Homilía del cardenal Bertone en la clausura del Encuentro de las Familias
Homilía que pronunció el cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado, legado pontificio, en la misa de clausura del VI Encuentro Mundial de las Familias, celebrada este domingo en la explanada del Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe.
Queridos Hermanos y Hermanas en el Señor:
1. «A todos Ustedes amados y llamados por Dios: gracia y paz de parte de
Dios, Padre nuestro, y de parte del Señor Jesucristo» (Rm 1,7).
Con estas palabras del Apóstol San Pablo, del cual la Iglesia está
celebrando el bimilenario de su nacimiento, deseo transmitir a todos Ustedes
el afecto y la cercanía espiritual de Su Santidad Benedicto XVI, a quien
tengo el honor de representar como Legado Pontificio en este Sexto Encuentro
Mundial de las Familias.
Saludo con especiales sentimientos de comunión fraterna al Señor Cardenal
Ennio Antonelli, Presidente del Consejo Pontificio para la Familia,
agradeciendo vivamente a él y a sus colaboradores la exquisita y eficaz
diligencia con la que han preparado esta iniciativa que reúne en este
hermoso País a familias procedentes de todo el mundo. Quiero recordar
también al Señor Cardenal Alfonso López Trujillo, a quien confiamos a la
misericordia de Dios, y que con tanto celo se ocupó de los precedentes
Encuentros Mundiales de las Familias, dando también inicio al camino de
preparación de la presente reunión.
Saludo con afecto y agradecimiento, también en nombre del Santo Padre, al
Señor Cardenal Norberto Rivera Carrera, Arzobispo Primado de México, por el
cuidado y esmero con que, junto con su comunidad diocesana, ha ultimado la
celebración de este Encuentro Mundial. Y no puedo dejar de mencionar también
con gratitud el intenso trabajo llevado a cabo por el Comité organizador de
esta magna concentración, presidido por Monseñor Jonás Guerrero Corona,
obispo auxiliar de México, y la entrega de los numerosos voluntarios que han
colaborado generosamente, así como el cariño con que tantas familias de la
Ciudad han abierto sus casas y su corazón a otras familias venidas de lejos
para participar en este maravilloso evento eclesial.
Saludo con afecto a los Señores Cardenales, a los Hermanos en el Episcopado
y a las delegaciones llegadas de tantas partes del mundo, testimoniando así
el empeño con el que están trabajando las Iglesias particulares por la
promoción de la pastoral familiar en las distintas partes del mundo.
Dirijo mi cordial y respetuoso saludo a las Autoridades presentes en esta
Eucaristía, poniendo así de relieve la importancia vital de la familia para
el presente y el futuro de la sociedad.
Es de resaltar igualmente el entusiasmo y la convicción con que los
Sacerdotes, Religiosos, Religiosas y otros agentes de pastoral se entregan a
la promoción y al apostolado para y con las familias.
Gracias, muy especialmente, a las familias aquí reunidas en esta gran
asamblea litúrgica, en torno al Señor Jesús y bajo la mirada materna de
Nuestra Señora de Guadalupe. Dentro de poco, los esposos presentes renovarán
su alianza conyugal y la bendición del Señor descenderá sobre ellos para
reavivar la gracia sacramental del matrimonio.
2. Las lecturas que han sido proclamadas nos presentan la Palabra de Dios
que nos ilumina e interpela. La primera, tomada del Libro de los Proverbios,
habla de los consejos de un padre de familia a su joven hijo. Es un aspecto
muy adecuado para este VI Encuentro Mundial de las Familias, que tiene como
tema La familia formadora de los valores humanos y cristianos.
Estas enseñanzas paternas se refieren a la buena conducta, a la ética, a los
valores humanos, y son fruto de la experiencia, la reflexión y el buen
sentido. Contienen recomendaciones concretas para evitar los vicios y
practicar la virtud. El texto escuchado, en su brevedad, se detiene sólo en
casos tales como la embriaguez, la gula, la pereza y la falta de respeto por
los padres ancianos. Al respecto, el autor sagrado apunta: «No te juntes con
los borrachos, ni con los que se hartan de carne, porque el borracho y el
glotón se empobrecen, y la modorra hace andar vestido con harapos. Escucha a
tu padre que te engendró y no desprecies a tu madre cuando sea vieja» (Pr
23, 20-21). Sin embargo, en el conjunto del Libro de los Proverbios, el
panorama es mucho más amplio pues se habla también de orgullo, arrogancia,
ira, venganza, opresión de los pobres, especialmente de las viudas y de los
huérfanos, prostitución, adulterio, mentira y engaño.
Las virtudes, en cambio, son alabadas. El texto proclamado exhorta
encarecidamente a ser sabios, rectos, justos, honestos y comprometidos con
el bien. «Escucha hijo mío, y sé sabio. Dirige tu corazón por el camino
recto (...) Adquiere el verdadero bien y no lo cedas, la sabiduría, la
instrucción y la inteligencia» (Pr 23, 19.23). También en este aspecto, las
recomendaciones se refieren a otras muchas virtudes: la humildad, el dominio
de sí, la paciencia, la lealtad, la fidelidad conyugal, la amistad, el
perdón de los enemigos, la laboriosidad, la sobriedad, la defensa de los
pobres, la generosidad y la hospitalidad.
El principio que regula y fundamenta el comportamiento ético es el temor del
Señor: «Principio de la sabiduría es el temor del Señor» (Pr 9,10), es
decir, la auténtica relación con Dios, hecha de respeto, adoración,
obediencia y confianza. Algo similar se dice también en el pasaje de la
Escritura que hemos escuchado: «Tu corazón no envidie a los pecadores sino
que permanezca siempre en el temor del Señor, porque así tendrás un porvenir
y tu esperanza no será defraudada» (Pr 23, 17-18).
El temor del Señor impulsa a renunciar al pecado y a cumplir su voluntad,
concretada en las normas morales. Y como Dios quiere solamente nuestro bien,
obedecerlo, según el libro de los Proverbios, es el camino para tener éxito
también en este mundo, es decir, para tener salud, longevidad, bienestar,
una familia unida, descendencia y honorabilidad social.
El Salmo responsorial que hemos cantado profundiza en la misma enseñanza:
«Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos: comerá del fruto de su
trabajo, será dichoso le irá bien. Su mujer como vid fecunda (...); sus
hijos como renuevos de olivo» (Sal 128, 1-3). Según los escritos
sapienciales del Antiguo Testamento, el temor del Señor, los valores éticos
y las normas morales, pertenecen a la lógica y al dinamismo de la vida que
tiende a su plenitud. Aceptarlos significa seguir la dirección del propio
crecimiento humano, ser fieles a Dios y fieles a sí mismos.
Se trata de valores y normas conocidas a través de la experiencia y la
reflexión, es decir por la razón y que, al estar contenidos en el texto
inspirado son, al mismo tiempo, Palabra de Dios. Es comprensible que unas
verdades accesibles a todos, también a los no creyentes, sean confirmadas
por la revelación bíblica, pues frecuentemente la razón, obscurecida por los
instintos y los prejuicios, no juzga correctamente. Como dice San Agustín:
«Dios ha escrito sobre tablas de piedra los diez mandamientos que los
hombres no leían ya en su corazón» (Comentario al Salmo 57,1). La recta
razón y la fe son aliadas. Los valores auténticamente humanos son también
cristianos, pues como exhorta el Apóstol Pablo: «Hermanos, aquello que es
verdadero, que es noble, que es justo, aquello que es puro y amable, que es
honrado, que es virtud y merece alabanza, esto sea objeto de sus
pensamientos» (Fl 4,8).
También los discípulos de Jesús respetan el contenido y la consistencia
propia de los valores y de la actividad humana, pero el mensaje cristiano
los eleva a un nuevo y más alto significado, los integra en la relación
filial con Dios Padre y en el dinamismo de la fe, de la esperanza y de la
caridad. El centro del quehacer moral del cristiano es la persona de
Jesucristo, el diálogo y la comunión con Él y, mediante Él, con el Padre en
el Espíritu Santo. En esta nueva relación con las Personas divinas la
práctica de los valores humanos y de las normas morales se perfecciona,
adquiere nuevas motivaciones y energías, capacidad de sacrificio en el
seguimiento del Crucificado, alegría y confianza en la compañía del
Resucitado.
La familia cristiana pone en el centro de su atención la persona del Señor
Jesús; lo acoge en casa; ora y se reúne en torno a Él; busca compartir su
enseñanza, sus sentimientos, sus deseos, cumplir su voluntad. La fe en su
presencia transforma todas las relaciones y actividades familiares, exalta
los valores humanos, crea un clima de comunión y de gozo. Clima humano y
divino al mismo tiempo, como se evoca con conmoción y entusiasmo en el texto
de la carta a los Colosenses que hemos escuchado en la segunda lectura.
«Hermanos, revístanse, como elegidos de Dios, santos y amados, de
sentimientos de misericordia, de bondad, de humildad, de mansedumbre, de
paciencia (...). Como el Señor los ha perdonado, así también hagan ustedes.
Por encima de todo pongan la caridad, que es el vínculo de la perfección. Y
la paz de Cristo reine en sus corazones (...). La palabra de Cristo habite
entre ustedes abundantemente (...). Todo lo que hagan, en palabras y en
obras, todo se cumpla en el nombre del Señor Jesús, dando por medio de Él
gracias a Dios Padre. Ustedes esposas, sean sumisas a sus maridos (...).
Ustedes maridos amen a sus esposas (...). Ustedes hijos, obedezcan a sus
padres en todo (...). Ustedes, padres, no exasperen a sus hijos, para que no
se desanimen» (3, 12-21).
He aquí «la familia formadora de los valores humanos y cristianos». En ella
se practican muchas virtudes, unificadas y sublimadas por la caridad; las
palabras y las obras de cada día están animadas por el Espíritu de Jesús y
orientadas por la escucha de su Palabra. Se mantienen los roles de cónyuges,
de padres y de hijos, pero todos compiten en el amarse y servirse
recíprocamente.
Todos los miembros de la familia son interpelados, porque todos deben
participar en el desarrollo de los valores humanos y cristianos. Pero no
podemos olvidar la peculiar responsabilidad que corresponde a los padres. Su
actitud respecto a sus hijos debería ser semejante a la manifestada por
María y José cuando, según la narración que hemos escuchado en el Evangelio,
encontraron a Jesús en el Templo, después de haberse perdido. María y José
lo buscan con indecible preocupación: «Hijo ¿por qué nos has hecho esto? Tu
padre y yo te buscábamos angustiados» (Lc 2,48). Aman a su hijo con pasión,
con todo su ser.
Pues bien, queridos padres y madres, amen a sus hijos y háganles sentir que
son amados y apreciados, respetados y comprendidos. El sentirse amados
suscita gratitud y confianza en los demás, en sí mismos y en el amor del
Padre celestial; y es un llamado a responder al amor con el amor.
María y José viven en la intimidad con Jesús; pero su persona y su
comportamiento son un misterio también para ellos. «Él les respondió: ¿Por
qué me buscaban? ¿No sabían que yo debía ocuparme de las cosas de mi Padre?
Pero ellos no comprendieron esta respuesta» (Lc 2, 49-50). María y José
intuyen que Jesús no les pertenece; vive para su verdadero Padre que es Dios
y se pone totalmente a disposición del misterioso proyecto divino. A pesar
de no comprender, lo acompañan con amor respetuoso y lo sirven con toda
solicitud.
Queridos padres y madres, también ustedes han de respetar la personalidad y
la vocación de sus hijos. Educarlos es ayudarlos a desarrollar sus
potencialidades escondidas y apoyarlos para que puedan ser plenamente ellos
mismos según el plan que Dios tiene sobre sus vidas. Cuídenlos como un don
que les ha sido confiado, sin ser posesivos. Un famoso poeta escribe: «Sus
hijos no son suyos (...). Ellos vienen a través de ustedes, pero no son de
ustedes; y si bien están con ustedes, no les pertenecen. Pueden darles su
amor, no su pensamiento: tienen su pensamiento propio. Pueden dar
alojamiento a sus cuerpos, no a su alma, porque su alma habita la casa del
mañana, que ustedes ni siquiera en un sueño pueden visitar» (K. Gibran, Il
Profeta).
Una buena relación educativa comporta ternura y afecto y, al mismo tiempo,
razonamiento y autoridad. Ambos padres, el papá y la mamá, han de estar
cerca de sus hijos y cultivar el diálogo con ellos. Queridos padres y
madres, sean generosos con sus hijos, sin ser permisivos; sean exigentes sin
ser duros; sean claros con ellos y no se contradigan; sepan decir sí o no en
el momento oportuno. Sean coherentes y denles buen ejemplo. Así podrán
ayudar a sus hijos a madurar una personalidad equilibrada, constructiva y
creativa, sólida y fiable, capaz de afrontar los retos y las pruebas de la
vida, que nunca faltarán.
Para la formación de los valores humanos y cristianos se requiere la familia
fundada en el matrimonio monógamo y abierto a la vida; se requiere la
familia unida y estable. Los esposos que, no obstante la fragilidad humana,
buscan con la gracia de Dios vivir cada vez más coherentemente el amor como
don total de la propia vida del uno al otro, construyen su casa sobre roca
(cf. Mt 7,24-25); hacen de su familia un Evangelio viviente; edifican la
Iglesia y la sociedad civil; reflejan en la historia la presencia y la
belleza de Dios que es unidad de tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu
Santo.
Que la Virgen Santísima, Nuestra Señora de Guadalupe, obtenga esta gracia a
las familias cristianas, para que se beneficien también de ella todas las
familias del mundo. Oh, María, Madre del Amor hermoso, Madre de la
esperanza, Auxilio de los cristianos, acoge estas humildes súplicas y regala
a todas las familias del mundo aquello que necesitan para crecer en
santidad, para ser sal de la tierra y luz del mundo, para ser santuarios de
vida y de amor, de acogida y de perdón, de valores humanos y de virtudes
cristianas. Amén.
CIUDAD DE MÉXICO, domingo, 18 enero 2008