Benedicto XVI: El misterio del cuerpo desnudo
El discurso que el Papa Benedicto XVI dirigió a los miembros del Instituto Pontificio Juan Pablo II, con ocasión del XXX aniversario de la fundación del Instituto, recibiéndoles en audiencia en la Sala Clementina
Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas,
Con alegría os acojo hoy, pocos días después de la beatificación del Papa
Juan Pablo II, que hace treinta años, como hemos oído, quiso fundar
contemporáneamente el Consejo Pontificio para la Familia y vuestro Instituto
Pontificio; dos organismos que muestran como él fue persuadido siempre por
la importancia decisiva de la familia para la Iglesia y para la sociedad.
Saludo a los representantes de vuestra gran comunidad, esparcida en todos
los continentes, como también la benemérita Fundación para el matrimonio y
la familia que he creado para sostener vuestra misión.
Agradezco al presidente, monseñor Melina, por la palabras que me ha dirigido
en nombre de todos. El nuevo Beato Juan Pablo II, que, como se ha recordado,
hace treinta años sufrió el terrible atentado en la plaza de San Pedro, os
ha confiado, en particular, para el estudio, la investigación y la difusión,
sus "Catequesis sobre el amor humano", que contiene una profunda reflexión
sobre el cuerpo humano. Conjugar la teología del cuerpo con la del amor para
encontrar la unidad del camino del hombre: este es el tema que quisiera
indicaros para vuestro trabajo.
Poco después de la muerte de Miguel Ángel, Paolo Veronese fue llamado ante
la Inquisición, con la acusación de haber pintado figuras inapropiadas
alrededor de la Última Cena. El pintor respondió que también en la Capilla
Sixtina los cuerpos estaban representados desnudos, con poca reverencia. Fue
el mismo inquisidor el que defendió a Miguel Ángel con una respuesta que se
hizo famosa: "¿No sabes que en estas figuras no hay nada que no sea
espíritu?". En la actualidad nos cuesta entender estas palabras, porque el
cuerpo aparece como materia inerte, pesada, opuesta al conocimiento y a la
libertad propias del espíritu. Pero los cuerpos pintados por Miguel Ángel
están llenos de luz, vida, esplendor.
Quería mostrar, de esta manera, que nuestros cuerpos esconden un misterio.
En ellos el espíritu se manifiesta y actúa. Están llamados a ser cuerpos
espirituales, como dice San Pablo (cfr 1Cor 15,44). Podemos ahora
preguntarnos: ¿Puede este destino del cuerpo, iluminar las etapas de su
camino? Si nuestro cuerpo está llamado a ser espiritual, ¿no deberá ser su
historia la de la alianza entre el cuerpo y el espíritu? De hecho, lejos de
oponerse al espíritu, el cuerpo es el lugar donde el espíritu habita. A la
luz de esto, es posible entender que nuestros cuerpos no son materia inerte,
pesada, sino que hablan, si sabemos escuchar, con el lenguaje del amor
verdadero.
La primera palabra de este lenguaje se encuentra en la creación del hombre.
El cuerpo nos habla de un origen que nosotros no nos hemos conferido a
nosotros mismos. "Me plasmaste en el seno de mi madre", dice el salmista al
Señor (Sal 139,13). Podemos afirmar que el cuerpo, al revelarnos el Origen,
lleva consigo un significado filial, porque nos recuerda nuestra generación,
que muestra, a través de nuestros padres que nos han dado la vida, a Dios
Creador. Sólo cuando reconoce el amor original que le ha dado la vida, el
hombre puede aceptarse a sí mismo, puede reconciliarse con la naturaleza y
con el mundo. A la creación de Adán le sigue la de Eva. La carne, recibida
de Dios, está llamada a hacer posible la unión de amor entre el hombre y la
mujer, y transmitir la vida. Los cuerpos de Adán y Eva aparecen, antes de la
Caída, en perfecta armonía. Hay en ellos un lenguaje que no han creado, un
eros radicado en su naturaleza, que les invita a recibirse mutuamente del
Creador, para poder, de esta manera, donarse. Comprendemos entonces que, en
el amor, el hombre es "creado nuevamente". Incipit vita nova, decía Dante
(Vita Nuova I,1), la vida de la nueva unidad, de los dos en una carne. La
verdadera fascinación de la sexualidad nace de la grandeza de este horizonte
que se abre: la belleza integral, el universo de la otra persona y del
"nosotros" que nace de la unión, la promesa de comunión que allí se esconde,
la fecundidad nueva, el camino que el amor abre hacia Dios, fuente de amor.
La unión en una sola carne se hace, entonces, unión de toda la vida, hasta
que el hombre y la mujer se convierten también en un solo espíritu. Se abre,
así, un camino en el que el cuerpo nos enseña el valor del tiempo, de la
lenta maduración en el amor. Desde esta perspectiva, la virtud de la
castidad recibe un nuevo sentido. No es un "no" a los placeres y a la
alegría de la vida, sino el gran "sí" al amor como comunicación profunda
entre las personas, que exige tiempo y respeto, como camino hacia la
plenitud y como amor que se convierte en capaz de generar la vida y de
acoger generosamente la vida nueva que nace.
Es cierto que el cuerpo contiene también un lenguaje negativo: nos habla de
la opresión del otro, del deseo de poseer y disfrutar. Sin embargo, sabemos
que este lenguaje no pertenece al diseño original de Dios, sino que es fruto
del pecado. Cuando se lo separa de su sentido filial, de su conexión con el
Creador, el cuerpo se rebela contra el hombre, pierde su capacidad de hacer
brillar la comunión y se convierte en terreno del que se apropia el otro.
¿No es quizás, este el drama de la sexualidad, que hoy permanece encerrada
en el círculo estrecho del propio cuerpo y en la emotividad, pero que en
realidad puede realizarse sólo en la llamada a algo más grande? Respecto a
esto, Juan Pablo II hablaba de la humildad del cuerpo. Un personaje de
Claudel dice a su amado: "la promesa que mi cuerpo te hizo, yo soy incapaz
de llevarla a cabo"; a la que sigue la respuesta: "el cuerpo se rompe, pero
no la promesa... "(Le soulier de satin, Día III, Escena XIII). La fuerza de
esta promesa explica como la Caída no fue la última palabra sobre el cuerpo
en la historia de la salvación. Dios ofrece al hombre también, un camino de
redención del cuerpo, cuyo lenguaje viene preservado en la familia. Después
de la Caída, Eva recibe el nombre de Madre de los Vivientes, es decir
testifica que la fuerza del pecado no consigue cancelar el lenguaje original
del cuerpo, la bendición de vida que Dios continúa ofreciendo cuando el
hombre y la mujer se unen en una sola carne. La familia, es decir el lugar
donde la teología del cuerpo y la teología del amor se unen. Aquí se aprende
la bondad del cuerpo, el testimonio bueno de su origen, en la experiencia
del amor que recibimos de los padres. Aquí se vive el don de sí en una sola
carne, en la caridad conyugal que une a los esposos. Aquí se experimenta la
fecundidad del amor, y la vida se entrelaza a la de las otras generaciones.
Y en la familia donde el hombre descubre su relación, no como individuo
autónomo que se autorrealiza, sino como hijo, esposo, padre, cuya identidad
se funda la llamada al amor, a recibir y a darse a los demás.
Este camino de la creación encuentra su plenitud con la Encarnación, con la
venida de Cristo. Dios asumió el cuerpo, se reveló en él. El movimiento del
cuerpo hacia lo alto está integrado aquí en otro movimiento más original, el
movimiento humilde de Dios que se abaja hacia el cuerpo, para después
elevarlo hacia sí. Como Hijo, recibió el cuerpo filial en la gratitud y en
la escucha del Padre y ha dado este cuerpo por nosotros, para generar así el
cuerpo nuevo de la Iglesia. La liturgia de la Ascensión canta esta historia
de la carne, pecadora en Adán, asunta ya redimida por Cristo. Es una carne
que está cada vez más llena de luz y de Espíritu, llena de Dios. Aparece así
la profundidad de la teología del cuerpo. Esta, cuando es leída junto a la
tradición, evita el riesgo de la superficialidad y consiente acoger la
grandeza de la vocación al amor, que es una llamada a la comunión de las
personas en la en la doble forma de vida, de la virginidad y del matrimonio.
Queridos amigos, vuestro Instituto está bajo la protección de la Virgen
María. De María dice Dante palabras luminosas para una teología del cuerpo:
"en el vientre tuyo se reencendió el fuego divino que los hombres habían
apagado".