Entrevista a Luis y Ana, padres de un joven fallecido por cáncer
Victoria Serrano Blanes
30 octubre, 2014
Por BuenaNueva
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No se entiende la vida sin la muerte. Aunque esta posea un aguijón afilado,
tenerla presente impide estrellarnos por sorpresa ante el final de nuestros
días, porque nos enseña a apreciarlos como agua que se escapa entre los
dedos. La muerte no es una noche tenebrosa donde cae el telón y el ser se
diluye en la nada; es un traspasar la puerta para gozar del encuentro
glorioso con el Padre. Luis y Ana son los padres de Miguel, un joven de
veinte años fallecido hace unos meses tras una larga enfermedad. No viven
hundidos por la sinrazón de una vida tempranamente desgajada; saben que
Miguel, fiel a la cruz de Cristo, ya ha llegado a la meta y ocupa la morada
que Dios ha dispuesto eternamente para él. El tiempo pasa y nosotros
también, pero como decía San Bernardo, si dulce es el Señor para los que le
buscan, cómo será para los que le encuentran.
¿Cómo conocisteis el amor de Dios en vuestra vida?
Luis: A los dieciséis años no encontraba el sentido a mi vida. Recuerdo
estar tirado en la cama y decirme mi madre: “Luis, haz algo”, “¿Para qué?”,
le contestaba yo; “Estudia”, “¿Para qué?”; “Para tener una carrera”, “¿Para
qué?”; “Para tener un trabajo”, “¿Para qué?”; “Para casarte”. “¿Para qué?”;
“Para tener hijos”, “¿Para qué?”… Mi madre no tenía más respuestas y solo
hacía que llorar a los pies de mi cama. Un día se murió la mujer de un amigo
de casa y fuimos al entierro. Tuve un choque inmenso cuando vi que estaba
sonriendo. Pensé: “O está loco y vive fuera de la realidad, o tiene algo que
yo no tengo”. En una ocasión este amigo me enumeró uno por uno todos mis
pecados. “Tienes toda la razón pero no puedo hacer otra cosa”, le dije.
Entonces, lejos de soltarme un rollo moral, abrió la Biblia por el pasaje de
la Anunciación. En ese momento sentí que Jesucristo estaba vivo y me hablaba
directamente.
Ana: Yo, muy gradualmente, porque el Señor ha tenido mucha paciencia
conmigo. Había visto algún destello del amor de Dios pero no le conocía de
cerca. Sin embargo, por un problema congénito en la vista me avisaron de que
un embarazo más me llevaría a la ceguera, con lo que suspendimos las
relaciones matrimoniales. Durante tres años vivimos con un sufrimiento
terrible y yo lloraba día y noche pensando que no vería crecer a mis cuatro
hijos. Pero por un signo de obediencia a la Iglesia nos abrimos de nuevo a
la vida y me quedé embarazada. En cuanto lo supe se me pasó el miedo y viví
un embarazo muy alegre. Sin embargo, cuando nació el niño estaba muerto. Ahí
tuve un diálogo cara a cara con el Señor. Entendí que solo Él es el dueño de
la vida y de la muerte, y volví a ser una mujer libre. Después he tenido
seis embarazos más y, aunque no puedo conducir y me muevo con dificultad por
la calle, llevo una vida relativamente normal. Realmente Dios está vivo y
puede salvarnos de nuestras angustias. Con la enfermedad y muerte de Miguel,
el paso del Señor ha sido impresionante.
¿Cómo era Miguel?
Ana: Era un chico absolutamente normal; con mucha vitalidad y energía, con
ilusiones, deseos y pecados, buen estudiante, pero con una vida muy
condicionada por la enfermedad. Quiero que esta entrevista sea un canto de
acción de gracias a Dios porque Miguel no ha hecho nada fuera de lo normal.
Su peculiaridad es que ha entregado su voluntad al Señor hasta el final. ¡Se
ha dejado llevar por Él!
¿De qué ha estado enfermo?
Ana: Siempre ha tenido una salud muy delicada. Con pocos meses empezó a
sufrir fuertes crisis asmáticas; a los tres años le extirparon medio
estómago y le hicieron un píloro nuevo; a los cinco años le detectaron la
Enfermedad de Perthes, que le afectaba la cadera; finalmente, a los quince
años le diagnosticaron un “osteosarcoma” o cáncer de huesos.
me preparas un banquete enfrente de mis enemigos
¿Era consciente de la gravedad de su enfermedad?
Ana: Sí. Cuando le diagnosticaron el cáncer nos quedamos absolutamente
noqueados. Era como si el cielo se hubiera nublado de repente. Ese día,
cuando volvió del colegio y vio al párroco en casa nos dijo: “¡Uy, no me
digáis más! ¡Lo mío es un tumor!”. “Pues sí, hijo, tienes un tumor maligno”.
Lo único que dijo es: “¿Cuándo empezamos?”. “Mañana”, le contesté. Nos pidió
que nunca le engañáramos sobre su estado de salud. Le pusieron una prótesis
desde más arriba de la rodilla hasta el pie y tuvo que aprender a caminar.
Con la quimioterapia llegó a tener hasta treinta vómitos diarios y ahí le
surgieron preguntas: “¿Por qué a mí, si tengo quince años y todavía no me ha
dado tiempo a hacer el bien ni el mal?”. Tuvimos que recurrir a la fe porque
no hay contestación para esto. Comenzó a tener muy presente a Dios y a su
propia muerte. “¿Pero Dios es bueno a pesar de esto?”. “Sí, hijo mío, Dios
siempre es bueno”, le respondíamos.
¿Pudo recuperarse?
Ana: Sí, la prótesis no le impedía hacer vida normal. Sin embargo, meses
después, en una revisión rutinaria le encontraron unos puntitos en el
pulmón. De nuevo debía comenzar con otra operación y quimioterapia. En ese
tiempo y hasta el final, Dios le regaló una novia maravillosa: Clara. Un día
me dijo: “Mamá, ¡qué fácil me era morirme con quince años!, simplemente
volar al cielo y ya. Pero ahora tengo a Clara, mis estudios… ¡Tantas
ilusiones sobre mi vida!”.
¿Cómo os tomasteis este mal pronóstico?
Ana: Yo no podía aceptar que mi hijo se muriera. Saber que la vida de Miguel
se acababa y que ese amor de ellos se truncaba me partía el alma. En la
capilla del hospital, lloraba y lloraba abrazada a una imagen de Cristo:
“Señor, sé que Miguel se va a morir. ¡Ayúdame! ¡Dame el poder de
aceptarlo!”. Después de la operación del pulmón el tumor se reprodujo en dos
vértebras, que al ejercer presión sobre los nervios le provocaba unos
dolores insoportables. Los médicos le dijeron: “Miguel, te queda muy poco de
vida”. Al oír esto, Miguel, Clara, Luis y yo nos pusimos a llorar durante un
buen rato, hasta que dije: “¡Basta! Vamos a ver qué nos dice Dios”, y
abrimos la Biblia al azar. A partir de ahí la presencia de Dios comenzó a
ser descarada. Hasta entonces parecía que el carácter entusiasta y alegre de
Miguel podía con todo, pero aquí Dios empezó a decir “aquí estoy”.
¿Qué se decía en la lectura?
Ana: Era del Libro de Joel 2,21-27: “Tierra, no temas; alégrate y gózate,
porque Dios hará grandes cosas. (…) Y os restituiré de los años que comió la
oruga, el saltón, el revoltón y la langosta…”. Y yo,que iba leyendo, añadí:
“y de los tumores de la espalda, de la cadera, de la columna, de la pierna
te recompensaré”, y seguí con la lectura: “Comeréis hasta saciaros, y
alabaréis el nombre de Yahveh vuestro Dios, el cual hizo maravillas con
vosotros”. Comenzamos a llorar de agradecimiento porque sabíamos que Dios
estaba con nosotros. Esta lectura nos ha sostenido durante todo este tiempo,
e incluso Miguel, que dejó preparado su funeral, la incluyó. Esa misma tarde
recibió la Unción de los enfermos y a la mañana siguiente le insertaron en
la columna una barra y ocho clavos. Más adelante decía: “¿Cómo me duelen los
clavos?”. Yo bromeaba: “Hijo mío, ya no te queda casi nada para ser como
nuestro Señor. ¡Hasta te duelen los clavos como a Él!”.
la muerte para hallarte, la eternidad para poseerte
¿Cómo combatía Miguel la fe?
Ana: El combate no ha sido fácil en estos últimos meses: ha tenido unos
dolores espantosos, apenas podía hablar ni ingerir alimento, tampoco podía
dormir. Me decía: “Di en la parroquia que recen por mí porque yo no puedo
más”. Muchas noches nos pasábamos hasta las tres de la madrugada recitándole
los salmos. “Mamá, sigue”, me decía si paraba. Una noche de terribles
dolores tuvo grandes tentaciones contra la fe. “¿Para qué te me has mostrado
si ahora te escondes? ¡Tantas noches Jesucristo estaba conmigo y ahora estoy
solo!”, gritaba. Empecé a recitarle el Cántico espiritual de San Juan de la
Cruz y se lo fui aplicando a su vida: “¿Adónde te escondiste, Amado, y me
dejaste con gemido? Como el ciervo huiste, habiéndome herido; salí tras ti
clamando, y eras ido…”. Fue un bálsamo para él. En otra ocasión también tuvo
una noche oscura. “¡No puedo más! Este Dios no es bueno. Me habéis engañado
toda la vida”, y empezó a blasfemar. Tenía los ojos vidriosos. Luis cogió el
crucifijo y se lo puso en los labios, pero él lo apartó. Tomó el relevo
nuestro hijo Marcos, el seminarista, quien le hablaba de Dios y de su
misericordia, pero Miguel todo lo refutaba. Seguí yo, y también lo rebatía.
Hasta que, no sé por qué razón, empecé a recitarle la secuencia al Espíritu
Santo: “Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo (…) Ven, dulce
huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo (…) riega la tierra en
sequía, sana el corazón enfermo…”, entonces se fue frenando. Empecé a
recordarle que Jesús estuvo en Getsemaní y que afrontó la Pasión..
“Jesucristo sabía que iba a sufrir, pero Dios le mandó un ángel para que le
consolará; a ti también te lo va a mandar para que te reconforte”. De
repente, se abrió la puerta de la habitación del hospital y entró un
sacerdote que no conocíamos y se puso de rodillas delante de Miguel a rezar.
“Padre —empezó a decir en voz alta— tú me has mandado en Laudes que venga a
visitar a Miguel Rivas”. ¡Yo casi me desmayo! Rezó durante unos minutos más
y se despidió diciéndonos que a las tres de la tarde volvería para celebrar
con nosotros una eucaristía. Efectivamente, volvió, celebramos y no le hemos
vuelto a ver. Realmente el demonio fue expulsado con la presencia de Jesús
Sacramentado. Ya nunca más se rebeló Miguel, y a partir de entonces entró
confiado en la “pasión”.
¿Cómo vivía él su muerte cercana?
Ana: Con mucha naturalidad y totalmente a la espera. “De Dios salí y a Dios
vuelvo” era su lema. El Sábado Santo se empeñó en acudir a la parroquia para
la Vigilia Pascual. “Hijo, vas a coger frío”, le dije yo. “¡Qué más da si me
voy a morir!”. Otro día me dijo: “¿Tengo dónde caerme muerto?”. “No, pero ya
lo tendrás”. Una vez escuchó en el evangelio del día que Jesucristo decía:
“He terminado mi obra y vuelvo al Padre”. Y nos dijo: “Algo me falta por
hacer o que Dios haga a través de mí para vosotros, porque si no ya estaría
muerto”. Su último ruego insistente era que su funeral se celebrara como una
fiesta. La locura máxima es que las mujeres de la familia nos fuimos de
compras y estrenamos ropa en su funeral, como era su deseo.
¿Cómo es posible ver a un hijo sufrir de esa manera sin
desesperarse?
Ana: Sin la gracia de Dios es imposible soportar la enfermedad y muerte de
un hijo. Después del último TAC la oncóloga le dijo: “Miguel, estás fatal.
No vamos a luchar más. Te mandamos a casa”. A él se le iluminó la cara y
sonrió. Antes de marcharnos fue a la habitación de un sacerdote amigo al que
también le habían operado. “¿Qué te han dicho?”, le preguntó al verle. “Que
ya me voy con el Padre”. El sacerdote nos dijo: “Dios me ha pedido que os
sostenga en estos momentos tan duros. Voy a ir todos los días a vuestra casa
a celebrar la eucaristía”. Y así fue, como al principio él no podía, venía
otro sacerdote, pero estuvimos toda la Cuaresma y el Tiempo Pascual
celebrando diariamente la eucaristía en casa. ¡Ha sido un ascenso al cielo
impresionante! Nuestro miedo era de qué modo moriría, pues veíamos cada día
su deterioro. Un día antes de morir recibió de nuevo la Unción de enfermos
con la indulgencia plenaria. ¡Nunca me imaginé que pudiera despedirme de un
hijo! Me acerqué a él y le dije: “Cuando te duermas no sabemos si vas a
despertarte. Oirás una voz: ‘Miguel, Miguel’, igual que un chico de tu edad
oyó ‘Samuel, Samuel’. Levántate y vete corriendo hacia Él porque es Dios que
ya te llama al cielo. ¡No te me rajes cuando oigas esta voz!”. Él me sonrió
y me dijo: “Mamá, ¿cómo me voy a rajar si lo estoy deseando?”. Nos
despedimos todos y se durmió. Horas después, cuando estábamos celebrando la
eucaristía, tres minutos antes de la Comunión abrió los ojos y me preguntó:
“¿Por dónde vais?”. “Vamos a comulgar”, le dije. “Yo también quiero”. Al
cabo de unas horas se acostó y ya no se levantó más. Hizo dos respiraciones
y murió.
me sacaste de las garras del abismo
En nuestra sociedad hablar de la muerte es un tabú pero, por otro lado, la
violencia está muy presente. ¿A qué se debe esta contradicción?
Ana: En el hospital no dicen cáncer sino enfermedad, ni quimioterapia sino
tratamiento. Al enfermo se le cuenta con mucha dificultad lo que realmente
tiene. Es una paradoja que se tenga tan presente la muerte y al mismo tiempo
no se quiera hablar de ella. La muerte tiene una puerta muy fea, pero una
vez traspasada es muy bonita. La gente se queda en la fealdad de la muerte
como morbo, y no se atreven a cruzarla. Desconocen la belleza que hay
detrás.
¿La vida se aprecia mucho más cuando se acepta la muerte?
Ana: Muchísimo más. ¡Se vive más intensamente! Después de más de un año y
medio en el hospital, Miguel me dijo: “Mamá, he aprendido a vivir porque
ahora un poco de aire en la cara, un rayo de sol, ver los árboles…, ¡tiene
tanto valor!”. Decía unas veinte veces al día “te quiero”, se volvió más
familiar si cabe, nos ha “obligado” a ser una piña porque todo se celebraba
en familia. Ahí empezaron las “juergas familiares”. El más feliz de la casa,
sin duda, ha sido Miguel. ¡Disfrutaba con cualquier cosa!
¿Qué se aprende al transitar por el camino del dolor?
El sufrimiento es un maestro. Miguel no era especial, es que ha sufrido
mientras ha vivido y eso le ha llevado a una unión íntima con el Señor. En
mi caso, el dolor me ha despertado una sensibilidad especial hacia el que
sufre y a desear ayudarle. No creo que nadie que sufra, aceptando ese dolor,
sea indiferente al sufrimiento ajeno. Cada día de la enfermedad de Miguel me
ayudaba a apreciar la vida de mis otros siete hijos.
¿Cuesta a veces descifrar la voluntad de Dios?
Ana: Primero cuesta descifrarla y, luego, aceptarla. Nosotros no somos dos
santos que hemos enterrado a un santo. El Señor nos ha dejado un aguijón de
Satanás, como a San Pablo, para que no nos hagamos soberbios.
¿Dios se ha equivocado con Miguel?
Ana: Absolutamente no. No es un fanatismo loco; hemos sufrido tanto que se
nos desgarraba el alma pero a la vez nos sentíamos reconfortados por la
esperanza en la resurrección. Cristo es próximo y amoroso, pero no en
blandengue, permite las pruebas. Una noche le dije al Señor: “¡Tienes a tu
hijo de veinte años retorcido de dolor. ¿Dónde estás?”. Y me sentí consolada
porque me hizo ver que estaba conmigo. La muerte es muerte y aunque
resucitada, se sufre, pero la esperanza en la vida eterna hace que no te
paralices.
Luis: Puede parecer que la muerte de un hijo es el dolor más grande, pero no
es así. Todo dolor no aceptado, por pequeño que sea, es tremendamente más
doloroso. En todo este tiempo hemos visto la fidelidad de Dios. Miguel ha
muerto como quería: tenía miedo de morir ahogado y murió durmiendo y sin
estertores; no quería quedarse calvo ni delgado, y abandonó la quimioterapia
unos meses antes; le pidió a Dios poderse despedir de todos y se lo
concedió… Son pequeños detalles de la fidelidad del Señor.
habitaré en la casa del Señor por años sin término
¿Qué frutos a día de hoy veis de su “pasión” y muerte?
Ana: Muchos. Primero, que la familia sigamos unidos. Luego, ha sido un
tiempo tan intenso que a cada uno en particular se le ha afianzado la fe y
la vocación; al diácono, al seminarista, al fisioterapeuta… Los nietos han
tenido un encuentro muy natural con la muerte y eso ha sido un memorial para
ellos. El protagonista no era Miguel, éramos todos. Dios nos ha ayudado a no
compadecernos de él ni a vivir su enfermedad con neurosis. A la una del
mediodía era la hora de la morfina y todavía hoy me sobresalto pensando que
se la tengo que dar. Echo en falta el contacto de su piel en mis labios. ¡Le
he besado tanto en este último tiempo! Su “te quiero, mamá” ya no está, y me
ha dejado un hueco grandísimo. Pero no lloramos con desesperación porque
sabemos que está con el Señor.
¿La Virgen os ha ayudado?
Ana: Desde muy pequeños siempre les he dicho a mis hijos: “Donde mamá no
llega empieza la Virgen”. Los últimos días Miguel dormía pegado a la pared
por los dolores y le colocamos un icono de la Virgen del Silencio, a la
altura de sus ojos, para que se sintiera acompañado por ella. Pasadas las
horas me dijo: “Primera victoria de la Virgen: cuando me han venido las
angustias la he abrazado y le he acariciado la cara. Entonces me ha inundado
una paz que me he dormido tres horas”. Así estuvo las últimas cinco noches
antes de morir. Sé que en el momento en que un alma expira, Jesucristo y la
Virgen la recogen y la llevan al Padre. Nada más morir, como dicen que
todavía pueden escuchar, me acerqué a su oído y le dije: “Miguel, ya estás
de viaje. Estás abrazado a Cristo camino hacia el Padre”.
¿Se puede encontrar descanso en la cruz?
Ana: Sí, es más, solo existe descanso en la cruz de Cristo. Por mi carácter
le he pedido mucho a la vida y le he dejado poco espacio a Dios; pero en la
cruz he visto que está Él. En la enfermedad de Miguel la cruz crecía y
crecía, pero él descansaba y descansaba. Me maravillaba ver cómo Miguel se
vaciaba cada día de sí para llenarse de Dios. Los tres meses antes de su
muerte me los pasé sin salir de casa para nada, y engordé quince kilos.
Cuando me lamentaba por mi peso me decía: “Mamá, cada cien gramos que has
cogido es una muestra de amor hacia mí. Paséalos con elegancia”.
¿Creéis que Dios ha sido bueno con vosotros?
Luis: Buenísimo.
Ana: Por supuesto. La fe es la mejor lotería y además es gratis. Sabemos que
nuestra misión con Miguel ha acabado cuando lo hemos enterrado con fe. Nos
queda la transmisión de la fe a los otros hijos.