La infidelidad en la Iglesia católica: 1. Disidencia
J.M. Iraburu
Enseñar la verdad, más que condenar el error
El Beato Juan XXIII (papa 1958-63), en el Discurso inaugural del Concilio
Vaticano II (1962-65), afirma que éste dará «un magisterio de carácter
prevalentemente pastoral». Sin embargo,
la Iglesia quiere que el Concilio «transmita la doctrina pura e íntegra, sin
atenuaciones, que durante veinte siglos» ha mantenido firme entre tantas
tormentas. Los errores nunca han faltado. Y «siempre se opuso la Iglesia a
estos errores. Frecuentemente los condenó con la mayor severidad. En nuestro
tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar de la medicina de la
misericordia más que de la severidad. Piensa que hay que remediar a los
necesitados mostrándoles la validez de su doctrina sagrada más que
condenándolos» (n.14-15; 11-XI-1962).
Una enseñanza, que se relaciona con la anteriormente subrayada, la hallamos
en la Declaración conciliar Dignitatis humanæ, sobre la libertad religiosa:
«...la verdad no se impone de otra manera que por la fuerza de la misma
verdad, que penetra suave y a la vez fuertemente en las almas» (DH 1).
Juan Pablo II considera que éste es un «principio de oro dictado por el
Concilio» (1994, cta. apost. Tertio Millenio adveniente 35).
Y ciertamente el papa Pablo VI (1963-1978) se atiene a ella a lo largo de
todo su pontificado. En efecto, así como en la enseñanza de la verdad y en
la refutación de los errores muestra admirablemente su Autoridad apostólica
docente, cohibe ésta en buena parte a la hora de frenar a los causantes de
errores y abusos. Quizá, probablemente, esperaba que en años más serenos,
pasadas las crisis postconciliares, se darían circunstancias favorables para
ejercitar con más fuerza la potestad apostólica de corregir y sancionar.
Crisis postconciliares
En los años que siguen al Concilio, sin embargo, la situación de la Iglesia
se va haciendo gravemente alarmante. Los errores doctrinales y los abusos
disciplinares proliferan en esos años y van creciendo hasta producir
conflictos muy fuertes.
Un caso de grave resistencia a muchas verdades y normas de la Iglesia se
produce, por ejemplo, en el Catecismo Holandés y en el Concilio pastoral de
Holanda (1967-1969).
Las propuestas doctrinales y disciplinares de éste le dejan a Pablo VI
«perplejo» y le parece que «merecen serias reservas» (Cta. al Card. Alfrink
y a los Obispos de Holanda, «L’Osservatore Romano» 13-I-1970).
El Cardenal croata Franjo Seper, en 1972, siendo Prefecto de la Congregación
de la Doctrina de la Fe, escribía estas palabras al padre Mikvlich:
«Me causa gran gozo que esté usted empeñado en el buen combate de la
ortodoxia en materia de educación religiosa. No hay duda de que [...] se han
traspasado todos los límites de lo tolerable. Hace poco tuve en las manos un
“Catecismo” holandés, que no tenía nada que ver con la religión cristiana.
[...]
«Soy incapaz de adivinar cuánto tiempo durará entre los católicos la locura
actual. Por el momento, abunda la literatura sobre el ecumenismo; pero, en
realidad, la crisis doctrinal católica es, al presente, un terrible
obstáculo para el ecumenismo. El año pasado, en el día de Sábado Santo,
tenía a mi mesa a un pastor protestante de Holanda, que me aseguraba que sus
feligreses holandeses, protestantes, no tenían idea alguna de los
interlocutores con quienes pudieran dialogar, pues no pueden discernir quién
representa la doctrina católica. Y recientemente, si no me equivoco, un
profesor ortodoxo griego se expresaba exactamente en el mismo sentido en un
artículo publicado en un boletín del patriarcado serbio.
«Pienso que un día nuestros católicos volverán a la razón. Pero, ¡ay!, me
parece que los obispos, que han obtenido muchos poderes para ellos mismos en
el Concilio, son muchas veces dignos de censura, porque, en esta crisis, no
ejercen sus poderes como deberían. Roma está demasiado lejos para intervenir
en todos los escándalos, y se obedece poco a Roma. Si todos los obispos se
ocupasen seriamente de estas aberraciones, en el momento en que se producen,
la situación sería diferente. Nuestra tarea en Roma es difícil, si no
encuentra la cooperación de los obispos»
Quejas semejantes ha expresado recientemente el Cardenal Ratzinger, también
Prefecto de la Congregación de la Fe.
No podemos alargarnos ahora en la descripción y análisis de las tormentas
doctrinales y disciplinares aludidas. Pero al menos examinaremos aquí con
cierta atención la crisis, especialmente significativa, ocasionada por la
encíclica Humanæ vitæ (1968).
La crisis de la Humanæ vitæ
Quizá el acto más valioso de todo el pontificado de Pablo VI fue la
publicación de la encíclica Humanæ vitæ. «En virtud del mandato que Cristo
Nos confió» (6), él enseña «la doctrina de la Iglesia» sobre el matrimonio
(20, 28, 31). Haciéndolo, ha de contrariar, en medio de una inmensa
expectación de la Iglesia y del mundo, a la gran mayoría de los opinantes.
En aquella ocasión, la autoridad de su Magisterio supremo actúa ciertamente
ex sese, y no ex consensu Ecclesiæ, según los términos del Vaticano I.
Pablo VI en su encíclica enseña «la doctrina moral sobre el matrimonio
propuesta por el Magisterio de la Iglesia con constante firmeza» (6). No
hace, en efecto, sino continuar la doctrina de la tradición católica, de la
Casti connubii (1930) de Pío XI, de las enseñanzas de Pío XII, las mismas
que Juan Pablo II reitera después en la encíclica Familiaris consortio
(1981) y en el Catecismo de la Iglesia Católica (1992).
Publicada la encíclica, inmediatamente se le viene encima a Pablo VI el
mundo y buena parte de la Iglesia. Ya se lo esperaba:
«Se puede prever que estas enseñanzas no serán quizá fácilmente aceptadas
por todos: son demasiadas las voces –ampliadas por los modernos medios de
propaganda– que están en contraste con la de la Iglesia» (HV 18).
Oposición de algunos teólogos
La grave maldad de la anticoncepción había sido hasta el Concilio
unánimemente enseñada por los autores especializados en teología moral
católica.
El P. Häring, por ejemplo, en La Ley de Cristo (I-II, Barcelona, Herder
19654), enseña que el uso de preservativos «profana las relaciones
conyugales». Del onanismo –refiriéndose aquí con ese término al mal uso del
matrimonio– dice que «sería absurdo pretender que tal proceder se justifica
como fomento del mutuo amor. Según San Agustín, no hay allí amor conyugal,
puesto que la mujer queda envilecida a la condición de una prostituta»
(II,318). Por el contrario, «la continencia periódica respeta la naturaleza
del acto conyugal y se diferencia esencialmente del uso antinatural del
matrimonio» (316).
Ésta era, conforme al Magisterio apostólico, la enseñanza unánime de los
moralistas. Pero en torno al Concilio se habían suscitado expectivas
generalizadas de que la Iglesia, como no pocas confesiones protestantes, iba
a aceptar la anticoncepción, al menos en ciertas condiciones. Por eso la
Humanæ vitæ ocasionó en muchos indignación y rechazo. La rebeldía no se hizo
esperar.
Mes y medio después de publicada la Humanæ vitæ, el P. Häring hace un
llamamiento general a resistirla:
«Si el Papa merece admiración por su valentía en seguir su conciencia y
tomar una decisión totalmente impopular, todo hombre o mujer responsable
debe mostrar una sinceridad y una valentía de conciencia similares... El
tono de la encíclica deja muy pocas esperanzas de que [un cambio doctrinal]
suceda en vida del Papa Paulo... a menos que la reacción de toda la Iglesia
le haga darse cuenta de que ha elegido equivocadamente a sus consultores y
que los argumentos recomendados por ellos como sumamente apropiados para la
mentalidad moderna [alude a HV 12] son simplemente inaceptables... Lo que se
necesita ahora en la Iglesia es que todos hablen sin ambages, con toda
franqueza, contra esas fuerzas reaccionarias» (La crisis de la encíclica.
Oponerse puede y debe ser un servicio de amor hacia el Papa: «Commonweal»
88, nº20, 6-IX-1968; art. reproducido en la revista de los jesuitas de
Chile, «Mensaje» 173, X-1968, 477-488).
Una parte importante de los moralistas coincide en esos años con la postura
del P. Häring. Una declaración, por ejemplo, de la Universidad Católica de
Washington, encabezada por el P. Charles Curran, y apoyada por unos
doscientos «teólogos», rechaza la doctrina de la encíclica («Informations
Catholiques Internationales», n. 317-318, 1968, suppl. p.XIV).
También en España muchos profesores de teología se han opuesto y se oponen a
la doctrina de la Iglesia en temas de moral conyugal.
Oposición de algunos episcopados
En 1968 se produce en Francia, y un poco en todo el mundo, la Revolución de
mayo. Y ese mismo año, en julio, estalla en la Iglesia la crisis de la
Humanæ vitæ. Es un momento en el que la esperanza se pone en la rebeldía y
el cambio.
El padre Marcelino Zalba, jesuita, en su estudio Las Conferencias
episcopales ante la Humanæ vitæ (Cio, Madrid 1971), deja claro que son
muchas más las Conferencias episcopales que aceptan claramente la encíclica,
que aquellas que se muestran más o menos reticentes o a la defensiva, como
si la encíclica fuera a ser causante de graves problemas de conciencia en
los fieles.
Si se mira el número de Obispos de las diversas Conferencias, se aprecia que
son muchos más los Obispos que aceptan claramente la inmoralidad absoluta de
la contracepción que aquellos que se muestran reservados o reticentes:
«hemos calculado grosso modo que [son] unos 1300 frente a unos 300-350»
(Zalba, 192).
La posición, sin embargo, de los reticentes iba a tener una consecuencia
histórica enorme. Con diversos matices y argumentos, varios Episcopados,
como los de Alemania occidental, Austria, Bélgica, Canadá, Escandinavia,
Francia, Holanda, Indonesia, Inglaterra y Gales, Rodhesia, aunque en esa
hora crítica aceptan doctrinalmente la encíclica, consideran pastoralmente
que, al no ser una declaración pontificia infalible, no cabe excluir
absolutamente un posible disentimiento, de modo que, en casos gravemente
conflictivos, habría que remitir el discernimiento del problema a la propia
conciencia. Así, por ejemplo, los Obispos escandinavos: «que ninguno, por
tanto, sea considerado como mal católico por la sola razón de un tal
disentimiento».
Estas actitudes, producidas sobre todo en los países más ricos e influyentes
de la Iglesia, van a ocasionar que la disidencia contra la moral conyugal
católica, más o menos acentuada, se vaya haciendo en esos años primero
lícita, y poco más tarde casi obligatoria para los católicos ilustrados o
para cualquier movimiento de renovación y vanguardia.
La doctrina católica, sin embargo, da una verdad muy clara: que «es
intrínsecamente mala “toda acción que se proponga como fin o como medio
hacer imposible la procreación”» (Catecismo 2370; cf. Humanæ vitæ 14). Por
el contrario, muchos todavía pretenden que se siga buscando y buscando
argumentos teológicos –conflicto de deberes, mal menor, primacía de la
conciencia, ideal y gradualidad, etc.– hasta que pueda afirmarse finalmente
con toda paz lo contrario de lo que la Iglesia ha enseñado y enseña con
absoluta firmeza:
«Pablo VI –afirma Juan Pablo II–, calificando el hecho de la contracepción
como “intrínsecamente ilícito”, ha querido enseñar que la norma moral no
admite excepciones: nunca una circunstancia personal o social ha podido, ni
puede, ni podrá convertir un acto así en un acto de por sí ordenado»
(12-XI-1988), es decir, moralmente lícito.
El «caso Washington»
Vengamos a un caso concreto, antes aludido, muy especialmente significativo.
George Weigel, famoso por su biografía de Juan Pablo II, cuenta
detalladamente cómo fue la crisis de la Humanæ vitæ en la archidiócesis de
Washington, y concretamente en su Catholic University of America, donde, ya
antes de publicarse la encíclica, se había centrado la impugnación del
Magisterio (El coraje de ser católico, Planeta, Barcelona 2003,73-77).
«Tras varios avisos, el arzobispo local, el cardenal Patrick O’Boyle,
sancionó a diecinueve sacerdotes. Las penas impuestas por el cardenal
O’Boyle variaron de sacerdote a sacerdote, pero incluían la suspensión del
ministerio en varios casos».
Los sacerdotes apelan a Roma, y la Congregación del Clero, en abril de 1971,
recomienda «urgentemente» al arzobispo de Washington que levante las
aludidas sanciones, sin exigir de los sancionados una previa retractación o
adhesión pública a la doctrina católica enseñada por la encíclica. Esta
decisión, inmediatamente aplicada, fue precedida de largas negociaciones
entre el Cardenal O’Boyle y la Congregación romana.
«Según los recuerdos de algunos testigos presenciales, todos los implicados
[en la negociación] entendían que Pablo VI quería que el “caso Washington”
se zanjase sin retractación pública de los disidentes, pues el papa temía
que insistir en ese punto llevara al cisma, a una fractura formal en la
Iglesia de Washington, y quizá en todo Estados Unidos. El papa,
evidentemente, estaba dispuesto a tolerar la disidencia sobre un tema
respecto al que había hecho unas declaraciones solemnes y autorizadas, con
la esperanza de que llegase el día en que, en una atmósfera cultural y
eclesiástica más calmada, la verdadera enseñanza pudiera ser apreciada».
La disidencia tolerada
Casos como éste, y muchos otros análogos producidos sobre otros temas en la
Iglesia Católica, enseñaron a los Obispos, a los Rectores de seminarios y de
Facultades teológicas, así como a los Superiores religiosos, que en la nueva
situación creada no era necesario aplicar las sanciones previstas en la ley
canónica (Código de Derecho Canónico c.1371) a quienes en la docencia o en
la predicación pastoral y catequética se opusieran a la enseñanza de la
Iglesia.
Más aún, todos entendieron que era positivamente inconveniente defender del
error al pueblo cristiano con estas sanciones, si ello podía traer
escándalos o aunque solo fuere tensiones y conflictos en la convivencia
eclesial.
También los profesores de teología, religiosos y laicos líderes aprendieron
con estos acontecimientos que era posible impugnar públicamente temas graves
de la doctrina católica sin que ello trajera ninguna consecuencia negativa.
Se hacía posible, pues, enseñar, predicar y escribir contra la doctrina
propuesta solemnemente por el Papa como doctrina de la Iglesia, sin que ello
trajera sanción alguna.
La presunta licitud de la disidencia corrió por los ambientes universitarios
y pastorales de la Iglesia como una buena nueva.
Conocimos, por ese tiempo, el caso de un moralista que al publicarse la
encíclica Humanæ vitæ resolvió en conciencia abandonar la enseñanza que
venía impartiendo en una Facultad de Teología. Pero poco más tarde decidió
continuar en su docencia, al comprobar que estaba permitido disentir
públicamente de la doctrina de la Iglesia.
La disidencia privilegiada
En pocos años la disidencia teológica, al menos dentro de ciertos límites,
pasó de ser tolerada a ser privilegiada en bastantes medios eclesiales. Es
la situación actualmente vigente en no pocas Iglesias del Occidente. En
ellas es difícil que un teólogo sea prestigioso si no tiene algo o mucho de
disidente respecto de «la doctrina oficial» de la Iglesia. El teólogo fiel a
la doctrina y a la tradición de la Iglesia será generalmente estimado como
adherente a una teología caduca, superada, meramente repetitiva,
ininteligible para el hombre de hoy, creyente o incrédulo. Por el contrario,
el haber tenido «conflictos con la Congregación de la Fe, el antiguo Santo
Oficio», marcará en el curriculum de los autores un punto de excelencia.
El P. Häring (1912-1998), por citar el ejemplo de un disidente próspero, se
jubiló como profesor de la Academia Alfonsiana en 1987. Todavía en 1989,
exigía que la doctrina católica sobre la anticoncepción se pusiera a
consulta en la Iglesia, pues acerca de la misma «se encuentran en los polos
opuestos dos modelos de pensamiento fundamentalmente diversos» («Ecclesia»
1989, 440-443). Efectivamente, fundamentalmente diversos e irreconciliables.
Y aún tuvo ánimo para arremeter con todas sus fuerzas contra la encíclica
Veritatis splendor (1993), especialmente en lo que ésta se refiere a la
regulación de la natalidad: «no hay nada [...] que pueda hacer pensar que se
ha dejado a Pedro la misión de instruir a sus hermanos a propósito de una
norma absoluta que prohibe en todo caso cualquier tipo de contracepción»
(«The Tablet» 23-X-1993).
En la conmovedora página-web que la Academia Alfonsiana dedica a Bernard
Häring como memorial honorífico, mientras se escucha el canon de Pachelbel,
puede conocerse que a este profesor «le llovieron honores y premios» de
todas partes, y que «es considerado por muchos como el mayor teólogo
moralista católico del siglo XX».
Otro caso similar, de disidente próspero, es el de E. Schillebeeckx, que,
después de ser amonestado por la Congregación de la Fe en varias ocasiones
(1979, 1980, 1986), publica años más tarde una antología de sus errores en
el libro Soy un teólogo feliz (Sociedad Educación Atenas, Madrid 1994).
La ortodoxia perseguida
Tiempos singulares en la historia de la Iglesia, en los que «teólogos» dura
y largamente enfrentados con el Magisterio apostólico pueden ser
considerados por muchos como los mejores.
Tiempos recios, en los que la fidelidad estricta a la doctrina católica
puede llegar a ser una condición desfavorable o excluyente para enseñar en
un Seminario o en una Facultad del Occidente ilustrado. Lo cual es lógico,
por lo demás. Introducir en el ámbito predominantemente liberal y disidente
de un Seminario o Facultad a un formador o a un profesor ortodoxo es admitir
en él una bomba de relojería, pues es probable que cause graves problemas en
cualquier momento.
«Tiempos recios», en la expresión de Santa Teresa. ¿Cómo está la Iglesia
allí donde servir a la verdad católica y defenderla es sumamente arduo y
peligroso, mientras que callar discretamente ante errores y abusos es
condición para «guardar la propia vida» en la paz y la estima general? Un
cierto grado de disidencia o al menos de respeto por las tesis de los
disidentes es un pasaporte absolutamente exigido en muchos ambientes. Ante
errores y abusos, a veces enormes, se responde con un silencio comprensivo y
tácitamente anuente. En esa actitud tan frecuente, lo eclesial y
académicamente correcto es no alarmarse por nada.
¿Cómo está la Iglesia allí donde un grupo de laicos que crea en la doctrina
católica sobre Jesucristo, la Virgen, los ángeles, la Providencia, la
anticoncepción, el Diablo, etc., y se atreva incluso a «defender» estas
verdades agredidas por otros, sea marginado, perseguido y tenido por
integrista?
Describir aquí, por ejemplo, el calvario inacabable que pasan ciertos grupos
de laicos que pretenden difundir en sus diócesis, según la Iglesia lo
quiere, los medios lícitos para regular la natalidad, excede nuestro ánimo.
Se ven duramente resistidos, marginados, calumniados. Mientras otras obras,
quizá mediocres y a veces malas, son potenciadas, ellos están desasistidos y
aparentemente ignorados por quienes más tendrían que apoyarles.
En las Iglesias enfermas de disidencia liberal, por supuesto, sufren ese
mismo calvario los Obispos, presbíteros, los religiosos y los laicos, fieles
a la ortodoxia católica.
La teología no teológica
En ambientes como los descritos abunda lo que podríamos llamar teología no
teológica. Puede un profesor de teología –se dicente «teólogo»– discurrir
sobre temas teológicos y hablar de ellos con erudición y con terminología
teológica y, sin embargo, no hacer realmente teología.
La teología es obra que la razón produce a la luz de la fe (ratio fide
illustrata), y que «se apoya, como fundamento perdurable, en la Escritura
unida a la Tradición» (Vat.II, Dei Verbum 24). Y «la Tradición, la Escritura
y el Magisterio de la Iglesia están unidos de tal modo que ninguno puede
subsistir sin los otros» (ib. 10).
Pues bien, eso significa que cualquier «teología» que desarrolle su
pensamiento al margen o en contra de Escritura, Tradición y Magisterio
apostólico no es propiamente, para los católicos, teología. Es teodicea,
teognosis, teología protestante –el libre examen luterano– o simplemente
ideología. Incluso, quizá, la palabra gnosis sea la más indicada para
referirse a esta pseudo-teología.
En todo caso, ¿por qué llamar teología a ciertos escritos sobre cristología,
teología de la liberación, teología del matrimonio, Eucaristía, si en tantos
graves aspectos enseñan tesis perfectamente contrarias a la enseñanza de la
Biblia, de la Tradición y del Magisterio? Ese abuso del lenguaje no trae
ventaja alguna.
Y la pregunta más grave: ¿por qué se tolera, y a veces se fomenta, la
edición de esas obras ideológicas en colecciones católicas, y se permite su
difusión en librerías que se dicen católicas?
Silenciamientos persistentes de ciertas verdades
«De la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12,34). Un silenciamiento
sistemático y prolongado de una determinada verdad de la fe equivale en la
práctica a su negación.
Un ejemplo, la verdad del infierno. Jesucristo conoce bien la posibilidad de
una condenación eterna, y como ama mucho a los hombres y desea su salvación,
en su evangelio «habla con frecuencia de “la gehena” y del “fuego que nunca
se apaga”» (Catecismo 1034). Habla con mucha frecuencia. ¡Cómo no va a
hacerlo!... Pues bien, hoy, al contrario, es frecuente el predicador que
jamás, nunca, predica sobre el infierno. Habrá que pensar que no cree en él.
O que si cree, y nunca lo menciona, es que no ama de verdad a los hombres.
Del mismo modo, si un párroco nunca habla de la necesidad de adorar a
Cristo, presente en la Eucaristía, ni promueve jamás ese culto, es porque no
cree en esa necesidad pastoral o quizá porque no cree en esa real Presencia
sagrada.
«El justo vive de la fe... La fe es por la predicación, y la predicación por
la palabra de Cristo» (Rm 1,17; 10,17). Si un sacerdote, por ejemplo, no
tiene una fe suficientemente firme en la doctrina católica de la castidad
conyugal, no podrá predicar sobre ella. Ahora bien, como el pueblo vive de
la fe, y ésta se alimenta de la predicación, acabará el pueblo cristiano
ignorando la verdad de la castidad conyugal. Y profanará la santidad del
matrimonio sin mayores problemas de conciencia. Esto es evidente a priori, y
también a posteriori.
Ambigüedades y eufemismos
La disidencia actual respecto a la doctrina de la Iglesia algunas veces es
frontal, pero con más frecuencia se expresa en modos ambiguos, eufemísticos,
indirectos, implícitos. Los ejemplos podrían multiplicarse.
En una Asamblea concreta de católicos, el Grupo B declara: «El Grupo se
adhiere sin reservas a la Humanæ vitæ, pero cree que haría falta superar la
dicotomía entre la rigidez de la ley y la ductilidad de la pastoral».
Traducido: el Grupo no se adhiere a la encíclica aludida, o se adhiere con
hartas reservas, y aconseja o exige que se ponga fin a la dura
intransigencia de la doctrina conyugal católica.
Una cosa es lo que se dice, y otra lo que se quiere decir, que es lo que de
hecho va a ser entendido por el oyente o lector.
Sobre el tema delicadísimo de la historicidad de los Evangelios un eminente
exegeta, dice en una entrevista:
«Llegué a la conclusión de que, si bien los Evangelios no son históricos en
el sentido moderno de la historia, sin embargo resulta imposible, sin
ignorar una de evidencias, contradecir la verdad histórica del mensaje de
Cristo».
Que el sentido de la historia no es el mismo en Jenofonte y en Toynbee,
pongamos por caso, es una afirmación obvia. Ha de suponerse, pues, que lo
que quiere decir este eclesiástico eminente no va por ahí. ¿No interpretarán
los lectores, según eso, que a su entender los Evangelios no son históricos,
aunque su mensaje sí lo es; que no son históricos los hechos que narran, o
buena parte de ellos, sino el mensaje que por ellos se transmite?
El tal exegeta, pues, no tendrá razón para enojarse si muchos interpretan de
este modo sus palabras, que serían ciertamente contrarias a la doctrina de
la Iglesia, pues ésta «ha defendido siempre la historicidad de los
Evangelios» (Vaticano II, Dei Verbum, 19; Catecismo 126; 514-515). No podrá
alegar que sus palabras han sido objeto de una interpretación temeraria o
abusiva.
En la antigüedad cristiana, los errores se proponen con ingenua claridad. No
existiendo todavía un cuerpo doctrinal católico bien definido, hay una
correspondencia patente entre lo que dicen quienes los difunden y lo que
piensan.
A medida, por el contrario, que la doctrina católica se ha ido definiendo
más y más, aquellos que contrarían la doctrina de la Iglesia –como los
jansenistas o los modernistas– se han visto obligados a expresar su
pensamiento con palabras más cautelosas y encubiertas. Hoy, pues, los
errores rara vez son expresados en forma patente. Casi siempre se difunden a
través de un lenguaje deliberadamente impreciso, ambiguo y eufemístico, en
el que quizá podría ser aceptable lo que se dice, pero no lo que se quiere
decir, que es lo realmente comunicado.
Después de todo, siempre, antes y ahora, los lobos se han vestido «con piel
de oveja» (Mt 7,15). «Son falsos apóstoles, que proceden con engaño,
haciéndose pasar por apóstoles de Cristo. Su táctica no debe sorprendernos,
porque el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz» (2Cor 11,13-14).
Reprobaciones tardías de los maestros del error
En los decenios postconciliares la autoridad de la Iglesia siempre ha estado
atenta a enseñar la verdad y a refutar los errores con fuerza persuasiva
–Mysterium fidei, Sacerdotalis cælibatus, Humanæ vitæ, etc.–. Pero no pocas
veces ha sido muy lenta o muy suave a la hora de reprobar a los maestros del
error. Y éstos, mientras no se produce su pública y nominal reprobación,
siguen difundiendo eficazmente sus errores, por luminosos que sean los
documentos contemporáneos de la Iglesia, que afirman la verdad y niegan el
error.
–El caso Marciano Vidal. Este profesor español redentorista (1937-) publica
su Moral de actitudes a partir de 1974, y la obra es pronto traducida al
portugués (1975ss), al italiano (1976ss) y a otras lenguas (la edición
italiana de 1994ss traduce la 8ª edición española). Desde hace muchos años,
cualquier cristiano medianamente formado en teología entendía con toda
facilidad que esa obra, con otras muchas del mismo autor, difundía
enseñanzas claramente inconciliables con la doctrina moral católica.
Pues bien, ha sido necesario esperar al 15 de mayo de 2001 para que la
Congregación para la Doctrina de la Fe comunicara en una Notificación que
esa obra y otras dos más examinadas «no pueden ser utilizadas para la
formación teológica». En la Iglesia de habla hispana, es decir, en la mitad
de la Iglesia, el texto de Moral aludido venía siendo uno de los más
utilizados durante un cuarto de siglo.
La Moral de Marciano Vidal, afirma la Congregación de la Fe, no está
enraizada en la Escritura: «no consigue conceder normatividad ética concreta
a la revelación de Dios en Cristo». Es «una ética influida por la fe, pero
se trata de un influjo débil». Atribuye «un papel insuficiente a la
Tradición y al Magisterio moral de la Iglesia», adolece de una «concepción
deficiente de la competencia moral del Magisterio eclesiástico». Su
tendencia a usar «el método del conflicto de valores o de bienes» lo lleva
«a tratar reductivamente algunos problemas», y «en el plano práctico, no se
acepta la doctrina tradicional sobre las acciones intrínsecamente malas y
sobre el valor absoluto de las normas que prohiben esas acciones».
Y estos planteamientos generales falsos conducen, lógicamente, a graves
errores concretos acerca de los métodos interceptivos y anticonceptivos, la
esterilización, la homosexualidad, la masturbación, la fecundación in vitro
homóloga, la inseminación artificial y el aborto.
Esta obra y otras del mismo autor, con las de Häring, Curran, Forcano,
Valsecchi, Hortelano, López Azpitarte, etc., son las que durante dos o tres
decenios han creado en gran parte del pueblo católico, profesores, párrocos,
confesores, grupos matrimoniales, seminarios y noviciados, una mentalidad
moral no-católica.
–El caso Anthony de Mello. El 24 de junio de 1998 la Congregación para la
Doctrina de la Fe publica una Notificación señalando los graves errores
contenidos en varias de las obras del padre Anthony de Mello, S.J.
(1931-1987). Este autor «es muy conocido debido a sus numerosas
publicaciones, las cuales, traducidas a diversas lenguas, han alcanzado una
notable difusión en muchos países». Sus obras, efectivamente, han sido
ampliamente difundidas durante decenios entre los católicos de los más
diversos ambientes y naciones. Pues bien, la Congregación, once años después
de la muerte del autor, nos avisa que
«sustituye la revelación acontecida en Cristo con una intuición de Dios sin
forma ni imágenes, hasta llegar a hablar de Dios como de un vacío puro...
Nada podría decirse sobre Dios... Este apofatismo radical lleva también a
negar que la Biblia contenga afirmaciones válidas sobre Dios... Las
religiones, incluido el Cristianismo, serían uno de los principales
obstáculos para el descubrimiento de la verdad... A Jesús, del que se
declara discípulo, lo considera un maestro al lado de los demás... La
Iglesia, haciendo de la palabra de Dios en la Escritura un ídolo, habría
terminado por expulsar a Dios del templo», etc.
Los jesuitas que llevan la Editorial Sal Terræ han seguido difundiendo las
obras de Anthony de Mello, y en 2003 han publicado su Obra completa en dos
preciosos tomos, 1603 pgs., en edición cuidada por el P. Jorge Miguel Castro
Ferrer, S.J., con un amplio prólogo hagiográfico de Andrés Torres Queiruga,
en el que cita a Hegel, Heidegger, Ricoeur, pero no menciona, ni siquiera de
paso, la Notificación romana.
Esta obra podrá hallarse hoy en casi todas las librerías diocesanas y
religiosas de lengua española.
¿Por qué esas reprobaciones tardías, débiles o inexistentes?
¿Cómo es posible que durante tantos años hayan podido difundirse en la
Iglesia Católica obras tan perniciosas, tan contrarias a la tradición
católica y al Magisterio apostólico, sin que se haya detenido a tiempo su
difusión? ¿Cómo podrá ahora remediarse el daño tan grande y extenso que esas
obras –y tantas otras– han causado?
¿No conocían quienes vigilan el agua que beben los fieles que aquellas
fuentes estaban infectadas, y que iban a causar muchas y graves
enfermedades? Es impensable, tratándose de personas atentas y eruditas.
Claro que lo sabían. ¿Por qué entonces diferían su reprobación diez, veinte
o treinta años?
¿Qué ventaja puede haber en retrasar tanto la reprobación de doctrinas
erróneas, cuando se sabe que están teniendo gran difusión? ¿Habremos de
temer, según eso, que los errores hoy más dañinos sólo serán públicamente
reprobados en la Iglesia dentro de treinta años?