LA IGLESIA IMÁGENES: Catequesis del Santo Padre, Juan
Pablo II, sobre las Verdades del Credo
IGLESIA -2-
(LA IGLESIA: IMÁGENES)
INDICE
El Pueblo de Dios en el Antiguo Testamento (30.X.91)
La Iglesia,
pueblo de Dios (6.XI.91)
La Iglesia
pueblo universal (13.XI.91)
La Iglesia,
cuerpo de Cristo (20.XI.91)
La Iglesia,
misterio y sacramento (27.XI.91)
La Iglesia,
prefigurada como Esposa en el A.T. (4.XII.91)
La Iglesia,
presentada como Esposa por los Evangelios (11.XII.91)
La Iglesia,
descrita por san Pablo como Esposa (18.XII.91)
Dimensión
histórica y proyección escatológica de la Iglesia-esposa (8.I.92)
El Pueblo de Dios en el Antiguo Testamento (30.X.91)
1. Según el Concilio Vaticano II, que recoge el texto de san Cipriano sobre el que hemos reflexionado en la catequesis anterior, 'la Iglesia aparece como un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo ' (Lumen Gentium, 4; cfr. San Cipriano, De oratione dominica, 23: PL 4, 553). Como ya explicamos, con esas palabras el Concilio enseña que la Iglesia es ante todo un misterio arraigado en Dios.Trinidad. Un misterio cuya dimensión primera y fundamental es la dimensión trinitaria. La Iglesia 'aparece como un pueblo' (ib.) precisamente por su relación con la Trinidad, fuente eterna de la que brota. Así, pues, es el pueblo de Dios, del Dios uno y trino. A este tema queremos dedicar esta catequesis y las sucesivas, siguiendo siempre como hilo conductor la enseñanza del Concilio, que se inspira todo él en la Sagrada Escritura.
2. El Concilio declara, en efecto, que 'fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente' (Lumen Gentium, 9). Este plan de Dios comenzó a manifestarse desde la historia de Abrahán, con las primeras palabras que Dios le dirigió: 'El Señor dijo a Abrahán: Vete de tu tierra (...) a la tierra que yo te mostraré. De ti haré un gran pueblo y te bendeciré' (Gen 12, 1.2).
Esta promesa fue confirmada posteriormente con una alianza (Gen 15,18; 17, 1-14) y proclamada solemnemente después del sacrificio de Isaac. Abrahán, siguiendo el mandato de Dios, estaba dispuesto a sacrificarle su hijo único, que el Señor le había dado a él y a su esposa Sara en la vejez. Pero lo que Dios quería era sólo probar su fe. Isaac, por tanto, en este sacrificio, no sufrió la muerte, sino que permaneció vivo. Ahora bien, Abrahán había aceptado el sacrificio en su corazón, y este sacrificio del corazón, prueba de una fe magnifica, le obtuvo la promesa de una gran descendencia innumerable: 'Por mi mismo juro, oráculo de Yahvéh, que por haber hecho esto, por no haberme negado tu hijo, tu único, yo te colmaré de bendiciones y acrecentaré muchísimo tu descendencia como las estrellas del cielo y como las arenas de la playa' (Gen 22, 16.17).
3. La realización de esta promesa debía comprender diversas etapas. En efecto, Abrahán estaba destinado a convertirse en 'padre de todos los creyentes' (Cfr. Gen 15, 6; Gal 3, 6)7; Rom 4, 16)17). La primera etapa se realizó en Egipto, donde 'los israelitas fueron fecundos y se multiplicaron; llegaron a ser muy numerosos y fuertes y llenaron el país' (Ex 1, 7). El linaje de Abrahán ya se había convertido en 'el pueblo de los israelitas' (Ex 1, 9), pero se encontraba en una situación humillante de esclavitud. Fiel a su alianza con Abrahán, Dios llamó a Moisés y le dijo: 'Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto y he escuchado su clamor (...). He bajado para librarle sraelitas, de Egipto' (Ex 3, 7-10).
Así fue llamado Moisés para sacar a ese pueblo de Egipto, pero Moisés era sólo el ejecutor del plan de Dios, el instrumento de su poder, porque, según la Biblia, es Dios mismo quien saca a Israel de la esclavitud de Egipto...Cuando Israel era niño, yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo', leemos en el libro del profeta Oseas (11, 1). Israel es, por tanto, el pueblo de la predilección divina: 'No porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se ha prendado Yahvéh de vosotros y os ha elegido, pues sois el menos numeroso de todos los pueblos; sino por el amor que os tiene y por guardar el juramento hecho a vuestros padres' (Dt 7, 7.8). Israel es el pueblo de Dios no por sus cualidades humanas, sino sólo por la iniciativa de Dios.
4. La iniciativa divina, esa elección soberana del Señor, toma forma de alianza. Así sucedió con respecto a Abrahán. Y así acontece también después de la liberación de Israel de la esclavitud egipcia. El mediador de esa alianza establecida a los pies del monte Sinaí es Moisés: Vino, pues, Moisés y refirió al pueblo todas las palabras del Señor y todas sus normas. Y todo el pueblo respondió a una voz: cumpliremos todas las palabras que ha dicho el Señor .Entonces escribió Moisés todas las palabras del Señor y, levantándose de mañana, alzó al pie del monte un altar y doce estelas por las doce tribus de Israel'. Luego, se ofrecieron sacrificios y Moisés derramó sobre el altar una parte de la sangre de las víctimas. 'Tomó después el libro de la Alianza y lo leyó ante el pueblo', tras lo cual recibió una vez más de los presentes la promesa de obediencia a las palabras de Dios. Y al fin, roció con la sangre al pueblo (Cfr. Ex 24, 3.8).
5. En el libro del Deuteronomio se explica el significado de ese acontecimiento: ' Has hecho decir al Señor que él será tu Dios )tú seguirás sus caminos, observarás sus preceptos, sus mandamientos y sus normas, y escucharás su voz.. Y el Señor te ha hecho decir hoy que serás su pueblo propio' (Dt 26, 17.18). La Alianza con Dios es para Israel una 'elevación' particular. De este modo, Israel se convierte en 'un pueblo consagrado al Señor su Dios' (Cfr. Dt 26, 19), y eso significa una particular pertenencia a Dios. Más aún: se trata de una pertenencia reciproca: 'Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo' (Jer 7, 23). Esta es la disposición divina. Dios se compromete a si mismo en la Alianza. Todas las infidelidades del pueblo, en las diversas etapas de su historia, no alteran la fidelidad de Dios a esa alianza. Si acaso, se puede decir que esas infidelidades abren, en cierto sentido, el camino a la Nueva Alianza, anunciada ya en el libro del profeta Jeremías: 'Esta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días (...): pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones le escribiré' (Jer 31, 33).
6. En virtud de la iniciativa divina en la Alianza, un pueblo se transforma en el pueblo de Dios y, como tal, es santo, es decir, consagrado a Dios-Señor: 'Tú eres un pueblo consagrado al Señor tu Dios' (Dt 7, 6; cfr. Dt 26, 19). En el sentido de esta consagración se aclaran también las palabras del Éxodo: 'Seréis para mi un reino de sacerdotes y una nación santa' (Ex 19, 6). A pesar de que, en el curso de su historia, aquel pueblo comete muchos pecados, no deja de ser pueblo de Dios. Por eso, remitiéndose a la fidelidad del Señor a la alianza establecida por él mismo, Moisés se dirige a él con la súplica conmovedora: 'No destruyas a tu pueblo, tu heredad', como leemos en el Deuteronomio (9, 26).
7. Dios, por su parte, no cesa de dirigirse al pueblo elegido con su palabra. Le habla muchas veces por medio de los profetas. El principal mandamiento sigue siendo siempre el del amor a Dios sobre todas las cosas: 'Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza' (Dt 6, 5). A este mandamiento se halla unido el mandamiento del amor al prójimo: 'Yo soy el Señor. No oprimirás a tu prójimo (...). No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo' (Lv 19,13.18).
8. Otro elemento emerge de los textos bíblicos: el Dios que establece la alianza con Israel quiere estar presente de un modo particular en medio de su pueblo. Esa presencia, durante la peregrinación a través del desierto, se expresa mediante la tienda del encuentro. Más adelante, se expresará mediante el templo, que el rey Salomón construirá en Jerusalén.
Con respecto a la tienda del encuentro, leemos en el Éxodo: 'Cuando salía Moisés hacia la tienda, todo el pueblo se levantaba y se quedaba de pie ala puerta de su tienda, siguiendo con la vista a Moisés hasta que entraba en la tienda. Y una vez entrado Moisés en la tienda, bajada la columna de nube y se detenía a la puerta de la tienda mientras el Señor hablaba con Moisés. Todo el pueblo veía la columna de nube detenida en la puerta de la tienda y se levantaba el pueblo, y cada cual se postraba junto a la puerta de su tienda. El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo' (Ex 33, 8.11). El don de esa presencia era un signo particular de elección divina, que se manifestaba en formas simbólicas y casi en presagios de la realidad futura: la Alianza de Dios con su nuevo pueblo en la Iglesia.
La Iglesia, pueblo de Dios (6.XI.91)
1. Según el programa y el método que nos hemos propuesto, podemos comenzar también esta catequesis con la lectura de un pasaje de la constitución conciliar Lumen Gentium que dice así: 'Fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que lo confesara en verdad y lo sirviera santamente (...). Pactó con él una alianza y lo instruyó gradualmente, revelándose a sí mismo y los designios de su voluntad a través de la historia de este pueblo, y santificándolo para sí' (n. 9). El objeto de la catequesis anterior era ese pueblo de Dios en la Antigua Alianza. Pero el Concilio agrega en seguida que 'todo esto sucedió como preparación y figura de la Alianza nueva y perfecta que había de pactarse en Cristo y de la revelación completa que había de hacerse por el mismo Verbo de Dios hecho carne' (Lumen Gentium, 9). Todo este pasaje de la constitución conciliar sobre la Iglesia que hemos citado se encuentra al comienzo del capítulo 11, titulado 'El pueblo de Dios'. Efectivamente, según el Concilio, la Iglesia es el pueblo de Dios de la Nueva Alianza. Este es el pensamiento que san Pedro transmite y las primeras comunidades cristianas: 'Vosotros que en un tiempo no erais pueblo y que ahora sois el pueblo de Dios' (1 Pe 2, 10).
2. En su realidad histórica y en su misterio teológico, la Iglesia emerge del pueblo de Dios de la Antigua Alianza. Aunque se la designa con el nombre qahal (=asamblea), se desprende claramente del Nuevo Testamento que ella es el pueblo de Dios constituido de un modo nuevo por obra de Cristo y en virtud del Espíritu Santo.
San Pablo escribe en la segunda Carta a los Corintios: 'Nosotros somos santuario de Dios vivo, como dijo Dios: 'Habitaré en medio de ellos y andaré entre ellos; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo ' (6,16). El pueblo de Dios se constituye de un modo nuevo, porque forman parte de él todos los creyentes en Cristo, sin 'ninguna discriminación' entre judíos y no judíos (Cfr. Hech 15, 9). San Pedro lo afirma claramente en los Hechos de los Apóstoles al referir que 'Dios ya al principio intervino para pro curarse entre los gentiles un pueblo para su Nombre' (Hech 15, 14). Y Santiago declara que 'con esto concuerdan los oráculos de los Profetas' (Hech 15,15).
San Pablo nos da otra confirmación de esta perspectiva, durante su primera estancia en la ciudad pagana de Corinto, donde oyó estas palabras de Cristo: 'No tengas miedo, sigue hablando y no calles (...) pues tengo yo un pueblo numeroso en esta ciudad' (Hech 18, 9)10). Finalmente, en el Apocalipsis se proclama: 'Esta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él, Dios-con-ellos , será su Dios' (Ap 21, 3).
De todo esto se trasluce la conciencia que desde el principio existe en la Iglesia sobre la continuidad y al mismo tiempo la novedad de su realidad como pueblo de Dios.
3. Ya en el Antiguo Testamento, Israel debió el hecho de ser pueblo de Dios a una elección y a una iniciativa divina. Pero estaba limitada a una única nación. El nuevo pueblo de Dios supera esa frontera. Comprende en sí a hombres de todas las naciones, lenguas y razas. Tiene carácter universal, es decir, católico. Como dice el Concilio: 'Ese pacto nuevo, a saber, el Nuevo Testamento en su sangre' (Cfr. 1 Cor 11, 25), lo estableció Cristo convocando un pueblo de judíos y gentiles, que se unificara no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera el nuevo pueblo de Dios' (Lumen Gentium, 9). El fundamento de esa novedad .el universalismo. es la redención obrada por Cristo. Por eso, 'también Jesús, para santificar al pueblo con su sangre, padeció fuera de la puerta' (Hb 13,12). 'Por eso tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso y Sumo Sacerdote fiel en lo que toca a Dios, en orden a expiar los pecados del pueblo' (Hb 2, 17).
4. Así se ha formado el pueblo de Dios de la Nueva Alianza, que había sido anunciada por los profetas del Antiguo Testamento, en particular por Jeremías y Ezequiel. Leemos en Jeremías: 'He aquí que días vienen (oráculo del Señor): pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo' (Jer 31, 33).
El profeta Ezequiel hace que se transparente aún más la perspectiva de una efusión del Espíritu Santo en la que se cumplirá la Nueva Alianza: 'Os daré un corazón nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas' (Ez 36, 2627).
5. El Concilio saca principalmente de la primera Carta de Pedro su enseñanza sobre el pueblo de Dios de la Nueva Alianza, heredero de la antigua Alianza. 'Quienes creen en Cristo, renacidos no de un germen corruptible, sino de uno incorruptible, mediante la palabra de Dios vivo (Cfr. 1 Pe 1, 23), no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (Cfr. Jn 3, 5)6), pasan, finalmente, a constituir un linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa, pueblo de adquisición (...), que en un tiempo no era pueblo y ahora es pueblo de Dios' (Lumen Gentium, 9). Como se ve, esta doctrina conciliar subraya, con san Pedro, la continuidad del pueblo de Dios con el de la Antigua Alianza, pero destaca asimismo la novedad, en cierto sentido absoluta, del nuevo pueblo instituido en virtud de la redención de Cristo, salvado (=adquirido) por la sangre del Cordero.
6. El Concilio describe la novedad de 'este pueblo mesiánico' que 'tiene por cabeza a Cristo, que 'fue entregado por nuestros pecado y resucitó para nuestra salvación' (Rom 4, 25) (...). La condición de este pueblo es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo. Tiene por ley el nuevo mandato de amar como el mismo Cristo nos amó a nosotros (Cfr. Jn 13, 34). Y tiene en último lugar, como fin, el dilatar más y más el reino de Dios, incoado por el mismo Dios en la tierra, hasta que al final de los tiempos él mismo también lo consume, cuando se manifieste Cristo, vida nuestra (Cfr. Col 3, 4), y la misma criatura sea libertada de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de los hijos de Dios (Rom 8, 21)' (Lumen Gentium, 9).
7. Se trata de la descripción de la Iglesia como pueblo de Dios de la Nueva Alianza (Cfr. Lumen Gentium, 9), núcleo central de la humanidad nueva llamada en su totalidad a formar parte del nuevo pueblo. En efecto, el Concilio añade que 'el pueblo mesiánico (...) aunque no incluya a todos los hombres actualmente y con frecuencia parezca una grey pequeña, es, sin embargo, para todo el género humano, un germen segurísimo de unidad, de esperanza y de salvación. Cristo, que lo instituyó para ser comunión de vida, de caridad y de verdad, se sirve también de él como de instrumento de la redención universal y lo envía a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra (Cfr. Mt 5,13.16)' (Lumen Gentium, 9). La próxima catequesis la dedicaremos a este tema fundamental y fascinante.
La Iglesia pueblo universal (13.XI.91)
1. La Iglesia es el pueblo de Dios de la Nueva Alianza, como he nos visto en la catequesis anterior. Este pueblo de Dios tiene una dimensión universal: es el tema de la catequesis de hoy. Según la doctrina del concilio Vaticano II, 'el pueblo mesiánico, aunque no incluya a todos los hombres actualmente y con frecuencia parezca una grey pequeña, es, sin embargo, para todo el género humano, un germen segurísimo (firmissimum germen) de unidad, de esperanza y de salvación' (Lumen Gentium, 9). Esa universalidad de la Iglesia como pueblo de Dios está en íntima relación con la verdad revelada sobre Dios como Creador de todo lo que existe, Redentor de todos los hombres y Autor de santidad y de vida en todos con el poder del Espíritu Santo.
2.. Sabemos que la Antigua Alianza fue establecida con un solo pueblo elegido por Dios, Israel. Sin embargo, ya en el Antiguo Testamento se hallan textos que anuncian la futura universalidad. Esta universalidad aparece insinuada en la promesa hecha por Dios a Abrahán: 'Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra' (Gen 12, 3), promesa renovada en otras ocasiones y extendida a 'los pueblos todos de la tierra' (Gen 18, 8). Otros textos precisan que esta bendición universal sería comunicada por medio de la descendencia de Abrahán (Gen 22, 18), de Isaac (Gen 6, 4) y de Jacob (Gen 28, 14). La misma perspectiva, con otros términos, aparece en los profetas, y en especial en el libro de Isaías: 'Sucederá en días futuros que el monte de la casa de Yahvéh será asentado en la cima de los montes y se alzará por encima de las colinas. Confluirán a él todas las naciones, y acudirán pueblos numerosos. Dirán Venid, subamos al monte de Yahvéh, a la casa del Dios de Jacob, para que él nos enseñe sus caminos y nosotros sigamos sus senderos ... El juzgará entre las gentes, será árbitro de pueblos numerosos' (Is 2, 2.4). 'El Señor de los ejércitos hará a todos los pueblos en este monte un convite de manjares frescos, convite de buenos vinos... Consumirá en este monte el velo que cubre a todos los pueblos y la cobertura que cubre a todas las gentes' (Is 25, 6.7).Del Deutero.Isaías provienen las predicciones referentes al 'Siervo de Yahvéh': Yo, Yahvéh,... te formé y te he destinado a ser alianza del pueblo y luz de las gentes' (Is 42, 6). Es también significativo el libro de Jonás, cuando describe la misión del profeta en Nínive, fuera del ámbito de Israel (Cfr. Jon 4, 10.11).
Estos y otros pasajes nos dan a entender que el pueblo elegido de la Antigua Alianza era una prefiguración y una preparación al futuro pueblo de Dios, que tendría una dimensión universal. Por esto, después de la resurrección de Cristo, la 'Buena Nueva' fue anunciada sobre todo a Israel(Hech 2, 36; 4,10).
3. Jesucristo fue el fundador del pueblo nuevo. El anciano Si meón había descubierto ya en Jesús niño la 'luz de las gentes', anunciada en la profecía de Isaías que hemos citado (Is 42, 6). Fue él quien abrió el camino de los pueblos de Dios, como escribe san Pablo: 'Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad' (Ef 2,14). Por eso, 'ya no hay judío ni griego..., ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús' (Gal 3, 28). El apóstol Pablo fue el principal heraldo del alcance universal del nuevo pueblo de Dios. Especialmente de su enseñanza y acción, que derivaba de Jesús mismo, pasó a la Iglesia la firme convicción acerca de la verdad según la cual en Jesucristo todos han sido elegidos, sin ninguna distinción de nación, lengua o cultura. Como dice el concilio Vaticano II, 'el pueblo mesiánico', que nace del Evangelio y de la redención mediante la cruz, es un firmissimum germen ('germen segurísimo') de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano (Cfr. Lumen Gentium, 9)
La afirmación de esta universalidad del pueblo de Dios en la nueva Alianza se encuentra, para iluminarla desde lo alto, con las aspiraciones y los esfuerzos con que los pueblos, especialmente en nuestros días, buscan la unidad y la paz obrando sobre todo en el ámbito de la vida internacional y de su organización vital. La Iglesia no puede menos de sentirse involucrada en ese movimiento histórico, en virtud de su misma vocación y misión originaria.
4. El Concilio prosigue asegurando que Cristo instituyó el pueblo mesiánico (la Iglesia) para ser comunión de vida, de caridad y de verdad, y 'se sirve también de él como instrumento de la redención universal y lo envía a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra' (ib.). Esta apertura a todo el mundo, a todos los pueblos, a todo lo humano, pertenece a la constitución misma de la Iglesia, brota de la universalidad de la redención obrada en la cruz y en la resurrección de Cristo (Cfr. Mt 28, 19; Mc 16, 15) y encuentra su consagración el día de Pentecostés, a través de la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y sobre la comunidad de Jerusalén, primer núcleo de la Iglesia. Desde aquellos días, la Iglesia tiene conciencia de la llamada universal de los hombres a formar parte del pueblo de la nueva Alianza.
5. Dios ha convocado a formar parte de su pueblo a toda la comunidad de los que miran con fe a Jesús, autor de la salvación y fuente de paz y de unidad. Esta 'comunidad convocada' es la Iglesia, instituida 'a fin de que fuera para todos y cada uno el sacramento visible de esta unidad salutífera. Debiendo difundirse en todo el mundo, entra, por consiguiente, en la historia de la humanidad, si bien transciende a los tiempos y las fronteras de los pueblos' (Lumen Gentium, 9). Es la enseñanza del Concilio, que prosigue: 'Así como el pueblo de Israel, según la carne, peregrinando por el desierto, se le designa ya como Iglesia (Cfr. 2 Esd 13, 1; Nm 20, 4; Dt 23, 1 ss), así el nuevo Israel, que caminando en el tiempo presente busca la ciudad futura y perenne (Cfr. Hb 13,14), también es designado como Iglesia de Cristo (Cfr. Mt 16,18), porque fue El quien la adquirió con su sangre (Cfr. Hech 20, 28), la llenó de su Espíritu y la dotó de los medios apropiados de unión visible y social' (ib.).
La universalidad de la Iglesia responde, por tanto, al designio trascendente de Dios, que obra en la historia humana en virtud de la misericordia 'que quiere que todos los hombres se salven' (1 Tim 2, 4).
6. Esta voluntad salvífica de Dios Padre es la razón y el objetivo de la acción que la Iglesia lleva a cabo desde el principio para responder a su vocación de pueblo mesiánico de la Nueva Alianza, con dinamismo abierto a la universalidad, como Jesús mismo indica en el mandato y en la garantía que da a Pablo de Tarso, el Apóstol de los gentiles: 'Yo te libraré de tu pueblo y de los gentiles, a los cuales yo te envío, para que les abras los ojos; para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios; y para que reciban el perdón de los pecados y una parte en la herencia entre los santificados, mediante la fe en mí' (Hech 26, 17.18).
7. La Nueva Alianza, a la que está llamada la humanidad, es también una alianza eterna (Cfr. Hb 13, 20), y por eso el pueblo mesiánico está marcado con una vocación escatológica. Es lo que nos asegura de modo especial el último libro del Nuevo Testamento, el Apocalipsis, que pone de relieve el carácter universal de una Iglesia extendida en el tiempo y, más allá del tiempo, en la eternidad. En la gran visión celeste, que sigue en el Apocalipsis a las cartas dirigidas a las siete Iglesias, el Cordero es alabado solemnemente porque ha sido inmolado y ha rescatado para Dios con su sangre 'hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación' y ha hecho de ellos para nuestro Dios un reino de sacerdotes (Cfr. Ap 5, 9 10). En una visión sucesiva, Juan ve 'una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono (de Dios) y del Cordero' (Ap 7, 9), Iglesia de los bienaventurados, Iglesia de los hijos de Dios en el tiempo y en la eternidad: es la única realidad del pueblo mesiánico, que se extiende más allá de todos los límites de espacio y de toda época histórica, según el plan divino de la salvación, que se refleja en la catolicidad.
La Iglesia, cuerpo de Cristo (20.XI.91)
1. San Pablo utiliza la imagen del cuerpo para representar la Iglesia: 'En un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu' (1 Cor 12,13). Es una imagen nueva. Mientras el concepto de 'pueblo de Dios' que hemos explicado en las últimas catequesis, pertenece al Antiguo Testamento, y es recogido y enriquecido en el Nuevo, la imagen de 'cuerpo de Cristo', empleada también por el concilio Vaticano II al hablar de la Iglesia, no tiene precedentes en el Antiguo Testamento. Se encuentra en las cartas de san Pablo, a las que acudiremos, sobre todo, en esta catequesis. Muchos exegetas y teólogos de nuestro siglo han estudiado esa imagen en san Pablo, en la tradición patrística y teológica .que deriva de él. y en la validez que posee para presentar a la Iglesia hoy. También el Magisterio pontificio la ha recogido, y el Papa Pío XII le dedicó una memorable encíclica, titulada precisamente Mystici Corporis Christi (1943).
Conviene notar, asimismo, que en las cartas de san Pablo no encontramos el calificativo 'místico', que aparecerá sólo más tarde; en las cartas paulinas se habla del 'cuerpo de Cristo', estableciendo simplemente una comparación realista con el cuerpo humano. En efecto, escribe el Apóstol que 'del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo' (1 Cor 12,12).
2. El Apóstol, con esas palabras, quiere poner de relieve la unidad y, al mismo tiempo, la multiplicidad que es propia de la Iglesia. 'Pues, así como nuestro cuerpo, en su unidad, posee muchos miembros, y no desempeñan todos los miembros la misma función, así también nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo, siendo cada uno por su parte los unos miembros de los otros' (Rom 12, 4.5). Se podría decir que, mientras el concepto de 'pueblo de Dios' subraya la multiplicidad, el de 'cuerpo de Cristo 'destaca la unidad dentro de la multiplicidad, indicando sobre todo el principio y la fuente de esa unidad: Cristo. 'Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros' (1 Cor 12, 27). 'También nosotros, siendo muchos, no formamos mas que un solo cuerpo en Cristo' (Rom 12, 5). Por consiguiente, pone de relieve la unidad Cristo.Iglesia, y la unidad de los muchos miembros de la Iglesia entre si, en virtud de la unidad de todo el cuerpo con Cristo.
3. El cuerpo es el organismo que, precisamente por ser organismo, expresa la necesidad de cooperación entre los diversos órganos y miembros en la unidad del conjunto, compuesto y ordenado de esa manera, según san Pablo, 'para que no hubiera división alguna en el cuerpo, sino que todos los miembros se preocuparan lo mismo los unos de los otros' (1 Cor 12, 25). 'Más bien los miembros del cuerpo que tenemos por más débiles, son indispensables'(1 Cor 12, 22). Y el Apóstol llega incluso a decir que 'somos miembros los unos de los otros' (Rom 12, 5) en el cuerpo de Cristo, la Iglesia. La multiplicidad de los miembros y la variedad de las funciones no pueden ir en perjuicio de la unidad, así como la unidad no puede anular o destruir la multiplicidad y la variedad de los miembros y de las funciones.
4. Es una exigencia de armonía 'biológica' del organismo humano que, trasladada a modo de analogía al plano eclesiológico, indica la necesidad de la solidaridad entre todos los miembros de la comunidad)Iglesia. En efecto, escribe el Apóstol: 'Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo' (1 Cor 12, 26).
5. Se puede decir, por tanto, que el concepto de Iglesia como 'cuerpo de Cristo' es complementario con respecto al concepto de 'pueblo de Dios'. Se trata de la misma realidad, expresada según los dos aspectos de unidad y de multiplicidad, con dos analogías diversas.
La analogía del cuerpo pone de relieve sobre todo la unidad de vida: los miembros de la Iglesia se hallan unidos entre sí en virtud del principio de la unidad en la idéntica vida que proviene de Cristo. '¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo' (1 Cor 6, 15). Se trata de la vida espiritual, más aún, de la vida en el Espíritu Santo. Cristo .como leemos en la constitución conciliar sobre la Iglesia. 'a sus hermanos, congregados de entre todos los pueblos, los constituyó místicamente su cuerpo, comunicándoles su Espíritu' (Lumen Gentium, 7). De este modo, Cristo mismo es 'la cabeza del cuerpo, de la Iglesia' (Col 1, 18). La condición para participar en la vida del cuerpo es la unión con la cabeza, 'de la cual todo el cuerpo, por medio de junturas y ligamentos, recibe nutrición y cohesión, para realizar su crecimiento en Dios' (Col 2, 19).
6. El concepto paulino de 'cabeza' (Cristo)cabeza del cuerpo que es la Iglesia) significa en primer lugar el poder que le pertenece sobre todo el cuerpo: un poder supremo, a propósito del cual leemos en la carta a los Efesios que Dios 'bajo sus pies sometió todas las cosas y le constituyó cabeza suprema de la Iglesia' (Ef 1, 22). Como cabeza, Cristo transmite a la Iglesia.cuerpo su vida divina, a fin de que crezca 'en todo hasta aquel que es la cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor' (Ef 4, 15 16).
Como cabeza de la Iglesia, Cristo es el principio y la fuente de cohesión entre todos los miembros del cuerpo (Cfr. Col 2, 19). Es el principio y la fuente de crecimiento en el Espíritu: de él todo el cuerpo recibe el crecimiento para su edificación en el amor (Cfr. Ef 4, 16). Por eso el Apóstol exhorta a ser 'sinceros en el amor' (Ef 4, 15). El crecimiento espiritual del cuerpo de la Iglesia y de cada uno de sus miembros es un crecimiento 'desde Cristo '(principio) y, al mismo tiempo, ..hacia Cristo' (fin). Nos lo dice el Apóstol, cuando completa su exhortación así: 'Siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo hasta aquel que es la cabeza, Cristo' (Ef 4, 15).
7. Debemos añadir también que la doctrina de la Iglesia como cuerpo de Cristo-cabeza tiene una relación muy intima con la Eucaristía. En efecto, el Apóstol pregunta: 'La copa de bendición que bendecimos "no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?' (1 Cor 10, 16). Se trata, desde luego, del cuerpo personal de Cristo, que recibimos de modo sacramental en la Eucaristía bajo la especie del pan. Pero, siguiendo su idea, san Pablo responde a la pregunta planteada: 'Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan' (1 Cor 10,17). Y este 'un solo cuerpo' son todos los miembros de la Iglesia, unidos espiritualmente a la cabeza, que acaba de identificar con Cristo en persona.
La Eucaristía, como sacramento del cuerpo y la sangre personal de Cristo, forma la Iglesia, que es el cuerpo social de Cristo en la unidad de todos los miembros de la comunidad eclesial. Baste por ahora esta breve explicación de una admirable verdad cristiana, sobre la cual hemos de volver cuando, Dios mediante, tratemos sobre la Eucaristía.
La Iglesia, misterio y sacramento (27.XI.91)
1. Según el Concilio Vaticano II, 'la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano' (Lumen Gentium, 1). Esta doctrina, propuesta desde el principio de la constitución dogmática sobre la Iglesia, necesita alguna aclaración que haremos durante esta catequesis. Comencemos señalando que el texto apenas citado sobre la Iglesia como 'sacramento' se encuentra en la constitución Lumen Gentium, en el capitulo primero, cuyo titulo es 'El misterio de la Iglesia' (De Ecclesiae mysterio). Por tanto, es preciso buscar una explicación de esta sacramentalidad que el Concilio atribuye a la Iglesia en el ámbito del misterio ('mysterium'), tal como lo entiende este primer capítulo de la constitución.
2. La Iglesia es un misterio divino porque en ella se realiza el designio (o plan) divino de la salvación de la humanidad, a saber, 'el misterio del reino de Dios' revelado en la palabra y en la misma existencia de Cristo, Jesús revela este misterio, en primer lugar, a los Apóstoles: 'A vosotros se os ha dado el misterio del reino de Dios, pero a los que están fuera todo se les presenta en parábolas' (Mc 4, 11).
El significado de las parábolas del reino, a las que ya dedicamos una catequesis, encuentra su realización primera y fundamental en la Encarnación, y su cumplimiento en el tiempo que va desde la Pascua de la cruz y de la resurrección de Cristo hasta el Pentecostés en Jerusalén, donde los Apóstoles y los miembros de la primera comunidad recibieron el bautismo del Espíritu de verdad, que los hizo capaces de dar testimonio de Cristo. Precisamente en aquel mismo tiempo, el misterio eterno del designio divino de la salvación de la humanidad asumió la forma visible de la Iglesia.nuevo pueblo de Dios.
3. Las cartas paulinas lo expresan de modo muy explícito y eficaz. En efecto, el Apóstol anuncia a Cristo 'conforme... a la revelación de un misterio mantenido en secreto durante siglos enteros, pero manifestado al presente' (Rom 16, 25.26). 'El misterio escondido desde siglos y generaciones, y manifestado ahora a sus santos, a quienes Dios quiso dar a conocer cuál es la riqueza de la gloria de este misterio entre los gentiles, que es Cristo entre vosotros, la esperanza de la gloria' (Col 1, 26.27): éste es el misterio revelado para consolar los corazones, para edificar la caridad y para alcanzar la inteligencia plena de la riqueza que contiene (Cfr. Col 2, 2). Al mismo tiempo, el Apóstol pide a los Colosenses que oren 'para que Dios nos abra una puerta a la Palabra, y podamos anunciar el misterio de Cristo', y confía poder darlo a conocer anunciándolo como debo hacerlo' (Col 4, 3 4).
4. Ese misterio divino, o sea, el misterio de la salvación de la humanidad en Cristo es, sobre todo, el misterio de Cristo, pero está destinado 'a los hombres'. Leemos en la carta a los Efesios que ese misterio 'no fue dado a conocer a los hombres, como ha sido ahora revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu: que los gentiles sois coherederos, miembros del mismo Cuerpo y participes de la misma promesa en Cristo Jesús por medio del Evangelio, del cual .agrega el Apóstol. he llegado a ser ministro, conforme al don de la gracia de Dios a mí concedida por la fuerza de su poder' (Ef 3, 5.7).
5. El concilio Vaticano II recoge y vuelve a proponer esta enseñanza de Pablo cuando afirma: 'Cristo, levantado sobre la tierra, atrajo hacia sí a todos (Cfr. Jn 12, 32); habiendo resucitado de entre los muertos (Cfr. Rom 6, 9), envió sobre los discípulos a su Espíritu vivificador, y por él hizo a su Cuerpo, que es la Iglesia, sacramento universal de salvación (Lumen Gentium, 48). Y también: 'Dios formó una congregación de quienes, creyendo, ven en Jesús el autor de la salvación y el principio de la unidad y de la paz, y la constituyó Iglesia a fin de que fuera para todos y cada uno sacramento visible de esta unidad salutífera' (Lumen gentium, 9).
Por tanto, la iniciativa eterna del Padre, que concibe el plan salvífico, manifestado a la humanidad y realizado en Cristo, constituye el fundamento del misterio de la Iglesia en la que éste, por obra del Espíritu Santo, es participado a los hombres, comenzando por los Apóstoles. Gracias a esa participación en el misterio de Cristo, la Iglesia es el Cuerpo de Cristo. La imagen y el concepto paulino de 'cuerpo de Cristo' expresan al mismo tiempo la verdad del misterio de la Iglesia y la verdad de su carácter visible en el mundo y en la historia de la humanidad.
6. El término griego mysterion ha sido traducido al latín como sacramentum. En este sentido lo usa el magisterio conciliar en los textos que acabamos de citar. En la Iglesia latina, la palabra 'sacramentum' ha tomado un sentido teológico más específico, designando los siete sacramentos. Está claro que la aplicación de este sentido a la Iglesia sólo es posible de modo analógico.
En efecto, según la enseñanza del concilio de Trento, un sacramento 'es el signo de una cosa santa y la expresión visible de la gracia invisible' (Cfr. DS 1639). Sin duda, semejante definición puede aplicarse de modo analógico a la Iglesia.
Pero es necesario notar que esa definición no basta para expresar lo que es la Iglesia. La Iglesia es signo, pero no es sólo signo; en sí misma es, también, fruto de la obra redentora. Los sacramentos son los medios de santificación. En cambio, la Iglesia es la asamblea de las personas santificadas y constituye, por tanto, la finalidad de la intervención salvífica (Cfr. Ef 5, 25.27).
Hechas estas aclaraciones, el término 'sacramento' puede aplicarse a la Iglesia. En efecto, la Iglesia es el signo de la salvación realizada por Cristo y destinada a todos los hombres mediante la obra del Espíritu Santo. Es un signo visible: la Iglesia, como comunidad del pueblo de Dios, tiene un carácter visible. También es un signo eficaz, pues la adhesión a la Iglesia otorga a los hombres la unión con Cristo y todas las gracias necesarias para la salvación.
7. Cuando se habla de los sacramentos como signos eficaces de la gracia salvífica, instituidos por Cristo y celebrados en su nombre por la Iglesia, la analogía de la sacramentalidad con respecto a la Iglesia subsiste a través del vinculo orgánico entre la Iglesia y los sacramentos; de todas formas, hay que tener en cuenta que no se trata de una identidad sustancial. No es posible, desde luego, atribuir a todo el conjunto de las funciones y de los ministerios de la Iglesia la institución divina y la eficacia de los siete sacramentos. Por otra parte, en la Eucaristía hay una presencia sustancial de Cristo, que ciertamente no puede extenderse a toda la Iglesia. Dejemos para otro momento una explicación más ampliada de esas diferencias. Pero podemos concluir esta catequesis con la gozosa observación de que el vinculo orgánico entre la Iglesia.sacramento y cada uno de los sacramentos es muy estrecho y esencial precisamente en lo referente a la Eucaristía. En efecto, la Eucaristía actúa y hace presente a la Iglesia, en la medida en que ésta (como sacramento) celebra la Eucaristía. La Iglesia se manifiesta en la Eucaristía, y la Eucaristía hace la Iglesia. Sobre todo en la Eucaristía la Iglesia es y se convierte cada vez más en el sacramento 'de la unión íntima con Dios' (Lumen Gentium, 1).
La Iglesia, prefigurada como Esposa en el A.T. (4.XII.91)
1. Ya en el Antiguo Testamento se habla de una especie de nupcias entre Dios y su pueblo, es decir, Israel. Así, leemos en la tercera de las profecías de Isaías: 'Porque tu esposo es tu Hacedor, el Señor de los ejércitos es su nombre; y el que te rescata, el Santo de Israel, Dios de toda la tierra se llama' (Is 54, 5). Nuestra catequesis sobre la Iglesia como 'sacramento de la unión con Dios' (mysterium Ecclesiae, Lumen Gentium, 1) nos hace remontarnos a aquel antiguo hecho de la Alianza de Dios con Israel, el pueblo elegido, que fue la preparación para el misterio fundamental de la Iglesia, prolongación del misterio mismo de la Encarnación. Lo hemos visto en las catequesis anteriores. En la de hoy queremos subrayar que los profetas presentan la Alianza de Dios con Israel como un lazo nupcial. También este hecho particular de las relaciones de Dios con su pueblo tiene un valor figurativo y preparatorio del lazo nupcial existente entre Cristo y la Iglesia, nuevo pueblo de Dios, nuevo Israel constituido por Cristo con el sacrificio de la cruz.
2. En el Antiguo Testamento, además del texto de Isaías que hemos citado al inicio, encontramos otros, de manera especial en los libros de Oseas, Jeremías y Ezequiel, en los que la Alianza de Dios con Israel es interpretada con la imagen del pacto matrimonial de los esposos. Siguiendo esa comparación, estos profetas lanzan contra el pueblo elegido la acusación de que es como una esposa infiel y adúltera. Así, dice Oseas: '¡Pleitead con vuestra madre, pleitead, porque ella ya no es mi mujer, y yo no soy su marido!' (Os 2, 4). De igual forma, afirma Jeremías: 'Como engaña una mujer a su compañero, así me ha engañado la casa de Israel' (Jer 3, 20). Y, aludiendo a la infidelidad de Israel a la ley de la Alianza, y en especial a sus numerosos pecados de idolatría, Jeremías añade el reproche: 'Tú has fornicado con muchos compañeros, ¿y vas a volver a mí? Oráculo del Señor' (Jer 3,1). Finalmente, Ezequiel dice: 'Pero tú te pagaste de tu belleza, te aprovechaste de tu fama para prostituirte, prodigaste tu lascivia a todo transeúnte, entregándote a él' (Ez 16, 15; cfr. 16, 29. 32).
Con todo, es preciso decir que las palabras de los profetas no contienen un rechazo absoluto y definitivo de la esposa adúltera; más bien, constituyen una invitación a la conversión y una promesa de volver a aceptarla si se convierte. Así, dice Oseas: 'Yo te desposaré (de nuevo) conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás al Señor' (Os 2, 21.22). De forma análoga, Isaías afirma: 'Por un breve instante te abandoné, pero con gran compasión te recogeré. En un arranque de furor te oculté mi rostro por un instante, pero con amor eterno te he compadecido, dice el Señor, tu Redentor' (Is 54, 78).
3. Estos anuncios de los profetas van más allá del confín histórico de Israel y más allá de la dimensión étnica y religiosa del pueblo que no ha mantenido la alianza. Se han de colocar en la perspectiva de una Nueva Alianza, indicada como algo que sucederá en el futuro. Véase en especial Jeremías: 'Esta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días...: pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo' (Jer 31, 33). Algo semejante anuncia Ezequiel, después de haber prometido a los desterrados el retorno a su patria: 'Yo les daré un solo corazón y pondré en ellos un espíritu nuevo: quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que caminen según mis preceptos, observen mis normas y las pongan en práctica, y sí sean mi pueblo y yo sea su Dios' (Ez 11,19.20).
4. El cumplimiento de esta promesa de una Nueva Alianza comienza con María. La Anunciación es la primera manifestación de este inicio, pues en ese momento la Virgen de Nazaret responde con la obediencia de la fe al designio eterno de la salvación del hombre mediante la encarnación del Verbo: la encarnación del Hijo de Dios significa el cumplimiento de los anuncios mesiánicos y, al mismo tiempo, el amanecer de la Iglesia como nuevo pueblo de la Nueva Alianza. María es consciente de la dimensión mesiánica del anuncio que recibe y del sí con que responde. Parece que el evangelista Lucas quiere poner de relieve esta dimensión, con la detallada descripción del diálogo entre el Ángel y la Virgen, y más tarde con la formulación del Magnificat.
5. El diálogo y el cántico ponen de manifiesto la humildad de María y la intensidad con que también ella vivió en su espíritu la espera del cumplimiento de la promesa mesiánica hecha a Israel. Resuenan en su corazón las palabras de los profetas sobre la Alianza nupcial de Dios con el pueblo elegido, recogidas y meditadas en su corazón en esos momentos decisivos, que nos refiere san Lucas. Ella misma deseaba encarnar en sí la imagen de la esposa completamente fiel y plenamente entregada al Espíritu divino y, por eso, se convierte en el comienzo del nuevo Israel, es decir, del pueblo querido por el Dios de la Alianza en su corazón de esposo. María no usa, ni en el diálogo ni en el cántico, términos de la analogía nupcial, pero hace mucho más: confirma y consolida una consagración que ya está viviendo y que resulta su condición habitual de vida. En efecto, replica al Ángel de la Anunciación: 'No conozco varón' (Lc 1, 34). Es como si dijera: soy virgen consagrad Dios y no quiero abandonar a este Esposo, porque creo que no lo quiere él, tan celoso de Israel, tan severo con quien lo ha traicionado, tan insistente en su misericordiosa llamada a la reconciliación.
6. María es consciente de la infidelidad de su pueblo y quiere ser una esposa fiel al Esposo divino, tan amado. Y el Ángel le anuncia el cumplimiento en ella de la Nueva Alianza de Dios con la humanidad en una dimensión insospechada, como maternidad virginal en la obra del Espíritu Santo: 'El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra' (Lc 1, 35). La Virgen de Nazaret, por obra del Espíritu Santo, se convierte de modo virginal en la madre del Hijo de Dios. El misterio de la Encarnación comprende en su ámbito esta maternidad de María, realizada divinamente por obra del Espíritu Santo. Ese es, por tanto, el momento del inicio de la Nueva Alianza, en la que Cristo, Esposo divino, une a sí a la humanidad, llamada a ser su Iglesia como pueblo universal de la Nueva Alianza.
7. Ya en ese momento de la Encarnación, María como Virgen.Madre se convierte en figura de la Iglesia en su carácter, a la vez, virginal y materno. 'Pues en el misterio de la Iglesia .explica el concilio Vaticano II., que con razón es llamada también madre y virgen, precedió la Santísima Virgen, presentándose de forma eminente y singular como modelo, tanto de la virgen como de la madre' (Lumen Gentium, 63). Con mucha razón el mensaje enviado por Dios salud María, desde el primer momento, con la palabra Xaire (que quiere decir 'alégrate'). En este saludo resuena el eco de muchas palabras proféticas del Antiguo Testamento: '¡Exulta sin freno, hija de Sión, grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey: justo él y victorioso' (Za 9, 9). '¡Lanza gritos de gozo, hija de Sión... Alégrate y exulta de todo corazón, hija de Jerusalén! ¡El Señor, rey de Israel, está en medio de ti!... ¡No tengas miedo, Sión!... Un poderoso salvador... te renueva por su amor; danza por ti con gritos de júbilo' (So 3,14.17). 'No temas, suelo, jubila y regocíjate, porque el Señor hace grandezas... ¡Hijos de Sión, jubilad, alegraos en el Señor, vuestro Dios!' (Jl 2, 21.23).
María y la Iglesia son, pues, el término de la realización de estas profecías, en el umbral del Nuevo Testamento. Es más, se puede decir que en este umbral se encuentra la Iglesia en María, y María en la Iglesia y como Iglesia. Es una de las obras maravillosas de Dios, que son objeto de nuestra fe.
La Iglesia, presentada como Esposa por los Evangelios (11.XII.91)
1. 'Porque tu esposo es tu Hacedor, el Señor de los ejércitos; tu Redentor es el Santo de Israel' (Is 54, 5). Una vez más citamos estas palabras de Isaías, para recordar que los profetas del Antiguo Testamento veían en Dios al Esposo del pueblo elegido. Israel era presentado como una esposa, a menudo infiel a causa de sus pecados, especialmente por las caídas en la idolatría. Con todo, el Señor de los ejércitos permanecía en su fidelidad hacia el pueblo elegido. Permanecía como 'el Redentor, el Santo de Israel'.
En el terreno preparado por los profetas, el Nuevo Testamento presenta a Jesucristo como Esposo para el nuevo pueblo de Dios: él es 'el Redentor, el Santo de Israel' previsto y anunciado desde antes; en él, el Cristo-Esposo, se han cumplido las profecías.
2. El primero que presenta a Jesús a esta luz es Juan Bautista en su predicación a la orilla del Jordán: 'Yo no soy el Cristo .dice a los que le escuchan., sino que he sido enviado delante de él. El que tiene a la esposa es el esposo; pero el amigo del esposo, el que asiste y le oye, se alegra mucho con la voz del esposo' (Jn 3, 28.29). Como se ve, la tradición nupcial del Antiguo Testamento se manifiesta en la conciencia que este austero mensajero del Señor tiene de su misión con respecto a la identidad de Cristo. El sabe quién es y 'qué cosa le ha dado el cielo'. Todo su servicio en medio del pueblo se dirige hacia el Esposo que ha de venir. Juan se presenta a sí mismo como 'el amigo del esposo', y confiesa que su alegría más grande estriba en el hecho de que le ha sido concedido escuchar su voz. Por esta alegría está dispuesto a aceptar su propia 'disminución', es decir, a dejar su lugar a aquel que ha de manifestarse, que es mayor que él, y por el cual está dispuesto a dar la vida, pues sabe que, según el designio divino de la salvación, ahora debe 'crecer' el Esposo, 'el Santo de Israel': 'Es preciso que él crezca y que yo disminuya' (Jn 3, 30).
3. Jesús de Nazaret es, pues, introducido en medio de su pueblo como el Esposo que había sido anunciado por los profetas. Lo confirma él mismo cuando a la pregunta de los discípulos de Juan: '"Por qué... tus discípulos no ayunan?' (Mc 2, 18), responde: '"Pueden acaso ayunar los invitados a la boda mientras el esposo está con ellos? Mientras tengan consigo al esposo no pueden ayunar. Días vendrán en que les será arrebatado el esposo; entonces ayunarán, en aquel día' (Mc 2, 19.20). Con esta respuesta, Jesús d entender que el anuncio de los profetas sobre el Dios.Esposo, sobre 'el Redentor, el Santo de Israel', encuentra en él mismo su cumplimiento. El revela su conciencia del hecho de ser Esposo entre sus discípulos, aunque al final 'les será arrebatado'.
Es una conciencia de mesianidad y de la cruz en la que realizará su sacrificio en obediencia al Padre, como anunciaron los profetas (Cfr. Is 42, 1.9; 49, 1.7;50, 4.11; 52, 13.53, 12).
4. Lo que expresan la declaración de Juan a orillas del Jordán y la respuesta de Jesús a la pregunta de los discípulos de Juan el Bautista, a saber, que ya he llegado el Esposo anunciado por los profetas, encuentra confirmación también en las parábolas, en las que la expresión del motivo nupcial es indirecta, pero bastante transparente. Jesús dice que 'el reino de los cielos es semejante a un rey que celebró el banquete de bodas de su hijo' (Mt 22,2). Todo el conjunto de la parábola d entender que Jesús habla de sí mismo, pero lo hace en tercera persona, cosa frecuente en las parábolas. En el contexto de la parábola del rey que invita al banquete de bodas de su hijo, Jesús, con la analogía del banquete nupcial, quiere poner de relieve la verdad acerca del reino de Dios, que él mismo trae al mundo y las invitaciones de Dios al banquete del Esposo, o se la aceptación del mensaje de Cristo en la comunión del pueblo nuevo, que la parábola presenta como convocado a las bodas. Pero añade la referencia a los rechazos de la invitación, que Jesús tiene ante sus ojos en la realidad de muchos de sus oyentes. También añade, para todos los invitados de su tiempo y de todos los tiempos, la necesidad de una actitud digna de la vocación recibida, simbolizada por el 'vestido nupcial' que deben llevar quienes quieran participar del banquete, hasta el punto de que quien no lo tenga será rechazado por el rey, es decir, por Dios Padre que llama a la fiesta de su Hijo en la Iglesia.
5. Al parecer, en el mundo de Israel, con ocasión de los grandes banquetes, se ponían a disposición de los convidados, en el atrio de la casa del banquete, los vestidos que se habían de llevar. Eso explicaría aún mejor el significado de ese detalle de la parábola de Jesús: la responsabilidad no sólo de quien rechaza la invitación, sino también de los que pretenden participar sin respetar las condiciones exigidas para ser dignos. Lo mismo se ha de decir de quien se considerase o se declarase seguidor de Cristo y miembro de la Iglesia, sin llevar el 'vestido nupcial' de la gracia, que engendra la fe viva, la esperanza y la caridad. Es verdad que este 'vestido' .interior, más que exterior. es dado por Dios mismo, autor de la gracia y de todo bien del alma. Pero La parábola subraya la responsabilidad de cada invitado, cualquiera que sea su procedencia, con respecto al sí que debe dar al Señor que lo llama y con respecto a la aceptación de su ley, la respuesta total a las exigencias de la vocación cristiana y la participación cada vez más plena en la vida de la Iglesia.
6. También en la parábola de las diez vírgenes 'que, con su lámpara en la mano, salieron al encuentro del esposo' (Mt 25, 1), se encuentra la analogía nupcial usada por Jesús para dar a entender su pensamiento sobre el reino de Dios y la Iglesia, en la que ese reino se hace realidad. En esa misma parábola se puede apreciar también la insistencia en la necesidad de la disposición interior, sin la que no se puede participar en el banquete de bodas. Mediante esa parábola Jesús nos llama a la prontitud, a la vigilancia y al esfuerzo fervoroso en la espera del Esposo. Sólo cinco de las diez vírgenes se habían cuidado de que sus lámparas estuviesen encendidas a la llegada del Esposo. A las otras, por imprevisión, les faltó el aceite. 'Llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de boda, y se cerró la puerta' (Mt 25, 10). Es una alusión delicada, pero muy clara, a la suerte de quien no tiene la disposición interior adecuada para el encuentro con Dios y, por tanto, carece de fervor y de perseverancia en la espera. Esa alusión, por consiguiente, se refiere al peligro de que le cierren la puerta en el rostro. Una vez más encontramos la llamada del sentido de responsabilidad frente a la vocación cristiana.
7. Volviendo de la parábola a la narración evangélica de los hechos, debemos recordar el banquete de bodas que tuvo lugar en Caná de Galilea (Cfr. Jn 2,1-11). Según el evangelista Juan, en esa circunstancia Jesús hizo su primer milagro, es decir, el primer signo para demostrar su misión mesiánica. Es lícito interpretar ese gesto como un modo de dar a entender, indirectamente, que el Esposo anunciado por los profetas estaba ya presente en medio de su pueblo, Israel. Todo el contexto de la ceremonia nupcial toma en este caso un significado especial. En particular, notemos que Jesús realiza su primer 'signo' a petición de su Madre. Conviene recordar aquí lo que hemos dicho en la catequesis anterior: María es el inicio y la figura de la Iglesia-Esposa de la Nueva Alianza.
Concluyamos con aquellas palabras finales de la página de san Juan: 'Así, en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus señales. Y manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos' (Jn 2, 11). En ese 'así' se afirma que el Esposo está ya actuando. Y junto a él comienza a dibujarse la figura de la Esposa de la Nueva Alianza, la Iglesia presente en María y en los discípulos en el banquete nupcial.
La Iglesia, descrita por san Pablo como Esposa (18.XII.91)
1. En su carta a los Efesios escribe san Pablo: 'Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella' (Ef 5, 25). Como se ve, san Pablo utiliza la analogía del amor nupcial, heredada de los profetas de la Antigua Alianza, que recogió en su predicación Juan Bautista y que Jesús usó, como atestiguan los evangelios. Juan Bautista y los evangelios presentan a Cristo como Esposo: lo hemos visto en la catequesis anterior. Esposo del nuevo pueblo de Dios, que es la Iglesia. En boca de Jesús y de su Precursor, la analogía recibida de la Antigua Alianza servía para anunciar que había llegado el tiempo de su realización. Los acontecimientos pascuales le confirieron su pleno significado. Precisamente con referencia a esos eventos, el Apóstol puede escribir en la carta a los Efesios que 'Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella'. En estas palabras resuena un eco de los profetas, que en la antigua Alianza habían usado esta analogía para hablar del amor nupcial de Dios hacia el pueblo elegido, Israel. Se encuentra en ellas, al menos de forma implícita, una referencia a la aplicación que Jesús había hecho a sí mismo, presentándose como Esposo, tal como lo debieron decir los Apóstoles a las primeras comunidades, en las que nacieron los evangelios. Asimismo, se descubre allí una profundización de la dimensión salvífica del amor de Cristo Jesús, que es al mismo tiempo nupcial y redentor: 'Cristo se entregó a si mismo por la Iglesia', recuerda el Apóstol.
2. Eso resulta aún más evidente si se considera que la carta a los Efesios coloca el amor nupcial de Cristo hacia la Iglesia en relación directa con el sacramento que une como esposos a un hombre y una mujer, consagrando su amor. En efecto, leemos: 'Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra (alusión al bautismo), y presentándola resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga, ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada' (Ef 5, 25.27). Un poco más adelante, el Apóstol mismo subraya el gran misterio de la unión nupcial, porque la pone en relación con Cristo y la Iglesia (Cfr. Ef 5, 32). Sus palabras, en su esencia quieren significar que en el matrimonio y en el amor nupcial cristiano se refleja el amor nupcial del Redentor hacia la Iglesia: amor redentor, preñado de poder salvífico, operante en el misterio de la gracia con la que Cristo hace a los miembros de su Cuerpo partícipes de la vida nueva.
3. Por este motivo, al desarrollar su idea, el Apóstol recurre al pasaje del Génesis que, hablando de la unión del hombre y la mujer, dice: 'los dos se harán una sola carne' (Ef 5, 31; Gen 2, 24). Inspirándose en esta afirmación, el Apóstol escribe: 'Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer se ama a si mismo. Porque nadie aborreció jamás su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia' (Ef 5, 28.29).
Se puede decir que en el pensamiento de Pablo el amor nupcial entra en una ley de igualdad, que el hombre y la mujer realizan en Jesucristo (Cfr. 1 Cor 7, 4). Con todo, cuando el Apóstol constata: 'El marido es cabeza de la mujer, como Cristo es Cabeza de la Iglesia, el salvador del Cuerpo' (Ef 5, 23), queda superada la igualdad, la paridad interhumana, porque en el amor hay un orden. El amor del marido hacia la mujer es participación del amor de Cristo hacia la Iglesia. Ahora bien, Cristo, Esposo de la Iglesia, ha sido el primero en el amor, porque ha realizado la salvación (Cfr. Rom 5, 6; 1 Jn 4, 19). Así, pues, él es al mismo tiempo 'Cabeza' de la Iglesia, su 'Cuerpo', que él salva, alimenta y cuida con amor inefable.
Esta relación entre Cabeza y Cuerpo no anula la reciprocidad nupcial, sino que la refuerza. Precisamente la precedencia del Redentor con respecto a los redimidos (y, por tanto, con respecto a la Iglesia) es lo que hace posible esa reciprocidad nupcial, en virtud de la gracia que Cristo mismo concede. Esta es la esencia del misterio de la Iglesia como Esposa de Cristo. Redentor, verdad repetidamente testimoniada y enseñada por san Pablo.
4. El Apóstol no es un testigo lejano o desinteresado, como si hablase o escribiese de forma académica o notarial. En sus cartas se muestra profundamente comprometido en la tarea de inculcar esta verdad. Como escribe a los Corintios: 'Celoso estoy de vosotros con celos de Dios. Pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo' (2 Cor 11, 2). En este texto, Pablo se presenta a sí mismo como el amigo del Esposo, cuya gran preocupación consiste en favorecer la fidelidad perfecta de la esposa a la unión conyugal. En efecto, prosigue: 'Temo que, al igual que la serpiente engañó a Eva con su astucia, se perviertan vuestras mentes apartándose de la sinceridad con Cristo' (2 Cor 11,3). Ese es el celo del Apóstol.
5. También en la primera carta a los Corintios leemos la misma verdad de la carta a los Efesios y de la segunda carta a los mismos Corintios, que hemos citado más arriba. Escribe el Apóstol: '"No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? Y "había que tomar yo los miembros de Cristo para hacerlos miembros de prostituta? '¡De ningún modo!' (1 Cor 6,15). También aquí es fácil advertir casi un eco de los profetas de la Antigua Alianza, que acusaban al pueblo de prostitución, especialmente por sus caídas en la idolatría. Los profetas hablaban de 'prostitución' en sentido metafórico, para echar en cara cualquier culpa grave de infidelidad a la ley de Dios. San Pablo, en cambio, habla efectivamente de relaciones sexuales con prostitutas y las declara totalmente incompatibles con un auténtico cristiano. No es posible tomar los miembros de Cristo y hacerlos (miembros de una prostituta. Pablo precisa, luego, un punto importante: mientras la relación de un hombre con una prostituta se realiza sólo a nivel de la carne y, por ello, provoca un divorcio entre carne y espíritu, la unión con Cristo se lleva a cabo al nivel del espíritu y corresponde, por consiguiente a todas las exigencias del amor auténtico: '¿O no sabéis que quien se une a la prostituta se hace un solo cuerpo con ella? Pues está dicho: Los dos se harán una sola carne. Mas el que se une al Señor, se hace un solo espíritu con él' (1 Cor 6, 16.17). Como se ve, la analogía usada por los profetas para condenar con tanta pasión la profanación, la traición y el amor nupcial de Israel con su Dios, sirve aquí al Apóstol para poner de relieve la unión con Cristo, que es la esencia de la Nueva Alianza, y para precisar las exigencias que implica para la conducta cristiana: 'Quien se une al Señor forma con él un solo espíritu'.
6. Era necesaria la 'experiencia' de la Pascua de Cristo; era necesaria la 'experiencia' de Pentecostés, para atribuir ese significado a la analogía del amor nupcial, heredada de los profetas. Pablo conocía esa doble experiencia de la comunidad primitiva, que había recibido de los discípulos no sólo la instrucción, sino también la comunicación viva de ese misterio. El había recibido y profundizado esa experiencia, y ahora, a su vez, se hacia apóstol de la misma con los fieles de Corinto, de Éfeso y de todas las Iglesias a las que escribía. Era una traducción sublime de su experiencia del carácter esponsal de la relación entre Cristo y la Iglesia: '¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis?' (1 Cor 6,19).
7. Concluyamos también nosotros con esta constatación de fe, que nos hace desear esa hermosa experiencia: la Iglesia es la Esposa de Cristo. Como Esposa, pertenece a él en virtud del Espíritu Santo que, sacando 'de los manantiales de la salvación' (Is 12, 3), santifica la Iglesia y le permite responder con amor al amor.
Dimensión histórica y proyección escatológica de la Iglesia-esposa (8.I.92)
1. El apóstol Pablo nos dijo que 'Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella' (Ef 5, 25). Esta verdad fundamental de la eclesiología paulina, que se refiere al misterio del amor nupcial del Redentor hacia su Iglesia, queda recogida y confirmada en el Apocalipsis, en el que Juan habla de le esposa del Cordero: 'Ven, que te voy a enseñar a la novia, a la esposa del Cordero' (Ap 21, 9). El autor ya anticipó la descripción de los preparativos: 'Han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha engalanado y se le ha concedido vestirse de lino deslumbrante de blancura .el lino son las buenas acciones de los santos.... Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero' (Ap 19, 7.9). Así, pues, la imagen de las bodas y del banquete nupcial se repite también en este libro de carácter escatológico, en el que la Iglesia aparece representada en su forma celeste. Pero se trata de la misma Iglesia de la que habló Jesús al presentarse como su Esposo; de la que habló el apóstol Pablo, al recordar la oblación del Cristo.Esposo por ella; y de la que habla ahora Juan como esposa por la que se inmoló al Cordero.Cristo. La tierra y el cielo, el tiempo y la eternidad se funden en esta visión trascendente de la relación entre Cristo y la Iglesia.
2. El autor del Apocalipsis describe a la Iglesia)esposa, ante todo, en una fase descendente: como un don de lo alto. La esposa del Cordero (Cfr Ap 21, 9) se presenta como 'la ciudad santa de Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, y tenía la gloria de Dios' (Ap 21, 10-11), y como 'la nueva Jerusalén...engalanada como una esposa ataviada para su esposo' (Ap 21, 2). Si en la carta a los Efesios Pablo presenta a Cristo como Redentor que otorga los dones a la Iglesia.esposa, en el Apocalipsis Juan asegura que la misma Iglesia.esposa, la esposa del Cordero, recibe de él, como de su fuente, la santidad y la participación en la gloria de Dios. En el Apocalipsis predomina, por tanto, el aspecto descendente del misterio de la Iglesia: el don de lo alto, que no sólo se manifiesta en su origen pascual y pentecostal, sino también en toda la peregrinación terrestre bajo el régimen de la fe. También Israel, el pueblo de la Antigua Alianza, peregrinaba, y su principal pecado consistió en traicionar esa fe, es decir, en una infidelidad a Dios que lo había elegido y amado como a una esposa. Para la Iglesia, nuevo pueblo de Dios, el compromiso de fidelidades aún más fuerte y dura hasta el último día. Como leemos en el concilio Vaticano II, '(La Iglesia) es igualmente virgen, que guarda pura e íntegramente la fe prometida al Esposo, y a imitación de la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza sólida y una caridad sincera' (Lumen Gentium, 64). La fe es el presupuesto fundamental del amor nupcial con el que la Iglesia prosigue la peregrinación comenzada por la Virgen María.
3. También el apóstol Pedro, que cerca de Cesarea de Filipo había profesado con respecto a Cristo una fe rebosante de amor, escribió en la primera carta a sus discípulos: 'Vosotros lo amáis (Cristo) sin haberle visto; creéis en él, aunque de momento no le veáis' (1 Pe 1, 8). Según el Apóstol, la fe en Cristo no consiste sólo en aceptar su verdad; es preciso también referirse a su Persona, acogiéndola y amándola. En este sentido, de la fe deriva la fidelidad, y la fidelidad es la prueba del amor. En efecto, se trata de un amor que es suscitado por Cristo y que, a través de él, alcanza a Dios para amarlo 'con todo el corazón', como dice el primero y el mayor de los mandamientos de la Ley antigua (Cfr. Dt 6, 5), confirmado y corroborado por Jesús mismo(Cfr., por ejemplo, Mc 12, 28.30).
4. En virtud de este amor, aprendido de Cristo y los Apóstoles, la Iglesia es la esposa 'que guarda pura e íntegramente la fe prometida al Esposo' (Lumen Gentium, 64). Guiada por el Espíritu Santo y movida por el poder que de él recibe, la Iglesia no puede separarse de su Esposo. No puede caer en la infidelidad. Jesucristo mismo, al dar a la Iglesia su Espíritu estableció ese vínculo indisoluble. No podemos menos de notar aquí, con el Concilio, que esa imagen de la Iglesia unida indisolublemente a Cristo, su Esposo, encuentra una expresión particular en las personas vinculadas a él por los santos votos, es decir, en los religiosos y religiosas, y en general en las almas consagradas. Por ello ocupan un lugar esencial en la vida de la Iglesia (Cfr. Lumen Gentium, 44).
5. Ahora bien, la Iglesia es una sociedad que encierra en su seno también a pecadores. El Concilio, plenamente consciente de esa verdad, escribe: 'La Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación' (Lumen Gentium, 8). Dado que la Iglesia trata de vivir en la verdad, vive sin duda en la verdad de la Redención obrada por Cristo, pero vive también con la conciencia de que sus hijos son pecadores. Y, efectivamente, en medio de las tentaciones y tribulaciones de su camino histórico, 'se ve confortada con el poder de la gracia de Dios, que le ha sido prometida para que no desfallezca de la fidelidad perfecta por la debilidad de la carne, antes, al contrario, persevere como esposa digna de su Señor y, bajo la acción del Espíritu Santo, no cese de renovarse hasta que por la cruz llegue aquella luz que no conoce ocaso' (Lumen Gentium, 9). De este modo, la imagen que el Apocalipsis nos ofrece de la ciudad santa, que desciende del cielo, se realiza constantemente en la Iglesia como imagen de un pueblo en camino.
6. Pero, por este camino la Iglesia avanza hacia la meta escatológica, hacia la plena realización de las bodas con el Cristo descrito por el Apocalipsis, hacia la fase final de su historia. Como leemos en la constitución conciliar Lumen Gentium 'mientras la Iglesia camina (peregrinatur) en esta tierra lejos del Señor (Cfr. 2 Cor 5, 6), se considera como en destierro, buscando y saboreando las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios, donde la vida de la Iglesia está escondida con Cristo en Dios hasta que aparezca con su Esposo en la gloria (Cfr. Col 3, 14)' (Lumen Gentium, 6).
La peregrinación de la Iglesia en la tierra es, pues, un camino lleno de esperanza, que encuentra una expresión sintética en las palabras del Apocalipsis: 'El Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven!' (22, 17). Este texto confirma, al parecer, en la última página del Nuevo Testamento, que la Iglesia es la esposa de Cristo.
7. A esta luz entendemos mejor lo que escribe el Concilio: 'La Iglesia va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios (Cfr. San Agustín, De civitate Dei, XVIII, 52, 2: PL 41, 614), anunciando la cruz del Señor hasta que venga (Cfr. 1 Cor 11,26). Está fortalecida, con la virtud del Señor resucitado, para triunfar con paciencia y caridad de sus aflicciones y dificultades, tanto internas como externas, y revelar al mundo fielmente su misterio, aunque sea entre penumbras, hasta que se manifieste en todo el esplendor al final de los tiempos' (Lumen Gentium, 8).
En este sentido, 'el Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven!'.