Orígenes de Alejandría: Entrar a la Escritura
Catequesis de Benedicto XVI
audiencia general abril-mayo 2007
"Queridos hermanos y hermanas:
En nuestras meditaciones sobre las
grandes personalidades de la Iglesia antigua, conocemos hoy a una de las más
relevantes. Orígenes de Alejandría es realmente una de las personalidades
determinantes para todo el desarrollo del pensamiento cristiano. Él recoge
la herencia de Clemente de Alejandría, sobre quien hemos meditado el
miércoles pasado, y la relanza al futuro de manera tan innovadora que
imprime un giro irreversible al desarrollo del pensamiento cristiano. Fue un
verdadero «maestro», y así le recordaban con nostalgia y conmoción sus
discípulos: no sólo un brillante teólogo, sino un testigo ejemplar de la
doctrina que transmitía. «Él enseñó», escribe Eusebio de Cesarea, su
entusiasta biógrafo, «que la conducta debe corresponder exactamente a la
palabra, y fue sobre todo por esto que, ayudado por la gracia de Dios,
indujo a muchos a imitarle» (Hist. Eccl. 6,3,7).
Toda su vida estuvo recorrida por un incesante anhelo de martirio. Tenía
diecisiete años cuando, en el décimo año del emperador Septimio Severo, se
desató en Alejandría la persecución contra los cristianos. Clemente, su
maestro, abandonó la ciudad, y el padre de Orígenes, Leónidas, fue
encarcelado. Su hijo ansiaba ardientemente el martirio, pero no pudo cumplir
este deseo. Entonces escribió a su padre, exhortándole a no desistir del
supremo testimonio de la fe. Y cuando Leónidas fue decapitado, el pequeño
Orígenes sintió que debía acoger el ejemplo de su vida. Cuarenta años más
tarde, mientras predicaba en Cesarea, hizo esta confesión: «De nada me sirve
haber tenido un padre mártir si no tengo una buena conducta y no hago honor
a la nobleza de mi estirpe, esto es, al martirio de mi padre y al testimonio
que le hizo ilustre en Cristo» (Hom. Ez. 4,8). En una homilía sucesiva
–cuando, gracias a la extrema tolerancia del emperador Felipe el Árabe,
parecía ya esfumada la eventualidad de un testimonio cruento- Orígenes
exclama: «Si Dios me concediera ser lavado en mi sangre, como para recibir
el segundo bautismo habiendo aceptado la muerte por Cristo, me alejaría
seguro de este mundo... Pero son dichosos los que merecen estas cosas» (Hom.
Iud. 7,12). Estas expresiones revelan toda la nostalgia de Orígenes por el
bautismo de sangre. Y por fin este irresistible anhelo fue, al menos en
parte, complacido. En 250, durante la persecución de Decio, Orígenes fue
arrestado y torturado cruelmente. Debilitado por los sufrimientos padecidos,
murió algún año después. No tenía aún setenta años.
Hemos aludido a ese «giro irreversible» que Orígenes imprimió a la historia
de la teología y del pensamiento cristiano. ¿Pero en qué consiste este hito,
esta novedad tan llena de consecuencias? Corresponde en sustancia a la
fundación de la teología en la explicación de las Escrituras. Hacer teología
era para él esencialmente explicar, comprender la Escritura; o podríamos
incluso decir que su teología es la perfecta simbiosis entre teología y
exégesis. En verdad, la marca propia de la doctrina origeniana parece
residir precisamente en la incesante invitación a pasar de la letra al
espíritu de las Escrituras, para progresar en el conocimiento de Dios. Y
este llamado «alegorismo», escribió von Baltasar, coincide precisamente «con
el desarrollo del dogma cristiano obrado por la enseñanza de los doctores de
la Iglesia», los cuales –de una u otra forma- acogieron la «lección» de
Orígenes. Así la tradición y el magisterio, fundamento y garantía de la
investigación teológica, llegan a configurarse como «Escritura en acto»
(cfr. «Origene: il mondo, Cristo e la Chiesa», tr. it., Milano 1972, p. 43).
Podemos afirmar por ello que el núcleo central de la inmensa obra literaria
de Orígenes consiste en su «triple lectura» de la Biblia. Pero antes de
ilustrar esta «lectura» conviene dar una mirada general a la producción
literaria del alejandrino. San Jerónimo, en su Epístola 33, cita los títulos
de 320 libros y de 310 homilías de Orígenes. Lamentablemente la mayor parte
de esta obra se perdió, pero incluso lo poco que queda de ella le convierte
en el autor más prolífico de los primeros tres siglos cristianos. Su radio
de intereses se extiende de la exégesis al dogma, a la filosofía, a la
apologética, a la ascética y a la mística. Es una visión fundamental y
global de la vida cristiana.
El núcleo inspirador de esta obra es, como hemos mencionado, la «triple
lectura» de las Escrituras desarrollada por Orígenes en el arco de su vida.
Con esta expresión intentamos aludir a las tres modalidades más importantes
–entre sí no sucesivas, sino más frecuentemente superpuestas- con las que
Orígenes se dedicó al estudio de las Escrituras. Ante todo él leyó la Biblia
con la intención de asegurar el texto mejor y de ofrecer de ella la edición
más fiable. Éste, por ejemplo, es el primer paso: conocer realmente qué está
escrito y conocer lo que esta escritura quería intencional e inicialmente
decir. Realizó un gran estudio con este fin y redactó una edición de la
Biblia con seis columnas paralelas, de izquierda a derecha, con el texto
hebreo en caracteres hebreos –él tuvo también contactos con los rabinos para
comprender bien el texto original hebraico de la Biblia-, después el texto
hebraico transliterado en caracteres griegos y a continuación cuatro
traducciones diferentes en lengua griega, que le permitían comparar las
diversas posibilidades de traducción. De aquí el título de «Hexapla» («seis
columnas») atribuido a esta enorme sinopsis. Éste es el primer punto:
conocer exactamente qué está escrito, el texto como tal. En segundo lugar
Orígenes leyó sistemáticamente la Biblia con sus célebres Comentarios. Estos
reproducen fielmente las explicaciones que el maestro ofrecía durante la
escuela, en Alejandría como en Cesarea. Orígenes avanza casi versículo a
versículo, de forma minuciosa, amplia y profunda, con notas de carácter
filológico y doctrinal. Él trabaja con gran exactitud para conocer bien qué
querían decir los sagrados autores.
Finalmente, también antes de su ordenación presbiteral, Orígenes se dedicó
muchísimo a la predicación de la Biblia, adaptándose a un público de
composición variada. En cualquier caso, se advierte también en sus Homilías
al maestro, del todo dedicado a la interpretación sistemática de la perícopa
en examen, poco a poco fraccionada en los sucesivos versículos. También en
las Homilías Orígenes aprovecha todas las ocasiones para recordar las
diversas dimensiones del sentido de la Sagrada Escritura, que ayudan o
expresan un camino en el crecimiento de la fe: existe el sentido «literal»,
pero éste oculta profundidades que no aparecen en un primer momento; la
segunda dimensión es el sentido «moral»: qué debemos hacer viviendo la
palabra; y finalmente el sentido «espiritual», o sea, la unidad de la
Escritura, que en todo su desarrollo habla de Cristo. Es el Espíritu Santo
quien nos hace entender el contenido cristológico y así la unidad de la
Escritura en su diversidad. Sería interesante mostrar esto. He intentado un
poco, en mi libro «Jesús de Nazaret», señalar en la situación actual estas
múltiples dimensiones de la Palabra, de la Sagrada Escritura, que antes debe
ser respetada justamente en el sentido histórico. Pero este sentido nos
trasciende hacia Cristo, en la luz del Espíritu Santo, y nos muestra el
camino, cómo vivir. Se encuentra de ello alusión, por ejemplo, en la novena
Homilía sobre los Números, en la que Orígenes compara la Escritura con las
nueces: «Así es la doctrina de la Ley y de los Profetas en la escuela de
Cristo», afirma la homilía; «amarga es la letra, que es como la corteza; en
segundo lugar atraviesas la cáscara, que es la doctrina moral; en tercer
lugar hallarás el sentido de los misterios, del que se nutren las almas de
los santos en la vida presente y en la futura» (Hom. Num. 9,7).
Sobre todo por esta vía Orígenes llega a promover eficazmente la «lectura
cristiana» del Antiguo Testamento, replicando brillantemente el desafío de
aquellos herejes –sobre todo gnósticos y marcionitas- que oponían entre sí
los dos Testamentos hasta rechazar el Antiguo. Al respecto, en la misma
Homilía sobre los Números, el alejandrino afirma: «Yo no llamo a la Ley un
“Antiguo Testamento”, si la comprendo en el Espíritu. La Ley se convierte en
un “Antiguo Testamento” sólo para los que quieren comprenderla carnalmente»,
esto es, quedándose en la letra del texto. Pero «para nosotros, que la
comprendemos y la aplicamos en el Espíritu y en el sentido del Evangelio, la
Ley es siempre nueva, y los dos Testamentos son para nosotros un nuevo
Testamento, no a causa de la fecha temporal, sino de la novedad del
sentido... En cambio, para el pecador y para los que no respetan la
condición de la caridad, también los Evangelios envejecen» (Hom. Num. 9,4).
Os invito –y así concluyo- a acoger en vuestro corazón la enseñanza de este
gran maestro en la fe. Él nos recuerda con íntimo entusiasmo que, en la
lectura orante de la Escritura y en el coherente compromiso de la vida, la
Iglesia siempre se renueva y rejuvenece. La Palabra de Dios, que no envejece
jamás, ni se agota nunca, es medio privilegiado para tal fin. Es en efecto
la Palabra de Dios la que, por obra del Espíritu Santo, nos guía siempre de
nuevo a la verdad completa (cfr. Benedicto XVI, «Ai partecipanti al
Congresso Internazionale per il XL anniversario della Costituzione dogmatica
“Dei Verbum” », in: «Insegnamenti», vol. I, 2005, pp. 552-553). Y pidamos al
Señor que nos dé hoy pensadores, teólogos, exégetas que encuentren esta
multidimensionalidad, esta actualidad permanente de la Sagrada Escritura,
para alimentarnos realmente del verdadero pan de la vida, de su Palabra".
[Traducción del original italiano realizada por Zenit].
Al final de la Audiencia, el Santo Padre saludó a los peregrinos en varios
idiomas.
Resumiendo
Orígenes, uno de los más grandes escritores de la Iglesia de los primeros
siglos, fue un testigo ejemplar de la doctrina que transmitía, afirmando que
"la conducta debe corresponderse exactamente con la palabra". Su deseo del
martirio, recordando a su padre que dio la vida por Cristo, se cumple
durante la persecución de Decio, en la cual es arrestado y torturado
cruelmente, muriendo algunos años después.
Orígenes imprime un "cambio irreversible" al desarrollo del pensamiento
teológico, basado en la explicación de las Escrituras, para progresar en el
conocimiento de Dios. La tradición y el magisterio se configuran como
"Escritura en acción". El núcleo central de su obra consiste en la "triple
lectura" de la Biblia. Sus Comentarios reproducen fielmente las
explicaciones que daba, tanto en Alejandría como en Cesarea, y sus Homilías
retoman los diversos significados de las Escrituras. Desde el sentido
literal, a través de la interpretación oral, los fieles deben llegar al
significado espiritual más profundo. Promueve eficazmente la "lectura
cristiana" del Antiguo Testamento, haciendo frente al reto de los herejes
que oponían los dos Testamentos hasta rechazar el Antiguo. "Para
nosotros,-afirma-, los dos Testamentos son un nuevo Testamento".
2ª catequesis
sobre Orígenes de Alejandría
Queridos hermanos y hermanas:
La catequesis del miércoles pasado estuvo dedicada a la gran figura de Orígenes, doctor de Alejandría que vivió entre el siglo II y III. En esa catequesis, tomamos en consideración la vida y la producción literaria de este gran maestro, encontrando en su «triple lectura» de la Biblia el núcleo inspirador de toda su obra. Dejé a un lado, para retomarlos hoy, dos aspectos de la doctrina de Orígenes, que considero entre los más importantes y actuales: quiero hablar de sus enseñanzas sobre la oración y sobre la Iglesia.
Enseñanza sobre la oración
En realidad, Orígenes, autor de un importante y siempre actual tratado «Sobre la oración», entrelaza constantemente su producción exegética y teológica con experiencias y sugerencias relativas a la oración. A pesar de toda su riqueza teológica de pensamiento, no es un tratado meramente académico; siempre se fundamenta en la experiencia de la oración, del contacto con Dios.
Desde su punto de vista, la comprensión de las Escrituras exige, no sólo estudio, sino intimidad con Cristo y oración. Está convencido de que el camino privilegiado para conocer a Dios es el amor, y que no existe un auténtico «conocimiento de Cristo» sin enamorarse de él.
En la «Carta a Gregorio», Orígenes recomienda: «Dedicaos a la “lectio” de las divinas Escrituras; aplicaos con perseverancia. Empeñaos en la “lectio” con la intención de creer y agradar a Dios. Si durante la “lectio” te encuentras ante una puerta cerrada, toca y te la abrirá el custodio, de quien Jesús ha dicho: “El guardián se la abrirá”. Aplicándote de este modo a la “lectio divina”, busca con lealtad y confianza inquebrantable en Dios el sentido de las divinas Escrituras, que en ellas se esconde con gran profundidad. Ahora bien, no te contentes con tocar y buscar: para comprender los asuntos de Dios tienes absoluta necesidad de la oración. Precisamente para exhortarnos a la oración, el Salvador no sólo nos ha dicho: “buscad y hallaréis”, y “tocad y se os abrirá”, sino que ha añadido: “Pedid y recibiréis”» (Carta a Gregorio, 4).
Salta a la vista el «papel primordial» desempeñado por Orígenes en la historia de la «lectio divina». El obispo Ambrosio de Milán, quien aprenderá a leer las Escrituras con las obras de Orígenes, la introduce después en Occidente para entregarla a Agustín y a la tradición monástica sucesiva.
Como ya habíamos dicho, el nivel más elevado del conocimiento de Dios, según Orígenes, surge del amor. Lo mismo sucede entre los hombres: uno sólo conoce profundamente al otro si hay amor, si se abren los corazones. Para demostrar esto, él se basa en un significado que en ocasiones se da al verbo «conocer» en hebreo, es decir, cuando se utiliza para expresar el acto del amor humano: «Conoció el hombre a Eva, su mujer, la cual concibió» (Génesis 4,1). De este modo se sugiere que la unión en el amor produce el conocimiento más auténtico. Como el hombre y la mujer son «dos en una sola carne», así Dios y el creyente se hacen «dos en un mismo espíritu».
De este modo, la oración del padre apostólico de Alejandría toca los niveles más elevados de la mística, como lo atestiguan sus «Homilías sobre el Cantar de los Cantares». Puede aplicarse en este sentido un pasaje de la primera «Homilía», en la que Orígenes confiesa: «Con frecuencia --Dios es testigo-- he sentido que el Esposo se me acercaba al máximo; después se iba de repente, y yo no pude encontrar lo que buscaba. De nuevo siento el deseo de su venida, y a veces él vuelve, y cuando se me ha aparecido, cuando le tengo entre las manos, se me vuelve a escapar, y una vez que se ha ido me pongo a buscarle una vez más...» (Homilías sobre el Cantar de los Cantares 1, 7).
Recuerda lo que mi venerado predecesor escribía, como auténtico testigo, en la «Novo millennio ineunte», cuando mostraba a los fieles que la «oración puede avanzar, como verdadero y propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre». Se trata, seguía diciendo Juan Pablo II; de «un camino sostenido enteramente por la gracia, el cual, sin embargo, requiere un intenso compromiso espiritual que encuentra también dolorosas purificaciones (la “noche oscura”), pero que llega, de tantas formas posibles, al indecible gozo vivido por los místicos como “unión esponsal”» (número 33).
Enseñanza sobre la Iglesia
Pasemos, por último, a una enseñanza de Orígenes sobre la Iglesia, y más precisamente sobre el sacerdocio común de los fieles. Como afirma en su novena «Homilía sobre el Levítico», «esto nos afecta a todos nosotros» (9, 1). En la misma «Homilía», Orígenes, al referirse a la prohibición hecha a Aarón, tras la muerte de sus dos hijos, de entrar en el «Sancta sanctorum» «en cualquier tiempo» (Levítico 16, 2), exhorta a los fieles con estas palabras: «Esto demuestra que si uno entra a cualquier hora en el santuario, sin la debida preparación, sin estar revestido de los ornamentos pontificales, sin haber preparado las ofrendas prescritas y sin ser propicio a Dios, morirá… Esto nos afecta a todos nosotros. Establece, de hecho, que aprendamos a acceder al altar de Dios. ¿Acaso no sabes que también a ti, es decir, a toda la Iglesia de Dios y al pueblo de los creyentes, ha sido conferido el sacerdocio? Escucha cómo Pedro se dirige a los fieles: “linaje elegido”, dice, “sacerdocio real, nación santa, pueblo que Dios ha adquirido”. Tú, por tanto, tienes el sacerdocio, pues eres “linaje sacerdotal”, y por ello tienes que ofrecer a Dios el sacrificio… Pero para que tú lo puedas ofrecer dignamente, tienes necesidad de vestidos puros, distintos de los comunes a los demás hombres, y te hace falta el fuego divino» (ibídem).
De este modo, por una parte, el hecho de tener «ceñidos los lomos» y los «ornamentos sacerdotales», es decir, la pureza y la honestidad de vida, y por otra, tener la «lámpara siempre encendida», es decir, la fe y la ciencia de las Escrituras, son las condiciones indispensables para el ejercicio del sacerdocio universal, que exige pureza y honestidad de vida, fe y conocimiento de las Escrituras.
Con más razón aún estas condiciones son indispensables, evidentemente, para el ejercicio del sacerdocio ministerial. Estas condiciones --conducta íntegra de vida, pero sobre todo acogida y estudio de la Palabra-- establecen una auténtica «jerarquía de la santidad» en el sacerdocio común de los cristianos. En la cumbre de este camino de perfección, Orígenes pone el martirio.
También en la novena «Homilía sobre el Levítico» alude al «fuego para el holocausto», es decir, a la fe y al conocimiento de las Escrituras, que nunca tiene que apagarse en el altar de quien ejerce el sacerdocio. Después, añade: «Pero, cada uno de nosotros no sólo tiene en sí» el fuego; «sino también el holocausto, y con su holocausto enciende el altar para que arda siempre. Si renuncio a todo lo que poseo y tomo mi cruz y sigo a Cristo, ofrezco mi holocausto en el altar de Dios; y si entrego mi cuerpo para que arda, con caridad, alcanzaré la gloria del martirio, ofrezco mi holocausto sobre el altar de Dios» (9, 9).
Este inagotado camino de perfección «nos afecta a todos nosotros», a condición de que «la mirada de nuestro corazón» se dirija a la contemplación de la Sabiduría y de la Verdad, que es Jesucristo. Al predicar sobre el discurso de Jesús en Nazaret, cuando «en la sinagoga todos los ojos estaban fijos en él» (Lucas 4, 16-30), Orígenes parece que se dirige precisamente a nosotros: «También hoy, en esta asamblea, vuestros ojos pueden dirigirse al Salvador. Cuando dirijas la mirada más profunda del corazón hacia la contemplación de la Sabiduría de la Verdad y del Hijo único de Dios, entonces tus ojos verán a Dios. ¡Bienaventurada es la asamblea de la que la Escritura dice que los ojos de todos estaban fijos en él! ¡Cuánto desearía que esta asamblea diera un testimonio así, que los ojos de todos, de los no bautizados y de los fieles, de las mujeres, de los hombres y de los muchachos --no los ojos del cuerpo, sino los del alma-- vieran a Jesús! … Sobre nosotros está impresa la luz de tu rostro, Señor, a quien pertenecen la gloria y la potencia por los siglos de los siglos. ¡Amén!» («Homilía sobre Lucas» 32, 6).
Resumiendo
Orígenes, en su tratado «Sobre la oración», afirma que para comprender las Escrituras es necesaria la intimidad con Cristo y la oración. En su «Carta a Gregorio» recomienda dedicarse a la lectura de las Escrituras divinas con perseverancia, buscando, con lealtad y fe inquebrantable, el sentido de las mismas. Pues, para comprender las cosas de Dios es absolutamente necesaria la oración.
Para Orígenes, el mayor conocimiento de Dios brota de la unión en el amor. Como el hombre y la mujer son «dos en una sola carne», así Dios y el creyente se hacen «dos en un mismo espíritu». De este modo, su oración alcanza los niveles más altos de la mística, como atestiguan sus «Homilías sobre el Cantar de los Cantares». En sus enseñanzas sobre la Iglesia y, en concreto, sobre el sacerdocio común de los fieles, Orígenes dice que la fe y el conocimiento de las Escrituras son condiciones indispensables para el ejercicio del sacerdocio universal y del ministerial. Una conducta íntegra, pero sobre todo la acogida y estudio de la Palabra divina, establecen una verdadera «jerarquía de la santidad» en el sacerdocio común de los cristianos. En la cumbre de este camino de perfección está el martirio.