San Pío X
HAERENT ANIMO
Exhortación Apostólica
con ocasión del 50° aniversario de su ordenación sacerdotal
Sobre la Santidad del Clero, 4 Agosto 1908.
Grabadas en el
ánimo profundamente y llenas de espanto se mantienen aquellas palabras que a
los Hebreos dirigía el Apóstol de las Gentes cuando, al instruirles sobre la
obediencia debida a los superiores, hablaba en estos gravísimos términos:
Ellos en verdad velan por vosotros, como quienes han de dar cuenta de vuestras
almas[34]. Y si esta advertencia se refiere a cuantos en la Iglesia tienen
autoridad, toca sobre todo a Nos que, a pesar de Nuestra insuficiencia,
ejercemos en ella -por divina ordenación- la suprema autoridad. Por ello, con
Nuestra incesante solicitud, día y noche nunca cesamos de pensar y de procurar
todo cuanto atañe a la defensa y al aumento de la grey del Señor.
Y, entre todos, Nos preocupa sobremanera este
asunto: el que los ministros sean plenamente cual deben ser por su cargo. Pues
bien persuadidos estamos de que así es, sobre todo, como puede esperarse el
buen estado y el progreso de la Religión. Por ello, desde que fuimos
investidos del Pontificado, aunque, considerado el clero en general, bien
claros se veían sus muchos méritos, creímos, sin embargo, que debíamos
exhortar con todo empeño a Nuestros venerables Hermanos, los Obispos de todo
el orbe católico, para que de nada se ocuparan con mayor constancia y
actividad como de formar a Cristo en todos los que por su ministerio están
destinados a formar al mismo Cristo en los demás. Y bien hemos comprobado Nos
cuál ha sido el celo de los Prelados en cumplir Nuestro cargo. Bien hemos
comprobado con qué vigilancia y con cuánta solicitud se han aplicado
asiduamente a formar a su clero en la virtud: por ello queremos, más que
alabarles, darles las gracias públicamente.
2. Ahora bien: si, a consecuencia de este cuidado
de los Obispos, vemos con regocijo cómo se ha reanimado el fuego divino en un
gran número de sacerdotes, de suerte que recobrarán o aumentarán la gracia de
Dios que recibieron por la imposición de las manos de los presbíteros; pero
aun Nos hemos de lamentar de que otros, en algunos países, no se muestran
tales que el pueblo cristiano, al poner con razón sus ojos en ellos como en un
espejo, pueda ver lo que ha de imitar. A éstos, pues, queremos manifestar
Nuestro corazón en esta Carta: corazón en verdad paterno, que late con amor
lleno de angustia a la vista de su hijo gravemente enfermo. Inspirados en este
amor, queremos añadir Nuestras exhortaciones a las del Episcopado; y, aunque,
sobre todo, tienen por objeto el reducir a los extraviados y a los tibios,
queremos que también a los demás sirvan de estímulo. Queremos señalarles el
camino seguro que cada cual ha de esforzarse por seguir cada día con mayor
empeño, para ser verdaderamente, según la clara expresión del Apóstol, el
hombre de Dios[35], y para corresponder a todo lo que tan justamente espera la
Iglesia.
Nada os diremos que no os sea conocido, ni nuevo
para nadie, sino lo que importa bien que todos recuerden: Dios Nos hace sentir
que Nuestra palabra producirá abundante fruto. Ved, pues, lo que os pedimos:
Renovaos... en el espíritu de vuestra vocación y revestíos del hombre nuevo,
que ha sido creado según Dios en justicia y en verdad[36]; para Nos, éste será
vuestro presente más hermoso y más agradable en el quincuagésimo aniversario
de Nuestro sacerdocio. Cuando examinemos Nos ante Dios con un corazón contrito
y espíritu de humildad[37] estos años pasados en el sacerdocio, Nos parecerá
poder expiar en alguna manera todo cuanto de humano haya de llorarse,
recomendándoos y exhotándoos a caminar dignamente para en todo agradar a
Dios[38]. -Mas con esta exhortación no sólo miramos por vuestro bien
particular, sino también por el bien general de los católicos todos, pues no
puede separarse el uno del otro. Porque no es tal la condición del sacerdote
que pueda ser bueno o malo sólo para sí, ya que su vida y costumbres tan
poderosamente influyen en el pueblo. Allí donde haya un buen sacerdote, ¡qué
bien tan grande y precioso tienen!
I. SACERDOTE, SANTO
3. Comenzaremos, por lo tanto, queridos hijos,
Nuestra exhortación excitándoos a la santidad de vida que la excelencia de
vuestra dignidad requiere. -Todo el que ejerce el sacerdocio no lo ejerce sólo
para sí, sino también para los demás: Porque todo Pontífice tomado de entre
los hombres está constituido para bien de los hombres en las cosas que miran a
Dios[39]. El mismo pensamiento expresó Jesucristo cuando, para mostrar la
finalidad de la acción de los sacerdotes, los comparó con la sal y con la luz.
El sacerdote es, por lo tanto, luz del mundo y sal de la tierra. Nadie ignora
que esto se realiza, sobre todo, cuando se comunica la verdad cristiana; pero
¿puede ignorarse ya que este ministerio casi nada vale, si el sacerdote no
apoya con su ejemplo lo que enseña con su palabra? Quienes le escuchan podrían
decir entonces, con injuria, es verdad, perono sin razón: Hacen profesión de
conocer a Dios, pero le niegan con sus obras[40]; y así rechazarían la
doctrina del sacerdote y no gozarían de su luz. Por eso el mismo Jesucristo,
constituido como modelo de los sacerdotes, enseñó primero con el ejemplo y
después con las palabras: Empezó Jesús a hacer y a enseñar[41]. -Además, si el
sacerdote descuida su santificación, de ningún modo podrá ser la sal de la
tierra, porque lo corrompido y contaminado en manera alguna puede servir para
dar la salud, y allí, donde falta la santidad, inevitable es que entre la
corrupción. Por ello Jesucristo, al continuar aquella comparación, a tales
sacerdotes les llama sal insípida que para nada sirve ya sino para ser tirada,
y por ello ser pisada por los hombres[42].
4. Verdades éstas, que con mayor claridad
aparecen, si se considera que nosotros, los sacerdotes, no ejercemos la
función sacerdotal en nombre propio, sino en el de Cristo Jesús. Así, dice el
Apóstol, nos considere todo hombre como ministros de Cristo y dispensadores de
los misterios de Dios[43]; somos embajadores de Cristo[44]. -Por esta razón,
Jesucristo mismo nos miró como amigos y no como siervos. Ya no os llamaré
siervos..., os he llamado amigos: porque todo lo que he oído de mi Padre os lo
he hecho conocer a vosotros... Os he escogido y destinado para que vayáis al
mundo y hagáis fruto[45]. -Tenemos, pues, que representar a la persona de
Cristo; pero la embajada, por El mismo dada, ha de cumplirse de tal modo que
alcancemos lo que él se propuso. Y como querer o no querer la misma cosa es la
sólida amistad, estamos obligados, como amigos, a sentir en nosotros lo que
vemos en Jesucristo, que es santo, inocente, inmaculado[46]: como embajadores
suyos, hemos de ganar -para sus doctrinas y leyes- la confianza de los
hombres, comenzando antes por observarlas nosotros mismos; como participantes
de su poder, tenemos que liberar las almas de los demás de los lazos del
pecado, pero hemos de procurar con todo cuidado no enredarnos nosotros mismos
en ellos. Pero sobre todo, como ministros suyos, al ofrecer el sacrificio por
excelencia, que cada día se renueva -en virtud de una fuerza perenne- por la
salud del mundo, nos hemos de poner en aquella misma disposición de alma con
que El se ofreció a Dios cual hostia inmaculada en el ara de la Cruz. Si
antiguamente, cuando no había sino símbolos y figuras, se requería santidad
tan grande en los sacerdotes, ¿qué no habrá de exigirse a nosotros, cuando
Cristo mismo es la víctima? ¿A quién no debe aventajar en pureza el que goza
de semejante sacrificio? ¿A qué rayo de sol en esplendor la manos que parte
esta carne, la boca que se llena del fuego espiritual, la lengua que se
enrojece con la sangre que hace temblar?[47]. Con gran razón insistía así San
Carlos Borromeo, en sus discursos al clero: "Si nos acordáramos, queridísimos
hermanos, de cuán grandes y cuán dignas cosas ha puesto Dios en nuestras
manos, ¡qué fuerza tendría esta consideración para excitarnos a vivir una vida
digna de sacerdotes! ¿Qué no ha puesto el Señor en mi mano, cuando ha puesto a
su propio Hijo, unigénito, coeterno y consubstancial a sí mismo? En mi mano ha
puesto todos sus tesoros, los sacramentos, la gracia; ha puesto las almas,
para él lo más precioso, que ha amado más que a sí mismo, pues las ha comprado
a precio de su misma sangre; en mi mano ha puesto el mismo cielo, que yo pueda
abrir y cerrar a los demás... ¿Cómo podría, pues, yo ser tan ingrato a tan
gran dignación y amor, que llegue a pecar contra El, a ofender su honor, a
contaminar este cuerpo que es suyo, a profanar esta dignidad, esta vida
consagrada a su servicio?".
5. A esta santidad de vida, de la que aún queremos
hablar más todavía, atiende la Iglesia por medio de esfuerzos tan grandes como
continuos. Para ello instituyó los Seminarios: en éstos, los jóvenes que se
educan para el sacerdocio han de ser imbuídos en ciencias y letras, han de ser
al mismo tiempo, pero de un modo especial, formados desde sus más tiernos años
en todo cuanto a la piedad concierne. Después, como solícita madre, la Iglesia
los conduce gradualmente al sacerdocio, con largos intervalos en los que no
perdona medio alguno para exhortarles a que adquieran la santidad. Place bien
recordar aquí todo esto.
6. Cuando ya la Iglesia nos alistó en la sagrada
milicia, quiso confesáramos con verdad que el Señor es parte de mi herencia y
de mi suerte: Vos sois, Dios mío, quien me devolveréis esta herencia[48]. Por
estas palabras -dice San Jerónimo- el clérigo queda bien avisado de que él,
que es parte del Señor o tiene al Señor por parte suya, se muestre tal, que
también posea al Señor y sea poseído por El[49]. -¡Qué lenguaje tan grave
emplea la Iglesia con aquellos que van a ser promovidos al subdiaconado! Una y
muchas veces habréis de considerar la carga que voluntariamente tomáis sobre
vuestros hombros... Porque, si recibís este orden, no os será permitido volver
atrás en vuestra decisión, sino que tendréis que servir siempre a Dios y
guardar, con su ayuda, la castidad. Y, por fin: Si hasta el presente habéis
estado retraídos de la Iglesia, desde ahora debéis ser asiduos en
frecuentarla; si hasta hoy soñolientos, desde ahora vigilantes...; si hasta
aquí deshonestos, en lo sucesivo castos... ¡Ved qué ministerio se os confiere!
-Por los que van a pasar al diaconado, la Iglesia ruega así a Dios, por la voz
del Obispo: Que en ellos abunde el modelo de toda virtud, una autoridad
modesta, un pudor constante, la pureza de la inocencia y la observancia de la
disciplina espiritual... Que en sus costumbres brillen tus preceptos, a fin de
que, con el ejemplo de su castidad el pueblo fiel tenga como propio un modelo
que imitar. -Más conmovedora aún es la advertencia dirigida a los que han de
ser elevados al sacerdocio: Preciso es subir con gran temor a grado tan alto y
procurar que la sabiduría celestial, la probidad de las costumbres y la
perpetua observancia de la justicia recomienden a los escogidos para tal
cargo... Que el perfume de vuestra vida sea la alegría de la Iglesia de Dios,
de manera que por la predicación y el ejemplo construyáis la casa, es decir,
la familia de Dios. Pero, sobre todo, nos ha de mover aquel gravísimo mandato
que añade: Imitad lo que tenéis entre manos, el cual ciertamente concuerda con
aquel precepto de San Pablo: Hagamos a todo hombre perfecto en Jesucristo[50].
7. Siendo, por lo tanto, éste el pensamiento de la
Iglesia, en cuanto a la vida sacerdotal, a nadie podrá parecer extraño que los
Santos Padres y Doctores estén todos tan unánimes en este asunto que hasta
puedan parecer quizá demasiado prolijos; y, sin embargo, si los juzgamos con
prudencia, concluiremos que nada han enseñado que no sea plenamente recto y
verdadero. A esto se reducen sus palabras: Entre el sacerdote y cualquier
hombre probo debe haber tanta diferencia como entre el cielo y la tierra, por
cuya razón se ha de procurar que la virtud del sacerdote no sólo esté exenta
de las más graves culpas, sino también aun de las más leves. El Concilio de
Trento siguió en esto el juicio de hombres tan venerables, cuando advirtió a
los clérigos que huyesen hasta de las faltas leves, que en ellos serían muy
grandes[51]; muy grandes, en efecto, no en sí, sino con relación al que las
comete, y a quien, con mayor razón que a las paredes de nuestros templos, ha
de aplicarse esta frase de la Escritura: La santidad es propia de tu casa[52].
8. Ahora bien: preciso es determinar en qué haya
de consistir esta santidad, de la cual no es lícito que carezca el sacerdote;
porque el que lo ignore o lo entienda mal, está ciertamente expuesto a un
peligro muy grave. Piensan algunos, y hasta lo pregonan, que el sacerdote ha
de colocar todo su empeño en emplearse sin reserva en el bien de los demás;
por ello, dejando casi todo el cuidado de aquellas virtudes -que ellos llaman
pasivas- por las cuales el hombre se perfecciona a sí mismo, dicen que toda
actividad y todo el esfuerzo han de concentrarse en la adquisición y en el
ejercicio de las virtudes activas. Maravilla cuánto engaño y cuánto mal
contiene esta doctrina. De ella escribió muy sabiamente Nuestro Predecesor, de
f. m.[53]: Sólo aquel que no se acuerde de las palabras del Apóstol: "Los que
El previó, también predestinó a ser conformes a la imagen de su Hijo"[54],
sólo aquél -digo- podrá pensar que las virtudes cristianas son acomodadas las
unas a un tiempo y las otras a otro. Cristo es el Maestro y el ejemplo de toda
santidad, a cuya norma se ajusten todos cuantos deseen ocupar un lugar entre
los bienaventurados. Ahora bien: a medida que pasan los siglos, Cristo no
cambia, sino que es el mismo "ayer y hoy, y será el mismo por todos los
siglos"[55]. Por lo tanto, a todos los hombres de todos los tiempos se dirige
aquello: "Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón"[56]: y en todo
momento se nos muestra Cristo "hecho obediente hasta la muerte"[57]. También
aquellas palabras del Apóstol: "Los que son de Cristo han crucificado su carne
con los vicios y las concupiscencias"[58] valen igualmente para todos los
tiempos. -Verdad es que estas enseñanzas se aplican por igual a todos los
fieles, pero dicen mejor con los sacerdotes; y, como dicho a ellos antes que a
los demás, han de tomar lo que Nuestro Predecesor añadía con su apostólico
celo: Quisiera Dios que estas virtudes fuesen practicadas ahora por mayor
número de gente, como lo fueron por tantos santos personajes de tiempos
pasados, que en humildad de corazón, obediencia y abstinencia fueron
"poderosos en obras y palabras", con provecho muy grande para la religión y la
sociedad. Ni está fuera de lugar el recordar cómo el sapientísimo Pontífice
con toda razón hace una muy singular mención de aquella abstinencia que, en
lenguaje evangélico, llamamos "abnegación de sí mismo". En efecto, queridos
hijos, en ella principalmente están contenidas la fuerza, la eficacia y todo
el fruto del ministerio sacerdotal; así como de su negligencia procede todo
cuanto en las costumbres del sacerdote puede ofender los ojos y las
conciencias de los fieles. Porque, si alguno obra por un vergonzoso afán de
lucro, si se enreda en negocios temporales, si ambiciona los primeros puestos
y desprecia los demás, si se hace esclavo de la carne y de la sangre, si busca
el agradar a los hombres, si confía en las palabras persuasivas de la
sabiduría humana, todo ello proviene de que desdeña el mandato de Cristo y
desprecia la condición por El puesta: Si alguno quiere venir en pos de mí,
niéguese a sí mismo[59].
9. Mientras Nos inculcamos tanto todo esto, no
dejamos de advertir al sacerdote que no ha de vivir santamente para sí solo,
pues él es el obrero que Cristo salió a contratar para su viña[60]. Le
corresponde, pues, arrancar las perniciosas hierbas, sembrar las útiles,
regarlas y velar para que el enemigo no siembre luego la cizaña. Guárdese
bien, por lo tanto, el sacerdote, no sea que, al dejarse llevar por un afán
inconsiderado de su perfección interior, descuide alguna de las obligaciones
de su ministerio que al bien de los fieles se refieren. Tales son: predicar la
palabra divina, oír confesiones cual conviene, asistir a los enfermos, sobre
todo a los moribundos, enseñar la fe a los que no la conocen, consolar a los
afligidos, hacer que vuelvan al camino los que yerran, imitar siempre y en
todo a Cristo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los tiranizados por
el diablo[61]. -Pero, en medio de toda esta actividad, que en su alma esté
siempre profundamente grabada la advertencia insigne de San Pablo: Ni el que
planta es algo, ni el que riega; sino el que obra el crecimiento, Dios[62].
Bien está que entre lágrimas vaya echando las semillas, bien que luego las
cuide con todo esmero; pero que germinen y den el fruto deseado, sólo
pertenece a Dios y a su auxilio todopoderoso. Y es que, sobre todo, siempre se
ha de tener muy presente que los hombres no son sino instrumentos que usa Dios
para la salvación de las almas; por ello, siempre han de estar muy bien
preparados para que Dios pueda servirse de ellos. Pero ¿de qué modo? ¿Creemos,
por ventura, que Dios se moverá a valerse de nuestra actividad, en el extender
su gloria, por alguna excelencia nuestra ingénita o lograda por el trabajo? En
manera alguna; porque escrito está: Dios se escogió lo necio del mundo para
confundir al sabio; y lo débil del mundo, para confundir lo fuerte; y lo vil
del mundo, lo tenido en nada y lo que no es se lo escogió Dios para anular lo
que es[63].
En realidad, tan sólo hay una cosa que une al
hombre con Dios, haciéndole agradable a sus ojos e instrumento no indigno de
su misericordia: la santidad de vida y de costumbres. Si esta santidad, que no
es otra que la eminente ciencia de Jesucristo, faltare al sacerdote, le falta
todo. Pues, separados de esta santidad, el caudal mismo de la ciencia más
escogida -que Nos mismo procuramos promover en el clero-, la actividad y el
acierto en el obrar, aunque puedan ser de alguna utilidad, ya a la Iglesia, ya
a cada uno de los cristianos, no rara vez les son lamentable causa de
perjuicios. Pero cuánto pueda, por ínfimo que sea, emprender y lograr con gran
beneficio para el pueblo de Dios quien esté adornado de santidad y por la
santidad se distinga, lo prueban numerosos testimonios de todos los tiempos, y
admirablemente el no lejano de Juan B. Vianney, ejemplar cura de almas, a
quien Nos tuvimos gran placer en decretar el honor debido a los Beatos.
-Unicamente la santidad nos hace tales como nos quiere nuestra divina
vocación, esto es, hombres que estén crucificados para el mundo y para quienes
el mundo mismo esté crucificado, hombres que caminen en una nueva vida y que,
como enseña San Pablo, en medio de trabajos, de vigilias, de ayunos, por la
castidad, por la ciencia, por la longanimidad, por la suavidad, por el
Espíritu Santo, por la caridad no fingida, por la palabra de verdad[64], se
muestren ministros de Dios, que se dirijan exclusivamente hacia las cosas
celestiales y que pongan todo su esfuerzo en llevar también a los demás hacia
ellas.
II. MEDIOS DE SANTIFICACION
10. Mas, como nadie ignora, la santidad de la vida
en tanto es fruto de nuestra voluntad, en cuanto es fortificada por Dios
mediante el auxilio de la gracia; y Dios mismo nos ha provisto colmadamente
para que no careciésemos jamás, si no queremos, del don de la gracia, lo cual
logramos principalmente por el espíritu de oración. En efecto, entre la
santidad y la oración existe dicha relación tan necesariamente que de ningún
modo puede existir la una sin la otra. Por esto, muy conforme a la verdad es
la frase del Crisóstomo: Yo creo ser evidente para todos que es sencillamente
imposible el vivir en la virtud sin la defensa de la oración[65]; y San
Agustín, agudamente, formula esta conclusión: Verdaderamente sabe vivir bien
quien sabe orar bien[66]. Jesucristo mismo nos persuade con más fuerza estas
enseñanzas por la exhortación constante de su palabra, y más todavía con su
ejemplo: sabido es cómo para orar, se retiraba a los desiertos, o se acogía a
la soledad de las montañas; gastaba noches enteras con gran empeño en esta
ocupación; iba frecuentemente al templo, y hasta rodeado de las muchedumbres
oraba en público con los ojos alzados al cielo; en fin, clavado en la cruz,
aun entre los mismos dolores de la muerte, llorando y con gran clamor suplicó
a su Padre. -Tengamos, por lo tanto, como cierto y probado que el sacerdote, a
fin de poder cumplir dignamente con su puesto y su deber, necesita darse de
lleno a la oración. No es raro tener que deplorar que lo haga más por
costumbre que por devoción interior; que a su tiempo rece el oficio con
descuido o que recite a veces algunas oraciones, pero después ya no se acuerde
de consagrar parte alguna del día para hablar con Dios, elevando su corazón al
cielo. Y sin embargo, el sacerdote, mucho más que cualquier otro, debe
obedecer al precepto de Cristo: Preciso es orar siempre[67]; precepto que
seguía San Pablo, cuando insistía con tanto empeño: Perseverad en la oración,
pasando en ella las vigilias con acción de gracias[68]; Orad sin cesar[69]. Y
¡cuántas ocasiones se presentan durante el día para elevarse hacia Dios a un
alma poseída por el deseo de la propia santificación y de la salvación de las
otras almas! Angustias íntimas, fuerza y pertinacia de las tentaciones, falta
de virtudes, desaliento y esterilidad en los trabajos, innumerables ofensas o
negligencia y, finalmente, el temor a los juicios divinos: todas estas cosas
nos incitan poderosamente a llorar ante el Señor para enriquecernos
fácilmente, a sus ojos, de méritos y, además, conseguir su protección. Y hemos
de llorar no tan sólo por nosotros. Entre el gran diluvio de pecados que, sin
cesar se extiende por todas partes, a nosotros nos corresponde, sobre todo, el
implorar y suplicar la divina clemencia, así como el insistir ante Cristo,
dador muy benigno de toda gracia, en el admirable Sacramento: Perdona, Señor,
perdona a tu pueblo.
11. Punto capital, en esto, es el designar cada
día un tiempo determinado para la meditación de las cosas eternas. No hay
sacerdote que, sin nota de grave negligencia y detrimento de su alma, pueda
descuidar esto.
Escribiendo el santísimo abad Bernardo a Eugenio
III, discípulo suyo en otro tiempo y a la sazón Romano Pontífice, con no menor
libertad que energía le avisaba que ningún día dejara de entregarse a la
meditación de las cosas divinas, sin que le sirvieran de excusa alguna las
ocupaciones tan numerosas y graves como lleva consigo el supremo apostolado. Y
con toda razón se empeñaba en lograrlo de él, enumerándole así con gran
sabiduría las utilidades de tal ejercicio: La meditación purifica su propia
fuente, esto es, la mente de donde procede. Regula luego las afecciones,
dirige los actos, corrige los excesos, arregla las costumbres, cohonesta y
ordena la vida; confiere, en fin, tanto la ciencia de las cosas divinas como
de las humanas. Es la que aclara lo confuso, corrige los extravíos, concentra
lo esparcido, escudriña lo oculto, investiga lo verdadero, examina lo
verosímil y explora lo fingido y aparente. Ella prepara lo que debe hacerse y
repasa lo hecho, de suerte que nada subsista en el ánimo que no esté corregido
o que tenga necesidad de corrección. En lo próspero, ella presiente lo
adverso; y, en lo adverso, hace como que no siente: propio es lo uno de la
fortaleza, lo otro de la prudencia[70]. El conjunto de estas grandes ventajas,
que la meditación lleva consigo, nos enseña y a la vez nos advierte cómo en
todos los sentidos no sólo es provechosa, sino muy necesaria.
12. Aunque las diferentes funciones sacerdotales
sean augustas y llenas de veneración, ocurre, sin embargo, que quienes las
cumplen por costumbre, no las consideran con la religiosidad que se merecen.
De aquí, disminuyendo el fervor poco a poco, fácilmente se pasa a la
negligencia y hasta al disgusto de las cosas más santas. Añádase a esto que al
sacerdote le es necesario el vivir diariamente como en medio de una generación
depravada, de modo que muchas veces, aun en el ejercicio mismo de la caridas
pastoral, habrá de temer no se encubran allí las asechanzas de la serpiente
infernal. ¿Qué decir de la facilidad con que hasta los corazones piadosos se
manchan con el polvo del mundo? Bien, pues, se ve cuál y cuán grande es la
necesidad de volverse todos los días hacia la contemplación de las cosas del
cielo, para que, recobradas de tiempo en tiempo las fuerzas, la mente y la
voluntad queden robustecidas contra las tentaciones. -Conviene, además, que el
sacerdote adquiera cierta facilidad y hábito para elevarse y tender hacia las
cosas celestiales, a fin de gustar las cosas de Dios, enseñarlas y
aconsejarlas con ahinco; y ordenar su vida sobre las coas humanas de tal
suerte que todo cuanto haga según su ministerio, lo haga según Dios, inspirado
y guiado por la fe. Ahora bien; que esta disposición de ánimo, esta unión como
espontánea del alma con Dios, se produce y se conserva principalmente gracias
a la meditación cotidiana, cosa es tan clara a quien piense un poco siquiera,
que ya no es necesario el detenernos más en su explicación. -Confirmación de
todo esto, bien triste por cierto, podemos hallar en la vida de aquellos
sacerdotes que o hacen poco caso de la meditación de las cosas eternas, o la
miran con fastidio. Y así son de ver aquellos hombres, en quienes ha
languidecido bien tan importante como el sentir de Cristo, entregados por
completo a las cosas de la tierra, pretendiendo cosas vanas, hablando fútiles
palabras y tratando las cosas santas negligente, fría y aun indignamente
quizá. En un principio, esos sacerdotes, fortalecidos por la gracia de su
reciente unción sacerdotal, preparaban con diligencia su ánimo para rezar el
oficio divino, para no hacer como los que tientan a Dios: buscaban el tiempo
más oportuno y los sitios más retirados del estrépito de las gentes;
procuraban investigar los sentidos de la palabra de Dios; cantaban alabanzas,
gemían, se alegraban y derramaban su espíritu con el Salmista. Y ahora, con
relación a entonces, ¡cuán cambiados!... -Apenas si ya nada en ellos queda, de
aquella animosa piedad con que anhelaban los divinos misterios. ¡Cuán amados
les eran en otros tiempos aquellos tabernáculos! Ansiaba el alma por sentarse
a la mesa del Señor y poder llevar continuamente a otras muchas hacia ella.
Antes del sacrificio, ¡qué pureza, qué oraciones las de aquella alma
fervorosa! En la celebración de la misa, ¡cuánta reverencia entonces,
exactamente cumplidas las augustas ceremonias en toda su hermosura! ¡Qué
gracias dadas de lo íntimo del corazón! Así, felizmente, en el pueblo se
esparcía el buen olor de Cristo.... Acordaos, os rogamos hijos amadísimos,
acordaos... de los pasados días[71] cuando, en efecto, el alma ardía inflamada
por el entusiasmo de la santa meditación.
13. Entre aquellos mismos a quienes es gravoso
recogerse en su corazón[72] o que lo descuidan, no faltan ciertamente quienes
no disimulan la consiguiente pobreza de su alma, y se excusan poniendo por
causa que se entregaron totalmente a la actividad del ministerio sacerdotal, a
la múltiple utilidad de los demás. Mas se engañan miserablemente. Porque, no
acostumbrados ya a tratar con Dios, cuando de El hablan a los hombres o cuando
les dan consejos para la vida cristiana, carecen totalmente del espíritu de
Dios, de suerte que en ellos la palabra evangélica parece casi muerta. Su voz,
aunque brille con una prudencia o facundia que se alaba, ya no es el eco de la
voz del buen Pastor, única que las ovejas oyen para su bien, sino que resuena
y se pierde sin fruto, algunas veces infecunda por el mal ejemplo, no sin
deshonra para la religión y escándalo para los buenos. Lo mismo sucede en los
demás ministerios de su agitada vida; pues, o no se sigue ventaja alguna de
sólida utilidad, o es de corta duración, porque le falta la lluvia del cielo
que se atrae en abundancia tan sólo por la oración del que se humilla[73]. -Y
no podemos menos de lamentarnos vehementemente de aquellos que, arrastrados
por perniciosas novedades, ni se avergüenza siquiera de pensar en contra de lo
que llevamos dicho, juzgando ellos que es como perdido el trabajo que se
emplea en meditar y en orar. ¡Funesta ceguera! ¡Ojalá que los tales,
considerando bien consigo mismo, lleguen por fin a conocer en qué paran esa
negligencia y desprecio tal de la oración! De aquí procedió la soberbia y la
contumacia; y éstas dieron frutos harto amargos, que el ánimo de Padre rehuye
recordar y desea totalmente arrancar. Dios atienda a este deseo, y mirando con
ojos benignos a los extraviados, derrame sobre ellos tan abundantemente el
espíritu de gracia y de oración, que llorando su error vuelvan de grado, con
alegría de todos, a los caminos en mal hora abandonados, y continúen en ellos
con más cautela. ¡Y séanos Dios testigo, como en otro tiempo lo fue con el
Apóstol[74], de cómo los amamos a todos ellos en las entrañas de Jesucristo!
14. Que en ellos, como en todos vosotros, hijos
amadísimos, se grabe muy bien Nuestra exhortación, porque es también de Cristo
Señor Nuestro: Atended, vigilad y orad[75]. Ante todo, que cada cual aplique
su industria al empeño de meditar piadosamente; procure esto mismo con
diligencia y ánimo confiado, suplicando: ¡Señor, enséñanos a orar![76]. Ni
tiene poco peso para inducirnos a meditar esta especial razón: a saber, cuán
gran influencia en el consejo y virtud procede de aquí, cosa muy útil para la
recta cura de almas, obra la más difícil de todas. -Y muy a propósito viene,
siendo digna de ser recordada, la alocución pastoral de San Carlos: Entended,
hermanos, que nada es tan necesario a todos los varones eclesiásticos como la
oración mental, que preceda, acompañe y siga a todas nuestras acciones;
"Cantaré, dice el Profeta, y entenderé"[77]. Si administras los sacramentos,
oh hermano, medita qué haces; si celebras la misa, piensa qué ofreces; si
cantas, mira con quién y qué cosas hablas; si diriges las almas, piensa en la
sangre con que están lavadas[78]. Por lo cual, con justa razón, nos manda la
Iglesia repetir frecuentemente aquellas palabras de David: Bienaventurado el
varón que medita en la ley del Señor, su voluntad permanece de día y de noche;
todas las cosas que haga le resultarán bien. -Además, sirva a todos de noble
estímulo esto último: si el sacerdote se llama otro Cristo, y lo es, por la
comunicación de la potestad, ¿no deberá hacerse tal y ser considerado como tal
también por la imitación de sus obras?... Sea, pues, nuestro gran empeño
meditar la vida de Jesucristo[79].
15. En gran manera importa que el sacerdote añada
de continuo la lectura de libros piadosos y, ante todo, de los libros
inspirados de las cosas divinas. Y así Pablo mandaba a Timoteo: Dedícate a la
lectura[80]. Por esto Jerónimo indicaba a Nepociano, cuando le hablaba de la
vida sacerdotal: Nunca caiga de tus manos la lectura sagrada, dando para ello
la siguiente razón: Aprende lo que debes enseñar: adquiere aquella palabra
fiel, que es según la doctrina, para que puedas exhortar con doctrina sana y
refutar a los que te contradigan. -¡Qué provecho, en efecto, no consiguen los
sacerdotes que tal hacen con asiduidad constante! ¡Cuán dulcemente predican a
Cristo, cómo inclinan hacia la perfección, cómo elevan a deseos celestiales
los corazones y las almas de sus oyentes, en vez de debilitarlos y
lisonjearlos! -Mas, por otro título- y en tal caso, con gran provecho
vuestro-, queridos hijos, tiene fuerza el precepto de San Jerónimo: Que la
lectura sagrada esté siempre en tus manos[81]. ¿Quién ignora la gran fuerza
que tiene sobre el corazón de un amigo la voz del amigo que le advierte
sinceramente, le ayuda con su consejo, le reprende, le anima y le aparta del
error? Dichoso aquel que encuentra un amigo verdadero...[82]. El que lo ha
encontrado, ha encontrado un tesoro[83]. En el número, pues, de amigos
verdaderamente fieles hemos de contar los libros piadosos. Ellos con gravedad
nos avisan de nuestros deberes y de las prescripciones de la legítima
disciplina; despiertan en nuestros corazones las voces celestiales
adormecidas; reprenden el abandono de nuestros buenos propósitos; perturban
nuestra engañosa tranquilidad; censuran nuestras afecciones menos rectas,
disimuladas; nos descubren los peligros a que frecuentemente se exponen los
incautos. Y todos estos oficios nos los prestan con benevolencia tan discreta
que se nos muestran, no ya sólo como amigos, sino como los mejores amigos. Los
tenemos, cuando nos place, como juntos a nuestro lado, a toda hora dispuestos
a socorrernos en nuestras más íntimas necesidades; su voz jamás es amarga, sus
advertencias jamás interesadas, su palabra jamás tímida ni falaz. -Numerosos e
insignes ejemplos demuestran la eficacia tan provechosa de los buenos libros;
pero entre todos sobresale indudablemente el ejemplo de San Agustín, cuyos
insignes méritos con la Iglesia de allí tomaron su origen: Toma y lee; toma y
lee... Yo tomé rápido (las Epístolas de San Pablo), las abrí y leí en
silencio... Como por una luz de paz, infundida en mi corazón, se disiparon las
tinieblas de mis dudas[84]. Desgraciadamente, por lo contrario, en nuestros
días ocurre con frecuencia que los miembros del clero se van poco a poco
cubriendo con las tinieblas de la duda y llegan a seguir las tortuosas sendas
del mundo, principalmente por preferir a los libros piadosos y divinos todo
género de libros bien diversos y hasta la turba de los periódicos saturados de
sutil y ponzoñoso error. Guardaos, queridos hijos; no os fiéis de vuestra edad
adulta y provecta; no os dejéis engañar por la falaz esperanza de que así
atenderéis mejor al bien común. No se franqueen los límites que las leyes de
la Iglesia señalan o que la prudencia de cada uno y el amor de sí mismo
determinan; porque, luego de empapada el alma de este veneno, muy difícil será
evitar las consecuencias de la ruina causada.
16. El provecho que el sacerdote obtendrá, así de
las lecturas sanas como de la meditación de las cosas celestiales, será más
abundante si acudiere a algún recurso por el que pueda reconocer, si se aplica
con cuidado en llevar a la práctica de la vida cuanto ha leído y meditado. Muy
a propósito viene el excelente medio recomendado singularmente al sacerdote
por San Juan Crisóstomo: Todas las noches, antes de entregarte al sueño, llama
a juicio a tu conciencia y pídele cuenta muy severa de los malos proyectos
formados durante el día..., investígalos y desgárralos, castígalos
también[85]. Y cuán conveniente y provechoso sea para la virtud cristiana este
ejercicio, pruébanlo los maestros de la vida espiritual con admirables avisos
y exhortaciones. Citemos a propósito aquellas palabras de San Bernardo: Como
investigador diligente de la pureza de tu alma, investiga tu vida con el
examen de cada día, averigua con cuidado qué has ganado y qué has perdido...
Aplícate a conocerte a ti mismo... Pon todas tus faltas delante de tus ojos.
Ponte frente a ti mismo, como delante de otro; y luego llora de ti mismo[86].
17. Vergüenza grande sería que aun en esto se
cumpliesen aquellas palabras del Salvador: Los hijos de este siglo son mucho
más avisados que los hijos de la luz[87].
Bien es de ver el sumo cuidado con que ellos
administran sus asuntos, y con cuánta frecuencia repasan sus ingresos y sus
gastos, con qué diligencia y con qué rigor hacen sus cuentas, cómo se lamentan
de sus pérdidas y qué gran empeño ponen en resarcirlas. Mas nosotros, en
quienes existe tal vez un vivo afán por adquirir honores, aumentar nuestro
patrimonio, conquistar renombre y gloria por medio de la ciencia, con gran
descuido y suma negligencia olvidamos el negocio más importante y el más
difícil, esto es, el de nuestra propia santificación.
Apenas si de tarde en tarde nos recogemos alguna
vez dentro de nosotros mismos para examinar nuestra alma, la cual por ese
motivo se halla como una enmarañada selva, o como la viña de aquel perezoso de
la que está escrito: Pasado he por las tierras del perezoso y por la viña del
necio, y he visto cómo se hallaban invadidas por las ortigas y cómo las
espinas habían recubierto toda la superficie, mientras su cerca de piedra se
hallaba destruida[88]. -Y el peligro es tanto mayor cuanto que los malos
ejemplos, no poco perjudiciales aun a la virtud del mismo sacerdote, se
multiplican en torno suyo, de tal suerte que cada día es preciso vivir con más
cautela y resistir con mayor esfuerzo. La experiencia demuestra cómo el que
hace frecuente y severo examen propio de sus pensamientos, palabras y actos,
tiene más fuerza para odiar y huir del mal, y también más ardor y celo para el
bien. Asimismo la experiencia pone de manifiesto a cuántos inconvenientes y
peligros se halla expuesto ordinariamente el que rehuye presentarse ante este
tribunal en el que la justicia se asienta para juzgar, mientras la conciencia
se presenta como reo al mismo tiempo que como acusador. En vano trataréis de
buscar en él aquella circunspección, tan conveniente en todo cristiano, de
evitar aun los pecados más leves; aquel pudor del alma, propio singularmente
de todo sacerdote, que se asusta hasta de la más pequeña ofensa de Dios. Más
aún: semejante incuria y tal negligencia de sí mismo, llegan a veces a tal
grado que hasta descuida el mismo sacramento de la Penitencia, medio el mas
oportuno suministrado por la infinita misericordia del Señor a la debilidad
humana. -No se puede negar, antes bien hay que deplorarlo con amargura, que no
rara vez sucede que quien aparta a los otros del pecado con la inflamada
elocuencia de la divina palabra, haga caso omiso de ello y se endurezca en los
pecados; que quien exhorta y apremia a los demás para que con el debido
cuidado se apresuren a lavar las manchas de sus almas, haga eso mismo con el
mayor descuido, dejando pasar meses enteros; que quien sabe infundir el aceite
y el vino saludable en las heridas del prójimo, yace más herido aún que los
demás cerca del camino, sin reclamar solícito el auxilio de una fraternal mano
que tal vez está cercana. ¡Cuántas cosas -oh dolor- han resultado y resultan
hoy todavía de proceder tan indigno en la presencia del Señor y de su Iglesia,
tan perjudicial al pueblo cristiano como deshonroso al propio estado
sacerdotal!
18. Y cuando Nos, por deber de conciencia,
pensamos en estas cosas, Nuestra alma se llena de amargura, Nuestra voz clama
entre sollozos. ¡Ay del sacerdote, que no sabe ocupar bien su puesto y que,
desleal, profana el santo nombre de Dios, ante quien debe ser santo! La
corrupción de los mejores es la peor. Grande es la dignidad de los sacerdotes,
pero grande es su caída, si pecan; alegrémonos por su elevación, mas temamos
por su caída; no es tan alegre el haber estado en alto, como triste el haber
caído desde allí[89]. Muy desgraciado, por lo tanto, el sacerdote que,
olvidado de sí mismo, no se preocupa de la oración, rehuye el alimento de las
lecturas piadosas, y jamás vuelve dentro de sí para escuchar la voz de la
conciencia que le acusa. Ni las llagas de su alma cada vez más irritadas, ni
los gemidos de la Iglesia, su madre, conmoverán al desdichado, hasta que le
hieran estas tremendas amenazas: Ciega el corazón de este pueblo, tápale los
oídos, ciérrale los ojos, no sea que vea con sus ojos, oiga con sus oídos y
comprenda con su corazón, y así se convierta y yo le cure[90]. -Que el Señor,
rico en misericordia, aleje de cada uno de vosotros, hijos queridos, tan
triste vaticinio; El, que ve el fondo de Nuestro corazón, sabe que está libre
de todo rencor hacia quienquiera que sea, y más bien compadecido de todos con
el amor de Pastor y de Padre. -¿Cuál es, por lo tanto, nuestra esperanza,
nuestra alegría y nuestra corona? ¿No sois acaso vosotros mismos delante de
Jesucristo Señor Nuestro?[91].
19. Mas vosotros mismos, cuantos dondequiera
estéis, bien conocéis en qué desdichados tiempos se encuentra la Iglesia, por
secretos designios de Dios. Considerad también y meditad cuán sagrado es el
deber que os incumbe, de tal suerte que, pues habéis sido dotados por ella de
dignidad tan alta, os esforcéis también por estar a su lado y por asistirla en
sus tribulaciones. Por todo ello nunca como ahora se precisa, en el clero, una
virtud nada vulgar, absolutamente ejemplar, vigilante, activa, potentísima
finalmente para hacer y padecer por Cristo grandes cosas. Nada hay que con
tanto ardor supliquemos para todos y cada uno de vosotros. -Florezca, pues, en
vosotros, con su inmaculada lozanía la castidad, el mejor ornato de nuestro
orden, pues por su brillo el sacerdote se hace como semejante a los ángeles a
la vez que aparece más venerable ante el pueblo cristiano y más fecundo en
frutos de santidad. Crezca siempre el respeto a la obediencia solemnemente
prometida a los que el Espíritu Santo constituyó como pastores de la Iglesia;
y, sobre todo, únanse espíritus y corazones con lazos cada día más estrechos
de fidelidad, en obsequio tan justamente debido a esta Sede Apostólica.
-Triunfe en todos aquella caridad que no busca lo propio, a fin de que,
ahogados los estímulos de la envidiosa contienda y la ambición insaciable que
atormentan al corazón humano, todos vuestros esfuerzos, con una fraternal
emulación, tiendan al aumento de la gloria divina. Grande es la multitud,
harto infeliz, de enfermos, ciegos, cojos, paralíticos que espera los frutos
de vuestra caridad; os esperan, más que a nadie, compactas turbas de jóvenes,
risueña esperanza de la sociedad y de la religión, que por doquier hállanse
rodeados de halagos y de vicios. Consagraos con entusiasmo, no sólo a enseñar
el catecismo, según de nuevo y con mayor empeño recomendamos; sino también a
servir a todos por cuantos medios os inspiren vuestro consejo y vuestra
prudencia. Y al socorrer, proteger, curar y apaciguar, no pretendáis ni
anheláis, como sedientos, sino ganar las almas para Jesucristo o mantenérselas
unidas a el. ¡Mirad con cuánta diligencia, fatiga y denuedo trabajan,
incansables, los enemigos en su afán de arruinar las almas! -Por este
esplendor de la caridad es por lo que principalmente se alegra la Iglesia
católica y se gloría en su clero, que evangeliza la paz cristiana, que lleva
la salud y la civilización hasta los pueblos bárbaros, por los cuales, aun a
costa de los mayores sacrificios consagrados a veces con la sangre derramada,
el reino de Cristo se extiende más cada día y la santa fe brilla más augusta
con nuevos triunfos. -Y si con el odio, la afrenta y la calumnia, queridos
hijos, se correspondiera, como sucede con frecuencia, a los oficios de vuestra
difusiva caridad, no por ello queráis sucumbir a la tristeza, no desmayéis en
hacer el bien[92]. Ante vuestros ojos se hagan presentes los escuadrones, tan
insignes en número como en mérito, de todos cuantos, a imitación de los
apóstoles, entre los más crueles oprobios por el nombre de Jesucristo, iban
contentos, y, maldecidos, bendecían. Somos nosotros, hijos y hermanos de los
Santos, cuyos nombres brillan en el libro de la vida, y cuyos méritos celebra
la Iglesia. ¡No hagamos tal agravio a nuestra gloria![93].
III. MEDIOS DE PERSEVERANCIA
20. Si en el orden clerical se restaurare y se
aumentare la vida de la gracia sacerdotal, nuestros restantes proyectos de
reforma en toda su amplitud tendrán, Dios mediante, mucha mayor eficacia. -Y
por ello Nos parece muy conveniente el añadir a todo cuanto hemos dicho
algunos medios propios para conservar y mantener esta gracia. Primero es el
tan conocido y recomendado por todos, pero no usado igualmente por todos, el
piadoso retiro del alma para hacer los llamados Ejercicios Espirituales cada
año, si es posible, ya en privado cada uno, ya con otros, donde el fruto suele
ser más abundante, salvas siempre las prescripciones de los Obispos. Nos ya
hemos ponderado bastante las ventajas de esta institución, al mandar sobre
ello algunas cosas en lo que toca a la disciplina del clero romano[94]. -Ni
menos útil será para las almas que dicho retiro se tenga cada mes, siquiera
durante algunas horas, ya en privado, ya en común. Con gran satisfacción vemos
cómo en varios sitios ya se ha establecido esta costumbre, no sólo bajo el
auxilio de los Obispos, sino a veces bajo su personal presidencia en reuniones
para tal efecto. -Otra cosa hemos de recomendar con sumo empeño, esto es, una
cierta unión más estrecha de los sacerdotes, cual conviene entre hermanos,
establecida y gobernada por la autoridad episcopal. Muy recomendable es, en
efecto, que se reúnan en sociedades, así para asegurarse ciertos socorros
mutuos contra las desgracias como para defender la integridad de su honor y de
sus cargos contra los ataques enemigos, o para cualquier otra finalidad de
este género. Pero también importa el asociarse para perfeccionar los
conocimientos en las ciencias sagradas y, sobre todo, para conservar con el
más diligente cuidado la vocación eclesiástica, o para promover los intereses
de las almas, comunicando todos entre sí sus consejos y sus iniciativas. La
historia de la Iglesia pone muy de relieve cuán felices resultados debe a este
género de asociación en los tiempos en que, de ordinario, los sacerdotes
vivían en comunidad. ¿Por qué, pues, no podría restablecerse algo así en
nuestros tiempos, claro es que según lo consintieran los sitios y los empleos?
¿Y no se podría esperar lógicamente, con gozo de la Iglesia, los mismos frutos
de aquellos otros tiempos?
De hecho, no faltan comunidades de este género,
provistas de la autorización de los Obispos, tanto más útiles cuanto antes se
ingrese en ellas, ya al principio mismo del sacerdocio. Nos mismo, en Nuestro
ministerio episcopal, promovimos una institución que por experiencia hallamos
muy ventajosa, y aun ahora continuamos dispensándole, como a otras semejantes,
Nuestra especial benevolencia.
Auxilios tales de la gracia sacerdotal, y otros
que la cuidadosa prudencia de los Obispos inspirase, según las circunstancias,
estimadlos y empleadlos vosotros, queridos hijos, a fin de que cada día más y
más dignamente andéis por el camino de la vocación a que habéis sido
llamados[95], honrando así vuestro ministerio a la par que cumplís en vosotros
la voluntad de Dios, que es vuestra santificación.
CONCLUSION
21. A eso miran Nuestros principales pensamientos
y cuidados: y, por ello, elevados al Cielo los ojos, con frecuencia renovamos
sobre todo el clero la súplica misma de Jesucristo: Padre santo,
santifícales[96]. Y, en este acto de súplica, Nos alegramos de que un gran
número de fieles de toda condición, en extremo preocupados por vuestro bien y
el de la Iglesia, ruega juntamente con Nos; más aún, por dicha Nuestra hay no
pocas almas muy ilustres en virtud, no sólo en los sagrados claustros, sino
también, aun en medio de la vida del siglo, que se ofrecen como víctimas
consagradas a Dios con ese mismo objeto y con un incesante entusiasmo. Quiera
Dios aceptar en olor de suavidad sus puras y eximias oraciones, y que no
desdeñe tampoco Nuestras muy humildes súplicas. Ampárenos, según le
suplicamos, clemente y próvido, el mismo Señor, que colme a todo el clero con
los tesoros de gracia, caridad y con toda virtud de que es fuente el
Sacratísimo Corazón de su amado Hijo. -Queremos, para terminar, queridos
hijos, manifestaros toda Nuestra gratitud por los deseos y felicitaciones que
Nos habéis ofrecido con amor y piedad, en ocasión del quincuagésimo
aniversario de Nuestro sacerdocio, y para que Nuestras súplicas por vosotros
más cumplidamente se vean realizadas, queremos sean confiadas a la augusta
Virgen Madre, Reina de los Apóstoles. Ya que ella, con su ejemplo, enseñó a
aquellas primicias del orden sacerdotal cómo habían de perseverar en la
oración hasta ser revestidos por la virtud de lo alto, y esta misma virtud se
la obtuvo mucho más cumplida con sus ruegos, aumentó y fortificó con sus
consejos, con próspera fertilidad para sus trabajos. Deseamos, entre tanto,
amados hijos, que la paz de Cristo rebose abundante en vuestros corazones con
el gozo del Espíritu Santo, teniendo por prenda la Bendición Apostólica que a
todos vosotros os concedemos con el amor más entrañable.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 4 de agosto de
1908, al principio del sexto año de Nuestro Pontificado.
[34] Hebr. 13, 17. [35] 1 Tim. 6, 11. [36] Eph.
4, 23-24. [37] Dan. 3, 39. [38] Col. 1, 10. [39] Hebr. 5, 1. [40] Tit. 1, 16.
[41] Act. 1, 1. [42] Mat. 5, 13. [43] 1 Cor. 14, 1. [44] 2 Cor. 5, 20. [45]
Io. 15, 15-16. [46] Hebr. 7, 26. [47] S. Io. Chrysost. In Mat. hom. 82, n. 5.
[48] Ps. 15, 5. [49] Ep. 52, ad Nepot. n. 5. [50] Col. 1, 28. [51] Sess. 22 de
reform. c. 1. [52] Ps. 92, 5. [53] Ep. Testem benevolentiae ad archiep.
Baltimor. 21 ian. 1899. [54] Rom. 8, 29. [55] Hebr. 13, 8. [56] Mat. 11, 20.
[57] Phil. 2, 8. [58] Gal. 5, 24. [59] Mat. 16, 24. [60] Ibid. 20, 1. [61]
Act. 10, 38. [62] 1 Cor. 3, 7. [63] Ibid. 1, 27-28. [64] 2 Cor. 6, 5 ss. [65]
De praecatione orat. 1. [66] Hom. 4 ex 50. [67] Luc. 18, 1. [68] Col. 4, 2.
[69] 1 Thess. 5, 17. [70] De considerat. 1, 7. [71] Hebr. 10, 32. [72] Ier.
12, 11. [73] Eccli. 35, 21. [74] Phil. 1, 8. [75] Marc. 13, 33. [76] Luc. 11,
1. [77] Ps. 100, 2. [78] Ex orationib, ad clerum. [79] De imit. Christi, 1, 1.
[80] 1 Tim. 4, 13. [81] Ep. 40 ad Paulinum, 2, 6. [82] Eccli. 25, 12. [83]
Ibid. 6, 14. [84] Conf. 8, 12. [85] Exposit. in Ps. 4, 8. [86] Meditationes
piisimae c. 5: De quotid. sui ipsius exam. [87] Luc. 16, 8. [88] Prov. 24,
30-31. [89] S. Hier. in Ezech. 13, 44; 5, 30. [90] Is. 6, 10. [91] 1 Thess. 2,
19. [92] Ibid. 3, 13. [93] 1 Mach. 9, 10. [94] Ep. Experiendo ad Card. in Urbe
Vicarium 27 dec. 1904. [95] Eph. 4, 1. [96] Io. 17, 11. 17.
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