Papa Francisco en Dublin: La Familia da Testimonio y Evangeliza
El Papa Francisco, aludiendo a las palabras de Jesús en el evangelio del
domingo 21 B, señaló que es posible que ante las palabras duras de Jesús
se encuentren resistencias a aceptar su enseñanza.
“Qué difícil es perdonar siempre a quienes nos hieren. Qué desafiante es
acoger siempre al emigrante y al extranjero. Qué doloroso es soportar la
desilusión, el rechazo o la traición. Qué incómodo es proteger los derechos
de los más frágiles, de los que aún no han nacido o de los más ancianos, que
parece que obstaculizan nuestro sentido de libertad”.
Ante esa situación, el Santo Padre propuso repetir las mismas palabras del
pueblo de Israel: “También nosotros serviremos al Señor, ¡porque él es
nuestro Dios!”.
A continuación, el texto completo de la homilía del Papa Francisco:
«Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68).
En la conclusión de este Encuentro Mundial de las Familias, nos reunimos
como familia alrededor de la mesa del Señor. Agradecemos al Señor por tantas
bendiciones que ha derramado en nuestras familias.
Queremos comprometernos a vivir plenamente nuestra vocación para ser, según
las conmovedoras palabras de santa Teresa del Niño Jesús, «el amor en el
corazón de la Iglesia».
En este momento maravilloso de comunión entre nosotros y con el Señor, es
bueno que nos detengamos un momento para considerar la fuente de todo lo
bueno que hemos recibido. En el Evangelio de hoy, Jesús revela el origen de
estas bendiciones cuando habla a sus discípulos. Muchos de ellos estaban
desolados, confusos y también enfadados, debatiendo sobre aceptar o no sus
“palabras duras”, tan contrarias a la sabiduría de este mundo. Como
respuesta, el Señor les dice directamente: «Las palabras que os he dicho son
espíritu y vida» (Jn 6,63).
Estas palabras, con su promesa del don del Espíritu Santo, rebosan de vida
para nosotros que las acogemos desde la fe. Ellas indican la fuente última
de todo el bien que hemos experimentado y celebrado aquí en estos días: el
Espíritu de Dios, que sopla constantemente vida nueva en el mundo, en los
corazones, en las familias, en los hogares y en las parroquias. Cada nuevo
día en la vida de nuestras familias y cada nueva generación trae consigo la
promesa de un nuevo Pentecostés, un Pentecostés doméstico, una nueva efusión
del Espíritu, el Paráclito, que Jesús nos envía como nuestro Abogado,
nuestro Consolador y quien verdaderamente nos da valentía.
Cuánta necesidad tiene el mundo de este aliento que es don y promesa de
Dios. Como uno de los frutos de esta celebración de la vida familiar, que
podáis regresar a vuestros hogares y convertiros en fuente de ánimo para los
demás, para compartir con ellos “las palabras de vida eterna” de Jesús.
Vuestras familias son un lugar privilegiado y un importante medio para
difundir esas palabras como “buena noticia” para todos, especialmente para
aquellos que desean dejar el desierto y la “casa de esclavitud” (cf. Jos
24,17) para ir hacia la tierra prometida de la esperanza y de la libertad.
En la segunda lectura de hoy, san Pablo nos dice que el matrimonio es una
participación en el misterio de la fidelidad eterna de Cristo a su esposa,
la Iglesia (cf. Ef 5,32). Pero esta enseñanza, aunque magnífica, tal vez
pueda parecer a alguno una “palabra dura”. Porque vivir en el amor, como
Cristo nos ha amado (cf. Ef 5,2), supone la imitación de su propio
sacrificio, implica morir a nosotros mismos para renacer a un amor más
grande y duradero. Solo ese amor puede salvar el mundo de la esclavitud del
pecado, del egoísmo, de la codicia y de la indiferencia hacia las
necesidades de los menos afortunados. Este es el amor que hemos conocido en
Jesucristo, que se ha encarnado en nuestro mundo por medio de una familia y
que a través del testimonio de las familias cristianas tiene el poder, en
cada generación, de derribar las barreras para reconciliar al mundo con Dios
y hacer de nosotros lo que desde siempre estamos destinados a ser: una única
familia humana que vive junta en la justicia, la santidad y la paz.
La tarea de dar testimonio de esta Buena Noticia no es fácil. Sin embargo,
los desafíos que los cristianos de hoy tienen delante no son, a su manera,
más difíciles de los que debieron afrontar los primeros misioneros
irlandeses. Pienso en san Columbano, que con su pequeño grupo de compañeros
llevó la luz del Evangelio a las tierras europeas en una época de oscuridad
y decadencia cultural. Su extraordinario éxito misionero no estaba basado en
métodos tácticos o planes estratégicos, sino en una humilde y liberadora
docilidad a las inspiraciones del Espíritu Santo. Su testimonio cotidiano de
fidelidad a Cristo y entre ellos fue lo que conquistó los corazones que
deseaban ardientemente una palabra de gracia y lo que contribuyó al
nacimiento de la cultura europea. Ese testimonio permanece como una fuente
perenne de renovación espiritual y misionera para el pueblo santo y fiel de
Dios.
Naturalmente, siempre habrá personas que se opondrán a la Buena Noticia, que
“murmurarán” contra sus “palabras duras”. Pero, como san Columbano y sus
compañeros, que afrontaron aguas congeladas y mares tempestuosos para seguir
a Jesús, no nos dejemos influenciar o desanimar jamás ante la mirada fría de
la indiferencia o los vientos borrascosos de la hostilidad.
Incluso, reconozcamos humildemente que, si somos honestos con nosotros
mismos, también nosotros podemos encontrar duras las enseñanzas de Jesús.
Qué difícil es perdonar siempre a quienes nos hieren. Qué desafiante es
acoger siempre al emigrante y al extranjero. Qué doloroso es soportar la
desilusión, el rechazo o la traición. Qué incómodo es proteger los derechos
de los más frágiles, de los que aún no han nacido o de los más ancianos, que
parece que obstaculizan nuestro sentido de libertad.
Sin embargo, es justamente en esas circunstancias en las que el Señor nos
pregunta: «¿También vosotros os queréis marchar?» (Jn 6,67). Con la fuerza
del Espíritu que nos anima y con el Señor siempre a nuestro lado, podemos
responder: «Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (v.
69).
Con el pueblo de Israel, podemos repetir: «También nosotros serviremos al
Señor, ¡porque él es nuestro Dios!» (Jos 24,18).
Con los sacramentos del bautismo y de la confirmación, cada cristiano es
enviado para ser un misionero, un “discípulo misionero” (cf. Evangelii
gaudium, 120). Toda la Iglesia en su conjunto está llamada a “salir” para
llevar las palabras de vida eterna a las periferias del mundo. Que nuestra
celebración de hoy pueda confirmar a cada uno de vosotros, padres y abuelos,
niños y jóvenes, hombres y mujeres, religiosos y religiosas, contemplativos
y misioneros, diáconos y sacerdotes, para compartir la alegría del
Evangelio. Que podáis compartir el Evangelio de la familia como alegría para
el mundo.
Mientras nos disponemos a reemprender cada uno su propio camino, renovemos
nuestra fidelidad al Señor y a la vocación a la que nos ha llamado. Haciendo
nuestra la oración de san Patricio, repitamos con alegría: «Cristo en mí,
Cristo detrás de mí, Cristo junto a mí, Cristo debajo de mí, Cristo sobre
mí».
Con la alegría y la fuerza conferida por el Espíritu Santo, digámosle con
confianza: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida
eterna» (Jn 6,68).