Razones para creer: 16 bis. ¿De dónde proviene el mal? ¿Por qué a mí?
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Moreau
Notre Dame de Arcachon
Si Dios es amor, el mal no
puede proceder de Él. Hemos visto más arriba que algunos males tienen su origen
en el mal uso de nuestra libertad. La fe nos invita a profundizar en el asunto.
La presencia del mal en el mundo es imputable a la primera pareja; se trata del
pecado original, pecado personal de nuestros primeros padres y tara de
la humanidad. «Si el hombre es
inconcebible sin este misterio, más inconcebible es este misterio para
el hombre» (Pascal).
La hipótesis evolucionista de
la creación, de la que ya hablamos, no es, aunque pueda parecerlo, incompatible
con este hecho. Basta distinguir entre inteligencia y cultura. El primer hombre
podría ser inculto pero no falto de inteligencia.
La primera pareja humana,
sea uno u otro el modo de su aparición, procede de Dios y, por tanto, es
necesariamente inmaculada. Enraizada desde lo más íntimo en Dios, es
plenamente consciente de sus deberes. Pero hace falta que lo reconozca, porque
el amor exige reciprocidad. Es preciso, por tanto, que renuncie a una autonomía
absoluta. Por el contrario, consciente de su superioridad sobre todo lo creado,
se niega a hacerlo. Éste es el sentido de los textos sagrados que nos hablan
del primer pecado, desde el Génesis hasta San Pablo en la carta a los Romanos
(Gén 3; Rom 5).
Como un árbol arrancado de
sus raíces, la primera pareja se autoexcluye de lo mejor de la energía divina.
No amando a Dios como Él lo merece, no
podrá amar a los otros y a sí mismo con la pureza y la plenitud del amor
divino: es la concupiscencia. Intelectualmente su espíritu se ha
oscurecido: es la ignorancia. Físicamente, su cuerpo también sufre las
consecuencias: es el sufrimiento y la muerte. «Por el pecado entra la
muerteen el mundo» (Rm 5,12). Esta muerte no era inherente a la finitud humana:
la experiencia de los místicos nos enseña que una vida de unión con Dios
permite al hombre franquear las leyes biológicas. Marta Robin, por ejemplo, en
el siglo XX, ha vivido más de 50 años sin comer ni beber. Cabría preguntarse si
el primer hombre profundamente unido a Dios no hubiera sido capaz de prever y
controlar las mismas catástrofes naturales (cf. Mc 4,39-41; Mt 21,21).
Pero hay más. Puesto que la
primera pareja lleva consigo el
capital genético de toda la humanidad, sólo puede transmitir lo que
posee, es decir, un patrimonio en parte estropeado. El principio de la
solidaridad preside la creación bajo la fórmula de las leyes de la
herencia.
De ahí que el mal no sea necesariamente la consecuencia de una falta
cometida por la persona que lo sufre: «¿qué le he hecho yo a Dios?», sino el
resultado global del pecado de nuestros primeros padres y del pecado del mundo.
Esa misma cuestión se le propuso a Jesús, y se puede leer su contestación con
provecho en Lucas 13,4-5.
A esto, en fin, hay que añadir
que a este primer pecado la humanidad ha sido inducida por un
espíritu superior. Es lo que dice Jesús refiriéndose al demonio,
«que es homicida desde el principio» (Jn 8,44).
Felizmente un nuevo Adán y
una nueva Eva, Jesús y María, nos han sido dados para una restauración
perfecta del plan de Dios. Jesús acepta tomar sobre sí el pecado del mundo,
y por su obediencia perfecta lo reduce a cenizas en el fuego de su amor
sobre la cruz. Él nos hace capaces de reconocernos pecadores y de confiarle
todas nuestras miserias. De nuevo enraizados en Dios por Cristo, participamos
ahora en su Potencia, en su Santidad, en la redención del mundo y en la gloria
de su resurrección.
• «Allí donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20)