Primavera Misionera del siglo XIX
por Gianpaolo Romanato
Las misiones fueron el gran descubrimiento y la gran esperanza de la Iglesia
del siglo XIX.
Descubrimiento porque la misión en edad post revolucionaria, dirigida a los
pueblos nuevos de África, Oceanía, Asia y de las dos Américas, no
garantizada por las estructuras del patronato estatal en vigor en el antiguo
régimen, fue sustancialmente diferente de la del periodo previo a la
revolución.
Esperanza porque frente al nuevo enemigo representado por la modernidad y
por la organización del Estado liberal, la conquista de poblaciones
desconocidas y nunca antes tocadas por el cristianismo se presentaba como
una nueva frontera, una posibilidad imprevista de refundar el mensaje
cristiano, una nueva victoria luego de las repetidas derrotas sufridas en
Europa.
Esta proyección misionera ocurrió bajo la égida de la más rígida cultura
contrarrevolucionaria, a partir del Papa que el primero que se hizo
intérprete y principal vocero, Gregorio XVI, en el siglo Bartolomé
Cappellari, monje camaldulense originario de Belluno, que antes de la
elección había sido durante cinco años prefecto de Propaganda Fide.
Él, mientras impostó con la encíclicas "Mirari vos" (1832) y "Singularis
nos" (1834) las líneas base de la que por cincuenta años se habría mantenido
como la intransigencia católica antimoderna, lanzó también el renacimiento
de las misiones con una serie de iniciativas que van desde la fundación de
cuarenta y cuatro vicariatos apostólicos en las tierras nuevas a la
promulgación de la encíclica "Probe nostis" (1840), el manifiesto de la
nueva misio.
La llamada "primavera misionera" del siglo XIX nace así de raíces culturales
opuestas a las de la modernidad.
Que el impulso de la Iglesia hacia los pueblos nuevos derivase de un deseo
de renacer en relación a la oleada laicista liberal que se difundía
rápidamente en Europa, emerge de las palabras mismas del Papa Gregorio XVI.
La encíclica comenzaba recordando las "desventuras" que oprimían a la
Iglesia "por todas partes", los "errores" que amenazaban su supervivencia.
Pero, "mientras que por un lado debemos llorar - escribía el Papa - por otro
debemos alegrarnos por los frecuentes triunfos de las misiones apostólicas",
triunfos que deberían suscitar "mayor vergüenza" en "aquellos que la
persiguen". Esta contraposición se convertirá en uno de los hilos
conductores de la historia misionera, enclavada desde el inicio en el más
típico filón intransigente, contrarrevolucionario.
Pero no sólo la cultura misionera, sino también el personal que la realizó
proviene de una cultura fundamentalmente intransigente, de enfrentamiento,
extraña al mito del siglo XIX de la nación que fue en cambio uno de los
grandes surcos en los que se desarrollo la revolución de la modernidad, del
cual el colonialismo del siglo XIX fue una de las expresiones.
Es importante tener presente este trasfondo intelectual y teológico, que
confirma, si hay necesidad, la complejidad y lo imprevisible de la historia.
En el caso del que nos estamos ocupando, la novedad no es hija de la
revolución sino de la reacción, es decir, de una cultura que normalmente no
abre al futuro sino que induce a refugiarse en el pasado. El elemento
vencedor de la cultura misionera fue, en efecto, precisamente su condición
de extraña respecto al mito de la nación.
UNIVERSALISMO CRISTIANO
Los misioneros que se trasladaron en masa por el mundo poseían mucho más el
sentido de Iglesia que el sentido de patria. Se sentían hijos y defensores
de una Iglesia perseguida y obligada a defenderse del liberalismo, de las
revoluciones nacionales. Ello acentuó su condición de extraña respecto a las
ideas políticas del siglo XIX y reforzó la identificación con el
universalismo cristiano. Las misiones no nacen italianas, francesas o
alemanas, nacen católicas, hijas de una Iglesia vuelta a compactar en torno
a Roma y ya separada de las viejas Iglesias nacionales anteriores a la
revolución, en ruta de colisión con aquellos ideales de grandeza y de
potencia que movieron a las potencias europeas a conquistar y a anexar los
continentes nuevos.
Estas consideraciones valen en particular para los misioneros italianos, los
más cercanos - también geográficamente - a Roma y al nuevo espíritu de la
catolicidad.
El misionero italiano se sentía principalmente un hombre de Iglesia,
portador de un plan de evangelización, como diríamos hoy, potencialmente
universal, no condicionado por intereses políticos o nacionales. En los
institutos italianos surgidos en el siglo XIX, dedicados exclusivamente a
actividades misioneras - de las misiones africanas de Verona fundadas por
Daniel Comboni al Pontificio Instituto para las Misiones Extranjeras (PIME),
de los javerianos a los misioneros de la Consolación - la ideología
nacional, o nacionalista, es casi inexistente. Predomina en cambio el ansia
apostólica, que se convierte en más fuerte y más impulsadora en la medida
que los acontecimientos políticos italianos parecen reservar a la Iglesia en
Italia un futuro incierto y difícil.
Son precisamente estas dificultades las que refuerzan su sentido de
pertenencia a la Iglesia, por encima del sentimiento patriótico, el deseo de
abrirle caminos nuevos ante pueblos lejanos, aún no tocados por el
cristianismo, el ansia de encontrar una "misión virgen" donde el Evangelio
no hubiera todavía llegado, y fuera posible predicarlo sin contaminarlo con
intereses políticos, ideológicos.
En las "Reglas" del PIME se dice que "el Instituto desde el principio apuntó
a tener misiones propias entre las poblaciones más abandonados y más
bárbaros". La esperanza y el ideal de estos institutos es el de refundar el
cristianismo lo más lejos posible de la vieja Europa, de sus divisiones y de
sus intereses.
Análoga es la intención de Comboni, que pensó en África como la "más infeliz
y cierto la más abandonada parte del mundo". En él fue siempre muy clara la
conciencia de que la obra misionera habría sido tanto más eficaz cuanto más
libre de factores políticos. La misión "debe ser católica, no ya española, o
francesa o alemana o italiana", no se cansaba de repetir. Él conocía
perfectamente las asociaciones y los institutos misioneros europeos, por
haberlos visitado y frecuentado, y lamentaba que en Francia "el espíritu de
Dios" estuviese todavía demasiado condicionado por el "espíritu de nación".
Pero ni siquiera en Francia el condicionamiento de la nacionalidad impidió
ver claramente que las misiones debían mantenerse lejos de la política de
los Estados a los que pertenecían los misioneros, como escribió con gran
lucidez el superior francés de la misión en Eritrea: "Para nosotros no
existe una sola palabra: la Misión Católica, así los miembros que la
componen sean franceses, italianos, alemanes o ingleses".
ENTRE MISIÓN Y COLONIZACIÓN
El entretejido entre misión y colonialismo es complejo. Los dos fenómenos
son paralelos, contemporáneos e interdependientes, tanto en la edad moderna
como en la edad contemporánea.
En la edad moderna los misioneros llegaron a las Américas y a Asia en las
naves de los colonizadores, protegidos por las mismas leyes, amarrados en
los vínculos del patronato estatal. Y la situación no era diferente en las
áreas del globo, en particular en la Norteamérica hoy canadiense, entonces
bajo control francés. Pero tanto la Santa Sede como las órdenes religiosas
comprometidas en las misiones no tardaron en entrar en conflicto con el
poder político y buscarse espacios de autonomía.
Roma fundará la potente congregación de Propaganda Fide, en 1622,
precisamente con el objetivo de llevar, a donde fuera posible, las misiones
bajo el control eclesiástico, también a través hábiles oportunos canónicos
como el instituto de los vicarios apostólicos, obispos dependientes
directamente de Roma, es decir, obispos que respondían por sus acciones a la
sede apostólica y no a la autoridad política.
Los vicarios apostólicos fueron utilizados en particular en el intento de
evitar el patronato portugués. En el caso del patronato español el modo para
escapar el vínculo estatal consistió en el inicio de experimentos de
evangelización desligados de la jurisdicción de la corona de Madrid, en
territorios puestos fuera o al margen de su jurisdicción.
En este segundo caso se debe recordar el experimento de las Reducciones
entre los guaraníes del Paraguay (pero en realidad extendido también a otras
áreas y poblaciones sudamericanas). Las Reducciones eran misiones totalmente
bajo el control de la Compañía de Jesús, sobre las cuales la corona de
España no tenía casi ningún poder. Pero sabemos que estas se derrumbaron
cuando España y Portugal reordenaron los límites y quitaron a las misiones
de los espacios de autonomía de los que habían gozado por un siglo y medio.
No siempre Propaganda Fide consiguió realizar las intenciones por las cuales
había surgido, ni siquiera con la utilidad de los vicarios apostólicos.
En resumen, durante toda la edad moderna, misión y colonización vivieron una
difícil cohabitación, con frecuencia conflictiva.
En la edad contemporánea notamos características análogas. Misiones y
colonias van juntas, aunque sea con diferencias no carentes de importancia.
En general la misión antecede a la colonia y frecuentemente se dirige a
territorios extraños o al margen de la colonización: Oceanía donde operó
PIME, la Patagonia donde se asentaron los salesianos.
Pero las coincidencia, no obstante estas discrepancias, no deben impedirnos
notar las diferencias.
En el siglo XIX y XX los misioneros aprenden las lenguas locales, actúan sin
ponerse por encima de las culturas autóctonas, sino que las penetran desde
dentro, favorecen el nacimiento del clero y jerarquías locales, siguiendo
las directivas romanas emanadas de la famosa Instrucción a los vicarios
apostólicos de Tonchín del lejano 1659 - un documento pontificio con visión
de futuro, más citado que conocido - ratificado en todas las siguientes
directivas pontificias y retomado por la encíclica "Maximum illud" de
Benedicto XV, de 1919. Mientras la colonia es una conquista de territorios,
espacios y recursos, una operación de poder, la misión es un tentativo de
injerto del cristianismo sin alterar las culturas locales.
No siempre la operación fue llevada a cabo con la necesaria claridad, pero
la intención era esta. Comboni dirá que la presencia en la "Nigricia" - como
se definía entonces al África - debía durar hasta cuanto naciera una
catolicidad local, luego debería terminar. Es exactamente lo que ocurrió en
Sudán, el territorio de su misión, donde existe hoy una jerarquía sudanense,
de la cual dependen los misioneros combonianos para actuar. "Salvar el
África con el África" fue su slogan, que expresa precisamente esa intención.
Llegar, cristianizar, crear una Iglesia local y luego irse.
Si observamos a posteriori la historia del colonialismo europeo, notamos más
claramente la diferencia entre colonialismo y misión. El colonialismo
explotó dejando ruinas que han devastado y que siguen devastando los
continentes extra-europeos. La misión no explosionó, sobrevivió a la edad
colonial, se transformó y ha dado vida a las llamadas jóvenes Iglesias, con
clero y jerarquía indígenas.
Hoy en el sacro colegio están presentes decenas de cardenales provenientes
de países africanos o asiáticos que fueron colonias hasta la post segunda
guerra. Las misiones han servido para dilatar el catolicismo a escala
planetaria y para inculturarlo en los pueblos nuevos.