Razones para creer: 23. ¿Por qué el matrimonio cristiano?
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Abbé Yves
Moreau
Notre Dame de Arcachon
Se reprocha con frecuencia a la
Iglesia por su intransigencia en materia de moral sexual y conyugal. En
realidad la Iglesia pretende simplemente en este tema, como en tantos otros,
ser eco fiel de la enseñanza de Cristo.
Basta abrir el Evangelio para
encontrar la afirmación de Cristo sobre la indisolubilidad del matrimonio, el
elogio del celibato voluntario y la denuncia de los pensamientos impuros que
ensucian el corazón del hombre.
Los contemporáneos de Jesús lo
entendían así cuando le decían: «si tal es la condición del hombre, más vale no
casarse» (Mt 19,10).
Y por su parte Cristo, en vez
de negociar sus exigencias en materia de castidad, concluía: «El que pueda
entender que entienda» (Mt 19,12).
Remito sobre este asunto a los
pasajes siguientes del Nuevo Testamento: Mc 10,1-12; Mt 19,1-12; 1Co 7, 3-7.
10-11; Ef 5,25-32.
–¿Qué significa que el
matrimonio sea un Sacramento?
La concepción cristiana del
amor humano resulta un enigma si no lo relacionamos con su orígen, el
amor de Cristo por su Iglesia, que a su vez revela el del misterio de amor
del Dios viviente, Padre, Hijo y Espíritu Santo.
En Dios uno y trino, cada una
de las personas tiene su identidad en su relación de amor con las otras dos.
Del mismo modo, la creación y aún más la redención son la exteriorización
gratuita de la misma existencia divina; algo así como el fulgor del sol
que permite hacernos una idea de su
íntima energía. Así es como el amor entre hombre y mujer, en el marco del
matrimonio cristiano, constituye en el medio humano una epifanía del Amor
que define a Dios mismo.
Eso sí, esta entrega de amor
entre los esposos ha de ser libre, exclusiva, definitiva y fecunda si
quiere ser reflejo de la perfección del mismo Amor divino.
Entonces, ese amar y ser amado
son los dos componentes necesarios y suficientes de la verdadera felicidad que Dios
se compromete a garantizar por el don de sí mismo a los esposos. Éste es el
sacramento del matrimonio.
–Justificación
de la moral cristiana sobre el amor humano.
Así las cosas, parece fuera de
lugar hablar de matrimonio a prueba, como tampoco hablamos de creación o
redención a prueba.
La unión de los cuerpos
corona la unión de los corazones, y no puede ser disociada del sacramento por
el que Cristo confía los esposos el uno al otro y en Él mismo se da
amorosamente a la pareja.
Esta unión, por otra parte, no
puede disociarse de su finalidad de traer hijos al mundo, respetando las leyes
y ritmos de la naturaleza. En este marco se inscribe el placer unido a ese acto
meritorio, por el que se hace legítimo.
Decía Aristóteles que Dios
concedió el placer a la virtud, como la lozanía a la juventud.
Y no hay en esto nada
excepcional: lo mismo sucede con el placer de comer y beber, que acompaña
naturalmente el deber de preservar la salud y la integridad de nuestro
cuerpo.
Lo mismo que nuestra conciencia
rechaza la práctica de aquellas orgías romanas, en las que se acudía de vez en
cuando al vomitorium para poder seguir comiendo, también se puede
objetar la legitimidad de un placer que se pretende con un acto que ha sido
voluntariamente desconectado de su fin.
–¡Estamos pidiendo un
esfuerzo sobrehumano!
La fuerza de la pasión,
ciertamente, es a veces tan intensa que resulta heroico resistirla.
Claudel, que conoció esta
lucha, dejó escrito: «la juventud no está hecha para el placer, sino para el
heroísmo».
La moral de Cristo nos llama
constantemente a ir más allá de nuestra debilidad, invocando la ayuda de
Dios. «Sed perfectos, decía Jesús, como vuestro Padre celestial es perfecto»
(Mt 5,48).
El hombre es un aprendiz. Nadie
nace enseñado. No habrá, pues, que reprocharle por su inexperiencia y sus
errores, pero esto siempre que reconozca sus flaquezas y que entre humildemente
en la escuela de su Maestro.
Es en la oración y en el
sacramento de la penitencia donde el hombre encuentra la ayuda necesaria
para realizar el plan de Dios sobre él.
Y es entonces cuando las
realidades carnales se transforman en un trampolín hacia la santidad:
«Entrégenme un joven, decía San
Juan Bosco, y yo haré de él un santo».
• «Que el hombre no separe lo que Dios ha unido» (Mt 19,6)