¿Qué hacen los "kikos" (= Comunidades Neocatecumenales) en la Eucaristía?
José Luis Rubio
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22 junio 2014
Tanto dentro de la Iglesia cómo fuera de ella hay gente que siente un gran
aprecio por las comunidades neocatecumenales, otros indiferencia incluso
algún recelo y otros tristemente nos odian. In veritas, libertas... (lo
suelto aquí porque es uno de los pocos latinajos que me sé, ja, ja, ja...).
Y los hay que emplean mucho tiempo y energías en manifestarlo.
De los que tan poco nos quieren dentro de la Iglesia, primero han intentado
atacar al Camino por lo pastoral y lo doctrinal, queriendo hacer ver lo que
era una simple calumnia, que las comunidades viven o predican algo distinto
al Magisterio de la Iglesia, cuando una y otra vez Papas, obispos y
comisiones pontificias han dicho todo lo contrario y han dado su
reconocimiento oficial.
Por eso cansados de estrellarse una y otra vez contra un muro han probado
otra vía, la litúrgica: “Los kikos hacen de la celebración de la Eucaristía
un auténtico esperpento, se inventan normas litúrgicas y se saltan las
oficiales a la torera”. Llega a tal paranoia la situación que muchos que
jamás han mostrado el más mínimo interés por la liturgia y sus normas ahora
parecen los más fieles guardianes de la ortodoxia. Incluso aquellos que
alaban a ciertas corrientes que se saltan las mismas a la torera, tienen una
vara de medir completamente contraria cuando se trata de los "kikos".
(022) Salón superior
Cierto es que la celebración de la Eucaristía de la comunidades
neocatecumenales podría resultar llamativa o sorprendente para alguien
acostumbrado a una misa de 30 minutos en la que la única parte activa
corresponde al sacerdote, mientras el pueblo se limita a escuchar y poco
más, sin conocerse entre ellos la mayoría de las ocasiones y disponiéndose
también de forma dispersa y alejados del altar como si les fuera a morder.
También es cierto que en ocasiones la Congregación para el Culto Divino y la
Disciplina de los Sacramentos ha llamado la atención sobre algunos aspectos
que consideraba incorrectos (en ocasiones de forma errónea, como cuando se
decía que las homilías nunca debían ser dialogadas, cuando en el Camino
jamás se ha hecho tal cosa) y creo además (esto no lo sé ciertamente) que
hay un proceso de estudio sobre las mismas.
De lo que sí estoy seguro es que, como ya ocurrió anteriormente, si hay una
resolución en firme por parte de la autoridad eclesial competente, la
acataremos y tan contentos (o tan resignados, ja, ja, ja). Si la memoria no
me falla, en 30 años creo que ha habido un par de cambios y además
recientemente.
Entonces, con la libertad que me da hablar a título personal y teniendo en
cuenta que no ejerzo ningún tipo de responsabilidad dentro de las
comunidades me gustaría explicar, ¿por qué no? cómo celebramos la Eucaristía
en el Camino, o al menos cómo la celebra mi comunidad, que viene a ser más o
menos como se celebra en todo el mundo, desde Papúa hasta Finlandia.
Empezaré negando la mayor y diré que difícilmente se vive con más solemnidad
y conocimiento de causa (quizá igual en muchos sitios y seguro que mucho
menos en otros) una Eucaristía que cómo se celebra en el Camino, a excepción
hecha quizá de las comunidades más jóvenes que, como en todo, tienen que ir
aprendiendo poco a poco. Y también diré por otro lado que “no hay nada nuevo
bajo el sol” (esta no me la sé en latín, lo siento), es decir, los "kikos"
no han inventado nada, como mucho habrán tomado elementos que ya existían en
mayor o menor medida en la liturgia y en otras realidades.
Mi comunidad nunca empieza puntual, la gente llega sin prisas, se saluda,
habla, todos se conocen de sobra y comentan las cosas habituales entre
amigos... mientras algunos van preparando la asamblea, ponen los manteles
(blancos, impolutos...), las flores, el cáliz... alguien ha preparado el pan
para consagrar (aquí no hay hostias), un torta de pan ázimo, sin levadura,
sólo harina y agua. Ahora que lo digo aquí si que hubo un cambio, hace
muchos años se le solía echar un chorrito de aceite, pero se dijo que no se
pusiera, que el pan para consagrar sólo debía llevar sus dos componente
básicos.
Los cantores sacan el cantoral, revisan los cantos que previamente han
escogido y afinan las guitarras... entre unas cosas y otras se empieza con
más de 20 minutos de retraso pero a nadie parece importarle...
Se sitúan en la sala de celebrar, un salón acondicionado al efecto. Aquí no
hay bancos ni huecos, si no sillas. Se disponen de manera que coincidan más
o menos con el número de participantes (nunca se puede saber el número
exacto que acudirán ese día) y se ocupan las primeras filas, dejando unas
pocas detrás por si alguien llega una vez comenzada la celebración. Los
niños delante, todos bien guapos y bien vestidos. Los cantores en las sillas
más próximas al atril. Todos los asistentes acuden elegantes, muchos de
ellos con traje (quizá menos en verano).
La sala está enmoquetada, en la presidencia hay un mural con un pasaje del
evangelio. La mesa que hace de altar situada en el centro y las sillas
dispuestas enfrente y a los lados, en dos o tres filas, como familia reunida
en torno a la mesa, pero con la suficiente separación de la misma. En una
esquina de la presidencia el acólito junto a la credencia (mesa pequeña con
los distintos elementos litúrgicos). El cubreatril decorado con alguna
imagen. Una cruz de pie junto al mismo. Un retrato de la Virgen en la pared
y el cirio pascual al otro lado. A los pies del atril un jarrón con flores y
también una pequeña guirnalda sobre el borde del mantel de la mesa.
Un grupo de hermanos ha preparado el día anterior la celebración. Uno de
ellos sale al atril y hace la monición ambiental, una pequeña exhortación
sobre lo que se va a celebrar y una invitación a entrar en fiesta. El
contenido de la misma lo ha preparado él, ni lo lee ni se limita a leer un
papel que le haya pasado el sacerdote.
Cuando termina todos se ponen en pie y uno de los cantores con su guitara en
mano sale al atril y empieza el canto de entrada. Los hermanos de
comunidades son muy cantarines, cantan mucho, cantan fuerte (sin gritar),
cantan todos, sin vergüenza y, además suelen cantar bien. Cosa lógica porque
la práctica hace maestros y cuanto más tiempo llevan más acostumbrados están
a cantar y mejor lo van haciendo cada día. En el estribillo el sacerdote
aprovecha para hacer su entrada.
Tras las fórmulas de entrada de rigor, las que establece la liturgia para
toda la Iglesia, se canta el Gloria y se hace el acto penitencial como en
cualquier otra misa de cualquier otra parte, y se procede a la liturgia de
la Palabra. Las lecturas de ese domingo, no otras. A cada una de ellas otros
hermanos del grupo que ha preparado hacen pequeñas moniciones. El salmo y el
Aleluya también se cantan. Cada uno de los que “salen” al atril hace una
reverencia al presidente antes de realizar su servicio. Los lectores suelen
ser siempre los mismos, aquellos hermanos de la comunidad que se ha ido
viendo con el tiempo que son más adecuados. Como mandan los cánones la
asamblea permanece sentada salvo en el Aleluya y la proclamación del
Evangelio.
Tras la proclamación del Evangelio el sacerdote no permanece en el atril, si
no que vuelve a la presidencia y se sienta. La asamblea ha permanecido en
pie y sólo se sienta una vez lo ha hecho el presidente. El sacerdote invita
entonces a los fieles a expresar su experiencia a la luz de la Palabra. En
algunas comunidades los hermanos que se encargan de la instrucción de los
niños les leen aparte y antes del comienzo de la celebración el Evangelio y
se lo explican brevemente. En mi comunidad, igual que en otras, es en este
momento cuando el didáscalo (que así se denomina a quien hace este servicio)
pregunta a los niños, desde su propio sitio, si hay algo que no han
entendido o algo que les haya gustado y estos suelen participar en mayor o
menor medida a su propia vergüenza.
Luego el sacerdote invita a la asamblea a realizar los “ecos” de la palabra.
Aquellos que lo desean, 2,3...4 personas a lo sumo, expresan en voz alta y
desde su propio sitio como se cumple en ellos (o no) la palabra proclamada.
Así, por ejemplo, si alguna lectura ha tratado el tema del perdón pueden
compartir una experiencia de cómo ha tenido que perdonar o pedir perdón ante
un hecho concreto de sus vidas, o cómo se sienten interpelados a hacerlo
ante alguien con quien tienen un conflicto... pero siempre desde un punto de
vista experiencial (perdón por la palabra) y personal, nunca tratando de
explicar las lecturas ni dar un catequesis, ya que eso correspondería al
sacerdote. Éste hace la homilía sentado en la presidencia. Como casi todos
los curas la lleva preparada pero también puede, si así lo ve conveniente,
comentar algo al hilo de lo que alguien ha dicho en los ecos, pero nunca
entra en diálogo ni nada parecido...
Terminada la homilía y como es preceptivo se proclama el Credo, recitado o cantado.
Posteriormente se realizan las preces. Igual que en ocasiones anteriores, uno de los que han preparado la celebración “sale” al atril y sin un texto prefijado realiza las oraciones de rigor a la que se suele sumar una más por las comunidades de todo el mundo y, en aquellas que llevan un cierto tiempo, se pide también por los hermanos de la comunidad ausentes en la celebración ese día.
Concluidas estas los presentes que lo desean, empezando por los niños, añaden desde su propio sitio sus oraciones particulares. Al ser la Eucaristía una acción de gracias en sí misma se recomienda que en este caso las preces individuales sean de petición y no de agradecimiento, aunque tampoco es ninguna ley.
La formula empleada tras la petición es “te lo pido, Señor” en singular, a lo que toda la asamblea responde en plural, sumándose todos a la petición de cada uno.
En el paso siguiente se produce la única “alteración” significativa en el orden habitual de la Misa, ya que tras las preces se procede al rito de la paz. No sé si esto tiene una “aprobación” definitiva, provisional o de facto, pero al igual que en todo, si hubiera en un futuro alguna determinación contraria al respecto se acataría. (Nota: Ha sido aprobado por el Vaticano)
¿A qué se debe este cambio?. Yo personalmente no lo sé (tampoco me preocupa, la verdad). La versión más “piadosa” diría que es una forma de hacer presente lo que dijo Jesús en el sermón de la montaña de ponerse en paz con el hermano antes de presentar la ofrenda (Mt 5, 23-24). La versión más “práctica” diría que, como en la comunidad se intercambia el saludo de la paz con todos los presentes se produce aunque no se quiera un cierto revuelo que no sería lo más conveniente con el Santísimo presente. Pero aclaro que ambas son sólo una especulación mía, nada más.
Tras la invitación por tanto del presidente a realizar fraternalmente este gesto los presentes se intercambian el saludo de la paz con dos besos y, como queda dicho, con un cierto revuelo al desplazarse todos por la sala al realizarlo.
Tras el gesto la asamblea se sienta y el presidente realiza la presentación de las ofrendas mientras se canta una canción apropiada al momento.
Después siguiendo el orden establecido se procede a la plegaria eucarística, con el prefacio correspondiente que concluye con el canto del Santo y a continuación la epíclesis. Si el sacerdote se “atreve” la canta (hay muchos que por vergüenza o porque consideran que sus desafines en lugar de dar solemnidad al acto producirían el efecto contrario jamás lo hacen, ja, ja, ja...).
Durante la misma la asamblea permanece en pie. Una vez consagrado el pan, el sacerdote, con gesto solemne, lo levanta y lo muestra a la asamblea y todos inclinan ligeramente la cabeza. Posteriormente vuelve a depositarlo en la patena y se arrodilla ante Él, a lo que la asamblea acompaña con una inclinación del tronco mucho más pronunciada. Igualmente sucede con el cáliz. Durante todo este proceso a mí personalmente me sobrecoge el silencio de la asamblea, podría escucharse el vuelo de una mosca.
La aclamación del “anunciamos tu muerte...” así como el “Amén” tras la doxología se hacen igualmente cantados. Se proclama o se canta entonces el Padrenuestro con el gesto de las manos alzadas (bien con las palmas hacia arriba o hacia el frente)
Entonces el sacerdote parte el pan en dos y lo muestra tal cual partido a la asamblea, que contempla al Señor sacramentado un breve instante y se sienta. El cantor entona el “Cordero de Dios” y el sacerdote procede a partir el pan en tantos trozos como personas hay presentes.
Se procede entonces al rito de la comunión. Este es uno de los que probablemente llame más la atención tanto por su originalidad como por su hondo significado. Una vez partido el pan es el sacerdote el que recorre la asamblea para repartirlo, como el señor que sirve a los criados (Lc 12, 37). Cuando llega a cada uno los participantes se ponen en pie, colocan la mano izquierda sobre la derecha con las palmas hacia arriba, como haciendo una cuna, y con la presentación de rigor, “el cuerpo de Cristo”, deposita el pan en la mano. Pero el que participa no lo consume en ese momento, si no que vuele a sentarse con el Señor en su mano y espera a que termine el reparto. Me recuerda a la formula con que los padres educamos a los hijos en la mesa de “no empecéis hasta que estemos todos servidos”.
Este probablemente sea el momento que más disfruto, un momento de contemplación y adoración al Señor personal difícilmente igualable. Saber que Dios Todopoderoso, creador el cielo y de la tierra se hace hombre como yo y hecho hombre permanece sacramentado en ese trozo de pan que acuno en mis manos y que va a ser mi alimento me maravilla una y otra vez por más ocasiones que lo repita (en el momento que escribo estas líneas se me escapan un par de lágrimas). De hecho, si algún día esta forma de comulgar deja de ser permitida será con seguridad lo que más lamente.
Una vez concluido el reparto el presbítero vuelve a la presidencia y proclama la fórmula completa “este es el cordero de Dios que quita...” y la asamblea responde el también conocido “Señor, no soy digno...”. Esta formula hace unos años se omitía, teniendo en cuenta que originariamente la proclamaban únicamente los catecúmenos no bautizados que no podían comulgar por tanto y abandonaban la asamblea en ese momento. No obstante se pidió que se mantuviera como en el resto de las celebraciones eucarísticas y así se hizo. En algunas comunidades la asamblea vuelve a levantarse en este momento, en la mía en concreto permanecemos sentados. Tomamos entonces el pan con la mano derecha y lo consumimos, todos al mismo tiempo.
Tras comulgar con el pan procedemos a hacerlo con el vino. En este caso, obviamente, no se espera a toda la asamblea, si no que conforme llega el presidente con el cáliz uno se levanta y toma un trago.
Una vez concluida la comunión se deja un pequeño momento de reflexión en silencio y se termina con la bendición final.
Tras la misma y mientras el sacerdote se retira hace un canto que normalmente suele ser a la Virgen o bien un canto festivo de alabanza. Los asistentes permanecen cantando y no se retiran hasta el final del mismo.
En ocasiones, y esto llama también mucho la atención, al canto se acompaña con una danza de alabanza alrededor de la mesa, en la tradición de las danzas semitas o mediterráneas en que la gente que participa en la fiesta se coge de las manos y hace unos pasos simples girando en corro. Algunas comunidades lo hacen casi siempre, otras lo reservan para las grandes festividades como la Pascua o Pentecostés y otras como la mía no lo hacemos nunca por la sencilla razón de que las condiciones de nuestra sala no lo permiten.
Tras la conclusión la gente empieza a retirarse con la misma falta de prisa con la que llegó. Es posible que hayan estado 60, 80... 100 minutos de celebración pero a nadie le ha dado por mirar el reloj.
Pero fundamentalmente, más allá de las normas o de que los signos sean más o menos ricos (que lo son y mucho), o que estén en estudio o aprobados definitivamente o que alguno de ellos se suprima algún día (que a fin de cuentas es lo que menos importa), lo importante es la conciencia de participar en el misterio Pascual de Cristo. Y hacerlo no a nivel individual (que también) sino como parte de un pueblo, de una comunidad cristiana en la que todos se conocen y conocen la historia de salvación que Dios ha ido haciendo en cada uno. Una comunidad donde todos se aman más allá de las afinidades de gustos o de edades, que suelen ser muy dispares. Una comunidad, un pueblo, al que cada uno pertenece como una respuesta a la vocación de Dios.
Porque, aunque podemos y debemos darle a la celebración de la Eucaristía todo el cuidado y solemnidad que nos sea posible, la Misa tiene siempre valor pleno en sí misma, aunque la haga el sacerdote de prisa y corriendo en 20 minutos o los signos estén poco cuidados. Esas son cosas que nos ayudan a entrar en fiesta, pero que no cambian la esencia de la entrega del Señor a su Iglesia.