Iglesia joven, casa abierta al mundo
«La Iglesia está viva. Y es joven. Lleva en sí el futuro del mundo». Frente a una sociedad envejecida, así lo proclamó Benedicto XVI en la primera homilía de su pontificado. Y decía que tal aserto se había «manifestado de modo maravilloso», precisamente en «los días de la enfermedad y de la muerte del Papa», del gran Papa que, ante un millón de jóvenes en Cuatro Vientos, se definía «un joven de 83 años».
A nadie se le oculta el progresivo envejecimiento de las llamadas sociedades
avanzadas, ya sea por la disminución del número de hijos, al retrasarse la edad
de casarse, o por su drástica reducción, al considerarlos una carga que
disminuye la calidad de vida, incluso arguyendo el sarcasmo de que, cuantos
menos hijos se tengan, se les educa mejor..., ya sea por su eliminación directa,
¡y en masa, más allá del número pavoroso de eliminados en las cámaras de gas
nazis o en los gulag soviéticos!, en el seno materno y hasta impidiendo que, ya
en estado embrionario, lleguen a él...
Pero, detrás de estas razones del envejecimiento, lamentable la primera y perversas las demás, a las que hay que añadir la llamada esperanza de vida, que prolonga la ancianidad, mientras disminuyen, por abajo y por arriba, los años de la eficiencia económica, está la razón decisiva: no hay amor a la vida -¿cómo amar lo que se acaba, si el corazón ansía lo eterno?-, y por ello falta la energía para darla. La esperanza, a lo sumo, apenas alcanza a unos goces tan efímeros, que pasan a una velocidad equivalente a la del último artilugio informático, que, apenas sale al mercado, envejece de inmediato.
Sólo en la Iglesia existe la verdadera juventud, la que no envejece, la que
corresponde a la sed infinita del corazón, porque allí está Cristo resucitado,
vivo, el Único que llena la vida de sentido, porque la Vida es Él. Y nos la ha
entregado, de tal modo, que se ha hecho una sola cosa con cada uno y con todos,
formando un solo pueblo; más aún, un solo cuerpo con Él, que es la Cabeza. Se
llama Iglesia, es decir, asamblea, comunidad, familia. Todo lo contrario de la
soledad mortal a que está condenado el individuo de esta sociedad que trata de
imponerse en el mundo, tan avanzada que no puede sino envejecer
vertiginosamente.
Una familia viva, y por tanto joven, es lo que celebramos cada día los
cristianos, y de un modo especialmente gozoso, en medio de tantos hermanos
nuestros -que podrán estar llenos de cosas, pero solos-, en el Día de la Iglesia
diocesana, nuestra nueva familia, más potente que la de la carne y la sangre,
porque se enraíza en el mismo Origen divino de toda familia, y de toda sociedad
auténticamente humana. De este modo, los cristianos estamos en las antípodas de
la soledad. Quien cree nunca está solo: éste era el lema del viaje que, el
pasado septiembre, Benedicto XVI hizo a su Baviera natal. No improvisaba. Lo
había dicho ya también al comienzo de su primera homilía como Papa. Es la
experiencia de la compañía verdaderamente humana, justamente por estar llena de
Dios, que abraza a todos los hombres a partir de los más cercanos que
constituyen la comunidad cristiana, cuyo paradigma más acabado, desde finales
del siglo IV, se llama parroquia, que significa la iglesia entre las casas
cercanas. Con claridad meridiana lo resumió el gran Juan Pablo II: «La comunión
eclesial, aun conservando siempre su dimensión universal, encuentra su expresión
más visible e inmediata en la parroquia, que es la misma Iglesia que vive entre
las casas de sus hijos y de sus hijas».
En un poema de 1965, Karol Wojtyla hablaba con Jesucristo: «Donde Tú no estás,
allí sólo existe gente sin casa». Es la presencia de Cristo, en efecto, la que
hace al hombre sentirse en casa. Y Benedicto XVI, hace apenas dos meses, en
Castelgandolfo, hablaba de la renovación de la parroquia, y de toda comunidad
eclesial, y con ello, por tanto, de la renovación del mundo, afirmando que «no
puede surgir sólo de oportunas iniciativas pastorales, por más útiles que sean,
ni de planes de pizarra», sino del encuentro de sus miembros con Cristo,
exactamente como la primera comunidad de Jerusalén, «perseverando en la escucha
de la enseñanza de los Apóstoles, en la unión fraterna, en la fracción del pan y
en la oración, una comunidad acogedora y solidaria hasta el punto de que todo lo
ponían en común». Aquí, en el centro de esta familia unida, está el germen de la
misión: crecer hasta la unidad de toda la familia humana.
Si la presencia de Cristo es la que hace sentirse de veras en casa, es
precisamente porque impulsa la libertad del cristiano más allá de los muros de
la casa, pues es consciente de que el horizonte de su casa es el mundo. (A&O
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