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UN CORAZÓN NUEVO Y UN ESPÍRITU NUEVO de  E. J. Cuskelly MSC: Misión, capítulo 13

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CAPITULO TRECE

MISIÓN

El P. Chevalier había elegido el título de "Misioneros del Sagrado Corazón" para su congregación. Dicha elección correspondía a la visión que de Cristo se había creado él en el Evangelio y con la idea que se había hecho del espíritu y fines de la Sociedad por él fundada.

"Siempre en todas sus acciones, Nuestro Señor estuvo totalmente poseído por la misión que vino a cumplir en la tierra"[1]. (1)

Cristo, por su misericordia, se entregó por la salvación de la humanidad: el Buen Pastor se lanza en búsqueda de la oveja perdida, invita a todos los hombres a llegarse a él para que encuentren su descanso.

No es necesario insistir aquí sobre la importancia del celo apostólico ni sobre la preponderancia que dar a la misión "ad Gentes". Toda la historia de nuestra Sociedad encierra un testimonio elocuente de estas realidades. En nuestra sociedad, sin embargo, hay otros aspectos de la misión que no están suficientemente contenidos en los términos de ' 'misión" o "misionero", tomados en su sentido ordinario. Es, pues, importante insistir en estos aspectos que constituyen una parte esencial y vital de nuestra visión y de nuestra espiritualidad MSC.

Ante todo, "Los Misioneros del Sagrado Corazón reciben la magnífica misión de glorificar al Corazón de Jesús y de hacer conocer los tesoros de gracias de que está repleto este corazón. . .”[2]. (2) Se reconoce el hecho de que, después del Vaticano II, los esfuerzos de las Congregaciones religiosas, para efectuar su propia renovación, han dirigido la atención a su compromiso con el mundo. Era una fase buena y necesaria. Felizmente, "numerosos indicios muestran que el Espíritu conduce las Congregaciones a una valiente toma de conciencia, no solo de sus relaciones con el mundo, sino también de sus relaciones con Dios. Descubrimos que así como una simple búsqueda espiritual que agotara todo el deseo apostólico sería sospechosa a la luz del Evangelio así mismo un compromiso misionero que no se abriere al libre don de sí en la adoración ante Dios sería evangélicamente malsano y deslizado del "seguimiento de Cristo" Para un mayor número de religiosos, un compromiso generoso al servicio de las causas humanas, en nombre del Evangelio, no tiene sentido verdadero ni valor si no es vivido desde el interior mismo del ante Dios de su vocación. Este ante Dios encierra para ellos una importancia suprema, sin dudar de su compromiso misionero, o de su participación en los movimientos de liberación del hombre, por los que son estimulados donde quiera- que trabajan, ellos se esfuerzan en dar a su relación con Dios toda la importancia que debe tener en cualquier vida que se consuma en el' seguimiento de "Cristo"[3]. (3).

En este párrafo, el P. Tillard hace una aplicación de la tesis que desarrolla en su libro "Ante Dios y para el Mundo". Como lo indica el título, demuestra claramente que la vida religiosa es vivida "ante Dios y para el mundo". Para satisfacción nuestra, estos dos elementos se encuentran unidos en el concepto de misión si la comprendemos correctamente a la luz del Evangelio. Escudriñando el concepto bíblico y la espiritualidad de la misión es como notamos que somos llamados a vivir ante Dios, constante y concienzudamente a fin de poder proclamar en verdad que tenemos una misión en el mundo.

Una misión se dirige a alguien (a los que sufren y soportan el yugo), como también y esencialmente, viene de alguien. Si la dimensión "de quien viene la misión" no es fielmente vivida, no tenemos derecho a proclamar que realizamos una misión ni que somos misioneros. Nuestra misión es participación en la misión de Jesucristo o no es misión. La reflexión sobre el modo como Jesucristo vivió su misión es esencial, si queremos vivir nuestra vocación MSC. En el interior mismo de tal reflexión se sitúan los aspectos contenidos en los pasajes del P. Feuillet:

“El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado" (Jn. 14, 31); 'Yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor' (15, 10). En ambos pasajes, el amor de Jesús a su Padre equivale a una adhesión incondicional a su voluntad. Lo que le conducirá al Calvario para la salvación de los hombres. Teniendo en cuenta esta equivalencia, aunque rara vez lo manifieste, Jesús implícitamente proclama sin cesar, de forma equivalente, el amor a su Padre, ya que constantemente proclama su apego inconmovible a la voluntad del Padre.

 

Según el cuarto (4to) evangelio, Jesús se deja obsesionar por el deseo de cumplir hasta el fin la misión que el Padre le ha confiado. Por esto habla tan a menudo de su Padre que lo ha enviado[4]. (4)  "Es necesario partir de todo lo que implica el concepto ordinario de enviado. El enviado de un soberano lo representa. El honor que se le tributa no se agota en la persona como tal, puesto que la importancia del rol que desempeña le viene del que habla y actúa en él. Además, el enviado auténtico que cumple cabalmente su misión no se limita a expresar ideas que le resultarían extrañas. Se pone totalmente al servicio de su soberano. Se olvida de sí mismo para hacer suyas las ideas y los deseos del que le envió. Tanto más merece las demostraciones de respeto y deferencia debidas a su dueño, cuanto mejor asume sus intenciones.

"Lo dicho vale para todo enviado, cualquiera que sea. Sin embargo, las   anteriores no se aplican con tanta perfección sino a Cristo, enviado del Padre, tal como lo presenta San Juan. Jesús, en el cuarto evangelio, constantemente proclama que no dice sus propias palabras, sino las del Padre (3, 34; 7, 16; 8, 26, 38,40; 14, 10, 24; 17, 8), que no hace sus propias obras, sino las del Padre (4, 34; 5, 17, 19, 20, 30, 36; 8, 28; 14, 10), que no cumple su propia voluntad sino la del Padre (4, 34; 5, 30; 6, 38; 10, 25, 37). No es sino la voz y la mano del Padre, y sólo a este tenor espera ser honrado por los hombres: "para que todos honren al Hijo como honran al Padre, el que no honra al Hijo no honra al Padre que le ha enviado" (5, 23; Cf. 7, 18; 8, 50, 54).

"A diferencia de lo que sucede en las misiones humanas, en ningún momento el enviado aparece aquí realmente separado del que lo envía: el Padre que ha enviado a su Hijo al mundo jamás lo deja solo (8,29; 16,32); Jesús y el Padre son siempre uno (10,30), siempre uno en el otro (10,38; 14,11; 17,21). En consecuencia, al amar Jesús a los hombres y dar su vida por ellos es el amor del Padre que los salva por él: “Quién me ha visto a mí, ha visto al Padre' (14, 9)"[5]. (5)

Una buena parte del "vivir ante Dios" es necesaria queremos participar en la "misión de Cristo". Aún más: sin esta participación en la misión de Cristo no podemos pretender ser enviados a los

 hombres, por profundo que sea el interés que les demos y cualquiera que sea nuestro compromiso en el mundo.

En este sentido nuestro Fundador nos aporta ejemplo e inspiración.

“El P. Chevalier, escribe Belleville, fue "el hombre de una idea y de una misión". La idea 'es una idea mística. . . Habiendo tomado sitio, por así decirlo, en el Sagrado Corazón, ya no saldrá de ahí pase lo que pase'.

"En estas palabras, el abad Belleville describe admirablemente lo que cree ser la cualidad mística de la espiritualidad del P. Chevalier.

 . El término místico a menudo es empleado para indicar la manera consciente de vivir su vida espiritual como un don de Dios experimentado, más bien que como esfuerzo hacia el ascetismo o la práctica de la virtud. En la forma en que Chevalier vivía la caridad siempre estaba presente una cierta cualidad mística. Cuando hubo superado la etapa evidente del esfuerzo ascético, sufrió una notable transformación, esforzándose entonces por vivir el misterio de Cristo-viviente-en-él, actuando y amando por él. Consciente de la presencia de Cristo en su meditación, en su corazón durante su oración y el ejercicio de la caridad, llegó a vivir una unión consciente con Cristo "en sus manos", e. d., Cristo trabajando con él en sus obras apostólicas. Estaba consciente de la presencia y de la acción de Cristo tanto en sus actividades como en su oración. He ahí por qué podía escribir en sus reglas: con él en sus obras apostólicas. Estaba consciente de la presencia y de la acción de Cristo tanto en sus actividades como en su oración. He ahí por qué podía escribir en sus reglas:

"Los misioneros habrán de tener una tierna devoción al Corazón adorable de Jesús; no habrán de olvidar que es la fuente de todas las gracias, una hoguera de luz y de amor, un abismo de misericordia; con frecuencia habrán de recurrir a él en sus penas, tentaciones, aburrimientos y dificultades".

"Además, él veía a Cristo en todos aquellos para quienes trabajaba, teniéndoles siempre como "almas que le son (a Cristo) muy queridas". En cierto sentido, tenía una mística de la misión, consciente de participar en la misión de Cristo, Sumo Sacerdote y Apóstol, consciente de que el amor de Dios le era concedido a todo hombre que encontraba. Esto para él no significaba que de tal manera Dios estaba en los otros que se considerara el mismo exento de encontrarlo regularmente en la oración y sobre todo en la Eucaristía. En su muy ocupada vida, la práctica asidua de sus ejercicios religiosos en el seno mismo de su comunidad es evidencia por todos los que le conocieron"[6]. (6)

Un segundo aspecto de la misión es el desafío constante que nos lanza a descubrir los signos de los tiempos y cómo darles una respuesta según el espíritu de nuestra vocación. En un capítulo precedente vimos ya la importancia de este tema. Algunas Provincias no han titubeado en enfrentar este problema y han dado el ejemplo de lo que debería hacerse por todas partes en la congregación. Debiéramos preguntamos: Habida cuenta del espíritu de nuestra misión, ¿qué exigencias nos son dirigidas hoy? ¿Cuáles son las necesidades reales de la Iglesia'? ¿Quiénes son los verdaderos pobres que necesitan de nuestra ayuda? ¿Responde la tarea en que nos hallamos comprometidos a nuestra misión de hoy? ¿Es la expresión clara de nuestra vocación MSC? ¿Responde a la necesidad real de la iglesia local? ¿O, más bien, mantenemos nuestro trabajo porque lo habíamos emprendido desde años atrás? ¿Pueden los apostolados actuales ser revitalizados, adaptados para responder mejor a las necesidades de hoy o expresar más fielmente nuestro propio carisma?

 

Los diferentes elementos de una espiritualidad son vividos con mayor convicción en la medida en que son experimentados como partes integrantes de una espiritualidad unificada. Esta unificación se dará cuando veamos los diversos componentes de nuestra vida originarse en la visión central de Cristo e integrarse a la respuesta nuestra a esa visión. La visión particular MSC ha sido ya considerada en uno de los capítulos precedentes. Hemos aprendido a creer en el amor de Dios por todos los hombres, y es esa la fuente de nuestra misión: "caritas Christi urget nos" (el amor de Cristo nos apremia). 

 

Los consejos evangélicos han de estar penetrados de esta misma visión e integrados en nuestra respuesta como Misioneros del Sagrado Corazón. La más antigua redacción de nuestras constituciones exigidas por la Santa Sede no facilitó la integración. Aquella formulación daba la impresión de que algunas cosas eran la expresión de nuestro espíritu MSC, mientras que otras, como los votos, nos eran impuestos por ser religiosos. Muy frecuentemente consultábamos el Derecho Canónico, como también otras obras sobre la vida religiosa, a fin de conocer las implicaciones que podían tener los votos en nuestra vida. Esto no nos daba un falso conocimiento, pero limitaba nuestro panorama y perjudicada la visión unificada de una sana espiritualidad.

  Felizmente hemos vuelto a reconsiderar nuestro carisma y nuestra misión para descubrir lo que se nos dice acerca del modo de vivir la pobreza, la castidad y la obediencia en nuestra Sociedad.

En lo que se refiere a la castidad, por ejemplo, recientemente algunos capítulos provinciales han escrito:

"La castidad dentro del celibato nos permite vivir mejor como Cristo: compasivo, humano, abierto a las necesidades de aquellos a quienes nos asociamos, tanto dentro como fuera de la comunidad".

"La castidad religiosa es un compromiso con el amor de Cristo en la fe, la amistad y la oración; un amor expresivo, atento, disponible a los demás".

El llamado a una pobreza evangélica también ha de ser considerado dentro del contexto de misión. Algunas Órdenes religiosas, como los franciscanos, poseen una mística particular de la pobreza, heredada de San Francisco, que nosotros no estamos llamados  a compartir. Sí, somos llamados a una misión de servicio impregnado de un amor que sea testimonio del amor misericordioso de Cristo. La posesión v el uso de los bienes materiales deben adaptarse en este contexto y ser estimados en consecuencia.

He aquí, a modo de ejemplo, el caso de una de nuestras misiones. Un misionero fue enviado a una parroquia pobre, donde no había casa curial. Un católico pudiente de ese lugar ofreció al sacerdote el uso de una de sus casas. Pero éste se dio cuenta de que dicha casa era mucho mejor que las de la gente ordinaria y que, si la aceptaba, la gente podría pensar que él no había venido para dedicarse a ellos. Se contentó, pues, con una pequeña casa del pueblo. Así testimonió claramente que estaba allí al servicio de los pobres. Meses más tarde, los parroquianos enviaron una delegación para proponerle la construcción de una casa más confortable y grande. Pensaban que la pobreza extrema de su hábitat constituía un obstáculo para un mejor servicio. En una casa más amplia estaría mejor para acoger a la gente y cuidar su propia salud. Se habían dado cuenta que una pobreza material extrema no le permitía llevar a cabo el servicio que le había sido encomendado.

En verdad, para vivir la pobreza evangélica y la castidad consagrada, es necesario ir mucho más lejos. Se escriben cosas muy bellas sobre los diversos aspectos de la vida religiosa. Sin embargo, haré notar que no debemos contentarnos con copiar simplemente lo que escriben a este respecto. Hemos de reflexionar sobre el sentido de estas realidades espirituales a la luz de nuestra propia visión y en el contexto de nuestra misión. Eso vale también para la obediencia, que trataremos en el próximo capítulo. Hemos de considerar igualmente todo cuanto concierne a la comunidad. Donde quiera que estemos, ¿Cuál es la misión de nuestra comunidad MSC? Mejor aún, como MSC, ¿qué género de comunidad deberíamos tener? Las exigencias de la misión son tales que muchos de los nuestros se ven condenados a vivir solos. Si nos anima la vocación de comunidad propia de los Benedictinos, automáticamente diremos que aquellos compañeros no viven en comunidad. Pero no somos ni Jesuitas ni Benedictinos. De hecho, como congregación, no hemos elaborado ninguna idea comúnmente aceptada acerca de lo que constituye la esencia de una comunidad MSC. Hemos de hacerlo. Las citas siguientes pueden estimular cierta creatividad en ese sentido:

"Vista la discordancia entre el prestigio académico de la comunidad y las duras realidades de la vida, voy a cometer la osadía de preguntarme en alta voz si no podríamos sustituir el término muy enfatizado de comunidad por el más rico y vasto del Nuevo Testamento "Koinonia" (compañerismo). La caridad, la participación, la abnegación que caracterizan al espíritu verdaderamente fraterno de darse en un grupo de hombres consagrados, incluso con estructuras mínimas de comunidad. Puede ser que tengamos mucho que aprender de las congregaciones misioneras en que reinen un verdadero espíritu de cuerpo y vínculo de la caridad realmente evangélica, aun cuando su apostolado excluya esos vínculos estructurales estrechos que parecen ser inherentes a la noción de comunidad.

"El ejemplo de las congregaciones misioneras pueden servir para cortar el nudo gordiano que llevamos echado al cuello con una importancia exagerada. Aunque no seamos capaces de garantizar una estructura de comunidad estrechamente última, nuestro Instituto debe ser capaz de garantizar un espíritu comunitario fuerte y saludable. Eso es lo   que requiere el Evangelio, y no la abundan (le estructuras comunitarias"[7]. (7)

“Consideramos la vida comunitaria como un espíritu de comunión basado en un firme compromiso con Cristo y el apostolado, que se manifiesta en el compartir en todos los niveles: material, espiritual, fraterno, en un profundo interés de los unos por otros. Hay, sin embargo, diferentes maneras de compartir entre los que viven en comunidad, según que vivan juntos o dispersos"[8]. (8)



[1] (1) Citado por H. Vermin, "El P. J. Chevalier", Roma, 1957, pág. 368.

[2] (2) Fórmula del Instituto, No. 6.

[3] (3) J. Tillard, OP, en Discurso sobre un Principio Fundamental a la Tercera Conferencia Internacional de Religiosos, 1977

[4] (4) "El Misterio del Amor Divino en la Teología Johánica", Paris, Gabalda, 1972, p. 69

[5] (5) Ibíd., Pág. 26

[6] (6) E. J. Cuskelly Msc, "Julio Chevalier", 1977, pág. 338-339.

[7] (7)        Ahern, CP, alocución a la Sagrada Congregación de los Religiosos y a la Unión de los Superiores Generales, 1973.

[8] (8)        U.S.G., 1972.

 

 

 

 

 

 











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