OFICINA PARA LAS CELEBRACIONES LITÚRGICAS
DEL SUMO PONTÍFICE: El sagrado silencio en la celebración litúrgica
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“Cuando un silencio apacible envolvía todas las cosas … tu Palabra
omnipotente se lanzó desde el cielo” (cf. Sab 18,14-15). Así una antífona de
la octava de Navidad recuerda, con extraordinaria libertad, cómo en la noche
del Éxodo se realizó la liberación del hombre y la emancipación del pecado.
Para reconocerle presente en el mundo, es más, en la acción pública que es
la liturgia –sagrada precisamente con motivo de la Presencia– es necesario
“guardar silencio!, es decir, callar. Es necesario callar para escuchar,
como al inicio de un concierto, de lo contrario el culto, es decir, la
relación cultivada, profunda con Dios, no puede comenzar, no se Le puede
“celebrar”.
Esto es indispensable para rezar: “retírate a tu habitación, cierra la
puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto”(Mt 6,6). La habitación es el
alma, pero también el templo, dicen los Padres. ¿Qué secreto puede ser
mantenido sin silencio? El secreto de la conciencia en el que se puede oír
la voz de Dios, en la noche silenciosa como para Samuel. Hace falta silencio
para que Dios pueda hablar y nosotros escucharle. Por esto vamos a la
iglesia, para celebrar el culto divino, sagrado porque desciende del
silencio eterno en el tiempo tan ruidoso, para apaciguarlo y orientarlo a lo
Eterno. No hay duda de que la posición frontal del sacerdote en el altar
hacia el pueblo induce a la distracción suya y de los fieles, desorientando
la dirección de la oración: imitemos al Santo Padre que mira al Crucificado.
El silencio debe ser recuperado, limitando al mínimo las palabras por parte
de quien debe dar indicaciones preparatorias a la celebración. Los
sacerdotes, las religiosas dedicadas al servicio, los ministros deben
limitar palabras y movimientos, porque están en presencia de Aquel que es la
Palabra. Este silencio se pide al inicio de la Santa Misa para el examen de
conciencia, aunque breve, en el que reconocer nuestros pecados “antes de
celebrar los Santos Misterios”.
Tras la invitación a rezar con el Oremus, el sacerdote se recoge en
silencio, para rezar y para dar tiempo a los fieles a hacer lo mismo y unir
así su propia intención a esa oración que el sacerdote pronunciará
“recogiendo” – por ello se llama oración “colecta” – y presentándola al
Señor. Con esta oración, comienza en la Misa la función sacerdotal de
mediación entre el pueblo santo y el Señor.
De la oración a Dios se pasa a la escucha de Dios. El Sínodo sobre la
Palabra de Dios no olvidó insistir en el silencio como espacio privilegiado
para recibirla. Los misterios de Cristo – el Papa lo recuerda en la
Exhortación apostólica post-sinodal Verbum Domini – están unidos al
silencio, como dicen los Padres de la Iglesia. Así, más que multiplicar los
encuentros bíblicos, es necesario tener “realmente en el centro el encuentro
personal con Cristo que se nos comunica en su Palabra” (n. 73). La liturgia
de la Palabra es tal porque tiene lugar en el silencio sagrado.
El Ordo Missae sugiere, en este punto, que haya habido o no homilía, se
guarde silencio. Parece una ejercitación “al encuentro desnudo, silencioso,
austero... al coloquio espontáneo, alegre, adorante con la divina Majestad,
como arrastrados en la estela de la oración misma de Cristo” (Pablo VI,
Discurso a los Abades de la Confederación Benedictina, 30 de septiembre de
1970, n. 3). Es una invitación a los monjes: pero todo cristiano debe ser en
alguna medida monje, es decir, habitar solo con el Señor. La liturgia
sagrada capacita para esto. La Regla benedictina exhorta al monje a hacer
que su mente esté en armonía con su voz (cf. 19,7): “Parece una cosa
sencillísima, diríamos natural – subraya Pablo VI – pero tener esta armonía
interna entre la voz y la mente, y una de las cosas más difíciles” (Discurso
a los Abades, cit.). Precisamente la dinámica de la relación entre Dios que
habla y el fiel que escucha y responde con el salmo o la oración – según la
clásica tripartición conservada en la semana santa: lectura, responsorio,
oración – constituye el ejercicio necesario, la ruminatio de los Padres,
para asimilar y hacer que voz y mente se armonicen. Esto es particularmente
útil en vista de la oferta de sí, de nuestros cuerpos en sacrificio
espiritual “como culto según la razón”, que para esto “renueva la mente” con
el fin de distinguir la voluntad de Dios, lo que es bueno, a él grato y
perfecto (cf. Rm 12,1-2). La renovación de la mente es el juicio según Dios
y no según el mundo. La liturgia debe favorecer la conversión de la
mentalidad mundana y carnal, que tiende siempre a conquistar a clérigos y
laicos. Renovar la mente significa mirar la realidad y no seguir las propias
ideas – la ideología –, porque él hace nuevas todas las cosas.
El silencio puede volver a aflorar en el ofertorio, donde no es necesario ni
obligatorio que las fórmulas previstas de la ofrenda sean dichas en voz
alta. Se podría también sugerir que, en el futuro, la Plegaria Eucarística,
también en la Misa de Pablo VI, pudiera recitarse submissa voce, casi en
silencio, para favorecer el recogimiento: como se hacía y se sigue haciendo
en la celebración en “forma extraordinaria”. ¿Es siempre necesario escuchar
palabras tan arcanas, especialmente las de la consagración? Si el sacerdote
abajase el tono de la voz, no recitaría, sino que rezaría verdaderamente y
favorecería el recogimiento y la unión de los fieles a su oración de
medación sacerdotal. Análogo silencio se recomienda especialmente a la
acción de gracias después de la Comunión.
Pero, más allá de los momentos específicos, es toda la liturgia, es más, la
Iglesia misma como espacio sagrado, la que necesita recuperar el clima de
silencio. Esta exigencia llevaba a preordenar espacios de reunión como
nártex y atrios para pasar del exterior al interior, de la dispersión al
recogimiento. ¿No serviría también en nuestros días? “La capacidad de
interioridad, una mayor apertura del espíritu, un estilo de vida que sepa
sustraerse a lo que es ruidoso e invasivo, deben volver a parecernos metas
que colocar entre nuestras prioridades. En Pablo encontramos la exhortación
a reforzarse en el hombre interior (Ef 3,16). Seamos honrados: hoy hay una
hipertrofia del hombre exterior y un debilitamiento preocupante de su
energía interior” (J. Ratzinger, Fede, Verità, Tolleranza. Il cristianesimo
e le religioni del mondo, Cantagalli, Siena 2003, p. 167).