Los caminos de la negación - Karol Wojtyla habla sobre el ateísmo
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Una de las meditaciones que el Card. Wojtyla predicó a la Curia Romana
en los ejercicios espirituales de 1976, recogidas luego en el libro Signo de
contradicción, 1976
* * *
1. El concilio Vaticano II a propósito del ateísmo
En la meditación de hoy trataremos de seguir, en lo posible, los caminos de
la negación de Dios.
El concilio Vaticano II, en la Gaudium et spes, ha llevado a cabo un
análisis muy agudo de los cambios de la religiosidad en el mundo
contemporáneo. Y a continuación ha considerado también, en un repaso breve
pero muy sintético, los diversos fenómenos que se incluyen ordinariamente
bajo el nombre de «ateísmo». Tras pergeñar los cambios psicológicos y
morales típicos de nuestra época, dice el documento conciliar:
«Las nuevas condiciones ejercen influjo también sobre la vida religiosa. Por
una parte, el espíritu crítico más agudizado la purifica de un concepto
mágico del mundo y de residuos supersticiosos y exige cada vez más una
adhesión verdaderamente personal y operante a la fe, lo cual hace que muchos
alcancen un sentido más vivo de lo divino. Por otra parte, muchedumbres cada
vez más numerosas se alejan prácticamente de la religión. La negación de
Dios o de la religión no constituyen, como en épocas pasadas, un hecho
insólito e individual; hoy día, en efecto, se presentan no rara vez como
exigencia del progreso científico y de un cierto humanismo nuevo. En muchas
regiones esa negación se encuentra expresada no sólo en niveles filosóficos,
sino que inspira ámpliamente la literatura, el arte, la interpretación de
las ciencias humanas y de la historia y la misma legislación civil. Es lo
que explica la perturbación de muchos» (n.7).
«La palabra "ateísmo" —dice la Constitución en otro punto (n.19)— designa
realidades muy diversas». En este artículo y en el siguiente encontramos,
como acabamos de decir, un profundo análisis de los diversos fenómenos, en
un texto muy conciso y rico de contenido. Después de analizar el ateísmo
como estado interior de la conciencia humana, el documento pasa a presentar
el ateísmo como sistema.
Por ahora, sin embargo, prescindamos de todo ello y volvamos a los primeros
capítulos del Génesis, ante todo al capítulo tercero. Debemos hacerlo porque
quien quiera captar el problema de la negación de Dios en su raíz, tendrá
que partir de un análisis en modo alguno superficial del hecho de la primera
negación. Debemos, consiguientemente, remontarnos —por así decirlo— más allá
de la realidad del hombre: debemos remontarnos a la realidad de Satanás. Es
obvio que el antropocentrismo contemporáneo —incluso el cristiano y
teológico— trata de mantenerse alejado de esa realidad y llega casi a
oponerse a ella. Todos sabemos que hubo protestas cuando el Santo Padre
recordó pura y simplemente las verdades elementales de la doctrina eclesial
sobre este tema[1]. Las ha recordado también la Sagrada Congregación de la
Doctrina de la Fe en el estudio La fe cristiana y la doctrina sobre el
demonio.
2. El análisis de la negación originaria
Satanás, el espíritu maligno, aparece en el Génesis como una realidad ya
existente, «dispuesta», por así decirlo, operante ya en el mundo. La
descripción de la creación del universo se refiere únicamente a la realidad
visible, a la «tierra» y al «cielo» como ingredientes del cosmos empírico.
La misma descripción bíblica silencia, en cambio, todo cuanto puede
referirse a la realidad no empírica. Sin embargo, aunque el Génesis no nos
explique los orígenes de Satanás, del espíritu maligno, podemos
identificarlo sin dificultad y de forma inmediata en el momento de su
primera aparición
«La serpiente, la más astuta de cuantas bestias del campo hiciera Yavé
Dios.» (Gén 3,1). Se empieza, pues, a nivel de la naturaleza, en el marco de
la descripción del mundo empírico. Inmediatamente después, sin embargo,
viene la frase que nos hace superar este nivel y nos lleva fuera del mundo
empírico: «Dijo a la mujer: "¿Con que os ha mandado Dios que no comáis de
los árboles todos del paraíso?" Y respondió la mujer a la serpiente: "Del
fruto de los árboles del paraíso comemos, pero del fruto del que está en
medio del paraíso nos ha dicho Dios: No comáis de él, ni lo toquéis
siquiera, no vayáis a morir". Y dijo la serpiente a la mujer: "No, no
moriréis; es que sabe Dios que el día que de él comáis se os abrirán los
ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal"» (Gén 3,1-5).
El hombre queda asombrado ante estas palabras. El espíritu maligno se deja
reconocer e individualizar no a través de una definición cualquiera de su
ser, sino exclusivamente por el contenido de sus palabras. De este modo, en
el capítulo tercero del Génesis, es decir, al principio de la Biblia,
resulta claro que la historia del hombre, y con ella la historia del mundo
con la que el hombre está unido por medio de la obra de la creación divina,
estarán sometidas al dominio de la Palabra y de la anti-Palabra, del
Evangelio y del anti-Evangelio. Hasta ahora hemos oído a la Palabra que se
manifestaba en la simple afirmación de todo lo creado, obra de Dios, y ante
todo en la afirmación del hombre creado a imagen de Dios. Veamos ahora por
qué caminos se presenta la anti-Palabra.
Empieza con la primera mentira: mentira que podría definirse como un simple
error de información; incluso podría reconocerse en aquélla una cierta
apariencia de búsqueda de la información correcta. La mujer, de manera fácil
y espontánea, corrige la información errónea, tal vez sin presentir que ésta
constituye sólo un principio, un preludio de lo que quiere decirle el «padre
de la mentira» (cf. Jn 8,44). Y he aquí lo que pasa a continuación: ante
todo, pone él en tela de juicio la veracidad de Dios: «¡No, no moriréis!»;
luego, se lanza sobre la propia naturaleza de la Alianza. El Dios de la
Alianza es presentado a la mujer como un soberano celoso del misterio de su
señorío, como un adversario del hombre al que hay que oponerse, contra el
que hay que rebelarse. Por último, Satanás formula la tentación, que arranca
del núcleo mismo de su propia rebelión y negación: «El día que de él comáis
se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal»
(Gén 3,4-5).
El padre de la mentira no se presenta al hombre negando la existencia de
Dios: no le niega la existencia y la omnipotencia que se expresan en la
creación; apunta directamente al Dios de la Alianza.
La negación absoluta de Dios es imposible, porque resulta demasiado obvia su
existencia en el universo creado, en el hombre, incluso en el propio
Satanás. El apóstol escribió: «También los demonios creen y tiemblan» (Sant
2,19), demostrando de este modo que tampoco ellos son capaces de negar la
existencia de Dios y su poder soberano sobre todos los seres. En cambio, la
destrucción de la verdad sobre el Dios de la Alianza, sobre el Dios que crea
movido por el amor, que por amor ofrece a la humanidad la Alianza en Adán,
que por amor pone ante el hombre unas exigencias que afectan a la verdad
misma de su ser creado, la destrucción de esta verdad, digo, es, en el
razonamiento de Satanás, total.
Esto es lo que entiendo por anti-Palabra. Pero al mismo tiempo esta
anti-Palabra queda colocada en estrecha relación con la Palabra, Pues, ¿no
ha dicho acaso la Palabra que el hombre y la mujer han sido creados a imagen
de Dios? Y Satanás afirma: «Seréis como Dios, conocedores del bien y del
mal». Es casi como si sacara la conclusión, al menos una conclusión
probable, de la Palabra: si habéis sido creados a imagen de Dios, ¿no
comporta este hecho también el conocimiento del bien y del mal al modo de
Dios? Pero Satanás no es sólo autor de la conclusión equivocada. Quiere
imponer su propia postura, su propia actitud ante Dios. En realidad, no le
importa la «divinidad del hombre». Lo que le mueve solamente es comunicar,
transmitir al hombre su rebelión, es decir, aquella actitud con la cual él
—Satanás— se definió a sí mismo y con la que se situó, por consiguiente,
fuera de la verdad, lo que significa fuera de la ley de dependencia del
Creador. Este es el contenido de su Non serviam (cf. Jer 2,20), que es la
verdadera antítesis de otra autodefinición: «Miguel: ¿Quién como Dios?» (cf.
Jds 9; Ap 12,7). El sujeto de ese non serviam —según la Tradición— quedó
convertido en la mayor inteligencia creada: «Lucero brillante, hijo de la
aurora» (cf. Is 14,12).
De este modo, con las pocas frases tomadas del Génesis, el espíritu maligno
se ha manifestado y ha expresado su naturaleza. La tentación de Satanás en
este punto supera de manera notable lo que efectivamente fue aceptado por el
primer hombre, mujer y varón. Sin embargo, incluso lo que fue aceptado
bastaba para trazar la dirección del desarrollo posterior de la tentación
del hombre.
Lo que impresiona en el capítulo tercero es la exactitud ontológica y
psicológica de la descripción bíblica. La mujer no acepta íntegramente el
contenido de la tentación: lo acepta sólo dentro de los límites de su humana
conciencia y libertad. Esto no obstante, lo que aceptó era demasiado.
Oigamos el texto de la Biblia: «Vio, pues, la mujer que el árbol era bueno
para comerse, hermoso a la vista y deseable para alcanzar por él sabiduría,
y tomó de su fruto y comió, y dio también de él a su marido, que también con
ella comió. Abriéronse los ojos de ambos, y vieron que estaban desnudos...»
(Gén 3,6-7).
3. La historia de la tentación del hombre
Podemos decir que nos encontramos en el principio, o mejor, en los orígenes
de la tentación del hombre, en los orígenes de un larguísimo proceso que se
va desarrollando a lo largo de toda la historia. Incluso en el marco
aparentemente simple de la descripción bíblica, no podemos por menos de
quedar sorprendidos por la profundidad y la actualidad de este problema.
Satanás no logra vencer del todo, esto es, se muestra incapaz de sembrar en
el hombre una rebelión total, esa rebelión total que el demonio lleva en sí
mismo. Logra, en cambio, provocar en el hombre una flexión hacia el mundo,
que le desvía progresivamente en dirección contraria al destino a que estaba
llamado. Desde ese momento el mundo quedará convertido en campo de la
tentación del hombre: campo para volver las espaldas a Dios, de diversas
formas y en diverso grado; campo de rebelión en vez de colaboración con el
Creador; campo donde se alimenta la soberbia humana, en vez de alimentar la
búsqueda de la gloria de Dios. El mundo como palestra de la lucha entre el
hombre y Dios, de la contraposición de lo creado con el Creador; éste es el
gran drama de la historia, del mito y de la civilización.
La serpiente bíblica no tiene nada de Prometeo. En el Génesis falta
claramente todo contexto que justificaría interpretación semejante: Sin
embargo, no han faltado y no faltan quienes intentan trasplantar el mito de
Prometeo al terreno del Génesis, quienes pretenden afirmar al hombre a costa
de Dios. He aquí el nivel más profundo de ese proceso secular de la
tentación del hombre, de la historia de la negación. Su superficie, en
cambio, constituye la dinámica realidad de la fuerza de atracción que el
mundo ejerce sobre el hombre.
Durante el último Sínodo de los Obispos el Episcopado alemán dedicó un
amplio estudio al tema de «la secularización y el secularismo», tema que se
reiteraba insistentemente en las discusiones plenarias y en las de los
diversos grupos lingüísticos. Baste citar en este momento un fragmento del
documento fundamental: «La secularización es hoy, del modo en que
concretamente se manifiesta, un gran obstáculo para la cuestión religiosa.
En la forma del secularismo, esto es, de ataque programático a la religión y
a la fe en Dios, especialmente allí donde se ha institucionalizado en formas
"pseudo-eclesiales", se ha convertido —en virtud de su pretensión de abarcar
toda la esfera del comportamiento humano— en una especie de
contrarreligión».
Parece, no obstante, que el propio Vaticano II ha indicado la frontera
esencial entre la secularización y el secularismo en el artículo de la
Gaudium et spes que explica la justa autonomía de las realidades terrenas.
Vale la pena releer este texto, porque en él podemos captar ese proceso del
obrar de la Palabra y de la anti-Palabra, que se inicia, como decíamos
antes, en el Génesis:
«Muchos de nuestros contemporáneos parecen temer que, por una excesivamente
estrecha vinculación entre la actividad humana y la religión, sufra trabas
la autonomía del hombre, de la sociedad o de la ciencia.
Si por autonomía de la realidad terrena se quiere decir que las cosas
creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre
ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima
esta exigencia de autonomía. No es sólo que la reclamen imperiosamente los
hombres de nuestro tiempo. Es que además corresponde a la voluntad del
Creador. Más aún, quien con perseverancia y humildad se esfuerza por
penetrar en los secretos de la realidad, está llevado, aun sin saberlo, como
por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las cosas, da a todas ellas el
ser.
Pero si "autonomía de lo temporal" quiere decir que la realidad creada es
independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al
Creador, no hay creyente alguno a quien se le escape la falsedad envuelta en
tales palabras. La criatura sin el Creador desaparece. Por lo demás, cuantos
creen en Dios, sea cual fuere su religión, escucharon siempre la
manifestación de la voz de Dios en el lenguaje de la creación. Más aún, por
el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida» (n. 36).
Estas palabras merecerían meditarse profundamente, porque contraponen de
forma perfecta la legítima autonomía de las realidades terrenas frente a la
falsa autonomía. En la primera Alianza el hombre fue llamado no sólo a la
obediencia respecto de Dios Creador, sino también a la «justicia». Y aunque
fundamentalmente el término «justicia» pueda aplicarse sólo a las relaciones
entre iguales, no exageramos en modo alguno, cuando pensamos que el hombre
de hoy, que ha alcanzado un gran progreso, conquistado una gran civilización
y una técnica cada vez más perfecta, parece ser más injusto todavía respecto
de Dios Creador, precisamente porque es el hombre del progreso. Aquí es
donde se desarrolla el antiguo drama de la tentación del hombre: entre el
secularismo y la secularización. Mientras la «secularización» atribuye la
justa y debida autonomía a las cosas terrenas, el secularismo, en cambio,
proclama: ¡Hay que quitarle el mundo a Dios! ¿Y después? ¡Después hay que
dárselo todo al hombre! Pero ¿es que al hombre se le puede entregar el mundo
con mayor plenitud que la que se le dio al principio de la creación? ¿Puede
dársele de otra manera? ¿Puede dársele fuera del orden objetivo del ser, del
bien y del mal? Y si se le entrega de forma diversa, es decir, al margen del
orden objetivo, ¿no se revolverá acaso contra el hombre, sometiéndolo a
esclavitud? ¿No le instrumentalizará? ¡Basta tener presentes en este momento
los progresos de la física nuclear con la consiguiente locura de los
armamentos, los progresos de la medicina con la correspondiente locura de la
anticoncepción! A todo esto hace referencia el texto conciliar sobre la
justa y la injusta autonomía de las realidades terrenas y de las
instituciones humanas: «Por el olvido de Dios la propia criatura queda
oscurecida» (Gaudium et spes n.36) ¡Qué profundo significado tienen estas
palabras!
La anti-Palabra, sin embargo, no se detiene aquí. Prosigue su avance y
penetra más a fondo, siguiendo la línea de su inspiración originaria. Las
formulaciones del capítulo tercero del Génesis parecen llevarnos hasta la
forma extrema de la negación, la del hombre de hoy. El concepto de
alienación en la formulación de Marx, o por lo menos en la formulación que
le dan sus seguidores actuales, es atribuido, como sabemos, también a la
religión. La religión ejerce, según ellos, una función alienante. Alienar
significa aquí deshumanizar. Por la religión el hombre se priva a sí mismo
de su propio derecho a la humanidad en favor de Dios, es decir, en favor de
un concepto que se ha formado por sí solo, sometiéndose, por tanto, a su
propio producto.
Cuando, en el capítulo tercero del Génesis, el Maligno dice: «Se os abrirán
los ojos y seréis como Dios» (Gén 3,5), en estas palabras encontramos todo
el panorama de la tentación del hombre, del propósito de enfrentarlo con
Dios hasta la forma más extrema. Puede decirse que en la primera etapa de la
historia del hombre esta tentación no sólo no fue aceptada, sino que ni
siquiera recibió una formulación plena. Pero han llegado los tiempos en que
ese aspecto de la tentación del Maligno ha encontrado su contexto histórico
adecuado. Puede ser que dicho aspecto represente el más alto grado de
tensión entre la Palabra y la anti-Palabra en la historia de toda la
humanidad. Semejante concepción de la alienación comporta no sólo la
negación del Dios de la Alianza, sino la negación de la idea misma de Dios,
la negación de su existencia y al mismo tiempo el postulado —y en cierto
sentido el imperativo— de la liberación de la idea de Dios, para afirmar al
hombre.
He aquí un fragmento muy característico de la obra de Feuerbach sobre la
religión: «En lugar del amor de Dios debemos reconocer el amor del hombre
como única religión auténtica; en lugar de la fe en Dios, dilatar la fe del
hombre en sí mismo, en sus propias fuerzas, la fe de que el destino de la
humanidad no depende de un ser que se encuentra sobre ella, sino que depende
de sí misma; que el único demonio del hombre es el propio hombre: el hombre
primitivo, supersticioso, egoísta, maligno; y al mismo tiempo que el único
dios del hombre es el hombre mismo»[2]. Podemos ahora preguntarnos si
estamos ya en el tramo final de ese camino de la negación que se inició en
torno al árbol de la ciencia del bien y del mal. Para nosotros, que
conocemos toda la Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, ninguna
etapa de este camino puede constituir una sorpresa. Aceptamos con temor,
pero también con confianza, las palabras inspiradas del Apóstol: «Que nadie
en modo alguno os engañe, porque antes ha de venir la apostasía y ha de
manifestarse el hombre de la iniquidad, el hijo de la perdición» (2 Tes
2,3).
El antropocentrismo laico se defiende mejor frente a la relación del hombre
con Satanás, que frente a la relación del hombre con Dios o en general con
lo «sacrum». El hombre está a solas, y para su grandeza es necesario que sea
así, que esté a solas, por encima del bien y del mal, al margen de Dios y al
margen de Satanás. Sin embargo, tal vez no es esto aquello en que consistió
toda la perfección sui generis de la tentación del hombre, que le impulsaba
a creerse solo. Estas son las perspectivas del capítulo tercero del Génesis
que se hacen más comprensibles a la luz de los signos de nuestros tiempos
que a la de los propios orígenes.
[1] «Padre nostro liberaci dal male» (15 de
noviembre de 1972). Cf «L'Osservatore Romano», 16 de noviembre de 1972
(véase el texto completo en PABLO VI, Enseñanzas al Pueblo de Dios 1972
[Libreria Editrice Vaticana 1973] p.183-188).
[2] L. FEUERBACH, La esencia de la religión