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Razones para creer: 18. ¿Por qué la Iglesia?

 

 

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Abbé Yves Moreau
Notre Dame de Arcachon

 

“Cuando dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo presente en medio de ellos» (Mt 28,30), ha dicho Jesús. Bossuet concluye:  «la Iglesia es Jesús extendido y comunicado».

¿Cuántos de nuestros contemporáneos suscribírian este aserto? ¿No estamos viendo en estos días, por parte de algunos, un intento de enfrentar a Jesús con la Iglesia?

Sobre el episodio del camino de Damasco, San Pablo dirá más tarde: «yo perseguía a la Iglesia», pues Jesús le ha dicho: «¿por qué me persigues?» (Hch 9,4).

¿Cuál es el origen de la Iglesia?

La misión de Jesús no se agota en el anuncio del reino de Dios a sus contemporáneos. Él ha querido edificar una Iglesia que prosiga su misión a través de los siglos. No se trata de una sociedad anónima de ascensores individuales,  que lleva a los hombres hacia Dios; se trata de un pueblo, de una comunidad, verdadera réplica –dentro de la historia humana– de la invisible comunión de las tres personas de la Santísima Trinidad; ésta es la comunión que es cauce, modelo y fin de la Iglesia. «Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, a fin de que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn17,21). Así la Iglesia universal se nos presenta como un «pueblo que  consigue su unidad de la unidad del Padre, el Hijo y el Espíritu  Santo» (San Cipriano).

¿Para que sirve la Iglesia?

La Iglesia, esposa de Cristo, tiene la misión de servir al mundo, invitando a la humanidad a estos esponsales, para felicidad de los hombres y la gloria del Padre, dos realidades inseparables.

San Ireneo dice de manera breve y densa: «La gloria de Dios es el hombre  viviente en Dios».

¿Es la Iglesia una democracia?

Comunidad  espiritual,  y cuerpo místico de Cristo, la Iglesia es regida en la corresponsabilidad y colegialidad de sus miembros. Pero ello no es óbice para que al mismo tiempo se trate de una institución jerárquica fundada por su Señor.

Desde el principio, Jesús escoge sus doce apóstoles para que le ayuden a realizar su obra, y de entre ellos da un lugar especial a Simón, al que cambiará el nombre por el de Pedro, para significar claramente que él es la roca sobre la que edificará su Iglesia.

Dando a esta institución una misión de alcance universal, Jesús le otorga una estructura de dimensiones históricas: «Id y enseñad a todas las naciones... Yo estoy con vosotros hasta el fín de los tiempos» (Mt 28,19-20).

De esta manera los ministerios o servicios que ejercen los sacerdotes, los obispos y el Papa están dentro de las enseñanzas del Evangelio. Su tarea es anunciar la buena nueva, dispensar  los sacramentos y conducir al pueblo de Dios en su tránsito por la tierra.

¿Quién forma parte de la Iglesia?

La Iglesia puede ser comparada con un iceberg, signo visible de una realidad parcialmente invisible. La parte visible es la institución, la parte sumergida es el reino invisible, que necesariamente sobrepasa las fronteras sociológicas e históricas de la Iglesia; pero todo es una sola cosa. Y hay más, como dirá San Agustín: «No basta formar parte del cuerpo de la Iglesia para pertenecer a su corazón».

Cristo sí, pero la Iglesia no

Se objetarán, sin duda, las imperfecciones de que ha adolecido la Iglesia a lo largo de la historia, imperfecciones que la desfiguran y le impiden ser la pura transparencia del Dios Vivo.

Pero ya algunas parábolas de Jesús advertían de este drama, como la del trigo y la cizaña. Con todo, la historia nos enseña que la Iglesia encuentra en las situaciones de crisis los antídotos que le permiten recuperar la fidelidad a su vocación.

Tal es el milagro de la Iglesia que, después de veinte siglos, a pesar de sus debilidades, cumple y verifica experimentalmente la profecía de su fundador: «las potencias del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16,18).

En nuestros días, una Madre Teresa  o el mismo Juan Pablo II son testimonios de la vitalidad de la Iglesia y de su fidelidad indefectible. Y con ellos las religiosas, sacerdotes, laicos, niños, jóvenes o adultos,  que son entre nosotros signos vivientes de la Iglesia. 

«Alabada sea la Madre sobre cuyas rodillas yo todo lo aprendí» (Claudel)

• «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18)