Porta Fidei - La Puerta de la Fe: Convocación al Año de la Fe.
Comenzará el 11 de octubre de 2012, en el cincuenta aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, y terminará en la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, el 24 de noviembre de 2013.
CARTA APOSTÓLICA
EN FORMA DE MOTU PROPRIO
PORTA FIDEI
DEL SUMO PONTÍFICE
BENEDICTO XVI
CON LA QUE SE CONVOCA EL AÑO DE LA FE
1. «La puerta de la fe» (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida de
comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta
para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el
corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta
supone emprender un camino que dura toda la vida. Éste empieza con el
bautismo (cf. Rm 6, 4), con el que podemos llamar a Dios con el nombre de
Padre, y se concluye con el paso de la muerte a la vida eterna, fruto de la
resurrección del Señor Jesús que, con el don del Espíritu Santo, ha querido
unir en su misma gloria a cuantos creen en él (cf. Jn 17, 22). Profesar la
fe en la Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo– equivale a creer en un solo
Dios que es Amor (cf. 1 Jn 4, 8): el Padre, que en la plenitud de los
tiempos envió a su Hijo para nuestra salvación; Jesucristo, que en el
misterio de su muerte y resurrección redimió al mundo; el Espíritu Santo,
que guía a la Iglesia a través de los siglos en la espera del retorno
glorioso del Señor.
2. Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de Pedro, he recordado la
exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez
más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo. En
la homilía de la santa Misa de inicio del Pontificado decía: «La Iglesia en
su conjunto, y en ella sus pastores, como Cristo han de ponerse en camino
para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida,
hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la
vida en plenitud» [1]. Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se
preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su
compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un
presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no
aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado [2]. Mientras que
en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente
aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados
por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a
causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas.
3. No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta
(cf. Mt 5, 13-16). Como la samaritana, también el hombre actual puede sentir
de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita
a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn 4, 14).
Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios,
transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido como
sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51). En efecto, la
enseñanza de Jesús resuena todavía hoy con la misma fuerza: «Trabajad no por
el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida
eterna» (Jn 6, 27). La pregunta planteada por los que lo escuchaban es
también hoy la misma para nosotros: «¿Qué tenemos que hacer para realizar
las obras de Dios?» (Jn 6, 28). Sabemos la respuesta de Jesús: «La obra de
Dios es ésta: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6, 29). Creer en
Jesucristo es, por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a
la salvación.
4. A la luz de todo esto, he decidido convocar un Año de la fe. Comenzará el
11 de octubre de 2012, en el cincuenta aniversario de la apertura del
Concilio Vaticano II, y terminará en la solemnidad de Jesucristo, Rey del
Universo, el 24 de noviembre de 2013. En la fecha del 11 de octubre de 2012,
se celebrarán también los veinte años de la publicación del Catecismo de la
Iglesia Católica, promulgado por mi Predecesor, el beato Papa Juan Pablo
II, [3]con la intención de ilustrar a todos los fieles la fuerza y belleza de
la fe. Este documento, auténtico fruto del Concilio Vaticano II, fue querido
por el Sínodo Extraordinario de los Obispos de 1985 como instrumento al
servicio de la catequesis[4], realizándose mediante la colaboración de todo
el Episcopado de la Iglesia católica. Y precisamente he convocado la
Asamblea General del Sínodo de los Obispos, en el mes de octubre de 2012,
sobre el tema de La nueva evangelización para la transmisión de la fe
cristiana. Será una buena ocasión para introducir a todo el cuerpo eclesial
en un tiempo de especial reflexión y redescubrimiento de la fe. No es la
primera vez que la Iglesia está llamada a celebrar un Año de la fe. Mi
venerado Predecesor, el Siervo de Dios Pablo VI, proclamó uno parecido en
1967, para conmemorar el martirio de los apóstoles Pedro y Pablo en el
décimo noveno centenario de su supremo testimonio. Lo concibió como un
momento solemne para que en toda la Iglesia se diese «una auténtica y
sincera profesión de la misma fe»; además, quiso que ésta fuera confirmada
de manera «individual y colectiva, libre y consciente, interior y exterior,
humilde y franca»[5]. Pensaba que de esa manera toda la Iglesia podría
adquirir una «exacta conciencia de su fe, para reanimarla, para purificarla,
para confirmarla y para confesarla»[6]. Las grandes transformaciones que
tuvieron lugar en aquel Año, hicieron que la necesidad de dicha celebración
fuera todavía más evidente. Ésta concluyó con la
Profesión de fe del Pueblo de Dios [7], para testimoniar cómo
los contenidos esenciales que desde siglos constituyen el patrimonio de
todos los creyentes tienen necesidad de ser confirmados, comprendidos y
profundizados de manera siempre nueva, con el fin de dar un testimonio
coherente en condiciones históricas distintas a las del pasado.
5. En ciertos aspectos, mi Venerado Predecesor vio ese Año como una
«consecuencia y exigencia postconciliar»[8], consciente de las graves
dificultades del tiempo, sobre todo con respecto a la profesión de la fe
verdadera y a su recta interpretación. He pensado que iniciar el Año de la
fe coincidiendo con el cincuentenario de la apertura del Concilio Vaticano
II puede ser una ocasión propicia para comprender que los textos dejados en
herencia por los Padres conciliares, según las palabras del beato Juan Pablo
II, «no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de manera
apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y
normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia. […] Siento
más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la que
la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha
ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que
comienza»[9]. Yo también deseo reafirmar con fuerza lo que dije a propósito
del Concilio pocos meses después de mi elección como Sucesor de Pedro: «Si
lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y
llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre
necesaria de la Iglesia»[10].
6. La renovación de la Iglesia pasa también a través del testimonio ofrecido
por la vida de los creyentes: con su misma existencia en el mundo, los
cristianos están llamados efectivamente a hacer resplandecer la Palabra de
verdad que el Señor Jesús nos dejó. Precisamente el Concilio, en la
Constitución dogmática Lumen gentium, afirmaba: «Mientras que Cristo,
“santo, inocente, sin mancha” (Hb 7, 26), no conoció el pecado (cf. 2 Co 5,
21), sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo (cf. Hb 2, 17),
la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y
siempre necesitada de purificación, y busca sin cesar la conversión y la
renovación. La Iglesia continúa su peregrinación “en medio de las
persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios”, anunciando la cruz y la
muerte del Señor hasta que vuelva (cf. 1 Co 11, 26). Se siente fortalecida
con la fuerza del Señor resucitado para poder superar con paciencia y amor
todos los sufrimientos y dificultades, tanto interiores como exteriores, y
revelar en el mundo el misterio de Cristo, aunque bajo sombras, sin embargo,
con fidelidad hasta que al final se manifieste a plena luz»[11].
En esta perspectiva, el Año de la fe es una invitación a una auténtica y
renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo. Dios, en el misterio
de su muerte y resurrección, ha revelado en plenitud el Amor que salva y
llama a los hombres a la conversión de vida mediante la remisión de los
pecados (cf. Hch 5, 31). Para el apóstol Pablo, este Amor lleva al hombre a
una nueva vida: «Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para
que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del
Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6, 4). Gracias a
la fe, esta vida nueva plasma toda la existencia humana en la novedad
radical de la resurrección. En la medida de su disponibilidad libre, los
pensamientos y los afectos, la mentalidad y el comportamiento del hombre se
purifican y transforman lentamente, en un proceso que no termina de
cumplirse totalmente en esta vida. La «fe que actúa por el amor» (Ga 5, 6)
se convierte en un nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda
la vida del hombre (cf. Rm 12, 2; Col 3, 9-10; Ef 4, 20-29; 2 Co 5, 17).
7. «Caritas Christi urget nos» (2 Co 5, 14): es el amor de Cristo el que
llena nuestros corazones y nos impulsa a evangelizar. Hoy como ayer, él nos
envía por los caminos del mundo para proclamar su Evangelio a todos los
pueblos de la tierra (cf. Mt 28, 19). Con su amor, Jesucristo atrae hacia sí
a los hombres de cada generación: en todo tiempo, convoca a la Iglesia y le
confía el anuncio del Evangelio, con un mandato que es siempre nuevo. Por
eso, también hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en favor
de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a
encontrar el entusiasmo de comunicar la fe. El compromiso misionero de los
creyentes saca fuerza y vigor del descubrimiento cotidiano de su amor, que
nunca puede faltar. La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia
de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo.
Nos hace fecundos, porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar
un testimonio fecundo: en efecto, abre el corazón y la mente de los que
escuchan para acoger la invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser
sus discípulos. Como afirma san Agustín, los creyentes «se fortalecen
creyendo»[12]. El santo Obispo de Hipona tenía buenos motivos para
expresarse de esta manera. Como sabemos, su vida fue una búsqueda continua
de la belleza de la fe hasta que su corazón encontró descanso en Dios.[13]
Sus numerosos escritos, en los que explica la importancia de creer y la
verdad de la fe, permanecen aún hoy como un patrimonio de riqueza sin igual,
consintiendo todavía a tantas personas que buscan a Dios encontrar el
sendero justo para acceder a la «puerta de la fe».
Así, la fe sólo crece y se fortalece creyendo; no hay otra posibilidad para
poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse, en un in crescendo
continuo, en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande
porque tiene su origen en Dios.
8. En esta feliz conmemoración, deseo invitar a los hermanos Obispos de todo
el Orbe a que se unan al Sucesor de Pedro en el tiempo de gracia espiritual
que el Señor nos ofrece para rememorar el don precioso de la fe. Queremos
celebrar este Año de manera digna y fecunda. Habrá que intensificar la
reflexión sobre la fe para ayudar a todos los creyentes en Cristo a que su
adhesión al Evangelio sea más consciente y vigorosa, sobre todo en un
momento de profundo cambio como el que la humanidad está viviendo. Tendremos
la oportunidad de confesar la fe en el Señor Resucitado en nuestras
catedrales e iglesias de todo el mundo; en nuestras casas y con nuestras
familias, para que cada uno sienta con fuerza la exigencia de conocer y
transmitir mejor a las generaciones futuras la fe de siempre. En este Año,
las comunidades religiosas, así como las parroquiales, y todas las
realidades eclesiales antiguas y nuevas, encontrarán la manera de profesar
públicamente el Credo.
9. Deseamos que este Año suscite en todo creyente la aspiración a confesar
la fe con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza. Será
también una ocasión propicia para intensificar la celebración de la fe en la
liturgia, y de modo particular en la Eucaristía, que es «la cumbre a la que
tiende la acción de la Iglesia y también la fuente de donde mana toda su
fuerza»[14]. Al mismo tiempo, esperamos que el testimonio de vida de los
creyentes sea cada vez más creíble. Redescubrir los contenidos de la fe
profesada, celebrada, vivida y rezada [15], y reflexionar sobre el mismo
acto con el que se cree, es un compromiso que todo creyente debe de hacer
propio, sobre todo en este Año.
No por casualidad, los cristianos en los primeros siglos estaban obligados a
aprender de memoria el Credo. Esto les servía como oración cotidiana para no
olvidar el compromiso asumido con el bautismo. San Agustín lo recuerda con
unas palabras de profundo significado, cuando en un sermón sobre la redditio
symboli, la entrega del Credo, dice: «El símbolo del sacrosanto misterio que
recibisteis todos a la vez y que hoy habéis recitado uno a uno, no es otra
cosa que las palabras en las que se apoya sólidamente la fe de la Iglesia,
nuestra madre, sobre la base inconmovible que es Cristo el Señor. […]
Recibisteis y recitasteis algo que debéis retener siempre en vuestra mente y
corazón y repetir en vuestro lecho; algo sobre lo que tenéis que pensar
cuando estáis en la calle y que no debéis olvidar ni cuando coméis, de forma
que, incluso cuando dormís corporalmente, vigiléis con el corazón» [16].
10. En este sentido, quisiera esbozar un camino que sea útil para comprender
de manera más profunda no sólo los contenidos de la fe sino, juntamente
también con eso, el acto con el que decidimos de entregarnos totalmente y
con plena libertad a Dios. En efecto, existe una unidad profunda entre el
acto con el que se cree y los contenidos a los que prestamos nuestro
asentimiento. El apóstol Pablo nos ayuda a entrar dentro de esta realidad
cuando escribe: «con el corazón se cree y con los labios se profesa» (cf. Rm
10, 10). El corazón indica que el primer acto con el que se llega a la fe es
don de Dios y acción de la gracia que actúa y transforma a la persona hasta
en lo más íntimo.
A este propósito, el ejemplo de Lidia es muy elocuente. Cuenta san Lucas que
Pablo, mientras se encontraba en Filipos, fue un sábado a anunciar el
Evangelio a algunas mujeres; entre estas estaba Lidia y el «Señor le abrió
el corazón para que aceptara lo que decía Pablo» (Hch 16, 14). El sentido
que encierra la expresión es importante. San Lucas enseña que el
conocimiento de los contenidos que se han de creer no es suficiente si
después el corazón, auténtico sagrario de la persona, no está abierto por la
gracia que permite tener ojos para mirar en profundidad y comprender que lo
que se ha anunciado es la Palabra de Dios.
Profesar con la boca indica, a su vez, que la fe implica un testimonio y un
compromiso público. El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho
privado. La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con él. Y este
«estar con él» nos lleva a comprender las razones por las que se cree. La
fe, precisamente porque es un acto de la libertad, exige también la
responsabilidad social de lo que se cree. La Iglesia en el día de
Pentecostés muestra con toda evidencia esta dimensión pública del creer y
del anunciar a todos sin temor la propia fe. Es el don del Espíritu Santo el
que capacita para la misión y fortalece nuestro testimonio, haciéndolo
franco y valeroso.
La misma profesión de fe es un acto personal y al mismo tiempo comunitario.
En efecto, el primer sujeto de la fe es la Iglesia. En la fe de la comunidad
cristiana cada uno recibe el bautismo, signo eficaz de la entrada en el
pueblo de los creyentes para alcanzar la salvación. Como afirma el Catecismo
de la Iglesia Católica: «“Creo”: Es la fe de la Iglesia profesada
personalmente por cada creyente, principalmente en su bautismo. “Creemos”:
Es la fe de la Iglesia confesada por los obispos reunidos en Concilio o, más
generalmente, por la asamblea litúrgica de los creyentes. “Creo”, es también
la Iglesia, nuestra Madre, que responde a Dios por su fe y que nos enseña a
decir: “creo”, “creemos”» [17].
Como se puede ver, el conocimiento de los contenidos de la fe es esencial
para dar el propio asentimiento, es decir, para adherirse plenamente con la
inteligencia y la voluntad a lo que propone la Iglesia. El conocimiento de
la fe introduce en la totalidad del misterio salvífico revelado por Dios. El
asentimiento que se presta implica por tanto que, cuando se cree, se acepta
libremente todo el misterio de la fe, ya que quien garantiza su verdad es
Dios mismo que se revela y da a conocer su misterio de amor [18].
Por otra parte, no podemos olvidar que muchas personas en nuestro contexto
cultural, aún no reconociendo en ellos el don de la fe, buscan con
sinceridad el sentido último y la verdad definitiva de su existencia y del
mundo. Esta búsqueda es un auténtico «preámbulo» de la fe, porque lleva a
las personas por el camino que conduce al misterio de Dios. La misma razón
del hombre, en efecto, lleva inscrita la exigencia de «lo que vale y
permanece siempre» [19]. Esta exigencia constituye una invitación
permanente, inscrita indeleblemente en el corazón humano, a ponerse en
camino para encontrar a Aquel que no buscaríamos si no hubiera ya venido
[20]. La fe nos invita y nos abre totalmente a este encuentro.
11. Para acceder a un conocimiento sistemático del contenido de la fe, todos
pueden encontrar en el Catecismo
de la Iglesia Católica un subsidio precioso e indispensable. Es
uno de los frutos más importantes del Concilio Vaticano II. En la
Constitución apostólica Fidei depositum, firmada precisamente al cumplirse
el trigésimo aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, el beato
Juan Pablo II escribía: «Este Catecismo es una contribución importantísima a
la obra de renovación de la vida eclesial... Lo declaro como regla segura
para la enseñanza de la fe y como instrumento válido y legítimo al servicio
de la comunión eclesial» [21].
Precisamente en este horizonte, el Año de la fe deberá expresar un
compromiso unánime para redescubrir y estudiar los contenidos fundamentales
de la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en el Catecismo de la
Iglesia Católica. En efecto, en él se pone de manifiesto la riqueza de la
enseñanza que la Iglesia ha recibido, custodiado y ofrecido en sus dos mil
años de historia. Desde la Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de
los Maestros de teología a los Santos de todos los siglos, el Catecismo
ofrece una memoria permanente de los diferentes modos en que la Iglesia ha
meditado sobre la fe y ha progresado en la doctrina, para dar certeza a los
creyentes en su vida de fe.
En su misma estructura, el Catecismo de la Iglesia Católica presenta el
desarrollo de la fe hasta abordar los grandes temas de la vida cotidiana. A
través de sus páginas se descubre que todo lo que se presenta no es una
teoría, sino el encuentro con una Persona que vive en la Iglesia. A la
profesión de fe, de hecho, sigue la explicación de la vida sacramental, en
la que Cristo está presente y actúa, y continúa la construcción de su
Iglesia. Sin la liturgia y los sacramentos, la profesión de fe no tendría
eficacia, pues carecería de la gracia que sostiene el testimonio de los
cristianos. Del mismo modo, la enseñanza del Catecismo sobre la vida moral
adquiere su pleno sentido cuando se pone en relación con la fe, la liturgia
y la oración.
12. Así, pues, el Catecismo de la Iglesia Católica podrá ser en este Año un
verdadero instrumento de apoyo a la fe, especialmente para quienes se
preocupan por la formación de los cristianos, tan importante en nuestro
contexto cultural. Para ello, he invitado a la Congregación para la Doctrina
de la Fe a que, de acuerdo con los Dicasterios competentes de la Santa Sede,
redacte una Nota con la que se ofrezca a la Iglesia y a los creyentes
algunas indicaciones para vivir este Año de la fe de la manera más eficaz y
apropiada, ayudándoles a creer y evangelizar.
En efecto, la fe está sometida más que en el pasado a una serie de
interrogantes que provienen de un cambio de mentalidad que, sobre todo hoy,
reduce el ámbito de las certezas racionales al de los logros científicos y
tecnológicos. Pero la Iglesia nunca ha tenido miedo de mostrar cómo entre
la fe y la verdadera ciencia no puede haber conflicto alguno,
porque ambas, aunque por caminos distintos, tienden a la verdad [22].
13. A lo largo de este Año, será decisivo volver a recorrer la historia de
nuestra fe, que contempla el misterio insondable del entrecruzarse de la
santidad y el pecado. Mientras lo primero pone de relieve la gran
contribución que los hombres y las mujeres han ofrecido para el crecimiento
y desarrollo de las comunidades a través del testimonio de su vida, lo
segundo debe suscitar en cada uno un sincero y constante acto de conversión,
con el fin de experimentar la misericordia del Padre que sale al encuentro
de todos.
Durante este tiempo, tendremos la mirada fija en Jesucristo, «que inició y
completa nuestra fe» (Hb 12, 2): en él encuentra su cumplimiento todo afán y
todo anhelo del corazón humano. La alegría del amor, la respuesta al drama
del sufrimiento y el dolor, la fuerza del perdón ante la ofensa recibida y
la victoria de la vida ante el vacío de la muerte, todo tiene su
cumplimiento en el misterio de su Encarnación, de su hacerse hombre, de su
compartir con nosotros la debilidad humana para transformarla con el poder
de su resurrección. En él, muerto y resucitado por nuestra salvación, se
iluminan plenamente los ejemplos de fe que han marcado los últimos dos mil
años de nuestra historia de salvación.
Por la fe, María acogió la palabra del Ángel y creyó en el anuncio de que
sería la Madre de Dios en la obediencia de su entrega (cf. Lc 1, 38). En la
visita a Isabel entonó su canto de alabanza al Omnipotente por las
maravillas que hace en quienes se encomiendan a Él (cf. Lc 1, 46-55). Con
gozo y temblor dio a luz a su único hijo, manteniendo intacta su virginidad
(cf. Lc 2, 6-7). Confiada en su esposo José, llevó a Jesús a Egipto para
salvarlo de la persecución de Herodes (cf. Mt 2, 13-15). Con la misma fe
siguió al Señor en su predicación y permaneció con él hasta el Calvario (cf.
Jn 19, 25-27). Con fe, María saboreó los frutos de la resurrección de Jesús
y, guardando todos los recuerdos en su corazón (cf. Lc 2, 19.51), los
transmitió a los Doce, reunidos con ella en el Cenáculo para recibir el
Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14; 2, 1-4).
Por la fe, los Apóstoles dejaron todo para seguir al Maestro (cf. Mt 10,
28). Creyeron en las palabras con las que anunciaba el Reino de Dios, que
está presente y se realiza en su persona (cf. Lc 11, 20). Vivieron en
comunión de vida con Jesús, que los instruía con sus enseñanzas, dejándoles
una nueva regla de vida por la que serían reconocidos como sus discípulos
después de su muerte (cf. Jn 13, 34-35). Por la fe, fueron por el mundo
entero, siguiendo el mandato de llevar el Evangelio a toda criatura (cf. Mc
16, 15) y, sin temor alguno, anunciaron a todos la alegría de la
resurrección, de la que fueron testigos fieles.
Por la fe, los discípulos formaron la primera comunidad reunida en torno a
la enseñanza de los Apóstoles, la oración y la celebración de la Eucaristía,
poniendo en común todos sus bienes para atender las necesidades de los
hermanos (cf. Hch 2, 42-47).
Por la fe, los mártires entregaron su vida como testimonio de la verdad del
Evangelio, que los había trasformado y hecho capaces de llegar hasta el
mayor don del amor con el perdón de sus perseguidores.
Por la fe, hombres y mujeres han consagrado su vida a Cristo, dejando todo
para vivir en la sencillez evangélica la obediencia, la pobreza y la
castidad, signos concretos de la espera del Señor que no tarda en llegar.
Por la fe, muchos cristianos han promovido acciones en favor de la justicia,
para hacer concreta la palabra del Señor, que ha venido a proclamar la
liberación de los oprimidos y un año de gracia para todos (cf. Lc 4, 18-19).
Por la fe, hombres y mujeres de toda edad, cuyos nombres están escritos en
el libro de la vida (cf. Ap 7, 9; 13, 8), han confesado a lo largo de los
siglos la belleza
de seguir al Señor Jesús allí donde se les llamaba a dar
testimonio de su ser cristianos: en la familia, la profesión, la vida
pública y el desempeño de los carismas y ministerios que se les confiaban.
También nosotros vivimos por la fe: para el reconocimiento vivo del Señor
Jesús, presente en nuestras vidas y en la historia.
14. El Año de la fe será también una buena oportunidad para intensificar el
testimonio de la caridad. San Pablo nos recuerda: «Ahora subsisten la fe, la
esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de ellas es la caridad» (1
Co 13, 13). Con palabras aún más fuertes —que siempre atañen a los
cristianos—, el apóstol Santiago dice: «¿De qué le sirve a uno, hermanos
míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe?
Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos de alimento diario y
alguno de vosotros les dice: “Id en paz, abrigaos y saciaos”, pero no les da
lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así es también la fe: si no se
tienen obras, está muerta por dentro. Pero alguno dirá: “Tú tienes fe y yo
tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te
mostraré la fe”» (St 2, 14-18).
La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento
constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente,
de modo que una permite a la otra seguir su camino. En efecto, muchos
cristianos dedican sus vidas con amor a quien está solo, marginado o
excluido, como el primero a quien hay que atender y el más importante que
socorrer, porque precisamente en él se refleja el rostro mismo de Cristo.
Gracias a la fe podemos reconocer en quienes piden nuestro amor el rostro
del Señor resucitado. «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis
hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40): estas palabras
suyas son una advertencia que no se ha de olvidar, y una invitación perenne
a devolver ese amor con el que él cuida de nosotros. Es la fe la que nos
permite reconocer a Cristo, y es su mismo amor el que impulsa a socorrerlo
cada vez que se hace nuestro prójimo en el camino de la vida. Sostenidos por
la fe, miramos con esperanza a nuestro compromiso en el mundo, aguardando
«unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia» (2 P
3, 13; cf. Ap 21, 1).
15. Llegados sus últimos días, el apóstol Pablo pidió al discípulo Timoteo
que «buscara la fe» (cf. 2 Tm 2, 22) con la misma constancia de cuando era
niño (cf. 2 Tm 3, 15). Escuchemos esta invitación como dirigida a cada uno
de nosotros, para que nadie se vuelva perezoso en la fe. Ella es compañera
de vida que nos permite distinguir con ojos siempre nuevos las maravillas
que Dios hace por nosotros. Tratando de percibir los signos de los tiempos
en la historia actual, nos compromete a cada uno a convertirnos en un signo
vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo. Lo que el mundo
necesita hoy de manera especial es el testimonio creíble de los que,
iluminados en la mente y el corazón por la Palabra del Señor, son capaces de
abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la vida
verdadera, ésa que no tiene fin.
«Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada» (2 Ts 3, 1): que
este Año de la fe haga cada vez más fuerte la relación con Cristo, el Señor,
pues sólo en él tenemos la certeza para mirar al futuro y la garantía de un
amor auténtico y duradero. Las palabras del apóstol Pedro proyectan un
último rayo de luz sobre la fe: «Por ello os alegráis, aunque ahora sea
preciso padecer un poco en pruebas diversas; así la autenticidad de vuestra
fe, más preciosa que el oro, que, aunque es perecedero, se aquilata a fuego,
merecerá premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo; sin haberlo
visto lo amáis y, sin contemplarlo todavía, creéis en él y así os alegráis
con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe; la
salvación de vuestras almas» (1 P 1, 6-9). La vida de los cristianos conoce
la experiencia de la alegría y el sufrimiento. Cuántos santos han
experimentado la soledad. Cuántos creyentes son probados también en nuestros
días por el silencio de Dios, mientras quisieran escuchar su voz
consoladora. Las pruebas de la vida, a la vez que permiten comprender el
misterio de la Cruz y participar en los sufrimientos de Cristo (cf. Col 1,
24), son preludio de la alegría y la esperanza a la que conduce la fe:
«Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12, 10). Nosotros creemos con
firme certeza que el Señor Jesús ha vencido el mal y la muerte. Con esta
segura confianza nos encomendamos a él: presente entre nosotros, vence el
poder del maligno (cf. Lc 11, 20), y la Iglesia, comunidad visible de su
misericordia, permanece en él como signo de la reconciliación definitiva con
el Padre.
Confiemos a la Madre de Dios, proclamada «bienaventurada porque ha creído»
(Lc 1, 45), este tiempo de gracia.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de octubre del año 2011, séptimo de
mi Pontificado.
BENEDICTO XVI
[1] Homilía en la Misa de inicio de Pontificado
(24 abril 2005): AAS 97 (2005), 710.
[2] Cf. Benedicto XVI, Homilía en la Misa en
Terreiro do Paço, Lisboa (11 mayo 2010), en L’Osservatore Romano ed. en
Leng. española (16 mayo 2010), pag. 8-9.
[3] Cf. Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum
(11 octubre 1992): AAS 86 (1994), 113-118.
[4] Cf. Relación final del Sínodo Extraordinario
de los Obispos (7 diciembre 1985), II, B, a, 4, en L’Osservatore Romano ed.
en Leng. española (22 diciembre 1985), pag. 12.
[5] Pablo VI, Exhort. ap. Petrum et Paulum
Apostolos, en el XIX centenario del martirio de los santos apóstoles Pedro y
Pablo (22 febrero 1967): AAS 59 (1967), 196.
[6] Ibíd., 198.
[7] Pablo VI, Solemne profesión de fe, Homilía
para la concelebración en el XIX centenario del martirio de los santos
apóstoles Pedro y Pablo, en la conclusión del “Año de la fe” (30 junio
1968): AAS 60 (1968), 433-445.
[8] Id., Audiencia General (14 junio 1967):
Insegnamenti V (1967), 801.
[9] Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio
ineunte (6 enero 2001), 57: AAS 93 (2001), 308.
[10] Discurso a la Curia Romana (22 diciembre
2005): AAS 98 (2006), 52.
[11] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 8.
[12] De utilitate credendi, 1, 2.
[13] Cf. Agustín de Hipona, Confesiones, I, 1.
[14] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 10.
[15] Cf. Juan Pablo II, Const. ap. Fidei
depositum (11 octubre 1992): AAS 86 (1994), 116.
[16] Sermo215, 1.
[17] Catecismo de la Iglesia Católica, 167.
[18] Cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. Dei
Filius, sobre la fe católica, cap. III: DS 3008-3009; Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 5.
[19] Discurso en el Collège des Bernardins, París
(12 septiembre 2008): AAS 100 (2008), 722.
[20] Cf. Agustín de Hipona, Confesiones, XIII, 1.
[21] Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum
(11 octubre 1992):AAS 86 (1994), 115 y 117.
[22] Cf. Id., Carta enc. Fides et ratio (14
septiembre 1998) 34.106: AAS 91 (1999), 31-32. 86-87.
Vea también: Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica