Sectas y movimientos religiosos - Propuestas de reflexión
Autor: Mons. Héctor
Aguer,
Obispo auxiliar de Buenos Aires
Capítulo
3: Propuestas de reflexión
Hemos
señalado ya que el problema es vastísimo y sería
pretensioso intentar abordarlo en toda su
complejidad. Pero sí podemos proponer cinco
puntos, o núcleos de reflexión en orden a aguzar
la inquietud y que puedan ser objeto de un
estudio más detenido en otra
ocasión.
3.1. Fe y
religión
En primer lugar me parece
importante destacar, para comprender la causa y
para acertar con una decisión pastoral adecuada,
la problemática relación que existe entre la fe
cristiana y la religión. Las relaciones entre fe
y religión constituyen, desde el punto de vista
teológico, una cuestión muy delicada y que tiene
larga historia en Occidente. Ya hemos indicado
la relación, al parecer paradójica, que se
entabla entre la vigencia del secularismo y la
nueva aparición de lo sagrado, manifestada en la
difusión de las sectas y de los nuevos
movimientos religiosos: este hecho nos remite a
la dialéctica continua entre fe y religión.
Desde un punto de vista católico hay que decir
que la religión, la actitud religiosa, la virtud
de religión como relación ejercida con Dios es
un modo connatural al hombre de manifestar la
fe. Por eso no aceptamos una dialéctica de tipo
luterano entre fe y religión, que tiende a
descalificar la expresión religiosa como algo
perteneciente al orden de la ley y de las obras
y ajeno a la fe que justifica.
Este
problema debe ser objeto de una reflexión muy
cuidadosa, porque Juan Pablo II ha señalado, en
el discurso inaugural de Santo Domingo, que
muchas veces nuestros fieles van a buscar en las
sectas una religiosidad, esto es un sentido de
Dios, una experiencia de Dios, que no encuentran
vivida por nuestros agentes pastorales y por
nuestras comunidades (11). Esto se debe,
indudablemente, a las consecuencias del
secularismo que también ha penetrado en la
Iglesia. Desde hace muchísimo tiempo se ha ido
infiltrando la mentalidad propia de la
Ilustración, que es característica de la cultura
moderna y que ha conducido a una reducción del
carácter sobrenatural del cristianismo, a un
vaciamiento de su realidad mistérica. Está muy
difundida, por ejemplo, la reducción ética,
asistencial, de la salvación cristiana, en clave
horizontalista. Muchos de nuestros fieles tienen
como aletargada su conciencia de relación con
Dios y viven sumergidos en el materialismo, y
hasta en el ateísmo práctico. No han elaborado,
no han llevado a maduración su sentido de Dios.
Su fe es quizá una lejana referencia teórica a
las verdades del catolicismo o a ciertos
principios de moral natural, pero les ha faltado
la experiencia vivida del Espíritu y esa vida
sacramental que debía alimentar en ellos la
relación íntima con Dios.
Estas
constataciones suponen una valoración positiva
de la actitud religiosa y de sus expresiones,
pero debemos advertir también que el nuevo
despertar de lo sagrado y el auge de las sectas
revela una tendencia subjetivista e intimista en
el modo de concebir y expresar la religión.
Podríamos decir que estas nuevas manifestaciones
de religiosidad buscan ansiosamente el contacto
íntimo y directo con lo divino, su vivencia
vibrante, directa, emocional. En el caso de la
religiosidad sectaria, pareciera que la relación
con Dios se reduce a la experiencia de sentirse
salvado. La búsqueda de la experiencia subjetiva
de la salvación parece un dato decisivo en la
configuración de la actitud sectaria, en
sintonía con el modo de entender la religión que
es propio del hombre plasmado por la cultura
moderna. En el caso de los movimientos
religiosos libres, y de la pseudo-espiritualidad
tipo New Age, lo decisivo es el inmanentismo de
la gnosis, de la teosofía y de todos los
ocultismos, esto es, la coincidencia de lo
íntimo del yo con la divinidad. Lo que se busca,
en este caso, es comprobar que Dios es lo íntimo
de la conciencia, que el yo es Dios, que el
hombre es una chispa del todo divino, una
partícula del gran organismo viviente, de un
cosmos divinizado.
Es necesario proceder
con cautela en la lucha contra el remanente de
secularismo que observamos en la cultura actual,
para que al tratar de superar la falta de
sentido de Dios no nos arrojemos imprudentemente
en una concepción subjetivista, intimista,
sentimental, emotiva de la relación con Él. La
experiencia religiosa católica está marcada por
la objetividad, tiene su fuente en la liturgia,
es desarrollo de la gracia bautismal, se
alimenta de la Eucaristía y encuentra en ella su
cima. La mística católica es mística objetiva
porque es mística litúrgica y eucarística. No se
busca en ella la gratificante experiencia de
sentirse salvado, sino aquel encuentro con Dios
que es un eco de la experiencia objetiva de la
conversión realizada por medio del agua del
bautismo, renovada por las lágrimas del
arrepentimiento incesante y del retorno de
nuestro espíritu y de nuestra libertad a la
obediencia de la fe, recibida en el sacramento
de la reconciliación como un remedio de nuestra
fragilidad.
Esta interpretación sugiere
dos acciones: en primer lugar la necesidad de
proveer con singular cuidado a la formación
espiritual de nuestros fieles, para suscitar en
ellos el sentido de Dios y llevarlos a la
madurez de la vida en Cristo. Me refiero a una
formación espiritual de acuerdo a la tradición
mística de la Iglesia y a las enseñanzas de los
grandes maestros de la espiritualidad católica.
No sólo en las universidades y en los seminarios
corresponde disponer este camino de formación
espiritual, sino también en nuestras parroquias.
Nuestras parroquias debieran ser escuelas de
oración; entonces los fieles no sufrirían la
tentación de abrevar en otros pozos porque
tendrían en su propia casa el agua viva. Como
segunda acción podemos proponer la
evangelización de la religiosidad popular, de
modo que llegue a ser expresión profunda y
sencilla de fe en el misterio de Cristo. Baste
al respecto citar las palabras de Juan Pablo II
en Santo Domingo: «la arraigada religiosidad
popular... con sus extraordinarios valores de fe
y de piedad, de sacrificio y de solidaridad,
convenientemente evangelizada y gozosamente
celebrada, orientada en torno a los misterios de
Cristo y de la Virgen María, puede ser, por sus
raíces eminentemente católicas, un antídoto
contra las sectas y una garantía de fidelidad al
mensaje de la salvación»
(12).
3.2. La hermenéutica de
la fe
El segundo núcleo de reflexión
a proponer se refiere a la interpretación del
cristianismo, a la hermenéutica de la fe: ¿qué
significa el hecho cristiano? Esta pregunta se
refiere al hecho cristiano en cuanto que reúne
sintéticamente la doble relación a la
trascendencia y a la inmanencia. Es sorprendente
encontrar en el diario de Ludwig Wittgenstein
-un filósofo de nuestro siglo- esta confesión:
«el cristianismo no es una teoría sobre el alma
humana y sobre su destino más allá de la muerte,
sino que es la descripción de un acontecimiento
real en la vida del hombre». El ser cristiano,
la vida cristiana, es un hecho que se verifica
en la inmanencia de esta existencia temporal, y
por tanto sumergido en la historia, pero es
relación vertical, actual, viviente con el Dios
trino y su insondable misterio. Se plantea aquí
el problema de la interpretación del
cristianismo, y no podemos ignorar que en las
últimas décadas esta cuestión ha sido crítica en
la Iglesia: esa tensa relación de la
trascendencia con la inmanencia, de la adoración
de Dios y el empeño en el mundo, no siempre ha
sido resuelta convenientemente. Cómo no
reconocer que esta situación tiene mucho que ver
con la expansión del fenómeno sectario. El
secularismo, introduciéndose en el cuerpo de la
Iglesia, intenta practicar una reducción de la
plenitud cristiana: la dimensión religiosa del
cristianismo acaba evaporándose y sólo resta una
concepción naturalista, inmanentista del hecho
cristiano, limitado a la pura horizontalidad.
Una pastoral que insista de un modo
unilateral, unívoco, en el aspecto social del
Evangelio y se empeñe casi exclusivamente en la
protesta y en la denuncia social, una pastoral
de cuño secularista, deja un campo inmenso y
desierto a merced de la religiosidad desviada de
las sectas, con mayor razón si se apoya en una
reinterpretación del cristianismo en clave
marxista, como se ha hecho concretamente en
América Latina, aunque la inspiración es propia
de decadentes teologías europeas. ¿No es verdad
que así se está vaciando al cristianismo de su
dimensión religiosa y se está sometiendo a
crisis ese acontecimiento que sucede en la vida
del hombre, pero que lo conduce a la comunión
con Dios y lo orienta a la salvación
escatológica? Recientemente se ha difundido esta
interpretación del auge de las sectas y las
estadísticas la avalan: el éxodo de muchos
fieles hacia las sectas es una huida de aquel
cristianismo horizontalista, despojado de su
esencial referencia a la relación con Dios y al
misterio de la salvación. Ya Puebla señalaba en
varios números la difusión de doctrinas erróneas
y discutidas, las ambigüedades teológicas, las
doctrinas teológicas inseguras que gozaban de
crédito en aquellos años, y luego se publicaron
dos documentos de la Santa Sede sobre la
teología de la liberación que son
suficientemente esclarecedores al respecto. Me
parece oportuno hacernos cargo de esta pesada
herencia y de tantos episodios que hemos de
apuntar en nuestro "debe" cuando procuramos
detectar las causas del fenómeno que estamos
analizando.
Pero también aquí se debe
proceder con cautela. El documento de Puebla
indicaba las tendencias alienantes de algunos
movimientos religiosos que apartan al hombre de
su compromiso con el prójimo (13). Las sectas
fundamentalistas suelen implicar una evasión del
compromiso en el mundo que es por completo ajena
a la concepción católica del hecho cristiano,
del acontecimiento de Cristo. La experiencia
pastoral muchas veces nos muestra a nosotros,
los obispos, cómo algunos grupos o movimientos
de Iglesia que privilegian de un modo muy fuerte
la oración y la vida interior, tienden también a
descuidar los deberes de estado y la
imprescindible inserción en el mundo y en la
historia para dar ahí testimonio de la fe.
Por tanto aquí hay dos aspectos de la
realidad cristiana -inmanencia y trascendencia-
que deben conjugarse armoniosamente. La fe es
adhesión contemplativa a la Verdad primera pero
abarca también criterios de acción, es teórica y
práctica (14). Juan Pablo II al comienzo de
Dives in misericordia ha mostrado la necesaria
síntesis entre teocentrismo y antropocentrismo,
que no deben considerarse como aspectos
contrapuestos e irreconciliables, sino que se
encuentran en Cristo y en la misión de la
Iglesia de manera orgánica y profunda (15). De
acuerdo a lo que dice Gaudium et spes, el
misterio del hombre se esclarece en el misterio
del Verbo encarnado (16). Por tanto, la
espiritualidad que corresponde a una recta
interpretación del hecho cristiano ha de mostrar
que el empeño en el mundo se funda en una recta
teología, es decir en la contemplación -teología
en el sentido de Evagrio el Póntico: teólogo es
el que ora verdaderamente-, ha de insistir en
que la contemplación es la que asegura la
verdadera eficacia del empeño en el mundo. Se
trata de un corolario de la concepción católica
de la gracia: la plena humanidad del hombre sólo
se logra por el contacto salvífico con el
Redentor. Lo decía ya Ignacio de Antioquía
hablando de su martirio y del cielo que se abría
con él, en el capítulo 6 de la Carta a los
Romanos: «cuando llegue allá seré verdaderamente
ánthropos», seré verdaderamente hombre. También
en nuestros días, el aporte que la Iglesia hace
al mundo se funda en su contemplación del
misterio de Dios y en su contacto íntimo, pero
objetivo y real, con la vida del Dios trino.
3.3. La pertenencia a la
Iglesia
El tercer núcleo de reflexión
tiene que ver con la pertenencia a la Iglesia y
la identificación del cristiano con ella. Las
sectas -tanto las sectas fundamentalistas que
proceden de un tronco cristiano como los
movimientos religiosos libres, ajenos a él, y
que son fuertemente individualistas- plantean el
problema de la mediación eclesial. Esa mediación
eclesial es rechazada por las sectas cristianas
en virtud de una herencia, porque la Reforma del
siglo XVI ha socavado y rehusado la mediación de
la Iglesia, ha puesto en duda su continuidad con
Cristo como Cuerpo misterioso suyo. Los
movimientos religiosos libres proceden
frecuentemente de un ámbito pagano y además
reflejan el individualismo propio de la cultura
vigente, son expresiones de una búsqueda aislada
de lo divino, meta para mejorar la propia
situación, ayuda para sentirse bien, a veces
como un rasgo más de las condiciones ecológicas
que se desean para la vida del hombre agitado de
hoy.
Esta problematicidad de la mediación
de la Iglesia se ve, además, alimentada por la
crítica que estos grupos dirigen a la
institución eclesial. Vale la pena decir que en
muchos aspectos esas críticas se justifican y
nosotros podríamos reconocer con mayor claridad
que ellos dónde está el defecto. Pero la crítica
va dirigida donde no debe. Se critica la
mediación eclesial y la institucionalización de
la experiencia religiosa, porque la experiencia
religiosa libre no acepta ajustarse a moldes
comunitarios, porque se concibe de una manera
individualista la religión. El protagonista es
el yo solitario en busca de la divinidad o que
se identifica con la divinidad. Y ocurre algo
que puede parecer paradojal: la religiosidad de
las sectas suele estar marcada por el
individualismo, pero muchas personas se refugian
en esos grupos para huir de la soledad, del
aislamiento afectivo, y buscan en ellos una
acogida fraterna. Esto es así porque la secta
parodia la verdadera comunidad cristiana, es una
caricatura de ella. Una reflexión pastoral
acerca del fenómeno de las sectas tiene que
plantearse, con toda seriedad, este problema de
la identificación con la Iglesia.
Muchas
veces nuestros fieles, miembros de la Iglesia,
no experimentan que efectivamente lo son. No se
trata de encarecer el simple "sentirse" miembros
de ella, con una percepción superficial, pero
pareciera que esa pertenencia a la Iglesia es
vivida de un modo muy débil y genérico. En
realidad, podríamos establecer círculos
concéntricos que señalen distintos grados de
pertenecer, de experimentar y expresar esa
pertenencia, grados que van desde la conciencia
clara y el compromiso más cercano, hasta la
marginalidad o la casi marginalidad. Sin embargo
corresponde a la esencia de la Iglesia que ella
se presente y sea percibida como casa de todos,
como familia y como morada que acoge
cordialmente a todos su hijos, como madre que
puede ocuparse solícitamente de ellos. En este
punto se abre para nosotros un área importante
de reflexión y un problema a resolver: cómo se
ejerce la maternidad de la Iglesia sobre todos
sus hijos.
A este propósito hemos de
reconocer como fundamental el testimonio de la
unidad en el amor, la fraternidad del agape. Ha
sido dicho tantas veces y lo sabemos tan bien
que lo consideramos un supuesto, aunque su
realización efectiva requiere una preocupación
incesante; en definitiva ese valor testimonial
de la unidad en el agape será el que permita a
todos los miembros de la Iglesia, más cercanos o
más lejanos, experimentar la maternidad de la
Catholica. Este capítulo de nuestra reflexión se
relaciona también con la realidad variada y rica
de la religiosidad popular, de la piedad del
Pueblo de Dios, que espontáneamente se
identifica con la Iglesia pero que tiene que
llegar a amarla más, a sentirse unida más
plenamente con ella, a brindarle toda su
confianza para aceptar y acoger sin reserva
alguna toda la verdad que ella nos transmite de
parte del Señor.
3.4. La cultura
cristiana
El cuarto punto que quiero
proponer sintéticamente es el problema de la
cultura cristiana, que considero fundamental
para interpretar el avance de las sectas y para
esbozar las decisiones pastorales más adecuadas.
Ya hemos dicho que una sociedad en vías de
descristianización en la que el secularismo
cobra vigencia sobre todo en los criterios de
vida, admite el fenómeno de la religión
preferentemente en formas heterodoxas, en formas
que se sometan al subjetivismo, al
individualismo, característicos de este momento
de disgregación cultural. Ahora podemos añadir
que las sectas avanzan y lo hacen de un modo
explosivo cuando la fe no ha arraigado
suficientemente en la cultura, cuando la cultura
cristiana se encuentra en crisis o atraviesa
momentos críticos el proceso de inculturación
del Evangelio; o cuando la cultura cristiana es
tan "cultura", tan sociológicamente cultura, que
ha visto atenuarse y aun casi perderse sus
vínculos con la fe que le da origen.
Esta
hipótesis supone una cuestión muy seria: cómo se
plasma una cultura cristiana, o mejor, si
hablamos de América Latina, cómo se la renueva o
recrea. El Papa no ha vacilado en hablar de
cultura cristiana, aunque algunos teólogos
tienen alergia a este concepto. Sin duda se
trata de un concepto problemático, pero debemos
abordarlo sin prejuicio alguno; es fundamental
para entender el catolicismo latinoamericano y
para afrontar problemas pastorales como el que
estamos tratando. Una cultura cristiana se
plasma a partir de la fe y de su transmisión,
pero evitando con cuidado cualquier
reduccionismo.
A este propósito se debe
destacar el significado y el valor del Catecismo
de la Iglesia Católica, cuya publicación
constituye un hecho providencial. De un modo
particular se impone percibir la proyección
cultural del Catecismo. Wittgenstein decía que
«el cristianismo es la descripción de un
acontecimiento real en la vida del hombre»; pues
bien, el Catecismo de la Iglesia Católica nos
presenta esa descripción del hecho cristiano
como una totalidad. El Catecismo transmite lo
que podríamos llamar la totalidad católica; la
misma estructura cuatripartita del texto nos
muestra las dimensiones de la fe, de la vida
cristiana y de la pastoral de la Iglesia. La
totalidad católica puede recibir con toda
propiedad el nombre de sabiduría. El Catecismo
nos invita a presentar hoy el Evangelio y al
mismo Cristo como sabiduría: Ipse sapientia
Christus.
La profesión de fe tiene,
indudablemente, una dimensión dogmática,
doctrinal, ofrece el fundamento de la verdad. El
cristianismo no es una mera doctrina, pero es
sin duda una doctrina, aunque no se puede
reducir exclusivamente a ella, a una teoría, a
un conjunto armonioso y coherente de ideas
verdaderas y mucho menos a una ideología. El
Catecismo presenta luego la liturgia
sacramental, que como celebración del misterio
pascual es la fuente de la gracia. Aquí conviene
recordar que el cristianismo no es una mera
práctica de ritos religiosos; es una religión,
pero no es solamente una religión. La
celebración del misterio cristiano asume toda la
realidad simbólica de lo humano y lo pone en
contacto con la vida de Dios según el misterio
teándrico del Verbo que se hace hombre. El
cristianismo no es primeramente una moral, pero
incluye sin duda una dimensión moral. Los
criterios de vida que necesita el hombre
desconcertado de nuestro tiempo, sus reclamos
éticos muchas veces parcializados,
fragmentarios, han de encontrar respuesta en el
decálogo y en el sermón de la montaña. La ley de
Dios muestra el camino para obtener la
satisfacción de las legítimas apetencias de
justicia y rectitud que muchas veces se expresan
de modo inconcreto en nuestra sociedad. La
cuarta parte del Catecismo presenta la
espiritualidad cristiana, la mística; hay que
decir que el cristianismo no es primera o
exclusivamente una mística, pero que sin duda
también lo es. Enseñar a orar, introducir a los
hombres en la intimidad con Dios, es parte
fundamental de la misión de la Iglesia, y grave
incumbencia suya hoy día, cuando circulan tantas
espiritualidades subalternas y
descaminadas.
Esta realidad total del
misterio cristiano expresada en la síntesis del
Catecismo ha de pasar, por decirlo así, al
Pueblo de Dios y a través de él a la vida de
nuestra sociedad por medio de una catequesis
integral, capaz de formar, de plasmar una
personalidad cristiana. Muchas veces resuena la
queja acerca de la ignorancia religiosa que
afecta a nuestros fieles, pero se concibe ese
defecto en términos un tanto racionalistas. La
ignorancia religiosa no es sólo carencia
doctrinal, es falta de integración plena en la
personalidad del cristiano de la verdad de la fe
y la vida de la gracia. Un itinerario
catequístico permanente e integral ha de ser la
respuesta adecuada a este fenómeno de la
expansión de las sectas porque irá formando,
plasmando, una cultura cristiana; irá renovando
el sustrato cristiano de los pueblos de
Latinoamérica.
3.5. El ecumenismo
y el problema político
Por último
corresponde siquiera aludir muy brevemente a dos
problemas conexos: los aspectos ecuménicos y
políticos de la cuestión. Las sectas plantean un
problema muy serio al movimiento ecuménico, como
ha sido observado y estudiado con amplitud. No
se puede ocultar que el auge de las sectas y la
aparición de nuevos movimientos religiosos
constituye un obstáculo para la marcha del
ecumenismo entre cristianos y del diálogo
interreligioso con los no cristianos. Las sectas
fundamentalistas se resisten al encuentro
ecuménico; los movimientos religiosos libres,
por su condición sincrética, pretenden
incorporar lo católico como un elemento más de
una síntesis posterior y más amplia. Se trata de
un problema real, que hay que superar con
lucidez, paciencia y valentía. Las recientes
intervenciones de Juan Pablo II en la Tertio
millennio adveniente y en la encíclica Ut unum
sint son suficientemente expresivas como para
que no se desanime nuestro
compromiso.
Algunas interpretaciones del
fenómeno sectario han intentado reducir todo el
problema a la dimensión política o geopolítica.
Esta solución no se puede admitir. Pero es
indudable que la expansión de las sectas está
vinculada a centros de poder
económico-financiero y político y que la pérdida
de la unidad cultural de América Latina y de los
lazos fraternos que nos unen desde nuestro
origen común, se apoyan en la descatolización de
nuestros pueblos. Podemos afirmar esto
fundándonos en datos ciertos, y porque sabemos
que la catolicidad de la Iglesia, presente en la
cultura latinoamericana, es el factor básico de
unidad fraterna de nuestros
pueblos.
Estos dos problemas, el
ecuménico y el político, podrían ser un buen
tema para el próximo Sínodo americano, por su
enorme proyección pastoral y porque ambos
implican la relación entre el Norte y el Sur de
nuestra
América.
--------------------------------------------------------------------------------
Notas
11.
Ver Juan Pablo II, Discurso inaugural, Santo
Domingo, 12/10/1992, 12. [Regresar]
12.
Lug. cit. [Regresar]
13. Ver Puebla,
1108. [Regresar]
14. Ver S.T., II-II, q.
9, a. 3c. [Regresar]
15. Ver Dives in
misericordia, 1. [Regresar]
16. Ver
Gaudium et spes, 22.
[Regresar]