La «emergencia educativa», según Benedicto XVI
Discurso a la asamblea diocesana de Roma sobre el tema
«Jesús es el Señor. Educar en la fe, en el seguimiento y en el testimonio»
el 11 de junio2007 en la basílica de San Juan de Letrán.
Queridos hermanos y hermanas:
Por tercer año consecutivo la asamblea de nuestra diócesis me brinda la
posibilidad de encontrarme con vosotros y dirigirme a todos, abordando la
temática que la Iglesia de Roma afrontará en el próximo año pastoral, en
estrecha continuidad con el trabajo desarrollado en el año que se está
concluyendo. Os saludo con afecto a cada uno de vosotros, obispos,
sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas y laicos que participáis con
generosidad en la misión de la Iglesia. Agradezco en particular al cardenal
vicario las palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros.
El tema de la asamblea es "Jesús es el Señor. Educar en la fe, en el
seguimiento y en el testimonio". Se trata de un tema que nos atañe a todos,
porque cada discípulo confiesa que Jesús es el Señor y está llamado a crecer
en la adhesión a él, dando y recibiendo ayuda de la gran compañía de los
hermanos en la fe. Ahora bien, el verbo "educar", puesto en el título de la
asamblea, implica una atención especial a los niños, a los muchachos y a los
jóvenes, y pone de relieve la tarea que corresponde ante todo a la familia:
así permanecemos dentro del itinerario que ha caracterizado durante los
últimos años la pastoral de nuestra diócesis.
Es importante considerar ante todo la afirmación inicial, que da el tono y
el sentido de nuestra asamblea: "Jesús es el Señor". Ya la encontramos en la
solemne declaración con la que concluye el discurso de san Pedro en
Pentecostés, donde el primero de los Apóstoles dijo: "Sepa, pues, con
certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este
Jesús a quien vosotros habéis crucificado" (Hch 2, 36). Es análoga la
conclusión del gran himno a Cristo contenido en la carta de san Pablo a los
Filipenses: "Toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de
Dios Padre" (Flp 2, 11). También san Pablo, en el saludo final de la primera
carta a los Corintios, exclama: "El que no quiera al Señor, sea anatema.
Marana tha, Ven, Señor" (1 Co 16, 22), transmitiéndonos así la antiquísima
invocación, en lengua aramea, de Jesús como Señor.
Se podrían añadir otras citas: pienso en el capítulo 12 de la misma carta a
los Corintios, donde san Pablo dice: "Nadie puede decir "Jesús es Señor"
sino con el Espíritu Santo" (1 Co 12, 3). Así declara que esta es la
confesión fundamental de la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo. Podríamos
pensar también en el capítulo 10 de la carta a los Romanos, donde el Apóstol
dice: "Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor..." (Rm 10, 9),
recordando también a los cristianos de Roma que las palabras "Jesús es el
Señor" constituyen la confesión común de la Iglesia, el fundamento seguro de
toda la vida de la Iglesia. A partir de esas palabras se ha desarrollado
toda la confesión del Credo apostólico, del Credo niceno. En otro pasaje de
la primera carta a los Corintios san Pablo afirma también: "Pues aun cuando
se les dé el nombre de dioses, bien en el cielo bien en la tierra, de forma
que hay multitud de dioses y de señores, para nosotros no hay más que un
solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos;
y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual
somos nosotros" (1 Co 8, 5-6).
Así, desde el inicio, los discípulos reconocieron que Jesús resucitado es
nuestro hermano en la humanidad y que también es totalmente uno con Dios;
que con su venida al mundo, con toda su vida, con su muerte y su
resurrección, nos trajo a Dios, hizo presente a Dios en el mundo de modo
nuevo y único; y que, por tanto, da sentido y esperanza a nuestra vida: en
él encontramos el verdadero rostro de Dios, que realmente necesitamos para
vivir.
Educar en la fe, en el seguimiento y en el testimonio quiere decir ayudar a
nuestros hermanos, o mejor, ayudarnos mutuamente a entablar una relación
viva con Cristo y con el Padre. Esta ha sido desde el inicio la tarea
fundamental de la Iglesia, como comunidad de los creyentes, de los
discípulos y de los amigos de Jesús. La Iglesia, cuerpo de Cristo y templo
del Espíritu Santo, es la compañía fiable en la que hemos sido engendrados y
educados para llegar a ser, en Cristo, hijos y herederos de Dios. En ella
recibimos al Espíritu, "que nos hace exclamar: ¡ Abbá, Padre!" (cf. Rm 8,
14-17).
En la homilía de san Agustín hemos escuchado que Dios no está lejos, que se
ha hecho "camino" y que el "camino" mismo vino a nosotros. Dice: "Levántate,
perezoso, y comienza a caminar". Comenzar a caminar quiere decir emprender
el "camino" que es Cristo mismo, en compañía de los creyentes; quiere decir
caminar ayudándonos los unos a los otros a ser realmente amigos de
Jesucristo e hijos de Dios.
Como nos enseña la experiencia diaria —lo sabemos todos—, educar en la fe
hoy no es una empresa fácil. En realidad, hoy cualquier labor de educación
parece cada vez más ardua y precaria. Por eso, se habla de una gran
"emergencia educativa", de la creciente dificultad que se encuentra para
transmitir a las nuevas generaciones los valores fundamentales de la
existencia y de un correcto comportamiento, dificultad que existe tanto en
la escuela como en la familia, y se puede decir que en todos los demás
organismos que tienen finalidades educativas.
Podemos añadir que se trata de una emergencia inevitable: en una sociedad y
en una cultura que con demasiada frecuencia tienen el relativismo como su
propio credo —el relativismo se ha convertido en una especie de dogma—,
falta la luz de la verdad, más aún, se considera peligroso hablar de verdad,
se considera "autoritario", y se acaba por dudar de la bondad de la vida
—¿es un bien ser hombre?, ¿es un bien vivir?— y de la validez de las
relaciones y de los compromisos que constituyen la vida.
Entonces, ¿cómo proponer a los más jóvenes y transmitir de generación en
generación algo válido y cierto, reglas de vida, un auténtico sentido y
objetivos convincentes para la existencia humana, sea como personas sea como
comunidades? Por eso, por lo general, la educación tiende a reducirse a la
transmisión de determinadas habilidades o capacidades de hacer, mientras se
busca satisfacer el deseo de felicidad de las nuevas generaciones
colmándolas de objetos de consumo y de gratificaciones efímeras.
Así, tanto los padres como los profesores sienten fácilmente la tentación de
abdicar de sus tareas educativas y de no comprender ya ni siquiera cuál es
su papel, o mejor, la misión que les ha sido encomendada. Pero precisamente
así no ofrecemos a los jóvenes, a las nuevas generaciones, lo que tenemos
obligación de transmitirles. Con respecto a ellos somos deudores también de
los verdaderos valores que dan fundamento a la vida.
Pero esta situación evidentemente no satisface, no puede satisfacer, porque
deja de lado la finalidad esencial de la educación, que es la formación de
la persona a fin de capacitarla para vivir con plenitud y aportar su
contribución al bien de la comunidad. Por eso, en muchas partes se plantea
la exigencia de una educación auténtica y el redescubrimiento de la
necesidad de educadores que lo sean realmente. Lo reclaman los padres,
preocupados y a menudo angustiados por el futuro de sus hijos; lo reclaman
tantos profesores que viven la triste experiencia de la degradación de sus
escuelas; lo reclama la sociedad en su conjunto, en Italia y en muchas otras
naciones, porque ve cómo a causa de la crisis de la educación se ponen en
peligro las bases mismas de la convivencia.
En ese contexto, el compromiso de la Iglesia de educar en la fe, en el
seguimiento y en el testimonio del Señor Jesús asume, más que nunca, también
el valor de una contribución para hacer que la sociedad en que vivimos salga
de la crisis educativa que la aflige, poniendo un dique a la desconfianza y
al extraño "odio de sí misma" que parece haberse convertido en una
característica de nuestra civilización.
Ahora bien, todo esto no disminuye la dificultad que encontramos para llevar
a los niños, a los adolescentes y a los jóvenes a encontrarse con Cristo y a
entablar con él una relación duradera y profunda. Sin embargo, precisamente
este es el desafío decisivo para el futuro de la fe, de la Iglesia y del
cristianismo, y por tanto es una prioridad esencial de nuestro trabajo
pastoral: acercar a Cristo y al Padre a la nueva generación, que vive en un
mundo en gran parte alejado de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, debemos ser siempre conscientes de que no
podemos realizar esa obra con nuestras fuerzas, sino sólo con el poder del
Espíritu Santo. Son necesarias la luz y la gracia que proceden de Dios y
actúan en lo más íntimo de los corazones y de las conciencias. Así pues,
para la educación y la formación cristiana son decisivas ante todo la
oración y nuestra amistad personal con Jesús, pues sólo quien conoce y ama a
Jesucristo puede introducir a sus hermanos en una relación vital con él.
Impulsado precisamente por esta necesidad pensé: sería útil escribir un
libro que ayude a conocer a Jesús. No olvidemos nunca las palabras de Jesús:
"A vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os
lo he dado a conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he
elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que
vuestro fruto permanezca" (Jn 15, 15-16). Por eso, nuestras comunidades sólo
podrán trabajar con fruto y educar en la fe y en el seguimiento de Cristo si
son ellas mismas auténticas "escuelas" de oración (cf. Novo millennio
ineunte, 33), en las que se viva el primado de Dios.
Además, la educación, y especialmente la educación cristiana, es decir, la
educación para forjar la propia vida según el modelo de Dios, que es amor
(cf. 1 Jn 4, 8. 16), necesita la cercanía propia del amor. Sobre todo hoy,
cuando el aislamiento y la soledad son una condición generalizada, a la que
en realidad no ponen remedio el ruido y el conformismo de grupo, resulta
decisivo el acompañamiento personal, que da a quien crece la certeza de ser
amado, comprendido y acogido.
En concreto, este acompañamiento debe llevar a palpar que nuestra fe no es
algo del pasado, sino que puede vivirse hoy y que viviéndola encontramos
realmente nuestro bien. Así, a los muchachos y los jóvenes se les puede
ayudar a librarse de prejuicios generalizados y a darse cuenta de que el
modo cristiano de vivir es realizable y razonable, más aún, el más
razonable, con mucho.
Toda la comunidad cristiana, en sus múltiples articulaciones y componentes,
está llamada a cumplir la gran tarea de llevar a las nuevas generaciones al
encuentro con Cristo; por tanto, en este ámbito debe expresarse y
manifestarse con particular evidencia nuestra comunión con el Señor y entre
nosotros, nuestra disponibilidad y voluntad de trabajar juntos, de "formar
una red", de colaborar todos con espíritu abierto y sincero, comenzando por
la valiosa contribución de las mujeres y los hombres que han consagrado su
vida a la adoración de Dios y a la intercesión por los hermanos.
Sin embargo, es evidente que, en la educación y en la formación en la fe, a
la familia compete una misión propia y fundamental y una responsabilidad
primaria. En efecto, el niño que se asoma a la vida hace a través de sus
padres la primera y decisiva experiencia del amor, de un amor que en
realidad no es sólo humano, sino también un reflejo del amor que Dios siente
por él. Por eso, entre la familia cristiana, pequeña "iglesia doméstica"
(cf. Lumen gentium, 11), y la gran familia de la Iglesia debe desarrollarse
la colaboración más estrecha, ante todo en lo que atañe a la educación de
los hijos.
Así pues, todo lo realizado a lo largo de los tres años que nuestra pastoral
diocesana ha dedicado específicamente a la familia, no sólo se ha de
considerar como un fruto, sino que se ha de incrementar ulteriormente. Por
ejemplo, los intentos de implicar más a los padres e incluso a los padrinos
y madrinas antes y después del bautismo, para ayudarles a entender y a
cumplir su misión de educadores de la fe, ya han dado resultados
apreciables, y es preciso proseguirlos, convirtiéndolos en patrimonio común
de cada parroquia. Lo mismo vale para la participación de las familias en la
catequesis y en todo el itinerario de iniciación cristiana de los niños y
los adolescentes.
Desde luego, son muchas las familias que no están preparadas para cumplir
esa tarea; y algunas parecen poco interesadas en la educación cristiana de
sus hijos, o incluso son contrarias a ella: aquí se notan también las
consecuencias de la crisis de tantos matrimonios. Con todo, raramente se
encuentran padres totalmente indiferentes con respecto a la formación humana
y moral de sus hijos, y, por tanto, no dispuestos a dejarse ayudar en una
labor educativa que consideran cada vez más difícil.
Por consiguiente, se abre un espacio de compromiso y de servicio para
nuestras parroquias, oratorios, grupos juveniles y, ante todo, para las
mismas familias cristianas, llamadas a hacerse prójimo de otras familias a
fin de sostenerlas y asistirlas en la educación de los hijos, ayudándoles
así a recuperar el sentido y la finalidad de la vida de matrimonio. Pasemos
ahora a otros sujetos de la educación en la fe.
A medida que los muchachos crecen, aumenta naturalmente en ellos el deseo de
autonomía personal, que fácilmente, sobre todo en la adolescencia, se
transforma en un alejamiento crítico de la propia familia. Entonces resulta
especialmente importante la cercanía que pueden garantizar el sacerdote, la
religiosa, el catequista u otros educadores capaces de hacer concreto para
el joven el rostro amigo de la Iglesia y el amor de Cristo.
Para que produzca efectos positivos duraderos, nuestra cercanía debe ser
consciente de que la relación educativa es un encuentro de libertades y que
la misma educación cristiana es formación en la auténtica libertad. De
hecho, no hay verdadera propuesta educativa que no conduzca, de modo
respetuoso y amoroso, a una decisión, y precisamente la propuesta cristiana
interpela a fondo la libertad, invitándola a la fe y a la conversión.
Como afirmé en la Asamblea eclesial de Verona, "una educación verdadera debe
suscitar la valentía de las decisiones definitivas, que hoy se consideran un
vínculo que limita nuestra libertad, pero que en realidad son indispensables
para crecer y alcanzar algo grande en la vida, especialmente para que madure
el amor en toda su belleza; por consiguiente, para dar consistencia y
significado a nuestra libertad" (Discurso del 19 de octubre de 2006:
L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de octubre de 2006, p.
10).
Los adolescentes y los jóvenes, cuando se sienten respetados y tomados en
serio en su libertad, a pesar de su inconstancia y fragilidad, se muestran
dispuestos a dejarse interpelar por propuestas exigentes; más aún, se
sienten atraídos y a menudo fascinados por ellas. También quieren mostrar su
generosidad en la entrega a los grandes valores perennes, que constituyen el
fundamento de la vida.
El auténtico educador también toma en serio la curiosidad intelectual que
existe ya en los niños y con el paso de los años asume formas más
conscientes. Con todo, el joven de hoy, estimulado y a menudo confundido por
la multiplicidad de informaciones y por el contraste de ideas y de
interpretaciones que se le proponen continuamente, conserva dentro de sí una
gran necesidad de verdad; por tanto, está abierto a Jesucristo, que, como
nos recuerda Tertuliano (De virginibus velandis, I, 1), "afirmó que es la
verdad, no la costumbre".
Debemos esforzarnos por responder a la demanda de verdad poniendo sin miedo
la propuesta de la fe en confrontación con la razón de nuestro tiempo. Así
ayudaremos a los jóvenes a ensanchar los horizontes de su inteligencia,
abriéndose al misterio de Dios, en el cual se encuentra el sentido y la
dirección de nuestra existencia, y superando los condicionamientos de una
racionalidad que sólo se fía de lo que puede ser objeto de experimento y de
cálculo. Por tanto, es muy importante desarrollar lo que ya el año pasado
llamamos la "pastoral de la inteligencia".
La labor educativa implica la libertad, pero también necesita autoridad. Por
eso, especialmente cuando se trata de educar en la fe, es central la figura
del testigo y el papel del testimonio. El testigo de Cristo no transmite
sólo informaciones, sino que está comprometido personalmente con la verdad
que propone, y con la coherencia de su vida resulta punto de referencia
digno de confianza. Pero no remite a sí mismo, sino a Alguien que es
infinitamente más grande que él, en quien ha puesto su confianza y cuya
bondad fiable ha experimentado.
Por consiguiente, el auténtico educador cristiano es un testigo cuyo modelo
es Jesucristo, el testigo del Padre que no decía nada de sí mismo, sino que
hablaba tal como el Padre le había enseñado (cf. Jn 8, 28). Esta relación
con Cristo y con el Padre es para cada uno de nosotros, queridos hermanos y
hermanas, la condición fundamental para ser educadores eficaces en la fe.
Acertadamente, nuestra asamblea habla de educación no sólo en la fe y en el
seguimiento, sino también en el testimonio del Señor Jesús. Por tanto, el
testimonio activo de Cristo que se debe dar no sólo atañe a los sacerdotes,
a las religiosas y a los laicos que en nuestras comunidades desempeñan
tareas educativas, sino también a los mismos muchachos y jóvenes, y a todos
los que son educados en la fe.
La conciencia de estar llamados a ser testigos de Cristo no es, por tanto,
algo que se añade después, una consecuencia de algún modo externa a la
formación cristiana, como por desgracia se ha pensado a menudo y también hoy
se sigue pensando, sino, al contrario, es una dimensión intrínseca y
esencial de la educación en la fe y en el seguimiento, del mismo modo que la
Iglesia es misionera por su misma naturaleza (cf. Ad gentes, 2).
Así pues, desde el inicio de la formación de los niños, para llegar, con un
itinerario progresivo, a la formación permanente de los cristianos adultos,
es necesario que arraiguen en el alma de los creyentes la voluntad y la
convicción de que participan en la vocación misionera de la Iglesia, en
todas las situaciones y circunstancias de su vida. No podemos guardar para
nosotros la alegría de la fe; debemos difundirla y transmitirla,
fortaleciéndola así en nuestro corazón.
Si la fe se transforma realmente en alegría por haber encontrado la verdad y
el amor, es inevitable sentir el deseo de transmitirla, de comunicarla a los
demás. Por aquí pasa, en gran medida, la nueva evangelización a la que nos
llamó nuestro amado Papa Juan Pablo II. Una experiencia concreta, que podrá
hacer crecer en los jóvenes de las parroquias y de las diversas asociaciones
eclesiales la voluntad de testimoniar su fe, es la "Misión de los jóvenes"
que estáis proyectando, después del feliz resultado de la gran "Misión
ciudadana".
A la escuela católica corresponde una tarea muy importante en la educación
en la fe. En efecto, cumple su misión basándose en un proyecto educativo que
pone en el centro el Evangelio y lo tiene como punto de referencia decisivo
para la formación de la persona y para toda la propuesta cultural. Por
tanto, la escuela católica, en convencida colaboración con las familias y
con la comunidad eclesial, trata de promover la unidad entre la fe, la
cultura y la vida, que es objetivo fundamental de la educación cristiana.
También las escuelas del Estado, de formas y modos diversos, pueden ser
sostenidas en su tarea educativa por la presencia de profesores creyentes
—en primer lugar, pero no exclusivamente, los profesores de religión
católica— y de alumnos cristianamente formados, así como por la colaboración
de muchas familias y por la misma comunidad cristiana.
La sana laicidad de la escuela, como de las demás instituciones del Estado,
no implica cerrarse a la Trascendencia y mantener una falsa neutralidad
respecto de los valores morales que están en la base de una auténtica
formación de la persona. Lo mismo se puede decir, naturalmente, de las
universidades; y es un signo positivo que en Roma la pastoral universitaria
haya podido desarrollarse en todos los ateneos, tanto entre los profesores
como entre los alumnos, y se esté llevando a cabo una fecunda colaboración
entre las instituciones académicas civiles y pontificias.
Hoy, más que en el pasado, la educación y la formación de la persona sufren
la influencia de los mensajes y del clima generalizado que transmiten los
grandes medios de comunicación y que se inspiran en una mentalidad y cultura
caracterizadas por el relativismo, el consumismo y una falsa y destructora
exaltación, o mejor, profanación del cuerpo y de la sexualidad. Por eso,
precisamente por el gran "sí" que como creyentes en Cristo decimos al hombre
amado por Dios, no podemos desinteresarnos de la orientación conjunta de la
sociedad a la que pertenecemos, de las tendencias que la impulsan y de las
influencias positivas o negativas que ejerce en la formación de las nuevas
generaciones.
La presencia misma de la comunidad de los creyentes, su compromiso educativo
y cultural, el mensaje de fe, de confianza y de amor que transmite, son en
realidad un servicio inestimable al bien común y especialmente a los
muchachos y jóvenes que se están formando y preparando para la vida.
Queridos hermanos y hermanas, hay un último punto sobre el que quiero atraer
vuestra atención: es sumamente importante para la misión de la Iglesia y
exige nuestro compromiso y ante todo nuestra oración. Me refiero a las
vocaciones a seguir más de cerca al Señor Jesús en el sacerdocio ministerial
y en la vida consagrada. En los últimos decenios la diócesis de Roma ha
recibido el don de muchas ordenaciones sacerdotales, que han permitido
colmar las lagunas del período anterior y también salir al encuentro de las
solicitudes de no pocas Iglesias hermanas necesitadas de clero; pero las
señales más recientes parecen menos favorables y estimulan a toda nuestra
comunidad diocesana a seguir pidiendo al Señor, con humildad y confianza,
obreros para su mies (cf. Mt 9, 37-38, Lc 10, 2).
De manera siempre delicada y respetuosa, pero también clara y valiente,
debemos dirigir una peculiar invitación al seguimiento de Jesús a los chicos
y chicas que parecen más atraídos y fascinados por la amistad con él. Desde
esta perspectiva, la diócesis destinará a algunos nuevos sacerdotes
específicamente al servicio de las vocaciones, pero sabemos bien que en este
campo son decisivas la oración y la calidad del conjunto de nuestro
testimonio cristiano, el ejemplo de vida de los sacerdotes y de las almas
consagradas, y la generosidad de las personas llamadas y de las familias de
las que proceden.
Queridos hermanos y hermanas, os dejo estas reflexiones como contribución
para el diálogo de estas tardes y para el trabajo del próximo año pastoral.
Que el Señor nos conceda siempre la alegría de creer en él, de crecer en su
amistad, de seguirlo en el camino de la vida y de dar testimonio de él en
todas las situaciones, de forma que podamos transmitir a quienes vengan
después de nosotros la inmensa riqueza y belleza de la fe en Jesucristo. Mi
afecto y mi bendición os acompañan en vuestro trabajo. Gracias por vuestra
atención.