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UN CORAZÓN NUEVO Y UN ESPÍRITU NUEVO de  E. J. Cuskelly MSC: Un Corazón Nuevo, capítulo 12

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CAPITULO DOCE

UN CORAZÓN NUEVO

 

Les propondré para su reflexión dos textos de los documentos de Renovación:

“Cuando contemplamos a Aquel que fue lanceado en la Cruz, descubrimos el corazón nuevo que Dios nos ha dado”. (No. 3).

“En la contemplación del corazón de Cristo, en la participación de sus sentimientos” (No. 4).

Las reflexiones que les voy a exponer no tendrán el orden de una tesis. Sin embargo, forman un conjunto para dar una respuesta viva al interrogante de la vocación MSC. La respuesta a toda llamada de seguir a Cristo tiene elementos comunes para todos los cristianos; tiene también características propias de las diferentes escuelas de espiritualidad. A quienes querían seguirle, Cristo decía: "El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga". (Mt. 16, 24). Nosotros conocemos muchos santos y simples cristianos que sintieron la necesidad de mortificación y de penitencia. Las practicaron bajo formas diversas haciendo de ellas su camino particular para seguir a Cristo y testimoniarle un amor sin falla. El P. Chevalier escribió este texto que es a mi juicio el más importante para definir nuestro espíritu y guiar nuestra vida:

"Los que entran en nuestra Sociedad, pueden permitir que otros les superen en ciencia, mortificación, pobreza; pero cuando se trate de obediencia y mutua caridad, no permitirán que nadie sea mejor que ellos". (Formula Instituti, par. 4, 3. Cfr. J. C. P. 144).

Saquemos las consecuencias de este texto:

Aquí el fundador no nos dispensa así, sin más de la necesidad de renunciar a nosotros mismos. Ya hemos visto nuestra vocación a un servicio de amor con todo lo que exige de renuncia de parte nuestra para ser "Los sacramentos de la bondad de Dios". Si tú no conoces las exigencias y la renuncia que exige tal vocación, es prueba de que no has tratado nunca de ponerlas en práctica. Esto es para todos nosotros un desafío constante y materia diaria de examen de conciencia, con honestidad, humildad, renovado reconocimiento de nuestras faltas en la oración pan no cansarnos del esfuerzo continuo que nos pide.

Les pediría ahora reflexionar sobre lo que me parece ser para nuestra vida y nuestro espíritu una frase clave: la exaltación de la obediencia y de la caridad fraterna. Si no llegamos a captar o nos negamos a aceptar) las consecuencias de esta afirmación, entonces nos quedaremos siempre por debajo del nivel necesario para acceder a la fuerza de la espiritualidad que propone el P. Chevalier.

El P. fundador no nos dice que los MSC podemos dejar a otros la práctica de la mortificación y de la pobreza, y coger cómodamente la obediencia y la caridad fraterna. Él nos indica más bien el entregarnos a la mortificación y aceptar la pobreza personal inherentes a una vida consagrada a la obediencia y a la caridad fraterna, A esto llamados por vocación, pero percibiremos las consecuencias y responderemos a tal llamado solamente si tenemos el coraje de “contemplar el corazón de Cristo y de hacer nuestros sus sentimientos". He ahí la fuente, la única fuente de una verdadera renovación espiritual.

Hay un hecho que me hace sospechar que nosotros hemos esquivado hasta cierto punto y sin duda las implicaciones esenciales de nuestra vocación, sin duda. El hecho del que les quiero hablar es el siguiente: En toda la Congregación hemos hecho hincapié, siguiendo al fundador, en la caridad fraterna, pero es raro que la obediencia haya sido tratada del mismo modo. Hay que hacer notar que en el P. Chevalier las dos se correspondían. Y para mí, si se exige un lugar privilegiado para la caridad, mientras se tiene poca consideración con la obediencia, esta exigencia me parece muy sospechosa, y yo pregunto ¿qué quiere decir en realidad esta seudo-virtud de caridad? Y para que no haya ningún prejuicio, debo decir que no hago ninguna referencia (y no tengo pensado hacerla en esta exposición) a lo que se llama "obediencia social". No pretendo inducirlos a venir a recibir órdenes mías o de otro. Más bien los invito a fijarse en una actitud interior o en una disposición de espíritu (como la que encontramos en el corazón de Jesús); tal disposición, si es lo suficientemente bastante completa, hará que las órdenes sean innecesarias e inútiles.

Aunque fue Hijo de Dios, Cristo como hombre aprendió a obedecer. Tratemos de ver qué era esta obediencia que El debió aprender, y que ahora nos toca aprender de Él. ¿Cuál era ese sentimiento particular o esta “disposición de alma” de Cristo que debemos tener hasta cierto punto si estamos consagrados a Él? Es en este punto, creo yo, donde nos es dado a conocer en profundidad y en riqueza la personalidad de Cristo. Esto puede ser para nosotros una renovación de nuestro amor y de una mayor voluntad de servir.

Para una mayor comprensión del tema, comencemos nuestra búsqueda por una reflexión sobre la intervención más excepcional del Padre que nos trae el Evangelio: "Y se oyó una voz celestial que decía: "Este es mi Hijo, el Amado, al que miro con cariño". (Mt. 3, 17. Cf. Mc. 1, 11; Lc. 3, 22).

El sentido de este texto debe darnos claridad sobre la significación bíblica real de lo que es "la voluntad de Dios" y de lo que debe ser la actitud correspondiente de obediencia de parte del hombre. La palabra hebrea que la vulgata traduce con insistencia por "voluntad", significa "de buen gusto", "amor delectación", "favor concedido". Por ejemplo, Isaías 62, 3-5: "Verán tu justicia las naciones y los reyes contemplarán tu gloria, y te llamarán con tu nombre nuevo, el que Yavé te habrá dado. Y serás una corona preciosa en manos de Yavé. Un anillo real en el dedo de tu Dios. No te llamarán más "Abandonada", ni a tu tierra "Desolada", sino que te llamarán "Me gusta" y a tu tierra "Desposada". Porque Yavé se complacerá en ti y tu tierra tendrá un esposo. Como un joven se casa con una muchacha virgen, así el que te formó se casará contigo, y como el esposo goza con su esposa, así harás las delicias de tu Dios". 

La voluntad de Dios no es la imposición arbitraria de los mandamientos, son las delicias del amor de Dios repartidas, su favor alargado. La plenitud del amor del Padre está ahora en Jesús. Él es el amado del Padre, en El están sus delicias. En él encuentra satisfacción el deseo de amor del Padre. Un autor moderno escribe:

" Ahora, en la plenitud de los tiempos, el Hijo amado, se unió a lo que es esencialmente humano. Engendrado del Padre, Él debe expresar esta generación una manera humana. El la expresa por su obediencia. Y debe permitir a este amor del Padre derramarse en todo su ser humano. Este amor debe ocupar y tomar su cuerpo humano y toda su sicología. De esta manera el amor del Padre será realizado y confirmado. Allí donde el primer hombre dijo “no", Jesús, el hombre nuevo, dirá "sí". El hará la voluntad del Padre completamente suya. Y deberá ser el primer hombre en quien la plenitud del amor de Dios se hace realidad. Eso es la obediencia"[1]. (1) Es por eso que, llegando a este mundo, Él podía decir: "Vine, oh Dios, para hacer tu voluntad" (Heb. 10, 7). Él podía repetir las palabras del Salmo 40: "Dios mío, quiero hacer lo que te agrada, tu ley está en el fondo de mi ser". Pienso yo que podemos ver ya, porqué el P. Chevalier entendía la obediencia como ligada al Corazón de Cristo.

Así cuando nosotros pensamos que "a las delicias en tu ley" de Cristo correspondía el conocimiento que Él tenía de lo que en Él el Padre encontraba ‘sus delicias", podemos sentir un poco de envidia por lo que parecería ser una respuesta natural y fácil al Amor del Padre.

¡Sí, pero. . . no tan rápido! Tomemos de nuevo y prosigamos la lectura del P. Louf: "Él debía ser el primer hombre en quien la plenitud del amor de Dios podía llegar a ser una realidad. Es su obediencia, es también su muerte. Estas dos realidades son su amor". iEs también su muerte! El entraba en la humanidad para ser de la raza de Adam, en semejanza a nuestra carne pecadora. El probó la repugnancia de la carne al someterse completamente a Dios, Él vivió la agonía, el combate por amar hasta el extremo. La ley de Dios en el interior del corazón de un hijo de Adam hará estallar en dos, a causa de sus exigencias, ese corazón: "Y porque todos esos hijos (los hombres) comparten una misma naturaleza de carne y sangre, Jesús también tuvo que hacerse, como ellos, carne y sangre. Así pudo por su propia muerte, quitarle su poder al que reinaba por medio de la muerte, el diablo y libertó a los hombres que toda su vida permanecían paralizados por el miedo a la muerte". (Hebreos 2, 14—15). El que buscaba liberarnos, también fue tocado por el miedo de la muerte. De una manera misteriosa que nosotros no podemos más que entrever y sin entender del todo, el tuvo que obrar bajo el peso de nuestros pecados. Su amor y su obediencia debían conducirlo, por la muerte, hacia el Padre. Eso no se realizó sin pena. "Es el quien, a lo largo de su vida terrestre, ofreció oraciones y súplicas con grandes clamores y lágrimas a aquel que lo podía salvar de la muerte y fue escuchado por su religiosa sumisión. Aun siendo Hijo, aprendió en su pasión lo que es obedecer". (Hebreos 5,17-8).

A las orillas del Jordán, él había escuchado el testimonio de su Padre diciendo que Él era el Hijo en quien estaba su amor. Pero al final de su vida tuvo tentación de dudar del Amor del Padre: "Ha puesto su confianza en Dios; si Dios lo ama, que lo libere, puesto que el mismo decía: Soy el Hijo de Dios" (Mt 27, 43). Esta palabra es pronunciada ahora no una aprobación sino como una burla. Pero, aun en la hora más oscura, El, el Hijo de Dios, no podía dejar de creer en el amor de su Padre. Como Hijo del Hombre y hermano nuestro, amándonos hasta lo último, no podía olvidar que debía lograr amarnos hasta el final. Sostenido por esos dos amores exhaló su último suspiro como un don de amor entregándose en las manos de su Padre. Desde entonces el Espíritu de amor podía brotar de su corazón para renovar el corazón de los hombres.

Contemplación del Corazón de Cristo.   

No es un corazón suave, azucarado el que contemplamos. El símbolo de "las profundidades de Dios", de la vida interior de Cristo en las profundidades de su personalidad, es "el Corazón traspasado". Es el símbolo real y el signo especial de este amor que era el de Cristo; la única expresión de la realidad de lo que el amor le exigió. El costado de Cristo fue traspasado por la lanza del soldado. Fue mucho más que una herida hecha a un cadáver. Fue el signo exterior de la realidad interior del Corazón que, viviendo, estaba desgarrado por la tensión entre el amor del Hijo y la debilidad de nuestra carne mortal. Aquí se nos revela su vida interna de amor, con todo lo que experimentó. En el corazón del Hijo, la ley de Dios es "delicia", pero en el corazón del hijo de Adam, la ley se aprende y se cumple por medio del sufrimiento y el sudor de sangre, en el “no mi voluntad, sino la tuya". No es sino por el abandono total a la voluntad del Padre que se realizan las palabras proféticas acerca del corazón nuevo. Si nosotros queremos que nuestra oración sea escuchada: "Señor, danos un corazón nuevo", sabemos dónde buscar la inspiración y la fuerza. Por nuestra profesión nosotros somos Misioneros del Sagrado Corazón. Afirmamos que queremos hacer nuestros los sentimientos del Corazón de Cristo.  Creo que debemos reflexionar larga y seriamente sobre ese profundo sentimiento de "obediencia" que habitaba en el Corazón de Cristo. Yo hasta diría que es porque hemos dejado de hacer nuestro ese sentimiento particular (o esta actitud) de obediencia respecto al Padre, que hemos tenido algunos disgustos; es por eso que algunos entre nosotros no pueden orar. Es por eso que la caridad fraterna es deficiente (a veces tristemente deficiente) en algunas de nuestras comunidades. Es por eso que algunos de entre nosotros tienen una vida espiritual muy superficial.

La oración.

Se dice que, hoy día, somos muchos los que tenemos necesidad de aprender a orar; y, como los discípulos, debemos decir: "Señor enséñanos a orar".  Esta oración, pienso yo, la mayoría de nosotros puede decirla fácilmente. Sentimos en nosotros el deseo de orar, quisiéramos conocer, amar a nuestro Señor, estar cerca de Él, rezar el Padre nuestro como sus hijos que creen en su amor. Nos gustaría compartir la oración de Cristo, su intimidad filial con su Padre.

Todo eso, está muy bien, es muy recomendable. Pero si queremos compartir la oración de Cristo, debemos estar dispuesto a seguir su camino. "¡Señor! enséñanos a orar". Esta oración podemos hacerla todos con gusto. Pero no es una oración para hacerse a la ligera si queremos realmente ser escuchados. Debe estar acompañada de la disposición de compartir la actitud de obediencia que rebosaba el Corazón de Cristo. Me permito recoger y repetir un texto citado en dos ocasiones y que yo completaré:  "Cristo debía ser el primer hombre en quien la plenitud del amor de Dios podía llegar a ser una realidad. Es su obediencia, es también su muerte, los dos son su amor, las dos son su oración".

  Hay que anotar que en el momento el Padre declaraba que Jesús era su Hijo amado en quien estaban sus delicias (en el bautismo y en la transfiguración), los dos casos la Palabra del Padre era una respuesta a la oración de Jesús. "Su oración era al mismo tiempo abandono de amor a la voluntad del Padre, y una revelación más grande de esta misma voluntad… su agonía. . . es un combate de la obediencia y también de la oración. . . (El reza más largamente) . . . (Louf).

"Aunque era Hijo de Dios, El aprendió la obediencia. Como hombre tenía que arrancar esta obediencia al pecado, nuestro pecado. Nosotros podemos decir lo mismo de la oración. En su tentación, Jesús aprendió a rezar. Sólo las lágrimas y la súplica a grandes gritos —la oración de la extrema desolación— podían abrir en el hombre Jesús esas profundidades de abandono y de obediencia en las que podía realizarse plenamente la voluntad de Dios, es decir, el amor del Padre…”  Su muerte es un abandono y una oración, y entonces "De repente el descubre la respuesta a la declaración de amor de su Padre: "Tú eres mi Hijo amado. Todo mi favor reposa en ti”.

Jesús necesitó toda su vida de hombre para llegar a la realidad más profunda de esas palabras. Es solamente entonces cuando sabe, cuando puede rezar "realmente". No es sino en la muerte cuando será capaz de expresar en plenitud el "sí", largamente madurado de su propio amor por el Padre, para pronunciarlo en la paz, fuera de duda y de desesperación. 'Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu'.

"Si Jesús hubiera cedido a esta tentación, se hubiera quedado en la muerte para siempre y el camino de la oración se le hubiera cerrado para siempre. Ahora ese camino está abierto y libre de nuevo. El mismo es el camino... y la vida (Jn. 14, 16)" (Louf, págs. 30—33).

Es hacia El que se dirigen nuestras miradas cuando pedimos "Señor, enséñanos a rezar". Las fuentes de la verdadera oración yacen profundamente en nuestras almas y en el corazón de Cristo. Yo no quisiera que creyeran que todas nuestras oraciones deben ser serias y solemnes. Nuestra oración pasa por toda la gama de la vida humana y de la emoción: alegría, dolor, confianza, amor, espera paciente. Sin embargo, hay una actitud fundamental y necesaria para que toda la gama de oraciones encuentre su lugar en nuestra vida para cantar tanto nuestro "aleluya" como nuestro "Miserere", "De profundis clamavi" es verdad para toda oración real. La oración sale de las profundidades de nuestras necesidades, de nuestro amor, de nuestros deseos, de nuestra fe, de nuestra gratitud, de nuestra esperanza.

Como Jesús, nosotros tocamos la profunda realidad de la oración más que cuando podemos decir sinceramente: "en tus manos". No podemos decir "Padre Nuestro" sino cuando podemos decir "Hágase tu voluntad”.

Si estamos apegados a nuestra propia voluntad, decididos a seguir nuestro propio camino, entonces no tenemos necesidad de esforzarnos por pedir al Señor que nos enseñe a orar. Una actitud de obediencia y de apertura en un anticipo necesario a la oración, y es en la oración donde nosotros también, aprendemos la obediencia y la apertura a la voluntad de Dios.

 

 



[1] (I) Andres Louf, Enséñanos a orar. Darton Longman and Todd, London, 1976, pág. 30

 

 

 

 

 

 











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