1. Creo en el Espíritu Santo (P. R. Cantalamessa ofmcap)
Primera predicación de adviento 02-12-2016
P. Raniero Cantalamessa, ofmcap
predicador de la Casa Pontificia
Creo en el Espíritu Santo
La novedad del post-concilio
Con la celebración del 50º aniversario de la clausura del Concilio Vaticano
II se concluyó la primera fase del “después del Concilio” y se abre otra. Si
la primera fase ha estado caracterizada por los problemas relativos a la
“recepción” del Concilio, esta nueva se caracterizará, creo, por el
completar e integrar el Concilio; en otras palabras, el releer el Concilio a
la luz de los frutos producidos, dando luz también a lo que falta, o que
estaba presente solo en la fase seminal.
La mayor novedad del post Concilio, en la teología y en la vida de la
Iglesia, tiene un nombre precioso: el Espíritu Santo. El Concilio no había
ignorado su acción en la Iglesia, pero había hablado casi siempre en
passant, mencionándolo a menudo, pero sin dar luz al rol central, ni tampoco
en la constitución sobre la Liturgia. En una conversación, en el tiempo en
el que estábamos juntos en la Comisión Teológica Internacional, recuerdo que
el padre Yves Congar usó una imagen fuerte respecto a esto; habló de un
Espíritu Santo, esparcido aquí y allí en los textos, como se hace con el
azúcar sobre los dulces que, sin embargo, no entra a formar parte de la
composición de la masa.
El deshielo sin embargo había comenzado. Podemos decir que la esperanza de
san Juan XXIII del concilio como de “un nuevo Pentecostés para la Iglesia”
ha encontrado su actuación solo después, con el concilio concluido, como ha
sucedido a menudo, por otro lado, en la historia de los concilios.
En el año entrante se celebra el 50º aniversario del inicio, en la Iglesia
católica, de la Renovación Carismática. Es uno de los muchos signos -el más
evidente por la vastedad del fenómeno- del despertar del Espíritu y de los
carismas en la Iglesia. El Concilio había allanado el camino a su acogida,
hablando, en la Lumen gentium, de la dimensión carismática de la Iglesia,
junto a esa institucional y jerárquica, e insistiendo en la importancia de
los carismas[1]. En la homilía de la misa crismal del Jueves Santo de 2012,
Benedicto XVI afirmó:
“Mirando a la historia de la época post-conciliar, se puede reconocer la
dinámica de la verdadera renovación, que frecuentemente ha adquirido formas
inesperadas en movimientos llenos de vida y que hacen casi tangible la
inagotable vivacidad de la Iglesia, la presencia y la acción eficaz del
Espíritu Santo”.
Contemporáneamente, la renovada experiencia del Espíritu Santo ha estimulado
la reflexión teológica[2]. Después del concilio se han multiplicado los
tratados sobre el Espíritu Santo: entre los católicos, el del mismo
Congar[3], de K. Rahner[4], de H.Mühlen[5] y de von Balthasar[6]; entre los
luteranos el de J. Moltmann[7] y de M. Welker[8], y de muchos otros. Por
parte del magisterio ha estado la encíclica de san Juan Pablo II “Dominum et
vivificantem”. Con ocasión del XVI centenario del concilio de Constantinopla
del 381, el mismo Sumo Pontífice promovió un congreso internacional de
Pneumatología en el Vaticano, cuyos actos fueron publicados por la Librería
Editrice Vaticana, en dos grandes volúmenes titulados “Credo in Spiritum
Sanctum” [9].
En los últimos años estamos asistiendo a un paso decidido hacia delante en
esta dirección. Hacia el final de su carrera, Karl Barth hizo una afirmación
provocadora que era, en parte, también una autocrítica. Dijo que en un
futuro se desarrollaría una teología diferente, la “teología del tercer
artículo”. En el mismo sentido se expresó Karl Rahner. Por “tercer artículo”
se entiende, naturalmente, el artículo del credo sobre el Espíritu Santo. La
sugerencia no cayó en el vacío. De aquí se inició la actual corriente
denominada, precisamente, “Teología del tercer artículo”.
No creo que tal corriente quiera sustituir a la teología tradicional (sería
un error si lo pretendiera), sino más bien estar a su lado y vivificarla.
Esta se propone hacer del Espíritu Santo no solo el objeto del tratado que a
él se refiere, la Pneumatología, sino por así decir la atmósfera en la que
se desarrolla toda la vida de la Iglesia y cada búsqueda teológica, la “luz
de los dogmas”, como un antiguo Padre de la Iglesia definía al Espíritu
Santo.
La exposición más completa de esta reciente corriente teológica es el
volumen de ensayos que apareció en inglés el pasado octubre, con el título
“Teología del tercer artículo. Para una dogmática pneumatológica”[10]. En
él, partiendo de la doctrina trinitaria de la gran tradición, teólogos de
diferentes Iglesias cristianas ofrecen su contribución, como premisa a una
teología sistemática más abierta al Espíritu y que responde más a las
exigencias actuales. Se me ha pedido también a mí, como católico, contribuir
con un ensayo sobre “Cristología y pneumatología en los primeros siglos de
la Chiesa”.
El credo leído desde abajo
Las razones que justifican esta nueva orientación teológica no son solamente
de orden dogmático, sino también histórico. En otras palabras, se entiende
mejor qué es, y qué se propone, la teología del tercer artículo si se tienen
en cuenta cómo se ha formado el símbolo actual Niceno-Constantinopolitano.
De esta historia emerge clara la utilidad de leer una vez tal símbolo “a la
inversa”, es decir, empezando por el final en vez de que desde el principio.
Trato de explicar qué pretendo decir. El símbolo Niceno-Constantinopolitano
refleja la fe cristiana en su fase final, después de todas las declaraciones
y las definiciones conciliares, terminadas en el siglo V. Refleja el orden
alcanzado al final del proceso de formulación del dogma, pero no refleja el
proceso mismo. No corresponde, en otras palabras, al proceso con el que de
hecho la fe de la Iglesia se ha formado históricamente, y tampoco
corresponde al proceso con el que se añade hoy a la fe, entendida con fe
viva en un Dios vivo.
En el credo actual, se parte de Dios Padre y creador, de Él se pasa al Hijo
y a su obra redentora, y finalmente al Espíritu Santo operante en la
Iglesia. En la realidad, la fe siguió el camino inverso. Fue la experiencia
pentecostal del Espíritu que llevó a la Iglesia a descubrir quién era
verdaderamente Jesús y cuál había sido su enseñanza. Con Pablo y sobre todo
con Juan, se llega a subir de Jesús al Padre. Es el Paráclito que, según la
promesa de Jesús, conduce a los discípulos a la “plena vedad” sobre Él y el
Padre (Jn 16, 13).
San Basilio de Cesárea resume en estos términos el desarrollo de la
revelación y de la historia de la salvación:
“El camino del conocimiento de Dios procede del único Espíritu, a través el
único Hijo, hasta el único Padre; inversamente la bondad natural, la
santificación según la naturaleza, la dignidad real se difunden desde el
Padre, por medio del Unigénito, hasta el Espíritu” [11].
En otras palabras, en el orden de la creación y del ser, todo parte del
Padre, pasa por el Hijo y llega a nosotros en el Espíritu; en el orden de la
redención y del conocimiento, todo comienza con el Espíritu Santo, pasa por
el Hijo Jesucristo y vuelve al Padre. ¡Podemos decir que san Basilio es el
verdadero iniciador de la teología del tercer artículo! En la tradición
occidental todo esto está expresado sintéticamente en la estrofa final del
himno del Veni creator. Dirigiéndose al Espíritu Santo, en esta la Iglesia
reza diciendo:
Per te sciamus da Patrem,
noscamus atque Filium,
te utriusque Spiritum
credamus omni tempore.
Haz que por ti conozcamos al Padre
y sabemos también quien es el Hijo
y que en ti, Espíritu de ambos,
creamos ahora y eternamente.
Esto no significa mínimamente que el credo de la Iglesia no sea perfecto o
que deba ser reformado. Es la manera de leerlo que de vez en cuando es útil
cambiar, para rehacer el camino con el que se ha formado. Entre las dos
formas de utilizar el credo – como producto cumplido, o en su mismo hacerse
-, está la misma diferencia que hacer personalmente, de buena mañana, la
escalada del Monte Sinaí partiendo del monasterio de Santa Caterina, o leer
el relato de uno que ha hecho la escalada antes que nosotros.
Un comentario sobre el “tercer artículo”
Intentaré por lo tanto, en las tres meditaciones de Adviento, proponer
reflexiones sobre algunos aspectos de la acción del Espíritu Santo,
partiendo justamente del tercer artículo del credo que se refiere a esto.
Esto comprende tres grandes afirmaciones: partamos de la primera:
a.“Creo en el Espíritu Santo que es Señor y da la vida”.
El credo no dice que el Espíritu Santo es “el” Señor (un poco antes, en el
credo se proclama: “creo en un solo Señor Jesucristo”. Señor (en el texto
original, to kyrion, neutro!) indica aquí la naturaleza, no la persona; dice
qué cosa es, no quién es el Espíritu Santo. “Señor” quiere decir que el
Espíritu Santo comparte la Señoría de Dios, que está de la parte del
Creador, no de las criaturas; en otras palabras que es de naturaleza divina.
A esta certeza la Iglesia había llegado basándose no solamente en la
Escritura, pero también en la propia experiencia de salvación. El Espíritu,
escribía ya san Atanasio, no puede ser una creatura porque cuando somos
tocados por él (en los sacramentos, en la Palabra, en la oración) sentimos
la experiencia de entrar en contacto con Dios en persona, no con un
intermediario suyo. Si nos diviniza, quiere decir que es el mismo Dios[12].
¿No se podía, en el símbolo de la fe, decir la misma cosa de una manera más
explícita, definiendo al Espíritu Santo pura y simplemente “Dios y
consustancial con el Padre”, como se había hecho con el Hijo en el concilio
de Nicea? Seguramente y fue justamente esta la crítica hecha por algunos
obispos, entre los cuales san Gregorio Nazianzeno, a la definición. Por
motivos de oportunidad y de paz, se prefirió decir la misma cosa con
expresiones equivalentes, atribuyendo al Espíritu, además que el título de
Señor, también la isotimia, o sea la igualdad con el Padre y el Hijo en la
adoración y en la glorificación de la Iglesia.
La expresión sucesiva, según la cual el Espíritu Santo “da la vita”, es
traída de diversos pasajes del Nuevo Testamento: “Es el Espíritu que da la
vida” (Jn 6, 63); “La ley del Espíritu da la vida en Cristo Jesús” (Rm 8,
2); “El último Adan se volvió espíritu dador de vida” (1 Cor 15, 45); “La
letra mata, el Espíritu vivifica” (2 Cor 3, 6).
Nos ponemos tres preguntas. Primero, ¿qué vida da el Espíritu Santo?
Respuesta: da la vida divina, la vida de Cristo. Una vida sobre-natural, no
una super-vida natural; crea al hombre nuevo, no al superhombre de Nietzsche
“inflado de vida”. Segundo, ¿dónde nos da tal vida? Respuesta: en el
bautismo, que es presentado de hecho como un “renacer del Espíritu” (Jn 3,
5), en los sacramentos, en la palabra de Dios, en la oración, en la fe, en
el sufrimiento aceptado en unión con Cristo. Tercero, ¿cómo nos da la vida,
el Espíritu? Respuesta: haciendo morir las obras de la carne. “Si con la
ayuda del Espíritu hacen morir las obras de la carne vivirán” dice san Pablo
en Romanos 8,13.
b.“… y procede del Padre (y del Hijo) y con el Padre y el Hijo es adorado y
glorificado”.
Pasemos ahora a la segunda afirmación del credo sobre el Espíritu Santo.
Hasta ahora el símbolo de fe nos ha hablado de la naturaleza del Espíritu,
no aún de la persona; nos ha dicho que es, no quien es el Espíritu, nos ha
hablado de lo que acomuna al Espíritu Santo al Padre y al Hijo – el hecho de
ser Dios y de dar la vida. Con la presente afirmación se pasa a lo que
distingue al Espíritu Santo del Padre y del Hijo. Lo que lo distingue del
Padre es que procede de él (otro es aquel que procede, otro aquel del que
procede); lo que lo distingue del Hijo es que procede del Padre no por
generación, pero por espiración, para expresarnos en términos simbólicos, no
como el concepto (logos) que procede de la mente, pero como el soplo procede
de la boca.
Es el elemento central del artículo del credo, aquello con lo que se
entendía definir el lugar que el Paráclito ocupa en la Trinidad. Esta parte
del símbolo es conocida sobre todo por el problema del Filioque, que fue por
un milenio el objeto principal del desacuerdo entre Oriente y Occidente. No
me detengo sobre este problema que fue incluso demasiado discutido, también
porque yo mismo he hablado de él en esta sede, abordando el tema de la
comunión de fe entre Oriente y Occidente, en la cuaresma del año pasado.
Me limito a poner en claro aquello que podemos recoger de esta parte del
símbolo y que enriquece nuestra fe común, dejando de lado las disputas
teológicas. Esto nos dice que el Espíritu Santo no es un pariente pobre de
la Trinidad. No es un simple “modo de actuar” de Dios, una energía o un
fluido que atraviesa el universo como pensaban los estoicos; es una
“relación subsistente”, por lo tanto una persona.
No tanto la “tercera persona singular”, sino más bien “la primera persona
plural”. El “Nosotros” del Padre y del Hijo[13]. Cuando, para expresarnos de
manera humana, el Padre y el Hijo hablan del Espíritu Santo, no dicen “él”,
sino “nosotros”, porque él es la unidad del Padre y del Hijo. Aquí se ve la
fecundidad extraordinaria de la intuición de san Agustín para quien el Padre
es quien ama, el Hijo el amado y el Espíritu el amor que los une, el don
intercambiado. Sobre esto se basa la creencia de la Iglesia occidental,
según la cual el Espíritu Santo procede “del Padre y del Hijo”.
El Espíritu Santo, a pesar de todo, quedará siempre el Dios escondido,
también si logramos conocer los efectos. Él es como el viento: no se sabe de
donde viene y adonde va, pero se ven los efectos cuando pasa. Es como la luz
que ilumina todo lo que está delante, quedando esa escondida. Por esto es la
persona menos conocida y amada de los Tres, a pesar de que sea el Amor en
persona. Nos resulta más fácil pensar en el Padre y en el Hijo como
“personas”, pero es más difícil para el Espíritu.
No existen categorías humanas que puedan ayudarnos a entender este misterio.
Para hablar de Dios Padre nos ayuda la filosofía que se ocupa de la causa
primera (el “Dios de los filósofos”); para hablar del Hijo tenemos la
analogía humana de la relación padre – hijo y tenemos también la historia,
porque el Verbo se hizo carne. Para hablar del Espíritu no tenemos sino la
revelación y la experiencia. La misma Escritura nos habla de él sirviéndose
casi siempre de símbolos naturales: la luz, el fuego, el viento, el agua, el
perfume, la paloma.
Comprenderemos plenamente quién es el Espíritu Santo solamente en el
paraíso. Más aún, lo viviremos en una vida que no tendrá fin, en una
profundidad que nos dará inmensa alegría. Será como un fuego dulcísimo que
inundará nuestra alma y la colmará de gozo, como cuando el amor arrolla el
corazón de una persona y esta se siente feliz.
c.“… y ha hablado por medio de los profetas”
Estamos en la tercera y última gran afirmación sobre el Espíritu Santo.
Después de haber profesado nuestra fe en la acción vivificadora y
santificadora del Espíritu Santo en la primera parte del artículo (el
Espíritu que es Señor y da la vida), ahora se indica también su acción
carismática. De ella se nombra un carisma para todos, aquel que Pablo
considera el primero por importancia, o sea la profecía. (cf 1 Cor 14).
También del carisma profético se menciona solamente una etapa: el Espíritu
que “ha hablado por medio de los profetas”, o sea en el Antiguo Testamento.
La afirmación se basa sobre diversos textos de la Escritura, y en particular
en 2 Pedro 21: “Movidos por el Espíritu Santo, hablaron algunos hombres de
parte de Dios”.
Un artículo que es necesario completar
La Carta a los Hebreos dice que “después de haber hablado un tiempo por
medio de los profetas, en los últimos tiempos Dios nos ha hablado en el
Hijo” (cf Hb 1,1-2). El Espíritu no ha dejado por lo tanto de hablar por
medio de los profetas; lo ha hecho con Jesús y lo hace también hoy en la
Iglesia. Esta y otras lagunas del símbolo fueron colmadas poco a poco en la
práctica de la Iglesia, sin necesidad, por esto, de cambiar el texto del
credo (como sucedió lamentablemente en el mundo latino con el añadido del
Filioque). Tenemos un ejemplo en la epiclesis de la liturgia ortodoxa llamada
de San Jacobo, que dice así:
“Manda tu santísimo Espíritu, Señor y vivificador, que está sentado contigo,
Dios y Padre, y con tu Hijo unigénito; que reina, consustancial y coeterno.
Él ha hablado en la Ley, en los profetas del Nuevo Testamento; ha bajado en
forma de paloma sobre Nuestro Señor Jesucristo en el río Jordán, reposando
sobre él, y bajó sobre los santos apóstoles el día de la santa Pentecostés”.
[14]
Uno quedaría desilusionado por lo tanto si quisiera encontrar en el artículo
sobre el Espíritu Santo todo o también solamente lo mejor de la revelación
bíblica sobre él. Esto pone en evidencia la naturaleza y el límite de cada
definición dogmática. Su finalidad no es decir todo sobre un dato de la fe,
sino trazar un perímetro dentro del cual se debe colocar cada afirmación y
que ninguna afirmación puede contradecir. A esto se añade en nuestro caso,
el hecho que el artículo fue compuesto en un momento en el cual la reflexión
sobre el Paráclito había apenas iniciado y, por añadidura, razones
históricas contingentes (el deseo de paz del emperador) imponía un
compromiso entre las partes.
Pero nosotros no tenemos solamente las pocas palabras del credo sobre el
Paráclito. La teología, la liturgia y la piedad cristiana, sea en Occidente
que en Oriente, han revestido de “carne y sangre” las escarzas afirmaciones
del símbolo de la fe. En la secuencia de Pentecostés la íntima relación y
personal del Espíritu Santo con cada alma – una dimensión completamente
ausente en el símbolo – ha sido expresada con títulos como padre de los
pobres, luz de los corazones, dulce huésped del alma, dulcísimo alivio.
La misma secuencia dirige al Espíritu Santo una serie de oraciones que
sentimos particularmente bellas y necesarias. Concluimos proclamándolas
juntas, buscando de individuar entre ellas aquella que sentimos más
necesaria para nosotros:
Lava quod ests órdidum,
Riga quod est áridum,
sana quod est sáucium.
Flecte quod est rígidum,
fove quod est frígidum,
rege quod est dévium.
Lava lo que está sucio,
riega lo que está árido,
sana lo que sangra.
Dobla lo que está rígido,
calienta lo que está gélido,
endereza lo que está desviado.
Notas
[1] Lumen gentium 12.
[2]Cf. La riscoperta dello Spirito. Esperienza e teologia dello Spirito
Santo, a cura di Claus Hartmann e Heribert Muhlen, Milano 1975 (ed.
originale, Erfahrung und TheolgiedesHeiligenGeistes, München 1974).
[3] Y. Congar, Credo nello Spirito Santo,2, Brescia 1982, pp. 157-224
[4] K. Rahner, Erfahrung des Geistes. Meditation auf Pfingsten, Herder,
Friburgo i. Br. 1977.
[5] H. Mühlen ,Der Heilige Geist als Person. Ich – Du – Wir, Münster in W.,
1963
[6] U. von Balthasar, Spiritus Creator, Brescia 1972, p. 109
[7] J. Moltmann, Lo Spirito della vita, , Brescia 1994, pp. 102-108.
[8] M. Welker, Lo Spirito di Dio. Teologia dello Spirito Santo, Brescia
1995, p.62.
[9] Editi da Libreria Editrice Vaticana nel 1983.
[10]Third Article Theology: A PneumatologicalDogmatics, a cura di MykHabets,
Fortress Press, Settembre 2016.
[11] Basilio di Cesarea, De SpirituSancto XVIII, 47 (PG 32 , 153).
[12] S. Atanasio, Cartas a Serapiòn, I, 24 (PG 26, 585).
[13]Cf H. Mühlen, Der Heilige Geist als Person. Ich – Du – Wir, Aschendorff,
Münster in W. 1963. Il primo a definire lo Spirito Santo il «divino Noi» è
stato S. Kierkegaard, Diario II A 731 (23 aprile 1838).
[14] In A. Hänggi – I. Pahl, PrexEucharistica, Fribourg, Suisse, 1968, p.
250.