológico que, desde el punto
de vista físico, le haya producido la muerte, puede decirse que el tránsito
de esta vida a la otra fue para María una maduración de la gracia en la
gloria, de modo que nunca mejor que en ese caso la muerte pudo concebirse
como una «dormición».
5. Algunos Padres de la Iglesia describen a Jesús mismo que va a recibir a
su Madre en el momento de la muerte, para introducirla en la gloria celeste.
Así, presentan la muerte de María como un acontecimiento de amor que la
llevó a reunirse con su Hijo divino, para compartir con él la vida inmortal.
Al final de su existencia terrena habrá experimentado, como san Pablo y más
que él, el deseo de liberarse del cuerpo para estar con Cristo para siempre
(cf. Flp 1, 23).
La experiencia de la muerte enriqueció a la Virgen: habiendo pasado por el
destino común a todos los hombres, es capaz de ejercer con más eficacia su
maternidad espiritual con respecto a quienes llegan a la hora suprema de la
vida.